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CINEMA DE PERRA GORDA

John Guillermin

P. J. (1968, John Guillermin) La senda del crimen

P. J. (1968, John Guillermin) La senda del crimen

A partir de mediada la década de los sesenta, en el marco de aquel Hollywood convulso se fue imponiendo una pequeña pero estimulante corriente, que con el paso del tiempo se denominó el neo noir. Se trataba de recrear argumentos policiacos descritos en rutilante color cinematográfico, considerable lujo de producción, la ocasional recurrencia a grandes estrellas, y describiendo a su través una mirada crítica de la sociedad contemporánea. En ellas tendría presencia un fuerte componente irónico e incluso festivo, casi como si en un segundo término se dirimieran en ellos los ecos de los fulgores del último gran periodo de la comedia americana, Se trata este, de un formato que tuvo su exponente más pertinaz en las aportaciones de Gordon Douglas -TONY ROME (Hampa dorada, 1967), LADY IN CEMENT (La mujer de cemento, 1968)- y el título más distinguido -es una elección muy personal- con HARPER (Harper, investigador privado, 1966. Jack Smight). Sería un ámbito poco a poco teñido de escepticismo y desencanto -el propio Douglas lo explicitaría en la magnífica THE DETECTIVE (El detective, 1968)-, prolongando y violentando su recorrido con las aportaciones de un Don Siegel, entre otros, que muy pocos años después mutaron la corriente con aromas más veristas y ligados a la violencia.

Este es el contexto en que emerge la prácticamente desconocida P. J. (La senda del crimen, 1968) con la que de manera inesperada se sumaba a esta corriente el británico John Guillermin, muy pronto ligado a este periodo seminal de la industria norteamericana, y utilizando para ello por tercera vez consecutiva a George Peppard como cabeza de reparto. Desde sus primeros fotogramas, podemos percibir que P. J. se incorpora a esta corriente festiva y colorista, adornada además por la grata y característica sintonía de Neal Hefti. Será la manera de presentar al roñoso y llamativo magnate empresarial William Orbison (un Raymond Burr teñido con pelo plateado), al que pronto comprobaremos como hace ostentación de su tacañería, y encarga a un sujeto anónimo un asesinato. Será el preludio para que aparezca en escena P. J. Detweiler (Peppard) un detective en horas bajas, que apenas sobrevive con contratos espurios para ratificar infidelidades, y que atiende sus encargos en el bar de su amigo Charlie (Herb Edelman). Será captado por Orbison para que proteja a su amante -Maureen Preble (Gayle Hunnicutt)- que ha sido amenazada de muerte. Pronto se establecerá una corriente de mutua simpatía entre protector y protegida, que protagonizará diversos intentos de asesinato. Ambos viajarán junto al personal del magnate, incluso la propia esposa de este -Betty (excelente Coleen Gray)- a una pequeña isla en las Antillas. Allí, en un intento de proteger a Maureen de un supuesto asesinato intuido en plena inmensidad del bosque tropical, el detective matará accidentalmente a Jason Grenoble (Jason Evers), uno de los más directos colaboradores del empresario. Apesadumbrado por lo sucedido y abandonado en la isla, Detweiler se dedicará a indagar la realidad de la situación, intentando profundizar en la tela de araña a la que se le hizo caer, mientras la amenaza se irá teniendo, en esta ocasión, en torno suyo.

P. J. se suma a la galería de detectives de medio pelo que poblaron las pantallas en aquellos años, encarnado en esta ocasión con suficiente escepticismo por el eternamente menospreciado Peppard. Hay que señalar que en el primer tercio del metraje se detectan aspectos que impiden que el espectador empatice con una propuesta que se adentra inicialmente en ese tono burbujeante e incluso extravagante -el chirriante mayordomo gay de Orbison-. Es cierto que poco a poco vamos adentrándonos en rasgos que revelan el interés de Guillemín por brindar interés visual a su argumento -la manera con la que se recrea en el lujoso apartamento en que vive Maureen, dominada por los rojos de su decoración-, pero es cierto que tendrá que transcurrir parte del metraje para que el relato prenda de manera definitiva. Ello se producirá a partir de la secuencia de la fiesta que Orbison convocará en la isla caribeña, en donde este exteriorizará su perversa personalidad al forzar que su esposa se presente -entre lágrimas- a su amante, en uno de los inesperados crescendos dramáticos del relato -probablemente la secuencia más brillante de la película-. Será el preludio al momento en que P. J. se enfrente a una inesperada situación que culminará con la muerte accidental de Grenoble. El suceso supondrá el inicio de su pesadilla, y para la película la articulación de un perfil más sombrío, en el seguimiento de las pesquisas del protagonista, que en un momento dado le llevarán a conocer los orígenes del desaparecido, al encontrarse -en otro instante de especial intensidad- con su atribulado padre -el gran John Qualen- y su más resentida hija. Será el principio del fin, al encontrar la documentación que permitirá resolver el enigma que le ha llevado al horror de asumir un asesinato accidental, pero al mismo tiempo descubrir la oscura maraña que rodea el entorno de Orbison y, también, el de su amante.

Dominada entre su consustancial cinismo -los diálogos entre el detective y el agente de la isla Waterpack (Brock Peters), las confidencias que mantiene con su amigo el barman Charly-, P. J. va creciendo en su densidad según nos vamos adentrando en su progresión argumental, acertándose a plasmar ese pathos interior del detective al asumir en su interior el drama de haber matado accidentalmente, a alguien que portaba un arma sin balas. Dentro de esas premisas, de la perversa personalidad exteriorizada en todo momento por el empresario, o la capacidad de fascinación que ejerce sobre el protagonista la bella e insinuante Maureen, P. J. va a sumiendo en sus costuras una creciente atmósfera malsana, que se traducirá en este caso con la presencia de una serie de inusuales secuencias caracterizadas por su dureza y explícita violencia que, curiosamente, fueron eliminadas en la versión que se recortó para ser emitida por canales televisivos, poco después de que el fracaso comercial de la película la hiciera ser pronto olvidada.

