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CINEMA DE PERRA GORDA

Josef von Sternberg

THE DOCKS OF NEW YORK (1928, Josef von Sternberg) Los muelles de Nueva York

THE DOCKS OF NEW YORK (1928, Josef von Sternberg) Los muelles de Nueva York

Rodada tras la prácticamente ignota THE DRAGNET (1928), cuando ya había logrado dos éxitos de la altura de UNDERWORLD (La ley del hampa, 1927) y THE LAST COMMAND (La última orden, 1928), y poco antes de la previsiblemente estimulante THUNDERBOLT (1929) –una revisitación del universo de UNDERWORLD-, Josef von Sternberg prosiguió en un periodo de especial febrilidad creativa, coincidiendo con los últimos instantes del periodo silente y la transición al sonoro, que sobrellevó de manera ejemplar su realizador. THE DOCKS OF NEW YORK (Los muelles de Nueva York, 1928) se inserta pues, en ese periodo -corto en el tiempo, pero intenso en resultados-, en el que Sternberg puso en práctica una personalísima manera de concebir la puesta en escena, basada fundamentalmente en esa extraordinaria capacitación para la captación de atmósferas recargadas, que posteriormente extendería de manera más sofisticada –lo que no necesariamente quiere decir que mejor-, en su obra sonora. En este caso, y partiendo de antemano en mi apreciación de no encontrarnos ante un resultado que iguale la altura alcanzada en los dos referentes antes señalados, es indudable que nos encontramos ante una muestra de esa cualidad tan especial, que sabía oscilar casi de un fotograma a otro de lo sensible a lo bizarro. Todo ello, envuelto en unas ambientaciones en las que el uso de la luz, las sombras y una perceptible modernidad a la hora de incorporar una movilidad de la cámara en atractivos travellings a través de  no pocas de sus secuencias, se combinan a la perfección con esa capacidad para describir esa atmósfera abigarrada que casi percibe el espectador, pese a encontrarnos ante una película rodada hace cerca de nueve décadas.

Lo cierto es que THE DOCKS OF NEW YORK parte de una premisa bastante sencilla –con una historia original del ya cotizado Jules Furthman-, base en realidad de numerosos melodramas de la época. Ya sus primeras imágenes logran transmitirnos esa sensación de extraña frescura con la llegada de los barcos al puerto de Nueva York, ubicando la cámara en la cubierta de uno de ellos, y pudiendo casi percibir el aroma portuario que se registra de forma cotidiana. A continuación, Sternberg nos traslada al interior de las calderas en las que se encuentra trabajando el protagonista masculino del film –Bill Roberts (el vigoroso George Bancroft)-, transmitiendo el ambiente opresivo de tan inhumando recinto. Una vez llegados a puerto, Bill querrá vivir esa noche de permiso, aunque el destino le ligue a la joven Mae (Betty Compson). Pero este encuentro no estará revestido de la cotidianeidad de cualquier romance, ya que se iniciará cuando la joven se tire al mar con la intención de suicidarse, intento del que le salvará el aguerrido hombre de mar llevando a la muchacha hasta su desvencijado apartamento, en el que se encuentra alquilada –sus caseros protestarán por tal circunstancia, intuyéndose que se trata de una joven de trayectoria disipada y desengañada de la vida-. Con anterioridad habremos visto el desengaño sufrido por el responsable del barco, al ver a su esposa –tres años después de haberla abandonado-, en un tugurio donde solo parece imperar el deseo de una prolongada y disipada juerga dominada por los excesos-. Será este será el ámbito en donde poco después –la película en realidad se desarrolla en el radio de acción de un solo día- se irán acercando Mae y Bill, logrando Sternberg ir matizando los rasgos de humanidad que pueden emanar de un hombre caracterizado por su brutalidad –en el recinto destaca por su rudeza y carácter pendenciero-, y la sensibilidad que hasta entonces ha quedado muy dentro del alma de esa joven de vida fácil. De manera paulatina, por medio de una planificación que combina con brillantez ese acercamiento entre los dos seres, logrando penetrar en su psicología más íntima, la película –que no llega a alcanzar los ochenta minutos de duración- alcanza un grado de intimismo cuando, de repente, se plantea la boda entre sus dos aparentemente opuestos protagonistas. La llegada al abarrotado recinto de un juez de paz, imprimirá con sus miradas una percepción contrapuesta al ambiente allí reinante, logrando incorporar a esa improvisada e inusual ceremonia –la esposa desdeñada ofrecerá su anillo desprovisto de simbólica validez a Mae-, un grado de extraña sensación de felicidad. Serán unas horas que permitirá a los recién convertidos esposos, vivir un estado inédito para cada uno de ellos, aunque en todo momento se perciba la sensación ilusoria de disfrutar algo efímero, dado el carácter sobre todo nómada del brusco hombre de mar. Su inesperada esposa, por otra parte, casi sin pretenderlo, se verá imbuida de la utopía de encontrarse protegida ante un hombre que le ha salvado la vida, le ha llegado a comprar ropas nuevas, y se preocupa por ella. Ese contraste inserto en una extraña sensibilidad, inmersa dentro de un marco degradado, dominado por apartamentos desvencijados, en los que el aroma de degradación, deterioro y decadencia, encaja a la perfección con la psicología de sus moradores.

