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CINEMA DE PERRA GORDA

Jules Dassin

10:30 P. M. SUMMER (1966, Jules Dassin)

10:30 P. M. SUMMER (1966, Jules Dassin)

Sería muy interesante efectuar algún día una compilación de aquellos numerosos títulos rodados en España por realizadores extranjeros, sobre todo en las décadas de los 50 y 60. Fueron por lo general, dramas psicológicos descritos en color, y que aprovechaban sus planteamientos argumentales para insertar como fondo una mirada que, quizá atendiendo al exotismo que podría brindarles la España de su tiempo -especialmente en tierras andaluzas u castellanas-, servían para transmitir al espectador la realidad de una sociedad como la nuestra, dominada por el atraso o el primitivismo a todos los niveles. Y es curioso señalar que quizá ese sería el rasgo por el que, con independencia de su resultado artístico, parte de ellos jamás tuvieran estreno comercial en nuestro país. Es el caso de, por ejemplo, THE MAN WHO NEVER WAS (1956, Ronald Neame), LES BIJOUTIERS DU CLAIR DE JUNE (1958), Roger Vadim) o, años después, de 10:30 P. M. SUMMER (1966) uno de los títulos menos conocidos, de un periodo en sí ya bastante irregular dentro de la filmografía de un realizador también tan irregular como fue Jules Dassin. Alguien capaz en los años cuarenta de firmar algunos noir llenos de interés, aunque a mi modo de ver fue en los cincuenta y en tierras europeas, donde alcanzaría sus títulos más perdurables. Pero hete aquí, que en un momento determinado de su vida conoció y se casó con la actriz griega Melina Mercouri, lo cual condicionó su obra al rodar bajo su protagonismo un total de seis largometrajes. Cuestión nada baladí al encontrarnos ante una intérprete siempre excesiva, en no pocas veces molesta, en alguna intensa y aprovechada en pantalla, que parecía comerse los títulos puestos a su servicio por su esposo, hasta el punto de despojarlos en ocasiones de alicientes suplementarios. De alguna manera, y aunque su resultado no deja de resultar interesante, lo cierto es que el título que comentamos no solo nunca se estrenó en España sino, sobre todo, fue un fracaso comercial a todos los niveles. Y la verdad es que, pese a sus desequilibrios, no mereció dicho generalizado desdén.

Tras unos impactantes títulos de crédito, en donde se sobreimpresiona una sucesión de palmas flamencas vaticinando en cierto modo esa mirada sobre la España pretérita que vehiculará su argumento, pronto se nos presentan al trio de personajes sobre los que se centrará la película. Hablamos del acomodado matrimonio que forman Paul (Peter Finch) y María (la Mercouri). Ambos viajan por tierras españolas en su coche, camino a Madrid, acompañado por Claire (Romy Schneider), amiga de la pareja y secretamente amante del primero. Los pasajeros de completan con la pequeña Judith (Isabel Mª Pérez), hija del matrimonio. Estando ya de noche recalan en un pequeño pueblo, cuyo hotel se encuentra atestado de público -nunca se señala la razón de dicha acumulación de huéspedes-, teniendo que ser alojados en un pasillo, ya que al mismo tiempo descarga una tremenda tormenta. Pero de forma paralela, el pueblo se encuentra alertado, ya que el joven Rodrigo Palestra (Julián Mateos) ha matado a su joven esposa y al amante de esta, y se encuentra huido y perseguido por la guardia civil. En medio de la azarosa noche vivida, María, dominada por un alcoholismo que no puede reprimir, contemplará a su esposo besándose con Claire en el balcón, pero, muy cerca, vislumbrará al joven Palestra, que apenas puede esconderse y guarecerse en un tejado, tapándose con una luna ante la lluvia inclemente. De manera sorprendente, el desapego que le brindará contemplar la infidelidad de Paul, tendrá un extraño contrapunto de excitación en el deseo de ayudar al fugitivo para escapar de un entorno donde no tiene salida posible.