En este capítulo concreto, y aún por encima de la ya señalada que concluirá con la muerte de Grenoble, podemos resaltar -por encima de la plasmación del intento de muerte accidental del detective y Maureen en un sabotaje automovilístico- tres episodios dominados por su delectación en la violencia, e incluso su especial cuidado y extensión en su planificación. El primero lo expresará la pelea que P. J. sufrirá en un club gay, en la que pese a lamentar la manera como en aquellos años se mostraba al colectivo homosexual newyorkino -dominada por estereotipos, caricaturas e incluso mal gusto-, retrocediendo la que seis años antes describía Otto Preminger en la inolvidable ADVISE AND CONSENT (Tempestad sobre Washington, 1962), pero en la que no se puede ocultar la pulsión incluso masoquista que se brinda sobre ese apuesto detective que aparece como apenas oculto objeto de deseo de los gais allí reunidos, por más que todos respondan al designio de Orbinson. De diferente índole, pero aún más terrible conclusión -y superior pericia narrativa-, será la secuencia desarrollada en una estación de metro, en la que un esbirro del empresario se disponga a liquidar al detective empujándolo hacia uno de dichos vehículos, y un giro de los acontecimientos se lleve por delante al ejecutor. La película concluirá con otro estallido de violencia, en la que resaltará la presencia de la sangre de manera intensa, dinámica, a modo de estallido emocional y de catarsis, en la resolución de esa trampa en la que hasta entonces se ha visto inserto el protagonista. P. J. finaliza de manera inesperadamente brillante e incluso melancólica, mostrando incluso con cierta mítica la renuncia final de Detweiler a ese mundo siniestro que hasta entonces ha forjado su vida. Intuyo que se hermoso plano general que lo mostraba despareciendo en la lejanía, quizá predispusiera a que este personaje creado por Edward Montagne transformado en guion por Philip H. Reisman Jr. pudiera tener una continuidad cinematográfica, coartada por el nulo éxito de la película.

Calificación: 2’5

ADVENTURE IN THE HOPFIELDS (1954, John Guillermin)

ADVENTURE IN THE HOPFIELDS (1954, John Guillermin)

Hay ocasiones, en la que la propia historia de la recuperación de una película, puede tener tanto interés o más, que el propio resultado de esta. Cuando John Guillermin dirige en 1954 ADVENTURE IN THE HOPFIELDS, asumiendo el encargo recibido de la Children’s Film Foundation, no puede decirse que nos encontremos con un hombre de cine inexperto. Ya atesora a sus espaldas una decena de largometrajes, e incluso cierta experiencia televisiva. Ni que decir tiene, que ello será un bagaje suficiente, a la hora de asumir este largometraje de 62 minutos de duración, dominado por una leve base argumental, obra de John Cresswell, a partir de la novela de Nora Lavin y Molly Thorp, y destacado en la sensibilidad que su realizador manifiesta, a la hora de insertarse en el universo infantil -un mundo que, años después, y dentro de unas premisas dominadas por una superior densidad, le permitió el logro de una de sus mejores películas, la olvidada RAPTURE (1965)-. Revisada en 1972 -intuyo que varios de sus pasajes musicales, se insertaron en dicha revisión-, la película aparecía perdida, hasta que el año 2002, fue encontrada una copia, que se encontraba a punto de desaparecer en un vertedero, siendo comprada por un coleccionista a muy bajo coste, y permitiendo que ese mismo año, sus imágenes fueran estrenadas, entre los que entonces fueron sus intérpretes -buena parte de ellos, niños-, casi medio siglo después de su rodaje en Goudhurst.

La importancia de esta sencilla película, más allá de su nada desdeñable caudal de cualidades, reside en comprobar la importancia que, para el cine británico, tuvo siempre la presencia de los niños en su producción, hasta el punto que no pocas de sus obras cumbre, se encuentran dominadas por dicha circunstancia. Y hay que reconocer que quizá sea este, el país que utilizó su presencia con mayor sensibilidad, verismo, y complejidad -e incluso crueldad- en la plasmación de su psicología. En esta ocasión, la propuesta se centra en un relato libre, lleno de vida, y dominado por una impronta casi documental, de las condiciones de trabajo de un colectivo obrero, a la hora de viajar junto a sus hijos, para laborar junto a ellos en la recogida del lúpulo. ADVENTURE IN THE HOPFIELDS se inicia -tras una brevísima voz en off, apelando a un sentimiento de nostalgia- con el episodio bullicioso, de las numerosas familias de un barrio obrero de Londres, dispuestas a marcharse completas a dichas tareas de recolección. Jaleada por sus amigos, la pequeña Jenny Quinn (Mandy Miller), es animada a sumarse a dicha labor, aunque la niña solo tiene pendiente recuperar la reparación de un perro de porcelana, recuerdo de su madre. Lo devolverá a su casa, provocando la alegría de esta, aunque cuando sus padres se marchen de casa, accidentalmente la pieza caerá al suelo, rompiéndose en mil pedazos. Totalmente abatida, Jenny decidirá unirse a sus amigos y familiares, sumándose a la citada recolección y, con ello, obtener recursos suficientes para poder reparar de nuevo la pieza.

Dicho y hecho, seguirá el sendero dejado por sus amigos, pero una serie de incidencias y casualidades, llevarán a que la niña recale en otro campamento de recolección, iniciándose una aventura para la avispada pequeña, provocando poco tiempo después la alarma de sus padres. Estos iniciarán su búsqueda, mientras esta vive una serie de incidencias, prueba el cariño de algunos de los recolectores, y tendrá que sufrir los enfrentamientos con una pareja de niños traviesos que, de manera involuntaria, llegarán a poner en peligro su vida.

Es cierto que la anécdota de ADVENTURE IN THE HOPFIELDS aparece liviana, pero, de entrada, la película, se beneficia de una enorme ventaja, contando con el protagonismo de Marty Miller, la niña que conmovió al país con su rol de sordomuda en la admirable MANDY (Idem, 1952. Alexander Mackendrick) -cinta esta, que siempre he considerado una auténtica piedra angular dentro del drama psicológico en el cine de las islas-. Con la expresividad de su rostro, la autenticidad de su actitud, y su ausencia de cualquier afectación, la pequeña logra transmitir al espectador sus dudas, sus tribulaciones, al tener que asumir casi sin tiempo para ello, una serie de incidencias, que pondrán en tela de juicio la rutina de su vida diaria, madurando casi de un día a otro, al anteponer como premisa, ganar suficiente dinero para recuperar la figura destrozada. Todo ello, se insertará en una cámara de auténtico alcance documental, plasmando con gran sentido del verismo, la vida diaria de esos colectivos obreros, y la propia entraña de las condiciones de trabajo que centran su actividad, en la que la participación de los niños, era en aquel tiempo algo totalmente habitual.