En un momento determinado, Bill confessará a su antiguo jefe –con el que ha tenido la noche anterior una enrome pelea-, que la boda que vivió no ha sido para él más que un divertimento –previamente este enseñaría a Mae su brazo lleno de tatuajes con nombres femeninos, revelador de sus incesantes y efímeras conquistas amorosas-. Por ello, su superior acudirá al apartamento de nuestra joven con la intención de propasarse con esta, sabiendo de antemano que su esposo la ha abandonado. Con lo que no contará es con la presencia de su vengativa esposa, que –en off narrativo-, disparará contra él, acusando inicialmente las autoridades a la atribulada Mae. Por su parte, Bill volverá al buque tras una última conversación con su recién convertida esposa, a la que dejará deslizar la íntima posibilidad de considerar abandonar su nómada profesión y vivir el futuro con ella. Sin embargo, jaleado por un amigo y compañero volverá a su infernal profesión, aunque el recuerdo del agua –en una bellísima metáfora visual-, finalmente le haga decidirse abandonar el enorme buque, retornando hasta Nueva York a nado, con la intención puesta en consolidar esa relación que inició la noche anterior, y se convirtió inesperadamente en matrimonio. Sin embargo, no la verá en casa, ya que se encuentra en una vista, denunciada por la supuesta sustracción de los trajes que él le regaló –y que él mismo sustrajo, al llegar a la tienda y no ver allí a nadie-. Logrará con su llegada al tribunal –de nuevo la presencia del personaje del juez, al igual que previamente el pastor, supondrá un contraste de serenidad, dentro del contexto en ocasiones sórdido en que se desarrollo del film-, evitar que Mae sea condenada, recibiendo él sesenta días de encierro, aunque con ello deje abierta la espita a un futuro con esa esposa que, ahora sí, esperará ilusionada esa posibilidad que se albergaba en su interior.

Provista de una visión de la sexualidad que en no pocos instantes adquiere un grado de fetichismo –el instante en que a May se le quitan sus medias mojadas; la pulsión que a esta y a su amiga se manifiesta cuando se pelean sus dos hombres-, personalmente solo objetaría a THE DOCKS OF NEW YORK, esa excesiva dependencia existente en las secuencias del salón de diversiones. Bien es cierto que Sternberg logra dinamizarlas mediante su destreza a la hora de introducir movimientos de cámara –travellings fundamentalmente-, así como utilizando la escenografía que está dispuesta en su interior –ese gran timón que casi preside el recinto-. Sin embargo, uno se queda antes con los instantes intimistas que se establecen entre los dos inesperados protagonistas. Son momentos en los que Sternberg se olvida de las influencias de Stroheim que marcan sus instantes más sórdidos y, por el contrario, se introduce en el mejor cine romántico de la época; el caracterizado por realizadores como Murnau, Fejos, Vidor o Borzage.

