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CINEMA DE PERRA GORDA

James Cruze

I COVER THE WATERFRONT (1933, James Cruze) A la sombra de los muelles

I COVER THE WATERFRONT (1933, James Cruze) A la sombra de los muelles

En el hoy olvidado James Cruze (1884 – 1942), se da cita uno de los pioneros del cine, iniciando su andadura como realizador de largometrajes en 1918 -a lo largo de su experiencia cinematográfica, puso en práctica otras muchas facetas, como la de actor, que fue la que le introdujo al mundo de Hollywood, y productor-, y finalizando esta, dos décadas después, tras firmar unos setenta largometrajes. De su filmografía, queda para la historiografía del primitivo western THE COVERED WAGON (La caravana de Oregón, 1923)- poco he podido contemplar de su filmografía. Apenas el muy lejano y simpático THE ROARING ROAD (Batiendo el récord, 1919), comedia romántica de ambiente automovilístico, al servicio del arrollador Wallace Reig, la también silente propuesta de aventuras OLD IRONSIDES (Trípoli, 1926), la insólita THE GREAT GABBO (El otro yo, 1929), que protagonizó Erich Von Stroheim, de la que mantengo sin embargo un recuerdo poco estimulante. Y, finalmente, su participación junto a Ernst Lubistch, Norman Taurog, Norman Z. McLeod, Lothar Mendes, Stephen Roberts, H. Bruce Humberstone y William A. Seiter, en la desigual pero agradable comedia de episodios, IF I HAD A MILLION (Si yo tuviera un millón, 1931). Es este un muy escaso muestreo, aunque pueda revelar un el mismo, la sensación de que Cruze se desenvolvió mejor en el periodo silente, mientras que, en su aportación sonora, quizá revelara cierto grado de pesadez narrativa. Aún con sus virtudes, que las tiene, es algo que se puede percibir en I COVER THE WATERFRONT (A la sombra de los muelles, 1933), un drama costero ubicado en el corazón de la Gran Depresión -aspecto que aparece en la película de manera muy tangencial-, basado en una novela de Max Miller y que, a grandes rasgos, plantea la historia de una doble redención, que tendrán en la joven Julie Kirk (una joven Claudette Colbert, poco tiempo antes de convertirse en una gran estrella), su inesperada protagonista.

La película se inicia de manera muy original, describiendo sus títulos de crédito, a través de una serie de noticias de un periódico. Ello servirá para presentarnos a uno de sus protagonistas, el aguerrido periodista Joe Miller (Ben Lyon), empeñado en convencer a su jefe, de que le deje investigar los extraños procedimientos que viene realizando un patrón pesquero, el veterano Eli Kink (Ernest Torrance), de quien se sospecha trafica con inmigrantes chinos en la costa de San Diego. No sin reticencias, logrará el permiso y la financiación de su superior, al objeto de profundizar en la raíz de dichas turbias prácticas, lo cual inicialmente le provocará un sonoro fracaso -aunque en realidad su intuición resulte certera desde el primer momento-. Visto su revés inicial, decidirá acercarse a Julie, la hija de este, caracterizada por su mentalidad liberal -ha sido criticada por bañarse desnuda en la costa-. Poco a poco irá alcanzando su confianza, sin advertir que, de manera inesperada, ambos traspasarán la frontera del amor. Ese inesperado sentimiento, no impedirá en Joe su voluntad en lograr el descubrimiento de la actividad delictiva de su padre, aunque, en un momento determinado, provoque en Julie su rechazo, al sentirse utilizada por él. Será el instante, en el que la sincera búsqueda de una redención, se adueñará del comportamiento de ambos.

