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CINEMA DE PERRA GORDA

THE DOCKS OF NEW YORK (1928, Josef von Sternberg) Los muelles de Nueva York

THE DOCKS OF NEW YORK (1928, Josef von Sternberg) Los muelles de Nueva York

Rodada tras la prácticamente ignota THE DRAGNET (1928), cuando ya había logrado dos éxitos de la altura de UNDERWORLD (La ley del hampa, 1927) y THE LAST COMMAND (La última orden, 1928), y poco antes de la previsiblemente estimulante THUNDERBOLT (1929) –una revisitación del universo de UNDERWORLD-, Josef von Sternberg prosiguió en un periodo de especial febrilidad creativa, coincidiendo con los últimos instantes del periodo silente y la transición al sonoro, que sobrellevó de manera ejemplar su realizador. THE DOCKS OF NEW YORK (Los muelles de Nueva York, 1928) se inserta pues, en ese periodo -corto en el tiempo, pero intenso en resultados-, en el que Sternberg puso en práctica una personalísima manera de concebir la puesta en escena, basada fundamentalmente en esa extraordinaria capacitación para la captación de atmósferas recargadas, que posteriormente extendería de manera más sofisticada –lo que no necesariamente quiere decir que mejor-, en su obra sonora. En este caso, y partiendo de antemano en mi apreciación de no encontrarnos ante un resultado que iguale la altura alcanzada en los dos referentes antes señalados, es indudable que nos encontramos ante una muestra de esa cualidad tan especial, que sabía oscilar casi de un fotograma a otro de lo sensible a lo bizarro. Todo ello, envuelto en unas ambientaciones en las que el uso de la luz, las sombras y una perceptible modernidad a la hora de incorporar una movilidad de la cámara en atractivos travellings a través de  no pocas de sus secuencias, se combinan a la perfección con esa capacidad para describir esa atmósfera abigarrada que casi percibe el espectador, pese a encontrarnos ante una película rodada hace cerca de nueve décadas.

Lo cierto es que THE DOCKS OF NEW YORK parte de una premisa bastante sencilla –con una historia original del ya cotizado Jules Furthman-, base en realidad de numerosos melodramas de la época. Ya sus primeras imágenes logran transmitirnos esa sensación de extraña frescura con la llegada de los barcos al puerto de Nueva York, ubicando la cámara en la cubierta de uno de ellos, y pudiendo casi percibir el aroma portuario que se registra de forma cotidiana. A continuación, Sternberg nos traslada al interior de las calderas en las que se encuentra trabajando el protagonista masculino del film –Bill Roberts (el vigoroso George Bancroft)-, transmitiendo el ambiente opresivo de tan inhumando recinto. Una vez llegados a puerto, Bill querrá vivir esa noche de permiso, aunque el destino le ligue a la joven Mae (Betty Compson). Pero este encuentro no estará revestido de la cotidianeidad de cualquier romance, ya que se iniciará cuando la joven se tire al mar con la intención de suicidarse, intento del que le salvará el aguerrido hombre de mar llevando a la muchacha hasta su desvencijado apartamento, en el que se encuentra alquilada –sus caseros protestarán por tal circunstancia, intuyéndose que se trata de una joven de trayectoria disipada y desengañada de la vida-. Con anterioridad habremos visto el desengaño sufrido por el responsable del barco, al ver a su esposa –tres años después de haberla abandonado-, en un tugurio donde solo parece imperar el deseo de una prolongada y disipada juerga dominada por los excesos-. Será este será el ámbito en donde poco después –la película en realidad se desarrolla en el radio de acción de un solo día- se irán acercando Mae y Bill, logrando Sternberg ir matizando los rasgos de humanidad que pueden emanar de un hombre caracterizado por su brutalidad –en el recinto destaca por su rudeza y carácter pendenciero-, y la sensibilidad que hasta entonces ha quedado muy dentro del alma de esa joven de vida fácil. De manera paulatina, por medio de una planificación que combina con brillantez ese acercamiento entre los dos seres, logrando penetrar en su psicología más íntima, la película –que no llega a alcanzar los ochenta minutos de duración- alcanza un grado de intimismo cuando, de repente, se plantea la boda entre sus dos aparentemente opuestos protagonistas. La llegada al abarrotado recinto de un juez de paz, imprimirá con sus miradas una percepción contrapuesta al ambiente allí reinante, logrando incorporar a esa improvisada e inusual ceremonia –la esposa desdeñada ofrecerá su anillo desprovisto de simbólica validez a Mae-, un grado de extraña sensación de felicidad. Serán unas horas que permitirá a los recién convertidos esposos, vivir un estado inédito para cada uno de ellos, aunque en todo momento se perciba la sensación ilusoria de disfrutar algo efímero, dado el carácter sobre todo nómada del brusco hombre de mar. Su inesperada esposa, por otra parte, casi sin pretenderlo, se verá imbuida de la utopía de encontrarse protegida ante un hombre que le ha salvado la vida, le ha llegado a comprar ropas nuevas, y se preocupa por ella. Ese contraste inserto en una extraña sensibilidad, inmersa dentro de un marco degradado, dominado por apartamentos desvencijados, en los que el aroma de degradación, deterioro y decadencia, encaja a la perfección con la psicología de sus moradores.