Calificación: 3

UNDERWORLD (1928, Josef von Sternberg) La ley del hampa

UNDERWORLD (1928, Josef von Sternberg) La ley del hampa

 Aunque mi evocación sobre la misma se remonta a una docena de años, recuerdo que el debut de Josef von Sternberg con la estupenda THE SALVATION HUNTIERS (1925) –un film que apasionó al propio Charles Chaplin-, denotaba la capacidad que el entonces novel realizador tenía para el trazado de los retratos psicológicos de sus jóvenes protagonistas, a través sobre todo del uso del primer plano. Cierto es que la obra de Sternberg es recordada de manera muy especial por su reiterada colaboración con Marlene Dietrich como intérprete –de la que se desprendieron un conjunto de títulos indudablemente remarcable-. Sin embargo, ello ha impedido determinar la auténtica naturaleza de este extraño y en ocasiones maravilloso esteta, quien con UNDERWORLD (La ley del hampa, 1928), y quizá sin pretenderlo, prendió la mecha al cine de gangsters, que prosiguió en otros títulos inmediatamente posteriores como THE DOCKS OF NEW YORK (Los muelles de Nueva York, 1928) y la menos conocida THUNDERBOLT (1929). Una trilogía rodada en las postrimerías del periodo silente, y que por sí sola le permitiría ocupar un lugar de privilegio dentro de uno de los momentos de mayor febrilidad creativa de toda la historia del cine. UNDERWORLD es el primero de dichos exponentes, cuando Sternberg aún quizá no era un director consagrado, en el que propone un nuevo modelo genérico, que muy pronto será acogido e imitado en innumerables producciones de Hollywood, sobre todo con la llegada del cine sonoro. Era además una de las vertientes que, por su sequedad, mejor se adaptaron a la presencia de la palabra, en la medida de no tener que depender tanto de esta para desarrollar sus violentas historias, que muy pronto se desarrollarían a partir de la llegada del crack financiero de 1929 y la incidencia que ello tendría en la previa aplicación de la “ley seca” en territorio estadounidense, aspectos ambos que posibilitaron la proliferación de títulos en los que la lucha de gangsters y policía aparecieron como algo cotidiano y con numerosos exponentes dignos de relieve.

 

 

Sin embargo, el film de Sternberg, casi en su condición de referente obligado de dicha corriente, mitiga en cierta medida el carácter violento que muy pocos años después caracterizaría dicha producción, ya que se centra –sobre todo en su primera mitad-, en el trazado psicológico ofrecido por los tres roles principales. Uno de ellos será el conocido gangster Bull Weed (George Bancroft), un hombre de presencia brutal y hoscos modales, pero que al mismo tiempo esconde en su interior un considerable grado de generosidad. Weed tiene en Feathers McCoy (Evelyn Brent) a su chica. Se trata de una joven acostumbrada a la tosquedad y al mismo tiempo la nobleza de su compañero, con el que convive recibiendo de este todo tipo de regalos. La película se inicia precisamente cuando en medio de la madrugada de la gran ciudad Bull comete un asalto, del que es testigo accidental Rolls Royce Wensel -excelente Clive Brook, al que más adelante el realizador recuperaría en SHANGHAI EXPRESS (El expreso de Shanghai, 1932)-. Dudoso el atracador de que este lo delate, lo emplea en la taberna que frecuenta, aunque en ella contemple por un lado su dependencia del alcohol –que ha limitado su condición de abogado-, y la humillación que recibirá por parte de otro gangster, que esconde su condición bajo un negocio de flores. Se trata de Buck Mulligan (Fred Kohler), quien en ningún momento ocultará su hostilidad hacia Bull, y que tendrá un enfrentamiento con este, cuando exteriorice esa humillación con el alcohólico oculta por este. Por ello, nuestro protagonista preparará un atraco en el que deje unos falsos indicios de la culpabilidad de Mulligan –una pequeña flor que el supuesto florista siempre lleva puesta en el ojal- al tiempo que con ello obsequie a su chica con una preciada joya. Rolls Royce mejorará en su imagen y comportamiento, convirtiéndose contra todo pronóstico en un hombre elegante y mesurado, dispuesto a demostrar en todo momento su absoluta lealtad al hombre que ha propiciado su regeneración como persona. Sin embargo, ello llevará aparejado un casi inevitable acercamiento hacia Feathers, que ambos de manera implícita mantendrán de forma soterrada. Sin embargo, la celebración anual del baile de todos los delincuentes organizados de la ciudad, supondrá un punto de inflexión, cuando Bull contemple a ambos bailando y, más adelante, a Mulligan, su eterno rival, intentado forzar a su amante. Con ello provocará un irrefrenable estallido de furia que finalizará con el asesinato a sangre fría de su rival en su propia floristería, y delante de esa cruz que su dueño había señalado a su empleada, iba a destinar a este. Weed será condenado a muerte en la horca, pero tanto Feathers como sobre todo Rolls Royce pondrán en práctica un arriesgado plan para salvarlo in extremis de la horca, aunque Bull en el interior de la celda de deje de creer que ambos lo han traicionado. Este logrará consumar su fuga, aunque en unos términos no previstos, siendo perseguido por una horda de agentes de la Ley que lo acorralarán de forma inmisericorde. Y aunque se encuentren a punto de huir, tanto Feathers como su fiel ayudante, decidirán acudir a su garito, donde intenten poner a salvo su vida. Sin embargo, allí Bull comprenderá la lealtad de la pareja, entendiendo que la relación de ambos es un hecho consumado, decidiéndose entregar –y, con ello, asumir su condena a muerte- no sin antes señalar a un agente de la Ley, que esta última, ha sido la hora más importante de su vida.