Pero al mismo tiempo, el film de Guillermin, acierta al introducir ese grado de crueldad, inherente al mundo infantil, centrado de manera especial, en la presencia de esa pareja de niños -de los que se induce a pensar en pertenecer a la etnia gitana-, revoltosos y enfrentados al resto de pequeños que poblarán aquellos pasajes de la función, que no dudarán en vengarse de la niña, a la que llegarán a poner en peligro su vida, aunque en el último momento, uno de ellos será el que la salve de la terrible circunstancia. En medio de estas claves bien concretas, ADVENTURE IN THE HOPFIELDS se adueña de este sentido de la inmediatez y la vivacidad que brinda una historia sencilla, creíble y cercana. Una mirada a un marco concreto, dominada por la presencia de actores y pequeños no profesionales -aunque entre ellos aparezca, una actriz tan prestigiosa como Mona Washbourne-, en la que su apuesta por el realismo, no deja de lado esa aura casi fabulesca que brindan sus imágenes, y en la que, personalmente, no dejaría de destacar, todas aquellas secuencias descritas en ese viejo molino abandonado. Son pasajes, justo es reconocerlo, que abandonan ese aire bucólico y casi documental del conjunto. Sin embargo, es precisamente la presencia de esa dramatización, centrada en la interacción de la pequeña Jenny, con la ominosa presencia de ese viejo recinto, el entorno en que se describirán los instantes más sombríos, de un relato tan cercano, jovial y al mismo tiempo revestido de dureza. Todo ello, en una película casi desconocida, que nos permite vislumbrar tanto la sensibilidad, como la capacidad descriptiva, que ofrecía el cine de John Guillermin.

Calificación: 2’5

THE WHOLE TRUTH (1958, John Guillermin) Toda la verdad

THE WHOLE TRUTH (1958, John Guillermin) Toda la verdad

Es más que probable que a partir del estruendoso éxito de LES DIABOLIQUES (Las diabólicas, 1955. Henri-George Clouzot), se popularizara un modelo de cine de suspense, basado en la explotación de las falsas apariencias y planteamientos dramáticos efectistas, que hundían sus raíces en la adaptación de novelas y obras de teatro. Dicha tendencia, tuvo en Inglaterra una notable anuencia, que se prolongó hasta inicios de los sesenta, y que brindó títulos como CHASE A CROOKED SHADOW (Sombras acusadoras, 1958. Michael Anderson), THE FULL TREATMENT (La muerte llega de noche, 1960. Val Guest), o el pequeño clásico que es THE NANNY (A merced del odio, 1965. Seth Holt). Dentro de dicha corriente, cabe situar con claridad la desigual THE WHOLE TRUTH (Toda la verdad, 1958), con la que ese apreciable realizador que fue John Guillermin, asumía una producción de Jack Clayton para Romulus Films. Su planteamiento surge a partir de la obra de teatro de Philip Mackie, a partir de la cual el experto Jonathan Latimer –THE BIG CLOCK (El reloj asesino, 1948. John Farrow)- intenta afianzar los puntos de interés de un elemental whodunit. Sin embargo, preciso es reconocerlo, si en última instancia nos encontramos con un titulo irregular, pero no exento de interés, se debe en todo momento al evidente trabajo de puesta en escena, empeñado en proporcionar un relativo atractivo a un argumento con escasos alicientes.

Será algo que podremos comprobar en la vibrante secuencia pregenérico, en la que en medio de una nocturnidad, con una planificación dinámica, un montaje percutante, se describe la huida en medio de la noche y de un escenario exterior que desconocemos –más adelante sabremos que se trata de una localidad francesa-, del personaje, al que aún no conocemos su identidad, encarnado por Stewart Granger. Lo veremos huir en una persecución policial, dentro de unos minutos llenos de ritmo e incluso una cierta musicalidad, en su coreográfica puesta en escena, hasta que finalmente se vea casi en una situación límite, que la acción nos trasladará hasta un flashback, que incluso se plasmará con el girar en sentido contrario, de las agujas del reloj. Será el traslado, sorprendente, a un plató cinematográfico, en donde asistiremos al rodaje de la secuencia de una película, en la se aprecia –incluso con sentido paródico-, la incompatibilidad de la pareja protagonista. El es un joven actor pusilánime –se le llamará despectivamente “jamón”, y ella es Gina Bertini (Gianna Maria Canale), una joven starlett de cortos vuelos, caprichosa y diva, con la que mantiene un efímero romance el productor Max Poulton (Granger), aunque este se encuentre casado. Dada esta incómoda situación, Poulton intenta despegarse del acoso de Gina, en lo que producirá una situación que, de forma extraña, aparecerá como el asesinato de esta. Será algo que le anunciará el enigmático Carliss (George Sanders), que se presentará como inspector de Scotland Yard, cuando haga acto de presencia en una fiesta que Max ha convocado, junto a su esposa Carol (Donna Reed). Será el inicio de una serie de azarosas circunstancias, en las que Pulton se verá sorprendido por ese supuesto asesinato, el retorno de Gina, el definitivo asesinato de esta, la desaparición de Carliss, su retorno, y la detención del protagonista como sospechoso de asesinato, mientras su esposa, que pese a conocer su infidelidad, se mantendrá aliada con éi, descubra la identidad del auténtico asesino, hasta el punto de poner en peligro, involuntariamente, su propia vida.