Considero que en I COVER THE WATERFRONT, pese a una muy ajustada duración de una hora, anidan dos películas, no siempre bien armonizadas. Por un lado, se encuentra la historia del ambicioso periodista, capaz de lograr por cualquier medio, esa noticia que consolide su valía como tal. Y por otra, la andadura de ese viejo, ajado y cruel hombre de mar, enfangado hasta las cejas en actividades delictivas, y que no dudará incluso en condenar a la muerte a un ser humano, con tal de salvar el siniestro “modus operandi” de su actividad habitual. Digamos que el primero de los enunciados, con el de los años, ha quedado considerablemente sobrepasado por títulos de mayor calado en la materia, y también una más dinámica formulación narrativa. Pero, en su oposición, hay que señalar que el elemento bizarro que plantea el segundo de sus argumentos, mantiene casi intacta toda su crueldad. En medio de ellos, se encuentra Julie, deudora por un lado de su progenitor, un hombre al que ama, y del que desconoce su actividad delictiva, y por otro, su rápido acercamiento a ese joven periodista, de quien queda irremisiblemente atraída, aunque en un momento determinado, llegue para él la decepción, de descubrir en él, inicialmente, el hecho de haber sido utilizada, para acercarse a su padre.

Lo señalaba anteriormente, todo aquello que en I COVER THE WATERFRONT, rodea la andadura de este periodista ambicioso y picaresco, con resultar aceptable, no aporta nada a la visión del denominado cuarto poder, que no se haya mostrado, con mayor pertinencia, en otros títulos rodados en aquel periodo, tan febril en el cine norteamericano. Es más, los primeros minutos, acusan cierto estatismo formal, hasta el punto que cuesta un poco ‘entrar’ en la película, algo sorprendente, teniendo en cuenta su escasa duración. Sin embargo, el film de Cruze alcanza sus máximas cuotas de interés, cuando describe las crueles maneras que hace cotidianas el viejo Eli, traficando con inmigrantes chinos, que podrían ser descritas entre las más sádicas rodadas aquellos años. Nos sorprenderá, en sus primeros minutos, la actitud de el patrón del barco, al no dudar en tirar al agua ¡encadenado!, y condenado a una muerte segura, a uno de estos inmigrantes, para evitar que lo encuentre una patrulla de inmigración que se acerca al barco, avisada por el periodista. O el terrible episodio, que describe al ataque de un tiburón a uno de los hombres de este en alta mar, amputándole la pierna, y practicándosele una operación de urgencia, que no podrá salvar la vida del desgraciado, desesperado al demandar que se le acerque una imagen religiosa, para poder dirigir sus plegarias. O ese instante, de extrema crueldad, en el que, dentro de una nueva inspección, un policía raja el vientre de un gigantesco tiburón, escondiéndose en sus fauces los inmigrantes chicos que se transportan ilegalmente. O, finalmente, las secuencias en las que Eli se esconde en el interior de un viejo barco abandonado, siendo operado casi en carne viva para retirársele una bala.

Será ese el marco en el que se encuentren finalmente los tres personajes, y en donde se producirá la necesaria catarsis. De un lado, Eli mostrará un insólito rasgo de humanidad, salvando al periodista que ha herido con bala, y haciendo entender que, ante su cercana muerte, perdone a un hombre que ha buscado, entre otras cosas, la justicia. Ello permitirá a Joe, concluir la película, cumpliendo el anuncio que hiciera a este -escribir su necrológica-, pero redactándola, como quien despide a un inesperado viejo amigo.

Calificación: 2’5

OLD IRONSIDES (1926, James Cruze) Trípoli

OLD IRONSIDES (1926, James Cruze) Trípoli

De entrada, OLD IRONSIDES (Trípoli, 1926. James Cruze), es una muestra más del enorme peso industrial que Hollywood albergaba en el periodo silente, cuando el cine ya se había articulado como un medio de entretenimiento de las masas. Nos encontramos ante una auténtica superproducción, inscrita por un lado en el ámbito de las aventuras marinas, pero al mismo tiempo, imbricando su base argumental, dentro de los primeros pasos de los Estados Unidos como nación, a finales del siglo XVIII. Los rótulos iniciales de la película de Cruze, que se beneficia al máximo de la solvencia del look de Paramount, nos describen la explosiva situación, protagonizada por hordas de piratas Berberiscos, que durante largo tiempo han hecho estragos en el mar Mediterráneo, asaltando barcos, vendiendo como esclavos a sus presos, e impidiendo el normal desarrollo de la actividad en el mar. Presos de múltiples ataques, las primitivas autoridades norteamericanas decidirán la creación y botadura del Constitucion, una nave destinada a contraatacar esa invasión pirata, poniendo en él y en su tripulación, las esperanzas tanto de los primeros ciudadanos norteamericanos, como en sus autoridades, que apenas cuentan con financiación en esos primeros años como tales.