 

 

Dentro de su brillantez, lo cierto es que UNDERWORLD destaca por su división en dos partes bastante divergentes entre sí. La primera de ellas aparece con un carácter más liviano, centrándose en esa crónica urbana centrada en la descripción de los tres roles protagonistas, incidiendo de manera muy especial en el uso de los primeros planos para permitirnos conocer la psicología de ambos. Será un largo fragmento en el que incluso aparecerán apuntes cercanos a la comedia, como los centrados a la brutalidad del personaje encarnado con tanta fuerza por George Bancroft, o los de índole cómica que aporta un Larry Semon en la que sería su última aparición cinematográfica, antes de su prematura muerte ese mismo año, ejerciendo como otro de los hombres de confianza de Bull. Y es que aunque en esa primera mitad se encuentre el episodio tenso del intento de humillación provocado por Mulligan a Rolls Royce, quizá nos importen más detalles cinematográficos tan sutiles, como ese pequeño lazo que cae del piso superior de la taberna, perteneciente a Feathers, y recogido por Royce, revelando al espectador la proximidad de la relación entre ambos, aunque en esos momentos la misma pueda parecer impensable, dado sobre todo el estado de este. Incluso en la secuencia en la que describe el enfrentamiento del protagonista con su eterno rival, no se omitirán detalles divertidos como el del camarero que recoge los diez dólares que Mulligan ha dejado en una escupidera. Poco a poco, UNDERWORLD va revelando sus cartas y, sobre todo, mostrando la esencia de su enunciado –antes que su adscripción de un género que entonces estaba aún en estado embrionario-. Me refiero a la relación a tres bandas producida entre los roles protagónicos, que se modificará sustancialmente cuando Rolls Royce se rehabilite y convierta en un auténtico caballero, incitando el deseo oculto de Feathers, y también que dicha relación se proponga recíproca. La maestría con la que Sternberg sabe plasmar sobre todo el uso del primer plano, las modulaciones de sus personajes son, en última instancia, uno de los elementos más valiosos de esta excelente película, que romperá con el tempo hasta entonces adquirido a partir de la celebración de ese baile de gangsters tras el que nada volverá a ser igual. Por un lado Bill se enfadará hasta límites insospechados con su fiel aliado por bailar en público con Feathers, el segundo se dará de nuevo a la bebida, totalmente desolado y, sobre todo, Mulligan no dudará en intentar abusar de Feathers, modulando ya en sentido cercano a la tragedia el resto de la película. Será un fragmento en el que podremos atisbar el gusto por la escenografía y la sobrecarga estética posteriormente tan ligada al cine de su artífice, por medio de esos pasillos y rincones donde se ha celebrado la fiesta, sobrecargados por serpentinas, y configurando un marco de extraña sensación plástica que unido a la violencia planteada entre los dos rivales del hampa, provoquen el primer estallido irrefrenable de violencia.

 

 

Sternberg ha variado por completo el tono del film, que a partir de entonces ya nunca tendrá el más mínimo atisbo de relajación. El asesinato de Mulligan, la condena a muerte de Bull, no serán más que el inicio de una doble sensación de decepción. De un lado por parte del condenado, al creer desde la celda que su chica y su fiel escudero lo han traicionado, y por parte de estos, ante la posibilidad planteada de ayudarle de forma casi imposible, o iniciar una vida juntos basada en la decencia. Cierto es que Sternberg deja un poco en el aire la manera con la que el condenado se fuga de la prisión, pero no es menos cierto que el episodio del acoso sufrido por este en su lugar de reunión, se revela de extremada violencia, conservando una fuerza inusitada, y siendo digno de figurar en cualquier antología del género. La rabia que el fugado muestra hacia Feathers y Rolls, quedará de manifiesto cuando intente fugarse por el pasadizo que tenía dispuesto y este se encuentre cerrado. Será en ese instante cuando se proyecte una sobreimpresión con los dos supuestos amantes viviendo una apasionada escena de amor, mientras la policía no ceja en desplegar una tremenda furia, que no dudo en el momento de su estreno debió provocar un enorme impacto. La fisicidad de los disparos, que llegan a horadar y destrozar los ladrillos que rodean las ventanas de la estancia, serán el colofón a un episodio de casi imposible resistencia, que tendrá sin embargo un rasgo de redención cuando ese gangster de gruesos modales y estrechez de mente, comprenda los sentimientos que esa pareja que él consideraba traidores, y en realidad han demostrado no solo su lealtad, sino la posibilidad de salvar a este de una muerte segura. Una muerte a la que decidirá enfrentarse, comprendiendo que en nada puede luchar contra el sentimiento amoroso, sobre todo si proviene de dos personas tan ligadas a él. Cierto, al margen de sus excelencias, UNDERWORLD es uno de los referentes de una corriente cinematográfica de gran importancia en el cine USA. Sin embargo, quizá sería más sensato entenderla como uno de los triángulos amorosos más imposibles del cine norteamericano de finales del cine mudo.