Antes lo señalaba, THE WHOLE TRUTH aparece como un inocente y artificioso whodnuit, dominado por giros argumentales, destinados como es habitual en estos casos, a sorprender al espectador. Claro es, que a tantos años de distancia, esa asimilación del aparato más epidérmico del cine de Hitchcock, apenas proporciona margen a la sorpresa. Sin embargo, sería injusto condenar su conjunto en función de esa querencia genérica. Antes lo señalaba, Guillermin es un director que logra proporcionar interés y densidad a sus imágenes. Lo brinda con una puesta en escena envolvente, en la que la audacia del montaje –atención a los atractivos fundidos encadenados para articular cambios de escenario-, irá acompañada por una interesante planificación, en la que destacará el uso de la grúa –el picado sobre el que se describe la peligrosa situación que vive Carol, cuando se encuentra en el balcón de la vivienda de la fallecida Gina, ubicado sobre un ominoso barranco-. En la presencia de una atmosfera de creciente desasosiego, a la que aportará no poco la pertinencia del montaje de Gerry Ambliong, y la iluminación en blanco y negro de Wilkie Cooper. No obstante, el mayor atractivo que brinda THE WHOLE TRUTH –y creo que Guillermin era consciente de ello-, es la magnifica composición del misterioso y calculador personaje que encarna George Sanders. La cámara se sirve de su ambivalencia, su distanciación, y los recursos de uno de los intérpretes más singulares que ha proporcionado el cine, para componer el retrato de ese tan elegante como mefistofélico, en el que Sanders se recrea con la sutileza que siempre fue su “marca de fábrica”.

Perjudicada por una conclusión apresurada y formularia –esa persecución final, que apenas aporta el necesario pathos a la misma-, y unos instantes finales, de carácter humorístico y distanciado, que provocan vergüenza ajena, no es menos cierto que su metraje no deja de proporcionar algunos atractivos pasajes, la mayor parte de ellos ligados al personaje encarnado por Sanders. Entre ellos, no puedo omitir la que a mi modo de ver es la mejor secuencia de la película. Aquella que, con la complicidad de un mechero, en un ingenioso intercambio, Carol confirme la sospecha, de la autoría del asesinato de Gina.

Calificación: 2

RAPTURE (1965, John Guillermin)

RAPTURE (1965, John Guillermin)

Inédita en España y ni siquiera emitida en pases televisivos, lo cierto es que RAPTURE (1965), supone una de esas delicatessen que atesoró el cine británico en la década de los sesenta y, probablemente, la película más inspirada en la filmografía de ese apreciable realizador que fue John Guillermin. Realizada en un 1965, donde los nuevos cines europeos seguían dando muestras de su efervescencia –en Inglaterra fue el año en que Karel Reisz daría vida a MORGAN IN A SUITABLE CASE FOR TREATMENT (Morgan, un caso clínico, 1965), o Roman Polanski estrenaría REPULSION (1965), lo cierto es que la película de Guillermin nació al mismo tiempo con vocación de aunar los ecos de los más importantes cines europeos en aquel momento. Y es que si su diseño de producción es esencialmente británico, en el seno de la misma se detectan influencias francesas –más allá de estar rodada en suelo costero francés, la recurrencia al compositor George Delerue, o el protagonismo de la joven patricia Gozzi (pocos años después de su rol en LES DIMANCHES DE LA VILLE D’AVRAY  (Sibila, 1962. Serge Bourguignon), de cuyos ecos se adueña su rol en esta película), o la aportación italiana a cargo del experto dramaturgo italiano Ennio Galiano, junto a Stanley Mann –que ese mismo año había participado en el guión de otra cima del cine inglés tomando como referencia el mundo infantil; A HIGH WIND IN JAMAICA (Viento en las velas, 1965. Alexander Mackendrick). La confluencia de todos estos elementos, en un periodo de especial efervescencia cinematográfica, dio como resultado esta extraña cinta, en la que al mismo tiempo se detecta la inclinación del cine británico por la plasmación de dramas de raíz psicológica –se me antojan referencias concretas del cine de Jack Clayton-, en torno a la importancia de la vivencia de la infancia y la adolescencia. Todo ello, tomando como base su mirada para plasmar propuestas de carácter casi experimental, en las que se vislumbrara junto a un aspecto casi mágico, propio de un encantamiento, por momentos de ascendencia fantastique, en el que se envuelve en primera instancia, ese mundo paralelo en el que vive la joven Agnes Larbaud (Patricia Gozzi). Pero cualquier espectador minimamente avezado, podrá percibir que lo que plantea en última instancia RAPTURE –basada en la novela de Phyllis Hastings Rapture in My Rags-, es el empuje al propio precipicio emocional –planteado en la pantalla a través de esos acantilados costeros por los que se pasea Agnes con ensoñamiento, quizá en busca de esa otra realidad que se le escamotea en su gris y sombría existencia diaria.

Ella es la hija del viejo Frederick Larbaud (eminente Melvyn Douglas), antiguo juez que se retiró de la profesión al descubrir el engaño que le infringió su esposa al mantener una relación con un amigo suyo. Poco después ella murió y él se trasladó junto a su hija a una vieja casa de la costa francesa, mostrando hacia Agnes un evidente recelo, ya que representa para el viejo juez -que consume sus días escribiendo pasajes de una obra legislativa-, el recuerdo de esa esposa muerta que amó. Precario equilibrio que se mantiene, y que completa la presencia de la joven, llamativa y sensual Karen (Gunnel Lindblom) -¿Un coqueteo con el cine sueco?-, que quedará descrito a través de una rutina que tiene algo de oscuro, de innombrado. En la que nadie desea abrir la boca, aunque constantemente se tenga la sensación de que hay muchas cosas para aclarar. De manera inesperada, el silencio se romperá con la presencia de Joseph (el siempre magnífico Dean Stockwell), joven hombre de mar que vivió unos incidentes por los que fue detenido con unos compañeros, sufriendo una tan absurda como terrible circunstancia que marcará su futuro. Será una pelea en el furgón policial, que provocará un accidente de la misma, escapando junto a sus compañeros, y enfrentándose con un agente, al que dejará herido de gravedad antes de huir. Guillermin mostrará el primer contacto entre el joven y Frederick, en un instante que tendrá algo de extrañeza para ambos, como si pareciera un momento trascendente, en medio de lo accidentado de la situación. Joseph huirá hasta llegar a la cabaña que se encuentra junto al caserón en donde residen los Larbaud, siendo confundida en la mente calenturienta de Agnes con el espantapájaros que ella ha creado con las ropas viejas que su padre guardaba en un viejo arcón. Para la muchacha supondrá un momento de extrañeza encontrarlo entre la torrencial lluvia, mostrándose de espaldas a la cámara, delante de la cruz que antes albergaba el espantapájaros, en una composición visual que por momentos nos hace relacionarlo con el mundo de Frankenstein –la criatura creada por la imaginación de la joven-. La llegada del joven invocará primero un común sentimiento de ayuda, decidiendo todos ellos acogerlo escondido de la búsqueda de la policía, pero muy pronto marcará la ruptura de ese ya precario equilibrio inmerso en un desvencijado caserón poblado por apenas tres personas. Será reveladora a este respecto la secuencia en la que los cuatro personajes se encuentran tomando una sopa, sintiendo Joseph como es observado por los tres moradores del viejo recinto. Si bien el padre intentará ver en él a ese interlocutor que ha buscado durante largo tiempo, encontrando siempre el rechazo de sus convecinos –la situación provocada a la salida de la misa-, pronto descubriremos la atracción que se establecerá en Karen –que hasta entonces había desahogado su sexualidad con un novio de poco halagüeña personalidad- y el recién llegado. El conflicto aparecerá cuando Agnes descubra a los dos jóvenes en un escarceo amoroso, exteriorizando su ira con la sirvienta en una terrible lucha que apenas podrá evitar Joseph se transforme en un asesinato, y provocando que Karen abandone su cometido y huya de allí. Pero el conflicto se establecerá del mismo modo cuando Joseph decida huir de allí en un barco, viviendo la persecución de una Agnes cada vez más fascinada por él, lo que poco a poco irá correspondiendo este, sintiendo ambos fugaces instantes de felicidad en la costa.