Basada en una novela erótica de Marguerite Duras y trasladada como guion de manos de la escritora y el propio realizador, 10:30 P. M. SUMMER aparece como un relato minimalista, en el que en realidad suceden escasas cosas, y se dirime en el radio de acción de poco más de un día. En realidad, propone el punto sin retorno de una relación triangular donde todos saben realmente el papel que ocupan, todos se encuentran relacionados, y de alguna manera todos engañan. El vértice más poderoso de ese triángulo será la propia María, inesperada demiurga de la acción, adicta al alcohol, consciente de que su matrimonio es cosa del pasado, y al mismo tiempo propiciando la infidelidad de su marido, quizá tendiendo un extraño puente de complicidad al hombre que amó en el pasado.

Esa tenue base argumental, justo es reconocer que aparece descrita por Dassin con cierto grado de entrega, pese al generalizado desapego con que fue acogida la película. Envuelta por la saturada iluminación en color de Gabor Pogany, el director iniciará la película con esa impactante y casi fantasmagórica secuencia del doble asesinato puesto en práctica por Palestra, introduciéndonos de inmediato en los planos cercanos de los protagonistas -siempre excelentes Finch y la Schneider- cuando nos son presentados desplazándose en coche. Todo ello, en un ámbito español dominado por su querencia al retraso social, acentuado a la llegada a esa población castellana donde el griego acierta a transmitir ese trasfondo rural y primitivo, propio de aquella sociedad retenida en el tiempo que aún aparecía propia en el atavismo del franquismo. Lo percibiremos en la propia liturgia y comportamiento del personal y los propios alejados del hotel, la presencia casi abrasiva de la guardia civil, esa aura atávica de los exteriores casi ruinosos de la población -destaca la perfecta utilización del habla en castellano de los lugareños, en contraposición al inglés de los protagonistas-. Es cierto que en la película se registró la confluencia de un buen número de profesionales y técnicos del cine español. Desde el músico Cristóbal Haffter, el decorador Enrique Alarcón, Juan Esterlich ejerciendo como asistente de dirección o la presencia de actores nacionales como el citado Mateos o Tota Alba. Esa mixtura en su equipo técnico y artístico es la que, a mi modo de ver, y por encima de sus irregularidades, proporciona personalidad propia a una película extraña, inclasificable, que en algunos momentos incluso adquiere resonancias pictóricas e incluso cercanas al fantastique -la secuencia en la que María acude a la taberna poblada por lugareños, que Dassin ilumina de manera expresionista e irreal. La fuerza expresiva que define el episodio con María en el balcón, contemplando la infidelidad de su marido entre la tormenta, y fascinada al descubrir al asesino escondido en el tejado. La propia bajada de esta, entre la marabunta de hospedados durmiendo por los pasillos del hotel-.

Es cierto, llegados a este punto, que todo este bloque de metraje se resiente, y no poco, de la insufrible sobreactuación de la Mercouri, ante un Dassin no solo incapaz de contenerla, sino que incluso me da la impresión quiso potenciarla como elemento dramático. Sin embargo, es curioso señalar que en todas aquellas secuencias donde esta logra sacar a Rodrigo de la población en coche y llevarlo escondido hasta un alejado entorno rural, por fortuna ese histrionismo se mitiga, dejando entrever a esa actriz de talento, y a ese personaje que, quizá como último exponente de una pasión perdida, ha encontrado en el joven asesino un elemento de fascinación existencial -hay que destacar la complicidad con la que responde nuestro Mateos a la hora de reflejar esa vulnerabilidad de su personaje, en todo momento vehiculada a través de la mirada, y acentuada en ese frío amanecer, donde se refugiará, hasta que el regreso de María, junto a su esposo, hija y Claire en el rescate del joven, revele su reverso trágico.

La acción de trasladará a Madrid, en una especie de lúcido epílogo donde el trío protagonista descanse en un hotel de la capital, mientras María se muestra tocada por la tragedia vivida por Rodrigo, y se rinde de nuevo al alcoholismo y a dejar que su esposo y Claire vivan esa relación que ella es incapaz de darle. Lástima que 10:30 P.M. SUMMER incorpore en esos instantes, el que es sin duda el peor pasaje de la película; la filmación de esa juerga flamenca, de interminable duración, planificada utilizando grandes angulares y, lo que es peor, sin aportar nada al conjunto del relato. Por fortuna, el film de Dassin culmina de manera tan abrupta como inquietante, brindando con ello una mirada a los rincones más inhóspitos de la ciudad de Madrid, como lugar donde el rastro de María parezca perderse para siempre.