Será todo ello una base de realidad históricas, que muy pronto servirá para insertar la ficción que predominará en OLD IRONSIDES; la aventura personal de un bondadoso muchacho de Salem -encarnado por un joven Charles Farrell, quien logró con esta película, con su frescura, con su erotismo también, en este rol, alcanzar un rápido estrellato, fundado poco después en sus inolvidables protagónicos junto a Janet Gaynor, en los melodramas dirigidos por Frank Borzage-. Y un Farrell también, que en una explosión sucedida en esta película -que ocasionó la muerte de un técnico y diversos heridos-, lo dejó con una sordera parcial durante el resto de su vida-. Este leerá el anuncio para reclutar personal, en la tripulación del Continental, pero será convencido mediante una borrachera por dos viejos lobos de mar -Bos’n (Wallace Beery) y el desertor Gunner (George Bancroft), para que engrose la tripulación de un barco que está a punto de partir. Será el momento en que el protagonista descubra por un lado la dureza de la tarea de la mar, para la que sin embargo se mostrará bien dotado, y por otro a conocer a la joven y hermosa Esther (Esther Ralson). Poco a poco se irá familiarizando con su nuevo modo de vida, sufriendo junto al resto de la tripulación, el asalto de un comando pirata, que los llevarán presos, e incluso separarán a Esther del conjunto de los capturados, siendo comprada por un comerciante que la quiere ofrecer como obsequio al sultán. Al mismo tiempo, la tripulación del Constitucion irá poniendo en practica una serie de audaces maniobras, que paulatinamente irán menguando la capacidad de los piratas, lo que contará de manera inesperada con la ayuda de ese grupo de cuatro marinos, encadenados -entre los que se encontrarán el joven marino, Bos’n, Gunner y el cocinero negro-, que lograrán escaparse de su prisión, y ser rescatados por el personal del buque americano. Será el punto de partida para lograr llevar a cabo la ofensiva final y, de manera subsiguiente, la recuperación y consolidación de la relación en la joven pareja protagonista.

Hace pocos tiempo, el destino me permitió acercarme a otro de los títulos de Cruze, el ya sonoro I COVER THE WATERFRONT (A la sombra de los muelles, 1933), y en mi comentario argumentaba una cierta pesadez narrativa, apelando quizá a una mayor destreza en el periodo silente. Lo cierto es que contemplando OLD IRONSIDES revela que esas previsibles cualidades, en cierto modo certifican las limitaciones de un realizador, que incluso en sus mejores tiempos, demostraba eficacia, pero al mismo tiempo incapacidad, a la hora de extraer las mejores posibilidades, de una historia que se prestaba a ello -la película queda narrada en planos fijos en todo momento-. Y es que no dejamos de encontrarnos ante una historia arquetípica, en la que su innegable eficacia, o el cuidado de su diseño de producción, no va acompañada de un especial grado de inspiración por parte de su máximo artífice. Apenas podemos destacar aquellos instantes que describen la dureza de la vida del mar, sobre todo señalada en la brutalidad del submundo de la tripulación, hacinada en los sucios camarotes, aunque por otra parte se incline en demasía al ya habitual show histriónico, marcado entre Wallace Beery y George Bancroft, en buena medida inclinado en tono de comedia, y absolutamente letal a la hora de impedir insuflar densidad a su conjunto. Así pues, nos encontramos en este terreno con un relato de aventuras marinas, tan previsible como entretenido en sus mejores momentos, pero que se olvida con la misma ligereza con la que se contempla.