Será sin embargo el espejismo de una realidad más sombría y cruel. Los dos decidirán marcharse juntos hasta una gran ciudad, en donde Agnes pronto sufrirá constantes desequilibrios, que la cámara mostrará como si fueran los vaivenes de un barco en alta mar. Joseph por su parte trabajará como ayudante en un sucio bar, ganando con ello para el sostenimiento de la pareja, y viviendo en una cochambrosa habitación, que la joven intentará sustituir por otra dependencia más adecuada para ellos. La búsqueda supondrá el inicio de un auténtico infierno para la muchacha, que iniciará una escapada a los infiernos, perdiendo el dinero que su compañero le había entregado de su trabajo. La discusión entre ambos pasará a un segundo plano, pero finalmente Agnes retornará al caserón junto a su padre. El gendarme agredido involuntariamente por Joseph morirá, suponiendo ello para este un agravamiento en sus responsabilidades penales. Sin conocer dicha circunstancia, regresará a la vieja mansión para reencontrarse con la mujer que ama, sin percibir que se encuentran allí los gendarmes en su búsqueda. Será el momento de la tragedia.

Desde el inicio dominado por una extraña sensualidad, que queda marcado por esos extraños planos que combinan una mirada lejana con el rostro de sus principales protagonistas, cuando acuden a la boda de la hija mayor de Frederick, envueltos por la cálida melodía de Delerue, RAPTURE aparece como una extraña mixtura de drama psicológico escorado hacia el paso de la infancia y a la adolescencia, con ciertas gotas de fantastique. No han faltado fundamentadas voces que lo han emparentado –dada la presencia de los roles encarnados por la Gozzi y Stockwell-, con los previos TIGER BAY (La bahía del tigre, 1959. John Lee Thompson) o WHISTLE DOWN THE WIND (Cuando el viento silva, 1961, del hoy tan reivindicado Bryan Forbes), ambas protagonizadas por Hayley Mills. Sin embargo, quizá aparezca más pertinente dicha vinculación, con una serie de títulos de divergente condición entre sí, caracterizados por esa querencia por contemplar en sus imágenes el contrasta de miradas entre el mundo infantil y juvenil y el de los adultos. Títulos todos ellos dominados por su poderoso blanco y negro, y por estar amparados bajo la división británica de la 20th Century Fox. Me refiero a exponentes como las cult movies  THE NANNY (A merced del odio, 1965. Seth Holt), BUNNY LAKE IS MISSING (El rapto de Bunny Lake, 1965. Otto Preminger) o el menos reconocido pero igualmente valioso THE THIRD SECRET (El tercer secreto, 1964. Charles Crichton). Exponentes todos ellos de una inclinación a temáticas siempre tortuosas, en las que la aparente inocencia de la mirada de seres de cortas edades, no supone más que la punta del iceberg se contextos dramáticos dominados por lo severo e incluso lo siniestro.

John Guillermin conduce el contraste de lo evanescente, de la efímera felicidad –esos momentos entre Joseph y Agnes en la playa-, el aire telúrico de algunos de sus pasajes –la presencia de esa casi fantasmagórica masa boscosa-, la impronta sombría que le proporciona la extraordinaria fotografía en blanco y negro de Marcel Grignon, esa sensación de mixtura entre un título esencialmente británico abierto a la implicación de ciertas corriente del cine francés –la querencia por una cámara que en ocasiones explora los matices psicológicos de su vertiente narrativa, y que separa con claridad las secuencias dominadas por una cierta serenidad, con aquellas otras en las que se expresa cierta crispación, por otra parte las más envejecidas del relato-. Lo mejor de RAPTURE se centra en la delicadeza mostrada. En esa visión que el realizador logra trasladar al espectador. En la capacidad ensoñadora. En esa muñeca que es arrojada por el padre al acantilado y es recogida rota, y como siniestro preludio a la trágica conclusión del mismo, es mostrada uniendo grotescamente sus elementos rotos. Un detalle inserto antes de que el espectador perciba que se ofrece como metafórico avance a la romántica tragedia con que concluirá la película, permitiendo que la muchacha, de una vez por todas, emerja de esa nebulosa que hasta entonces le ha rodeado, y se convierta en esa mujer que en realidad era. Sus comentario ante el cuerpo ensangrentado de Joseph “Sabía que eras real”, serán la terrible evidencia de esa nueva mirada adulta, en un ámbito de dolorosa e inevitable pérdida.