Calificación: 2’5

POTE TIN KYRIAKI (1960, Jules Dassin) Nunca en Domingo

POTE TIN KYRIAKI (1960, Jules Dassin) Nunca en Domingo

Figura represaliada en la “Caza de Brujas” de McCarthy, artífice de una filmografía tremendamente desigual, el tiempo aún no se ha puesto de acuerdo a la hora de situar en su justa medida su significación como cineasta. Alguien capaz de exponentes tan magníficos como NIGHT AND THE CITY (Noche en la ciudad, 1950) o DU RIFIFI CHEZ LES HOMMES (Rififí, 1955), contrapuesto a otros de escasísimo interés, no solo ubicados en su periodo inicial en la Metro Goldwyn Mayer, sino también en sus últimos exponentes de su filmografía, tan olvidables como los primeros, aunque por otras circunstancias. La acusación de esquemático o retórico, o la defensa en determinados ámbitos por su filiación izquierdista, han impedido quizá la perfecta definición de un realizador mediano, ocasionalmente inspirado, pero al que quizá su alcance discursivo, ha ido siempre por encima de sus reales facultades.

Fruto de dicha circunstancia, aparece bajo mi punto de vista POTE TIN KYRIAKI (Nunca en Domingo, 1960), que de manera inesperada se convirtió en uno de sus títulos más exitosos. Es más que curioso constatar las enormes tribulaciones que tuvo que asumir el cineasta, hasta el punto de encarnar el rol masculino protagonista –en vez de contar para el mismo con Jack Lemmon-, dada la carencia de presupuesto existente. Fue, por tanto, una película que gozó de un inesperado éxito comercial, que permitió la continuidad de una filmografía que se encontraba entonces casi en el filo de un cuchillo. Sin embargo, partiendo de la constatación de dicho éxito, puede servir personalmente como punto de partida, para intentar avalar con su existencia, la medianía o las propias insuficiencias que, a mi modo de ver, caracterizan el cine de Dassin, y que tiene en esta ocasión uno de sus exponentes más sobrevalorados. Inicialmente, el realizador planteó la película como un film político, aplicando una meridiana metáfora en torno a las ingerencias de la política norteamericana, plasmada en esos países a los que deseaba aplicar sus puntos de vista, incluso en contra de regímenes democráticos. Es algo que quedará representado en la llegada a El Pireo de Homer Thrace (Dassin), un filósofo de cortos vuelos e insegura personalidad, empeñado en descubrir lo que él llama “la verdad”, para lo cual deseará imbuirse por completo en la alegre y extrovertida personalidad griega. Esa intención se centrará en la carismática figura de Ilya (Melina Mercouri), una prostituta conocida y apreciada por todos, caracterizada por una desarmante sinceridad, que tendrá su más conocido ámbito de expresión en su potestad para elegir a aquellos hombres con los que tenga relaciones sexuales, sin que para ello medie la compensación económica. Todo ello, se producirá en un ámbito costumbrista y hasta cierto punto exótico, proyectando una mirada global y colectiva de un ámbito quizá dominado por determinadas rémoras educativas, pero que en esencia no deja de aparecer como sincera expresión de la personalidad de un pueblo.

Para ello, el recién llegado se decidirá en llevar a cabo una determinada transformación de la personalidad de Ilya, a modo de singular traslación del Higgins de Bernard Shaw, asumiendo para ello el secreto mecenazgo del siniestro “Hombre sin Rostro”, artífice de las viviendas en las que residen las prostitutas de la localidad, a las que tiene sojuzgadas por unos altos alquileres, e intentando con ello impedir que la protagonista puede levantarse y erigirse como representante de estas. Para ello, le ofrecerá un aprendizaje cultural intensivo durante dos semanas, ejerciendo como autentico demiurgo de una mujer transformada, que apreciará por vez primera una realización a través de las artes y la cultura, pero que de forma paralela ahogarán en la tristeza a alguien hasta ese momento abierto, alegre, y espontáneo. Y una circunstancia además, que se extenderá en ese colectivo de marinos y pescadores, que siempre han visto en Ilya, el símbolo de su vitalismo.