 

Calificación: 4

CRIME AND PUNISHMENT (1935, Josef von Sternberg) Crimen y castigo

CRIME AND PUNISHMENT (1935, Josef von Sternberg) Crimen y castigo

Si tuviera que definir en una palabra la primera impresión que me ha provocado CRIME AND PUNISHMENT (Crimen y castigo, 1935. Josef von Sternberg), el término sería de extrañeza. Extrañeza ante un producto inclasificable, en el que el ya consagrado realizador parecía de alguna manera abocado a la plasmación de una auténtica fantasmagoría cinematográfica, olvidando en buena medida el hecho evidente de suponer una adaptación del prestigioso referente literario de Dostoievsky. Y es que en todo momento nos encontramos con una película en la que –probablemente de manera voluntaria- se mantienen en el aire elementos y matices, como si el realizador no tuviera en realidad ningún interés por proseguir el sendero de una mayor o menor fidelidad argumental. En ese aspecto es interesante destacar como la acción se inserta “en un lugar y tiempo indeterminado”, aunque sus personajes respeten la denominación original rusa presente en el original literario, y pese a que la ambientación quede explícitamente ligada a la Norteamérica urbana del periodo de realización del film –marcado por las limitaciones derivadas de la gran depresión-. Ese grado de singularidad conceptual que caracterizaría la película, se muestra de un modo especialmente destacado en su propia configuración visual. Así pues, CRIME AND… prácticamente se desarrolla en interiores –o exteriores muy mitigados-, toda su propuesta argumental parece imbuida en un tono sombrío, como si se desarrollara en una hipotética tiniebla, la dirección artística ofrece una extraña configuración –es de especial interés la significación que ofrecen los retratos pictóricos que adornan la pobre residencia de Roderick Raskolnikov (Peter Lorre), como la tienen también los que sirven de apoyo a determinadas alocuciones y acciones del inspector Porfiry (William Arnold)-, y el tono fotográfico ofrece una claridad y nitidez quizá no demasiado habitual en el cine de aquellos años. Todo ello, en buena medida permite que la película adquiera en no pocos momentos una cierta herencia del cine mudo –estoy hablando de sus mejores propiedades- y en esa línea el film de Sternberg despliegue todo el bagaje de su singularidad.

 

Señalada generalmente como el inicio de la decadencia de su realizador, CRIME AND PUNISHMENT, lo cierto es que nos encontramos con una película en la que el gran cineasta supo ofrecer destellos de su reconocido talento y, sobre todo, una innata capacidad para transgredir los códigos por los que otro cineasta más académico hubiera retomado sin recato alguno –por ejemplo, la investigación detectivesca que se sucede al asesinato de la odiosa prestamista por parte de Raskonikov-. Por el contrario, Sternberg vuelve a demostrar que –gustara más o menos- se inclinaba por un cine diferente, abstracto, detector de los sentimientos de sus personajes, y utilizando para ello las miradas, los gestos y la iluminación como pocos de sus compañeros de dirección lograron hacer. Al mismo tiempo, el título que nos ocupa es el primero que firmó en USA tras su contrato, estando enclavado en la primitiva Columbia.