Por el contrario, si por algo destaca, y moderadamente, OLD IRONSIDES, reside en su voluntad en describir el despertar a la vida de su joven protagonista. Ese hombre de campo definido en su nobleza, que desea abandonar una andadura futura quizá dominada por la rutina. Y es un retrato de carácter en el que no se ausentará la presencia de la sexualidad, iniciada con ese contraplano, en el que el muchacho observa y se lleva a turbar, al contemplar en la quilla del barco en el que se va a embarcar, con una talla de madera con forma de figura femenina. Esa evolución en la personalidad del joven, servido con inusual frescura por Farrell, permitirá una clara química con Esther Ralson. Algo que Cruze potenciará con una serie de primeros planos, que ‘acariciarán’ el romanticismo y la sensibilidad de la pareja, o la plasmación de esos dolorosos instantes, en los que su condición de presos, los harán separarse -la fuerza del momento en el que Esther se acercará al joven protagonista, que se encuentra tirado en el suelo y encadenado, antes de ser embarcada por el adinerado árabe que la ha adquirido-. Sin embargo, mucho antes, y dentro de dicho ámbito, podremos contemplar el mejor pasaje de la película. De noche, convertido ya el joven protagonista en comodoro, y portando el timón, se acercará la muchacha hasta él, mientras este no deje de mirar hacia arriba, para evitar esa explosión de sexualidad entre ambos, abrazándola y besándola ardientemente, momento en el que dejará el timón, coincidiendo con el fragor del mar. Un instante de arrebatadora pasión, en una película estimable, pero a la que le falta, precisamente, eso.

Calificación. 2’5

THE ROARING ROAD (1919, James Cruze) Batiendo el récord

THE ROARING ROAD (1919, James Cruze) Batiendo el récord

En unos tiempos donde bucear siquiera sea mínimamente el pasado cinematográfico, parece ser un deporte que practicamos cuatro gatos, lo cierto es que cuando se plantea quien fue la primera gran estrella masculina del cine norteamericano, trasladando dicho enunciado a su vertiente como receptores del público femenino, siempre se cita la figura de Rodolfo Valentino. Sin embargo, reiteradamente se omite la previa que instauró el estupendo galán que fue Wallace Reid. Iniciado en el cine realizando gran cantidad de cortos, fue empujado por su estudio de siempre –la Paramount-, para que protagonizara una considerable sucesión de títulos, en los que transmitió ante la pantalla un personaje alegre, dinámico, deportivo y jovial, que le hicieron ser receptor del fervor de auténticas legiones de féminas. Un accidente sufrido en un rodaje le llevó a la adicción a la morfina, lo cual contribuyó a un prematuro deterioro físico y a una inesperada muerte en 1923, privando a la pantalla una figura que sin duda hubiera seguido dando mucho de sí, y casi planteándose como un precedente de lo que muy poco tiempo después ofrecería Harold Lloyd en una vertiente más cómica –y con gafas-. La figura de Reid planteó en el Hollywood de aquellos tiempos toda una campaña en contra del uso de drogas –aunque en el caso de la víctima estas no se consumieran más que como remedio a una mala curación- pero, sobre todo, con el paso de tantas décadas, ha ido posibilitando un injusto olvido, ya que contemplar cualquiera de los títulos en los que se encontrara en su reparto, nos trae la imagen de un intérprete carismático y dotado de una frescura inusual en el cine de aquellas dos primeras décadas del siglo XX. Caracterizado por esa amplísima filmografía –los rodajes rápidos se sucedían uno tras otro, contribuyendo ello a su desgraciado fallecimiento-, una parte de dichos títulos fueron dirigidos por James Cruze –el autor de la emblemática y posterior THE COVERED WAGON (La caravana de Oregón, 1923)-, quien dentro de la citada Paramount se encargó de elaborar numerosos vehículos para el lucimiento de la encantadora estrella. Eran todos ellos films que apenas alcanzaban la hora de duración, y en los que junto a su agilidad narrativa, y a transmitir en sus imágenes esa jovialidad característica de su máxima estrella, formularan ya un determinado sentido de la composición cinematográfica.