De entrada, considero que en cualquier obra cinematográfica, no solo importan las intenciones. Lo que a fin de cuentas determina su valía, se encuentra sobre todo en la precisión y grado de acierto con el que las propuestas planteadas se consolidan en la imagen. Y llegados a ese punto, preciso es reconocer que pocas de esas intenciones articuladas por Dassin, quedan en esta ocasión adecuadamente plasmadas en la pantalla. La realidad es que POTE TIN KYRIAKI funciona a partir del pintoresquismo de sus imágenes, en el que tendrá un excelente aliado la fotografía en blanco y negro de Jacques Natteau –creo que el cineasta siempre tuvo presente la importancia de los operadores de fotografía, a la hora de poner en valor la fisicidad de su cine-. Las calles, las tabernas, los rincones del Pireo. Incluso la tipología física de sus moradores respiran autenticidad, hasta el punto que nos permiten dejar en un segundo término lo pintoresco de la propuesta. Sin embargo, hemos de reconocer que se trata de un aspecto que podríamos destacar en decenas y decenas de producciones de una cinematografía como la italiana, por lo cual, tampoco ha de ser la base para elevar esta –digámoslo ya- discreta película, más allá de sus merecimientos.

Y es que una vez más, aparece ese gusto por la planificación retórica, habitual en Dassin, en una base argumental que tiene mucho de sainestesca y en la que, justo es reconocerlo, uno por momentos aprecia ese gusto por el detalle irónico, bastante habitual en el cine de Billy Wilder. Me refiero a esos modos de comedia que el autor de THE APARTMENT (El apartamento, 1960), ofrecería tanto antes del rodaje de la obra que comentamos, como podría producirse con posterioridad a la misma. Y es que, no se si alguien lo habrá observado en alguna otra ocasión, los planteamientos de POTE TIN KYRIAKI, podrían parecer casi como un ensayo de la célebre y magnífica AVANTI! (Que sucedió entre tu padre y mi madre, 1972. Billy Wilder). Y más allá de ese cierto esquematismo del que adolece su conjunto, uno se queda en el film de Dassin, con detalles tan divertidos –y wilderianos- como ese reiterado tecleo del propietario de la taberna, cuando uno de sus usuarios reitera en la rotura de copas mientras se encuentra danzando una pieza típica. Son numerosos los apuntes incidiendo en dicha vertiente, pero dentro de un conjunto en el que el gusto por lo exótico marca una excesiva presencia –entre ello, la presencia de la música autóctona, que paradójicamente aparece como uno de los elementos más populares de la película-, lo cierto es que lo más auténtico, lo más perdurable de POTE TIN KYRIAKI se centra en esos pocos instantes, en donde se profundiza cara a cara en los sentimientos de sus personajes. Es algo que se manifestará en esa preciosa secuencia, en la que el marino que se muestra impotente a la hora de hacer el amor con Ilya, finalmente llegue a consumar su acto, gracias a la ternura que la prostituta le manifiesta. A la impagable secuencia en la que el veterano violinista se encierra en el aseo, resignado a no tocar más al haber sido humillado apelando a su falta de formación, hasta que sus amigos le brindan esa preciosa metáfora en torno a la musicalidad natural del canto de los pájaros. O, por supuesto, en esa conclusión final, quizá un tanto apresurada, en la que Homer se despida en barco de ese paraíso que ha intentando transformar, tirando al mar esa libreta, simbolizando con ello el fracaso de sus intenciones.

Calificación: 2

REUNION IN FRANCE (1942. Jules Dassin)

REUNION IN FRANCE (1942. Jules Dassin)