Calificación. 3’5

HOUSE OF CARDS (1968, John Guillermin) Castillo de naipes

HOUSE OF CARDS (1968, John Guillermin) Castillo de naipes

1968 fue un año que para el cine marcó un antes y un después en sus planteamientos. Ya antes de dicho referente, las estructuras industriales que habían forjado su esplendor se estaban tambaleando, pero es a partir de dicho marco temporal  –bajo mi punto de vista, y soy consciente de que resulta una afirmación muy arriesgada-, cuando prácticamente se dejarán de lado una serie de modas y subgéneros que tuvieron un enorme éxito durante todo el recorrido de la década de los sesenta. Entre dichas corrientes, una de las más populares fueron las comedias de intriga –basadas en el sendero marcado por Alfred Hitchcock con TO CATH A THIEF (Atrapa a un ladrón, 1956) y NORTH BY NORTHWEST (Con la muerte en los talones, 1959)-, que tuvieron su exponente más logrado con el díptico CHARADE (Charada, 1963) y ARABESQUE (Arabesco, 1866), realizados ambos por Stanley Donen. Una moda a la que se sumarían numerosos títulos de desigual nivel, entre los que destacaría la fresca KALEIDOSCOPE (Magnífico bribón, 1966).

 

Indudablemente, de aquel contexto bebe poderosamente HOUSE OF CARDS (Castillo de naipes, 1968. John Guillermin), aunque también hay que destacar que de algún modo, logra distanciarse de los referentes citados. Todo ello para plasmar la extraña andadura existencial de Reno Davis (George Peppard), un americano descreído de la vida, boxeador y escritor ocasional, al que un calculado destino le permitirá ejercer como inusual tutor de un niño que, poco tiempo antes, ha estado a punto de asesinarle en un parque. Se trata del pequeño Paul, hijo huérfano de un general francés muerto en un atentado en Argelia, y cuya familia se encuentra reunida en una importante mansión parisina. En ella, la madre del muchacho –Anne (Inger Stevens) que es la que realmente ha ofrecido a Reno el insólito cometido-, está catalogada como objeto de ciertos desequilibrios mentales, encontrándose el norteamericano con un extraño panorama familiar, que muy pronto derivará al indicio de observar una trama secreta de inciertos perfiles. Un contexto de alcance internacional y de tintes fascistas, que intentará reclutar para sus objetivos al norteamericano, pero que muy pronto verán en él un potencial enemigo, situando entre sus objetivos eliminarlo. Junto a esta vertiente, se establecerá una extraña atracción entre Davis y Anne, viviendo finalmente ambos peligrosas aventuras en común, con el deseo paralelo de salvar al pequeño Paul, que se encuentra escondido por parte de las hordas del poderoso Leschenhaut (Orson Welles).

 

Es algo lógico, señalar que para poder disfrutar de los aspectos positivos que, pese a todo, brinda esta curiosa película, hay que intentar dejar de lado los efectismos que adornan la función en todo momento. Licencias y recargamientos visuales que supo manejar con maestría el mencionado Stanley Donen en la citada ARABESQUE –se que no es algo muy compartido admirar el film protagonizado por Gregory Peck y Sofia Loren, pero para mi es una de las cumbres del virtuosismo cinematográfico de esta década-, pero que en esta ocasión alcanzan una extrañeza muy especial, en la medida que la película no queda escorada a la comedia. Es por ello que la severidad que plantea su planteamiento argumental, indudablemente hubiera resultado más reforzada con una clara inclinación dramática, que en esta entremezcla pop y la despistada y en algunos momentos atractiva partitura ideada por Francis Lai. Sin embargo, hay en HOUSE OF CARDS –aunque no siempre se encuentre expresado con homogeneidad en la película-, un alcance nihilista en la galería de personajes que comporta la función. Un contexto humano que podría ejemplificar en su conjunto todo un compendio de lo peor de la especie humana, reunido bajo el amparo de una aparente familia ejemplar. Años antes de que Claude Chabrol realizara varios títulos en esta misma vertiente, el competente artesano británico John Guillermin apuesta por la plasmación de una visión de la condición humana dominada por un alcance desencantado que, curiosamente, coincide con el expresado anteriormente en títulos generalmente vinculados el cine de espías de dicha décadas, y se acerca a esa mirada que, de nuevo, afrontaría Alfred Hitchcock en su eternamente polémica y casi coetánea TOPAZ (1969). Así pues, entre lances y giros arbitrarios de la acción, y la mirada siempre escéptica marcada por la distanciación y una constante ironía emanada del personaje que encarna con aplomo George Peppard, lo cierto es que nos encontramos con un compendio de patologías francamente desalentador, en donde la existencia del concepto de familia, no encubre más que una organización de dominio y detención del poder. Un poder que en esta ocasión posee connotaciones fascistas, relacionando su ámbito a un pasado de dominio y superioridad acrecentado tras la expulsión y pérdida de tierras en Argelia, y que tendrá su marco final en la ciudad de Roma. Un entorno que es bien aprovechado por la cámara de Guillermin –como una década después haría con los exteriores de la muy agradable DEATH ON THE NILE (Muerte en el Nilo, 1978)-, dominando el uso de la pantalla ancha, y teniendo a su alcance un experto manejo del montaje. Todo ello nos llevará a un relato caracterizado por lances en ocasiones impredecibles, otros artificiosos, aunque nunca dejándose llevar por excesos innecesarios, más allá de la “datación” visual que emana de sus imágenes. Será en este episodio final desarrollado en la ciudad eterna, donde se llegará a plantear un ingenioso desmonte de los tópicos que dicha ciudad ha generado en el cine, con el episodio desarrollado en la Fontana de Trevi, concluyendo la narración con un grandilocuente aunque atractivo fragmento desarrollado en el coliseo romano, en donde Mr. Welles –que apenas hace acto de presencia en unos diez minutos del metraje-, brindará una vez más su sempiterna composición misterioso-superior-filosófica, que tantos dividendos le proporcionó en su periplo como intérprete, pero que en esta ocasión se adecua a las intenciones de esta desencantada y tardía charada, a la que la presencia inicial de una secuencia progenérico y unos títulos de crédito atrayentes –también al estilo de los films de James Bond-, no oculta el regusto amargo de su propuesta.