En buena medida, THE ROARING ROAD (Batiendo el récord, 1919. James Cruze) responde a dicho enunciado, describiéndonos la figura del joven e impetuoso Walter Thomas Toodles Walden (Reid). Este es el más exitoso encargado de ventas de la firma automovilística que encabeza J. D. –denominado “El Oso” (Theodore Roberts); una sobreimpresión nos describirá gráficamente la rudeza de su carácter al comparárnoslo literalmente con uno de dichos animales-. J. D. preside Marco Motors, y se encuentra deseoso de alcanzar el record que le permita triunfar por tercera ocasión consecutiva un gran premio automovilístico. Sin embargo, sus esperanzas quedarán frustradas al caer al agua los vehículos que tenía preparados para la competición. Lo que desconoce el magnate, es que por un lado Toodles está enamorado de su hija Dorothy (Ann Little), mientras que en su interior anhela dejar una profesión para la que está facultado por su simpatía natural, pero en la que no se encuentra a gusto, ya que lo que realmente desea es ser piloto. Como podrá suponer muy pronto el espectador, el ulterior metraje de THE ROARING ROAD, no será más que la plasmación del deseo del joven protagonista para poder llevar a efecto su deseo, al tiempo que sobrepasar ampliamente un récord que prestigiaría aún más la firma encabezada por J. D. y, finalmente, conseguir la aprobación de este para casarse con su hija. Ni que decir tiene que no cabe esperar más de esta película de poco menos de sesenta minutos de duración, destinada sobre todo para servir como vehículo estelar a un Reid que, sin embargo, no se prodiga en exceso en el conjunto del metraje, pero pese a cuyas ausencias en el plano percibimos que su carisma logra envolver el conjunto de la película. Una producción en la que se combina sentido del humor y de la competición, en la que sus elementos narrativos devienen tan simples como eficaces, y a la que cabría oponer ante todo un excesivo abuso de los intertítulos –cierto, nos encontramos en 1919, pero ya entonces se habían formulado esfuerzos en dicha faceta-.

Lo cierto es que la recuperación de THE ROARING ROAD, permite por un lado comprobar el buen pulso y al mismo tiempo la simpleza desplegada por Jamez Cruze –que a lo largo de su andadura como director filmó más de setenta películas, hasta finales de la década de los años treinta- y sirve, ante todo, para recordar a la primera gran estrella masculina que brindó el cine norteamericano. Un Wallace Reid que sin duda aún hubiera podido dar mucho de si de no haber mediado esas tristes circunstancias brindadas por la propia configuración de un Hollywood acaparador, y que aún casi un siglo después, desprende el carisma y la autenticidad de su personalidad fílmica. Unos rasgos muy diferentes al exotismo y la sensualidad del mencionado Valentino, pero sin duda mucho más cercanos a lo que podría definir el cine USA, y que prolongaron bastantes años después intérpretes como pudiera ser un James Stewart en su juventud. Habiendo podido contemplarlo en algunos títulos de época firmados previamente por Cecil B. De Mille, lo cierto es que la prematura desaparición de Wallace Reid, nos privó de la madurez de un intérprete versátil y, ante todo, revestido de una insólita frescura para el cine de su tiempo. Dentro de dicho ámbito, las peripecias que conforman el entramado de THE ROARING ROAD, no son más que el aún grato engranaje que sirviera como nuevo vehículo para su figura.

Calificación: 2

THE GREAT GABBO (1929, James Cruze) El otro yo

THE GREAT GABBO (1929, James Cruze) El otro yo

Del mismo modo en que se encuentran tantos y tantos tesoros escondidos dentro de la cinefilia más ignota, justo es reconocer que en otras la existencia de factores externos, introducen de entrada un atractivo suplementario a películas que en realidad no merecen más consideración que la meramente arqueológica. Dentro de este último enunciado, no dudaría en incluir THE GREAT GABBO (El otro yo, 1929. James Cruze), avalada por la presencia al frente del reparto de un Erich Von Stroheim, cuando su figura se encaminaba al abandono casi forzoso de una filmografía previa como realizador, dejando la estela de una obra llena de fuerza expresiva, al tiempo que dominada por sus excentricidades y encontronazos con las productoras. A raíz de ello, ciertas referencias hablaban del título que comentamos, concediéndoles un determinado interés que, lamento tener que reconocer, no he visto por ningún lado. Dominada por su condición de musical primerizo, destinado a mostrar la introducción del sonido dentro de una propuesta que intenta aunar diversas vertientes genéricas, el film de Cruze destaca por su aspecto polvoriento, su estatismo visual, la caducidad de ese creciente predominio de musical y, ante todo, esa sensación de resultar en última instancia una película fallida, bien sea por la ausencia de ritmo, por la excesiva confianza mantenida en la presencia de Stroheim al frente del reparto, el desaprovechamiento de la historia del ventrículo y su muñeco, en tantas ocasiones llevada con más acierto y sugerencia a la pantalla, la caducidad de unos números musicales que devienen insoportables o, en definitiva, por que nos encontramos ante una película en la que su único atractivo, reside quizá en esa extraña confluencia de subgéneros. Digámoslo ya, THE GREAT GABBO solo merece ser reseñada por su insólita condición de partida, en modo alguno por la escasa altura de sus resultados.