Quizá si describimos lo que ofrece REUNION IN FRANCE (1942. Jules Dassin) dentro del contexto de una arriesgada y valiente producción antinazi -que incluso en el seno de la Metro Goldwyn Mayer, proporcionó títulos del relieve de THE MORTAL STORM (1940, Frank Borzage) o, en menor medida, una propuesta más ligada al cine de aventuras como ESCAPE (1940, Mervyn LeRoy)-, es fácil que su resultado pueda ser rechazado de inmediato. Para ello, no habrá más que tomar como base por un lado la previsible endeblez de las películas que Jules Dassin firmó en el estudio del león, y por otro la aversión que el cineasta –caracterizado por su riguroso e incluso desmedido talante autocrítico-, demostró con ese periodo inicial de su carrera, antes de que su asociación con el productor Mark Hellinger le permitiera una serie de títulos policíacos que le otorgaran una relativa fama, caracterizados por un rodaje en el que tenía una gran importancia el aspecto físico y el uso de exteriores. Cierto es, incluso, que de antemano la presencia como pareja romántica de dos intérpretes tan contrapuestos como Joan Crawford –que tampoco tenía en gran estima esta película- y John Wayne, no podía invitar a nada bueno y, es más, en el momento de su estreno, su resultado fue poco menos que anatemizado. Como se puede suponer, no eran estos asideros demasiado estimulantes a la hora de enfrentarse a una película –como era lógico, por otra parte-, inédita en España en el momento de su estreno, y que debido quizá a la escasa importancia de su apariencia, jamás nadie se preocupó por recuperar. Y digo todo esto, en la medida que aún reconociendo que no nos encontramos ante una gran película, si delimitamos la misma como un melodrama de aventuras inserto en el contexto antinazi, REUNIÓN IN FRANCE deviene un producto discreto, es indudable, pero no exento de interés.

El relato se inicia en la Francia que pretende sentirse protegida por la denominada Línea Maginot, aunque la amenaza de Hitler en la primera mitad de 1940, cada vez se sienta más cercana a territorio galo. En dicho contexto asistimos a la frívola y cómoda existencia que rodea la pareja de novios formada por el próspero diseñador industrial Robert Cortot (Philip Dorn) y la sofisticada Michele Mike de la Becque (Joan Crawford). Él se encuentra muy identificado con la defensa de los intereses de su país –integrando en ella su preocupación por los avances nazis-, mientras que su enamorada no deja de reprocharle que esta pasión personal la relegue a un segundo término. Mike realizará un viaje –antes del cual Cortot aprovechará para prometerla en matrimonio-, del que retornará de manera dramática al enterarse de que Paris ha sido tomada por los alemanes. Este retorno no será más que el principio de una serie de circunstancias que le harán enfrentarse al horror de los nuevos invasores, el menor de los cuales no será precisamente comprobar como su enamorado ha decidido colaborar con los enviados del III Reich. Decidida a alejarse de Cortot, de manera inesperada se verá ligado con la figura de un piloto británico que se encuentra escondido en la vorágine de la ocupación parisina. Michele lo acogerá en la pequeña habitación que los ocupantes nazis le han dejado tras la expropiación de su antigua y lujosa vivienda, estableciéndose entre ambos una extraña empatía, que bien pudiera transformarse en relación sentimental, quizá debido al creciente despecho que esta manifiesta por el hombre del que estuvo enamorada y que considera un traidor.

Demasiado pulida para ser considerada en creíble relato antinazi –esos impolutos y sofisticados peinados de su protagonista-, carente de la densidad necesaria a la hora de plasmar ese drama que, entre líneas, sugieren sus imágenes, e integrando en su discurrir el tremendo miscasting que supone la presencia en el reparto de un John Wayne que en ningún momento resulta creíble como piloto británico, serían estos elementos suficientes para condenar al olvido un título como el que comentamos. No seré yo, sin embargo, quien caiga en un diagnóstico tan simplista, en la medida que pese a estos elementos en contra, REUNION EN FRANCE funciona, en algunos momentos incluso de manera brillante, como estricto relato cinematográfico. Sobre todo en primeros veinte minutos, la película discurre con un sentido del ritmo admirable. No era de extrañar, en todo caso, la presencia de estas relativas e intermitentes virtudes, máxime cuando Dassin se encontró rodeado de un equipo técnico de primera magnitud –en diferentes facetas-, en el que encontramos nombres de la talla de Cedric Gibbons, Franz Waxman, Edwin B. Willis o Douglas Shearer. Estos y otros profesionales lograron imbuir de un notable ritmo –en ausencia del rigor que podría exigírsele a una propuesta que, en su defecto, hubiera alcanzado un calado muy superior-. Pero a las películas, como a cualquier otra manifestación artística –e industrial-, se las ha de calificar a partir de lo que estas ofrecen. Y en este sentido, me reitero en destacar la brillantez del lenguaje fílmico empleado por Dassin –por más que este olvidara con posterioridad este y otros de sus títulos iniciales-. Instantes como la panorámica ascendente sobre el edificio del gobierno francés, que dará paso a un montaje documental en el que se describa con percutante acierto el montaje de instantes que nos trasladarán a la definitiva invasión de los nazis de Paris, retomándose en sentido simétrico la panorámica sobre el edificio, en esta ocasión descendente, comprobando el espectador como la nomenclatura “libertad – igualdad – fraternidad” ha sido cubierta por las ostentosas enseñas nazis. Más aún, tras el regreso de Michele a la lujosa vivienda de Cortot –una vez ha comprobado como la suya propia ha sido confiscada, relegándole a ella a la habitación del ordenanza, contemplando como ha sido saqueada por completo-, en plena conversación de ambos, esté recibirá una visita que Mike no contemplará, mientras la cámara encuadrará de manera intencionada y en primer término, las gorras nazis de los dos invitados, como primer aviso de la ligazón que este manifiesta por el régimen alemán. A partir de ese instante, todo serán señales que irán advirtiendo a la protagonista de la implicación de su prometido en una invasión que ella considera repugnante –admirable esa grúa que nos describe como la fiesta a la que acude junto a su prometido, describe una gigantesca tarta con velas en forma de svástica-, invirtiéndose los sentimientos que hasta entonces sentían ambos, ya que en estos momentos de dureza, ella sacará a la luz su condición de patriota francesa.