 

Más allá de todas estas circunstancias, la plasmación cinematográfica de la novela de Dostoievsky queda asumida por parte de Sternberg con un aparente respeto en una primera lectura. En esencia, la película propone las incidencias y acontecimientos vividos por Raskolnikow, su familia, el inspector e incluso la joven con que la que nuestro protagonista quedará inesperadamente ligado. Pero no dejo de pensar que una lectura algo más alejada de dicho planteamiento argumental, encierra la lucha interior de un hombre sensible –Raskolnikow-, uno de esos seres “extraordinarios” que él mismo señala en sus escritos sobre criminales, para intentar integrarse en un engranaje social y afectivo dominado por convenciones. Es decir, que en las intenciones del cineasta austrohúngaro, probablemente tuvo un mayor protagonismo la aplicación de un sentimiento que, muy probablemente, podía emerger de la propia personalidad de Sternberg, y del que esta película es un ejemplo perfecto, ya que nos encontramos –en apariencia- ante un título de segunda fila. Es decir, que puede que la inteligencia del realizador, le forzará a trasladar a la pantalla una parábola de su propia e incómoda situación dentro del cine norteamericano de aquel momento, tras unos años de esplendor en el periodo Paramount. Sea o no cierto este argumento que planteo, lo que nadie puede negar es que con CRIME AND… asistimos a un título todo lo imperfecto que se quiera pero dotado de una extraña definición, dominado además por una puesta en escena seca y desnuda, y sin agarradera alguna para cualquier tipo de sentimentalismo dirigido al espectador. El drama argumental aparece bastante desdramatizado –un rasgo que por otra parte viene a reincidir en la singularidad de la propuesta-, lo que apoyado de esa ya señalada lividez fotográfica –obra de Lucien Ballard-, la austeridad de su escenografía y elementos de producción, y esa sombría dimensión que mantiene su conjunto, son facetas entrelazadas que permitieron la puesta en marcha de una de las películas más inclasificables del cine USA de mediada la década de los años treinta.

 

Esa elección estética, es la que finalmente debería motivarnos a valorar en su justa medida un título que presumo debió provocar en su momento no poca incomodidad. Una incomodidad que muy pronto derivó en el desprecio más absoluto –hasta cierto punto es comprensible este hecho, cuando en esencia CRIME AND… habla de mediocridades individuales y colectivas-. Es por ello, que cuando varias décadas después tenemos la oportunidad de acceder al film de Sternberg, lo cierto es que una mirada limpia nos debe hacer vislumbrar –por encima de muchas otras virtudes del cineasta, y también de torpezas y limitaciones de la película-, la capacidad transgresora que por lo general sabía ofrecernos su cine. Una transgresión que, paradójicamente no se centraba ni en un humor satírico ni, por supuesto, la inclinación por propuestas de tesis.  El mundo de Sternberg ofrecía un quiebro absoluto al modo generalizado de concebir la realización cinematográfica, basándose en gestos, miradas, inflexiones e incluso recurriendo a auténticas e imaginarías recreaciones de toda índole, capaces de satisfacer su vena creativa. Es algo que, de manera modesta y no siempre lograda, llevó a efecto con CRIME AND PUNISHMENT en la que probablemente no se encontraba casi nada de lo que previsiblemente buscaban los espectadores de su momento –de ahí su desdén generalizado-. Pero nosotros si podemos detectar e incluso disfrutar, hasta llegar incluso a conmovernos con ese plano final de un Raskolnikow casi iluminado, tras abrir la puerta del despacho del inspector Porfiry –quien siempre lo ha estado esperando-, acompañado de la entrañable, humilde y espiritual Sonya (Marian Marsh) -la mujer que ha insuflado una cierta ilusión en su atormentada existencia, y que en todo momento revela que su fe es su único apoyo para seguir viviendo, ya que procede de una familia pobre y desestructurada-, siendo encuadrada la figura del protagonista y proyectándose sobre su cuerpo la imagen de una cruz. Un momento memorable para un relato indudablemente irregular, pero al mismo tiempo apasionante por su propia definición.

 

Calificación: 3

THE LAST COMMAND (1928, Josef von Sternberg) La última orden

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Pocos se acuerdan de citar THE LAST COMMAND (1928, Josef von Sternberg) –LA ÚLTIMA ORDEN en España- a la hora de evocar las mejores películas que tienen como fondo la recreación cinematográfica. Esta omisión es más que probable que tenga dos razones fundamentales. En primer lugar la circunstancia de que su visionado sea casi imposible de completar en los medios habituales –edición en DVD, videos o pases televisivos-, y por otro lado la singularidad que proporciona su propia estructura y que de alguna manera la aleja de otros films desarrollados en este mismo subgénero. Y es que THE LAST COMMAND –además de ser una de las más singulares realizaciones de la carrera del cineasta vienés- se erige fundamentalmente como una obra sobre la representación. Todo ello por encima de mostrar la querencia de Sternberg por temáticas que propicien una ambientación lujosa y de época –en este caso la Rusia zarista-