Gabbo (Stroheim) es un ventrílocuo bastante pagado de sí mismo y dominado por un ego superlativo, que malvive en actuaciones desarrolladas en teatros de baja categoría, siempre acompañado por la ayuda fiel aunque nunca reconocida de la joven Mary (Betty Thompson). Esta en un momento dado se harta de la soberbia del artista, decidiendo a pesar suyo abandonarle cuando se han cumplido los dos años en que su relación se inició, aunque lamentando que dicho abandono se extienda a su muñeco parlante, al cual ha cogido un especial cariño. Los tiempos pasan, y contra todo pronóstico el ventrílocuo logra consolidar un gran espectáculo en Broadway, donde su atracción adquirirá un éxito atronador. Será un periodo en el que este frecuentará lujosos restaurante, realizando en ellos extrañas exhibiciones junto con su muñeco, que situará en el otro extremo de la mesa. Y será también el contexto con el que volverá a encontrarse con Mary, en la vorágine de su éxito teatral, sin saber que esta se encuentra casada con Frank (Donald Douglas), su compañero de números de baile. Gabbo intentará seducirla de nuevo, pero esta –aunque le profese un oculto cariño-, hará valer su condición de casada, desmarcándose de las insinuaciones del artista, quien de la noche a la mañana se verá abocado a una abrupta decadencia de sus cualidades como profesional del espectáculo, ya que sobre él no se puede sostener el más mínimo asidero emocional.

No cabe duda que Erich Von Stroheim asumió el rol de Gabbo incorporando en su trazado la mitología que le acompañaba como intérprete. Ese aplomo teutónico, la utilización anacrónica de uniformes de época adornados por medallones y condecoraciones –y para ello conviene destacar el aire kitsch que preside la actuación teatral de este, imbuido en un sofá “rococó”, vestido con un uniforme de la época napoleónica, e incluso donde sus ayudantes visten uniformes similares-, es indudable que emergería como un condicionante impuesto por el propio intérprete, ligando su personaje a la galería de los interpretados por él mismo en sus propias películas. Pero sucede que en THE GREAT GABBO el estatismo que domina las secuencias en las que su protagonista se encuentra presente es casi aplastante. Hay en ellas una morosidad y ausencia de fuerza expresiva en sus planos, nos importan poco las presuntas exhibiciones de ventriloquia del personaje, se desaprovecha por completo la relación mantenida entre este y su muñeco –ni siquiera en ello se producen situaciones ni matices que podrían insuflar un aire bizarro a la función-, dejando su discurrir de manera creciente en la incorporación de una serie de números musicales totalmente caducos –aunque no dudo que en aquellos tiempos pudieran aparecer como novedosos-. De todos ellos, quizá solo queda destacar, también por su carácter kitsch, el que se desarrolla sobre una gigantesca tela de araña, dotado al menos de un cierto soterrado erotismo, posible al encontrarnos ante una producción inserta antes de la llegada del castrante Código Hays.

Por lo demás, poco hay que destacar en esta película polvorienta, en la que algunos comentaristas han querido incluso ver fábulas sociológicas, pero que un servidor no duda en considerar una enorme decepción. De hecho, tan solo hay un instante en el que observo una cierta inventiva cinematográfica. Me refiero al plano que sucede a la primera huída de Mary de la servidumbre de Gabbo. Poco después, el absorbente ventrílocuo saldrá de la puerta portando su muñeco en el brazo, mientras este último llamará insinuantemente a esta, intentando en vano que regrese, introduciendo en el metraje un componente inquietante que, por desgracia, aparecerá por completo desaprovechado. En definitiva, quien iba a decir que el que fuera director de un título tan emblemático como THE COVERED WAGON (La caravana de Oregón, 1923), pudiera ser el firmante de una película tan modesta –cosa en sí nada censurable- como decepcionante, que tiene plomo hasta por las alas.

Calificación: 1’5