En este y el ulterior desarrollo del film, REUNION IN FRANCE destacará por la agilidad de su trazado, en donde el uso de grúas y travellings proporciona a su conjunto, si no ese alcance siniestro que cabría esperar, sí al menos una fluidez y ritmo que se agradece, y que setenta años después de ser realizado, permite que su enunciado sea reconocido, al menos, como una propuesta de aventuras románticas insertas dentro del marco del nazismo, si más no, tan discreta como apreciable. Todo el conglomerado de situaciones equívocas, las sospechas de las autoridades nazis –especialmente el personaje encarnado por John Carradine-, o la persecución final, en la que Michele descubrirá la realidad que esconde el que supuestamente se había convertido en un traidor –su prometido-, irá unida a la muerte del en apariencia investigador alemán –Pinkumk (espléndido Reginald Owen)-, quien antes de caer abatido por las balas de los nazis, explicará a esta la verdadera faz de una operación que ella había percibido de manera por completo opuesta. Será el momento de despedirse de Pat, con quien había logrado estrechar algo más que una amistad, regresando hasta París sin pensar que su retorno iba a suponer un auténtico balón de oxígeno, ante los crecientes indicios de sospecha, que sobre las actividades de Cortot iban acorralándolo ante las autoridades nazis.

Digámoslo ya. Sin ser una obra de especiales cualidades, tampoco es justo condenar REUNION IN FRANCE a las catacumbas del olvido más absoluto. El hecho de que se utilice una temática tan delicada y predestinada a logros cinematográficos de gran calado, no impide que, en ocasiones, esta base pueda servir como referencia para propuestas de auto asumida menor entidad. Títulos que a partir precisamente de dicha sencillez e incluso sus convencionalismos, logran proporcionar un relato, sino vibrante, sí al menos digno de obtener un mínimo reconocimiento, como el que nos ocupa.