 

Calificación: 2’5

GUNS AT BATASI (1964, John Guillermin) Cañones en Batasi

GUNS AT BATASI (1964, John Guillermin) Cañones en Batasi

Es bastante frecuente encontrarse en el contexto del cine británico con productos caracterizados por mostrar esa otra vertiente del contexto bélico o, mejor dicho, relatos de entreguerra, en los que el estudio de caracteres domine el desarrollo de sus argumentos. Podríamos citar a este respecto referentes muy conocidos como el tan laureado como a mi juicio sobrevalorado THE BRIDGE ON THE RIVER KWAI (El puente sobre el río Kwai, 1957. David Lean) u otro mucho menos conocido pero que personalmente considero mucho más valioso como el demostrado en KING RAT (King Rat, 1965. Bryan Forbes), basada en una novela de James Clavell. En estos y otros exponentes, la acción surca los meandros de la superficie y el conflicto, centrándose por el contrario en pequeños detalles y un desarrollo de la oposición de caracteres dentro de un contexto caracterizados por el desarraigo, o la tensión subyacente. Ese es también el ámbito en que se incluye GUNS AT BATASI (Cañones en Batasi, 1964), un olvidado y –digámoslo ya- interesante film realizado por el aplicado realizador británico que fue John Guillermin. A tal grado llega el olvido de su propia existencia, que antes de visionarlo me temía encontrarme con un previsible relato bélico de aires coloniales, vertiente que por otra parte brindó en aquellos años, títulos tan valiosos como ZULU (1964, Cyril Enfield) o KARTHOUM (Karthum, 1966. Basil Dearden). Una vez más, en GUNS AT… se despliegan las virtudes tan definitorias del mejor cine inglés –cuidada ambientación, excelente interpretación, hábiles bases dramáticas-, dentro de un relato desarrollado dentro de una colonia africana, en donde el ejército ocupante se encuentra en fase postcolonial, simplemente como ayuda y soporte para que se logre un proceso de paz en la zona. En dicho contexto se produce una rebelión por parte de la propia población, contra los militares nativos que han colaborado con los británicos.

 

Dentro de dicho marco de tensión, la película centrará su radio de acción en un pequeño destacamento comandado por el mayor Lauderdale (una sorprendente composición de Richard Attenborough). Este es un militar a la antigua usanza, definido tanto en su añoranza por las viejas formas y criterios militares, descreído ante las nuevas tendencias en este ámbito que ha supuesto el desarrollo de su propia vida y, por supuesto, caracterizado por una considerable astucia encubierta bajo sus aparentes tintes casi cómicos. En su entorno se despliega el resto de personajes de la función. Desde un conjunto de oficiales ocioso e irónico con su propio superior, hasta la llegada de una veterana componente del parlamento británico –Miss Baker Wise (la siempre excelente Flora Robson)-, pasando por la incorporación accidental de una joven pareja formada por el oficial Wilkes (John Leyton) y la funcionaria de la ONU Karen (Mia Farrow). A partir de su llegada, y aunque han vivido ya todos ellos señales premonitorias al contemplar manifestaciones de una población que muestra su descontento con la situación vivida, será cuando estalle la rebelión comandada en dicho entorno por el teniente Boniface (Errol John). Será precisamente ese el eje vector en el que se desarrollará una película que destaca especialmente en su aguda definición de caracteres, que se expresa en múltiples detalles. Uno de ellos, y no el menos interesante, se establecerá en la acertada descripción de ambientes en teoría cercanos, pero en realidad absolutamente alejados en su convivencia. Esta circunstancia se manifestará expresamente en el anacronismo que suponen las dependencias de los oficiales ingleses, dentro de un contexto de rebeldía que para los británicos destacados no supone especial motivo de sensibilización.

 

Será este el contexto de un drama psicológico que tiene otro de sus elementos más insólitos en la constante incorporación de elementos irónicos, especialmente centrados en el personaje que encarna con una aparente querencia con el histrionismo y posterior gradación de sutileza el ya mencionado Attenborough. Su inicial nostalgia por una anticuada visión de la vida militar y el heroísmo, puede que inicialmente provoque la ironía y el menosprecio de cuantos le rodean –especialmente de sus compañeros de casino, que no dudan en ironizar sobre sus tics de comportamiento-, pero finalmente revelarán un profundo conocimiento de la condición humana. Un modo de conducta que es puesto precisamente en solfa, dentro de un entorno de mando donde se vislumbra una visión llena de cinismo en cuanto a su presencia en las antiguas colonias, y en las que en el fondo les importa bien poco quien gobierne, ya que finalmente tendrán que recurrir a ellos para lograr afianzarse en la zona. Es algo que evidenciarán las manifestaciones de sir William Fletcher (Cecil Parker), ante el coronel Deal (Jack Hawkins), quien se encargará de trasladar –de forma tardía- a Laudervalle esas órdenes.

 

Con retraso, Deal llegará hasta el asediado destacamento inglés defendido por el mayor, disponiéndose a entregar al mando indígena contra el que se han amotinado, y al que iban a condenar a una muerte segura por supuesta traición. Finalmente, y pese a transmitir a Lauderdale las sanciones a que someten su comportamiento militar –los ingleses han mostrado su afán de colaboración con los rebeldes-, en el fondo muestra su comprensión ante la actuación de este. En estos límites discurrirá una generalmente atractiva película, dominada por un adecuado uso del cinemascope, la prestancia de su blanco y negro fotográfico, y en la que sin embargo se echa de menos un cierto mayor arrojo en sus propuestas. No es suficiente con mostrar una galería humana en el fondo caracterizada por escasos tintes de nobleza –y a ella no se escapan los líderes revolucionarios-, ni que en los momentos finales el protagonista descargue su ira contra su venerado retrato de la reina de Inglaterra. Hacía falta una mayor capacidad de hondura psicológica, que sin embargo no impide que este GUNS AT BATASI se deguste con relativo placer, aunque en el momento de su estreno fuera ignorado por público y crítica, en un contexto cinematográfico de mucha mayor riqueza que el de nuestros días. No obstante, el paso de los años creo que ha permitido que afloren las ocasionales cualidades de este atractivo producto.