En un momento determinado, Bill confessará a su antiguo jefe –con el que ha tenido la noche anterior una enrome pelea-, que la boda que vivió no ha sido para él más que un divertimento –previamente este enseñaría a Mae su brazo lleno de tatuajes con nombres femeninos, revelador de sus incesantes y efímeras conquistas amorosas-. Por ello, su superior acudirá al apartamento de nuestra joven con la intención de propasarse con esta, sabiendo de antemano que su esposo la ha abandonado. Con lo que no contará es con la presencia de su vengativa esposa, que –en off narrativo-, disparará contra él, acusando inicialmente las autoridades a la atribulada Mae. Por su parte, Bill volverá al buque tras una última conversación con su recién convertida esposa, a la que dejará deslizar la íntima posibilidad de considerar abandonar su nómada profesión y vivir el futuro con ella. Sin embargo, jaleado por un amigo y compañero volverá a su infernal profesión, aunque el recuerdo del agua –en una bellísima metáfora visual-, finalmente le haga decidirse abandonar el enorme buque, retornando hasta Nueva York a nado, con la intención puesta en consolidar esa relación que inició la noche anterior, y se convirtió inesperadamente en matrimonio. Sin embargo, no la verá en casa, ya que se encuentra en una vista, denunciada por la supuesta sustracción de los trajes que él le regaló –y que él mismo sustrajo, al llegar a la tienda y no ver allí a nadie-. Logrará con su llegada al tribunal –de nuevo la presencia del personaje del juez, al igual que previamente el pastor, supondrá un contraste de serenidad, dentro del contexto en ocasiones sórdido en que se desarrollo del film-, evitar que Mae sea condenada, recibiendo él sesenta días de encierro, aunque con ello deje abierta la espita a un futuro con esa esposa que, ahora sí, esperará ilusionada esa posibilidad que se albergaba en su interior.

Provista de una visión de la sexualidad que en no pocos instantes adquiere un grado de fetichismo –el instante en que a May se le quitan sus medias mojadas; la pulsión que a esta y a su amiga se manifiesta cuando se pelean sus dos hombres-, personalmente solo objetaría a THE DOCKS OF NEW YORK, esa excesiva dependencia existente en las secuencias del salón de diversiones. Bien es cierto que Sternberg logra dinamizarlas mediante su destreza a la hora de introducir movimientos de cámara –travellings fundamentalmente-, así como utilizando la escenografía que está dispuesta en su interior –ese gran timón que casi preside el recinto-. Sin embargo, uno se queda antes con los instantes intimistas que se establecen entre los dos inesperados protagonistas. Son momentos en los que Sternberg se olvida de las influencias de Stroheim que marcan sus instantes más sórdidos y, por el contrario, se introduce en el mejor cine romántico de la época; el caracterizado por realizadores como Murnau, Fejos, Vidor o Borzage.

Calificación: 3

1 comentario

Sergio -

Va ganando en sucesivos visionados.