La película comienza en el Hollywood de 1928 –época del propio rodaje de esta película-. El director Lev Andreyew (William Powell) rueda un film desarrollado en la revolución rusa. Para encarnar a un general en la película consulta varias fotografías de extras rusos y entre ellas elige la del general Dolgorucki (Emmil Jannings), hombre de elegante pero decadente aspecto, que se ofrece por 7’50 dólares por día –tal y como reza su ficha-. Este acude a la llamada y se presenta en un amplio vestuario de extras donde le entregan un uniforme de general –por piezas, en un hermoso y largo travelling lateral- que al mismo tiempo describe la miseria de los aspirantes a simples figurantes de la meca del cine.

Una vez en la sala de maquillaje el anciano ya uniformado muestra la condecoración que amorosamente guardaba, entregada por el propio Zar. La misma es vista por sus compañeros que ironizan con la misma y no terminan de creer en la veracidad de dicha afirmación, planteando una curiosa secuencia con todos los extras uniformados que de alguna manera recuerda un pleno campo de batalla. Una vez maquillándose y mirando al espejo, el anciano recuerda la Rusia de 1917, en la que él era el gran duque Sergius Alexander. La imagen nos retrotrae a las vísperas de la revolución rusa y muestra el enorme poder, influencia y destreza que demostraba en aquellos tiempos como jefe de los ejércitos zaristas. En aquellas fechas se desarrollaban las luchas de la I Guerra Mundial aunque en el seno de la población se fuera gestando le revolución de octubre.

En esas fechas previas, Sergius Alexander detecta la presencia de dos actores que animan a los revolucionarios. Uno es Leo Andreyev y otro Natalie Dabrova (Evelyn Brent). Alexander se deja impresionar por la belleza y simpatía de Natalie a la que adopta como acompañante. En esa relación Natalie –que se sitúa ideológicamente en las antípodas de Alexander- poco a poco observa y detecta la sinceridad de su amor a Rusia, entrega que le lleva incluso a despreciar extravagantes ordenes del Zar y buscar por encima de todo el menor riesgo posible para sus soldados. Esa sintonía entre Sergius y Natalia tiene su emotivo exponente en el encuentro que ambos tienen poco antes de que este parta en tren, con una sucesión de primeros planos llena de emotividad y sinceridad en las confidencias de ambos, en la que de forma latente detectamos la incipiente atracción amorosa existente.

Con la llegada de octubre de 1917 se inicia la revolución y la población se subleva contra las atrocidades zaristas. Sternberg proyecta ese inicio con enfrentamientos entre ambos bandos, filmando la opresión de las fuerzas militares filmando con el uso de amenazadoras sombras en planos generales que de alguna manera manipulan dramáticamente su aire trágico. Serguei viajará en tren para encontrarse con el frente de sus tropas pero en el transcurso del trayecto la máquina es detenida y el mando militar será detenido y extraído del mismo. Allí conocerá la humillación entre los revolucionarios embravecidos que estarán a punto de lincharlo, tal y como han hecho con otros dirigentes zaristas. Pese a la situación la personalidad del jefe del ejército les seguirá intimidando y Natalie manejará el enardecimiento de la multitud para lograr salvar su vida sugiriendo ante la masa de sublevados que este sea ahorcado en otra ciudad y que mientras tanto viaje como fogonero en el tren. El ya preso no reconocerá el carácter de interpretación de esta arenga, sintiendo en carne propia una enorme humillación que sobrellevará con entereza. Una vez allí esta le podrá señalar el verdadero objetivo de sus intenciones, renaciendo el amor existente entre los dos y entregándole el collar que este le había comprado antes para que con venta pueda huir de Rusia. Ambos se despedirán en una hermosa e intensa secuencia modulada por primeros planos seguidos de otros de alejamiento del tren, ya que el denostado dirigente saltará del mismo momentos antes de que sorprendentemente este descarrile y se hunda en un río helado.