 

Calificación: 2’5

NEVER LET GO (1960, John Guillermin) Hasta el último aliento

NEVER LET GO (1960, John Guillermin) Hasta el último aliento

En diversas ocasiones he señalado la necesidad que hay de revisar y reconsiderar buena parte del cine popular que se realizó en el ámbito británico entre los años cuarenta y sesenta, más allá de los comúnmente establecidos hitos que se suelen reseñar sobre su andadura. Es decir, mas allá de la Hammer Films, el Free Cinema, los Estudios Ealing o la trayectoria de determinados realizadores prestigiados y representativos del país, lo cierto es que nos encontramos con títulos estimables y no pocas sorpresas, que en bastantes ocasiones casi obligan a esa revisitación. Personalmente he sido partícipe de algunas de ellas en calidad de espectador cinematográfico y, mas allá de haber podido descubrir algunos grandes títulos en líneas generales apenas reseñados, esta especial inclinación personal al cine inglés me ha permitido descubrir piezas del conjunto de una producción llena de interesantes muestras en los diferentes géneros clásicos –con la excepción del western, aunque algunos de ellos también hubo en la industria británica-. Estas películas trasladaban las inquietudes temáticas y visuales emanadas del cine USA, pero al mismo tiempo asumían elementos europeos y no dejaban de mostrar una visión de la realidad de su país. Pocas cosas han sido más injustas en la valoración del hecho cinematográfico, que ese desprecio que la crítica francesa demostró hacia las muestras que expresaba el país vecino –quien diría eso, viendo como evolucionó finalmente la producción de Truffaut y compañía con el paso del tiempo-.

Dentro de esta valoración conjunta, es indudable que uno de los géneros que mayor proyección tuvo en las pantallas británicas fue el policíaco, bajo cuyos rasgos se desplegó un gran número de títulos firmados por realizadores como Basil Dearden y tantos otros. Una tradición que se prolongó hasta bien entrados los años sesenta y en la que se incorporaron realizadores de la talla de Joseph Losey o incluso antes Jules Dassin, ofreciendo en su seno algunas de sus más valiosos exponentes. John Guillermin fue también partícipe de esta larga tendencia, dirigiendo algunos títulos que se podrían englobar entre la discreción y una serie de cualidades artesanales consustanciales a esta vertiente –relatos sombríos y con una inconfundible ambientación urbana desarrollada en entornos grises-. Uno de ellos es NEVER LET GO (Hasta el último aliento, 1960), que si es recordada en alguna referencia, indudablemente lo hace por la insólita composición dramática y brutal de Peter Sellers, que encarna a un mafioso que negocia con el robo y la venta de vehículos robados. No es nada nueva, por otra parte, esta inclinación interpretativa, puesto que por aquellos años incidió en esa vertiente dramática en sus dos colaboraciones con Stanley Kubrick –incluso en dos de sus tres papeles en DR. STRANGELOVE... sus caracteres se alejaban de la comedia-. De todas formas, no deja de ser chocante verlo encarnar a un estraperlista progresivamente iracundo al comprobar como sus productivas prácticas delictivas se vienen abajo merced a la intromisión del timorato empleado de una firma de cosméticos –John Cummings (Richard Todd)-.

Será realmente Cummings el protagonista de la película, que en sus líneas fundamentales, y más allá de sus rasgos policíacos de cine negro “a la inglesa” desplegados, se erige en la crónica límite de un hombre definido en la inseguridad de su trayectoria vital, apegado a una aparente comodidad con su mujer y sus dos hijos, pero que cuando se derrumba su elemento de progreso y proyección –le roban su coche en la entrada del edificio en donde trabaja-, no tendrá más alternativa psicológica que luchar y combatir el robo del que ha sido objeto –en el que además se vislumbra su única posibilidad de supervivencia laboral-, intentando con ello legitimarse como persona. Una interesante premisa que proporciona un cierto rasgo de originalidad y que permite destacar esta película de entre el conjunto de aportaciones policiacas de la época, aunque bien es cierto que elementos de estas características ya habían sido insertadas –con mucha mayor complejidad y gama de matices-, en títulos como BLINT DATE (La clave del enigma, 1959) o THE CRIMINAL (El criminal, 1960), ambas del ya citado Joseph Losey, en el segundo enunciado erigiéndose probablemente como el mejor exponente que el cine británico brindo al género policíaco en toda su historia.

A partir de ese robo en apariencia intrascendente, el film de Guillermin desarrolla un relato tenso, por momentos enfático, en otras sumamente eficaz en sus trazos psicológicos, caracterizado por una atmósfera turbia y descrita en un espléndido blanco y negro de indudable herencia noir –obra del prestigioso Christopher Challis, igualmente operador de la mencionada BLINT DATE-, y en la que funcionan bastante bien las descripciones físicas de los personajes, antes que una intriga finalmente de limitadas intenciones –se desarrolla en un espacio de tiempo bastante concreto y su resolución es ciertamente inocua-. Pero las imágenes de NEVER LET GO atienden sobre todo a las sensaciones y confrontaciones de sus protagonistas. Desde el cruel instante en que Meadows (Sellers) machaca la mano al joven delincuente que tiene a su servicio –Tommy (la naciente estrella rock inglesa Adam Faith)-, hasta la tensa secuencia en la que Cummings y su esposa se enfrentan ante el deseo de esta de que abandone su lucha para recuperar el coche, pasando por otros tan espléndidos como las secuencias que rodean la presencia y los ataques contra el modesto vendedor de prensa –Alfil (Mervyn Johns)- o, por supuesto, la cruel y física pelea que mantienen Cummings y Meadows, narrada y descrita con un sentido de la violencia que no recordaba desde BLOOD ON THE MOON (1948, Robert Wise). Todo ello, contribuye al atractivo de una pequeña película que destaca igualmente en su dirección de actores –el conjunto de su reparto resulta sumamente eficaz, y sorprendentemente Richard Todd responde con fuerza al encarnar a su inicialmente débil protagonista-, pero que es indudable que debe su existencia a un cúmulo de influencias que, eso es innegable, logran un resultado final realmente interesante. Es una prueba más de la eficacia de este cine realizado con tanta competencia artesanal como un logrado sentido de la atmósfera, que quizá en el momento de su estreno quedó en segundo término ante la presencia en su país de muestras mucho más atrevidas estética y temáticamente, pero que con el paso de los años revela el uso competente de fórmulas de probada eficacia, mostrando una solvencia hoy día lamentablemente escasa en el cine de nuestros días. Destacar, eso si, lo chirriante de la banda sonora compuesta por el posteriormente prestigiado John Barry, empeñada en introducir en todo momento variaciones jazzisticas a una historia que pedía un tratamiento musical más sutil y mesurado.

Calificación: 2’5