La acción retornará de nuevo a la mirada del hoy extra mirándose al espejo evocando el lejano pero aún presente ayer. Y en el Hollywood de 1928 el antaño dirigente militar zarista se reencontrará de nuevo con Leo Andreyev, su antiguo preso actor. Este manifestará su satisfacción por encontrarse de nuevo con Alexander y le explica que su papel en la película es ni más ni menos que de alguna manera reinterpretar su personaje en una película centrada en la revolución rusa. Allí el director le entrega una fusta y le explica el contenido de la secuencia que ha rodar, que no es otra que un contraataque al avance de la revolución. En pleno rodaje al antaño general siente el impulso de su condición militar e imagina el avance de imaginarias hordas, representando su papel con maravillosa credibilidad hasta que su corazón no resiste su maltrecha salud y muere. El ayudante del director llegará a decir impresionado “Era un gran actor”, a lo que Andreyev apostillará mientras lo cubre con cariño con una bandera rusa de “atrezzo”. “Era un gran hombre”.

Más allá de la singularidad de su planteamiento –y me permito señalar que creo que las secuencias más transgresoras de la excesivamente mitificada EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES (Sunset Boulevard, 1950. Billy Wilder) se encuentran ya presentes en esta producción muda-, las excelencias de THE LAST COMMAND se encuentran en diversas vertientes, siendo una de las más significativas su constante contraste y espejo de representaciones y paradojas del destino que se ofrecen a lo largo del film. Hay numerosos ejemplos a lo largo del discurrir –esas fotos de extras que visiona el director de cine / más adelante es el general ruso el que supervisará las fichas del actor y su compañera; la propia representación que monta Serguei ante el zar con sus tropas menguadas y maltrechas; la impresión de reconstrucción que se ofrece en el ataque del ejército del Zar ante los revolucionarios con la proyección de las sombras; la misma configuración del flash-back (nada más apropiado que mirarse en un espejo) que estructura la historia en dos partes claramente diferenciadas; la ironía que supone plantear una historia así dentro del cine de Hollywood de la época, etc.-

De alguna manera el pasado y el presente se da en la mano como si de una paradoja del destino se tratara en la que la relación de causa y efecto está plenamente integrada en la narración. Con ello THE LAST COMMAND es al mismo tiempo una película sobre el respeto de la integridad de las personas en sus ideales. Un respeto que sobrepasa la frontera del antagonismo –para lo cual los tres personajes principales manifiestan su respeto mutuo ante sus acciones y lo que representan, teniendo su exponente más emotivo en los planos finales con la admiración que Andreyev muestra ante el ya cadáver de Serguei, cubriéndolo delicadamente con una bandera rusa de guardarropía –instante que recordará en su espíritu los momentos previos al asesinato de Marlene Dietrich en FATALIDAD (Dishonored, 1931)

La sensibilidad del militar ruso y Natalie permite a Sternberg algunos de los más hermosos planos de la película, en una relación de amor sin duda singular y que sorprendentemente culminará de forma abrupta con el sacrificio de esta y permitiéndole salvar su vida de la segura condena de los revolucionarios –en unos de los momentos más conmovedores y desgarradores filmados jamás por el vienés.

Es evidente que pese a los problemas que en el momento del rodaje tuvieron tanto Emil Jannings como William Powell, junto con Evelyn Brent forman un trío de intérpretes magnífico. Especialmente Emil Jannings compone un trabajo ciertamente memorable –solo me pareció más conmovedor en EL ÚLTIMO (Der Letzte Mann, 1924. F. W. Murnau)- en el que el contraste con su aspecto gallardo en la parte ambientada en 1917, con la desarrollada en 1928 donde sobrelleva con entereza su vejez y con la presencia de ese tic en el rostro producto de una herida de guerra. La expresividad del rostro de Jannigs es mimada por los primeros planos que sirven fundamentalmente aquellos momentos en que su dignidad personal es puesta a prueba, sirviéndole el primer oscar al mejor actor de la historia de la academia. A su lado la Brent sabe suponer su complemento en las secuencias desarrolladas en la Rusia zarista, mostrando su creíble intensidad en los momentos más dramáticos que ambos comparten en el encuadre.

LA ÚLTIMA ORDEN no deja de ser una película extraña en la filmografía de Joseph Von Sternberg, en la que de alguna manera se prefiguran títulos como la ya mencionada FATALIDAD y EL ANGEL AZUL (Der Blaue Engel, 1930). Sin embargo esa singularidad no le impide ser una de sus mejores obras, realizada además en un periodo fértil de una filmografía que quizá aún no había consolidado su característico estilo visual, pero en la que el conocimiento de la narrativa cinematográfica era un hecho ya consumado.

Calificación: 4