Calificación: 2

LA LEGGE (1959, Jules Dassin) La ley

LA LEGGE (1959, Jules Dassin) La ley

Pocas películas que haya contemplado en los últimos meses, me ha provocado tal cúmulo de sensaciones contrapuestos, como lo ha logrado LA LEGGE (La ley, 1959. Jules Dassin). Denostada por su propio artífice, lo apasionante y lo ridículo, el momento intenso y el subrayado chusco, el personaje bien definido y el toscamente estereotipado, se den cita en la pantalla en ocasiones en un mismo plano, en la oscilación de un encuentre, o con un simple fundido o sucesión de fotogramas. Cierto es que –a tenor de lo que he podido contemplar en su filmografía-, en Jules Dassin se aúna un cineasta ocasionalmente inspirado –sus dos títulos de gloria son, a mi juicio, los excelentes NIGHT AND THE CITY (Noche en la ciudad, 1950) y DU RIFIFI CHEZ LES HOMMES (Rififi, 1955)-, indudablemente comprometido en unos planteamientos progresistas, pero cuyos resultados estrictamente cinematográficos –y siento tener que decirlo, ya que nos encontramos con el prototipo de personalidad que por su trayectoria personal merece una clara admiración-, suelen estar por debajo de lo que sus puntos de partida podrían plantear. Incluso sus célebres policíacos producidos por la égida de Mark Hellinger ofrecen, bajo mi punto de vista, un interés mas teórico que efectivo –especialmente evidente en el caso de THE NAKED CITY (La ciudad desnuda, 1948)-. En este sentido, no cabe hablar de un cineasta despojado de interés en su obra pero, por intentar establecer una comparación, nos encontramos con un hombre de cine que quizá esté mejor considerado por el hecho de su integridad personalidad que un Edward Dmytryk, aunque sus capacidades como cineasta sean a mi juicio bastante más irregulares que las del conocido y eternamente cuestionado delator de la “Caza de Brujas”.

 

Me da la impresión que cuando Dassin se inserta en el periplo europeo de su filmografía, y tras los esplendores registrados en los dos títulos antes señalados, en él se insertan una serie de rasgos que alcanzarán un notable peso en los títulos por él realizados, hasta que llegara su prematuro declive y dispersión en la misma. En este periplo el realizador definirá su cine dentro de contextos y marcos exóticos, dominados por argumentos más o menos ligados a tintes progresistas y / o políticos, al tiempo que tendrá una destacada presencia la musa de su cine, su esposa Melina Mercouri. Punto por punto, estos rasgos formales y temáticos, serán los que definan esta extraña parábola sobre las relaciones de poder, que queda en todo caso bastante por debajo de apuestas por aquel entonces realizadas en el contexto del cine británico por otro ilustre exiliado del cine norteamericano; Joseph Losey.

 

LE LEGGE centra su base argumental –extraída por parte del propio Dassin, a partir de la novela de Roger Vailland-, en una pequeña localidad costera del sur de Italia. La acción emergerá a partir del centro de la localidad –que se dispone a celebrar por la noche su fiesta anual-, ofreciendo alrededor de la misma una serie de retratos de personajes y situaciones de carácter coral, a través de los cuales se establecerá una nada sibilina parábola en torno a las relaciones de poder, ligadas en esta ocasión al papel decisivo que el sexo alcanza dentro de dicho ámbito. A partir de esta premisa descubriremos las andanzas ejercidas por el verdadero y veterano poder existente en la población –ejemplificado en don Cesare (Pierre Brasseur)-, representante de un modo de entender la existencia anclado en el pasado, añorante de tiempos imperiales –representados en esas obras de arte de diferentes épocas que este custodia en su caserón-, y que ya en los primeros compases del film mostrará un sutil enfrentamiento con el joven ingeniero agrónomo Enrico (Marcello Mastroianni), partidario de reformar la zona desecando los pantanos, y con ello intentar modificar la mentalidad anquilosada e hipócrita del vecindario. Poco antes de dicho enfrentamiento, la cámara de Dassin nos mostrará –por medio de un ingenioso juego de movimientos de cámara- un recorrido coral que servirá para describir el perfil psicológico de los personajes que a continuación desfilarán ante la cámara. Será, que duda cabe, una galería dispar, aunque en todo momento dominada por la hipocresía, la doble moral, el deseo insatisfecho o las ansias de poder.

 

Un juego sin duda atractivo sobre el papel pero que, justo es reconocerlo, en más momentos de lo deseado alcanza una presencia chirriante, bufonesca e incluso dominada por el trazo grueso. En este sentido, la película destaca en su vertiente positiva por la capacidad descriptiva y la atmósfera que registra su plasmación física. La espléndida labor del operador Otello Martelli, es sin duda un aliado muy especial para lograr establecer la autenticidad de unos escenarios que Dassin filma con un destacado sentido de la fisicidad, logrando incorporarlos como un elemento casi opresivo del relato. A partir de ese punto de partida, e incluso logrando la participación de no pocos lugareños, se desarrolla un relato que, justo es reconocerlo, va construyendo una espiral de progresión colectiva, mostrando quizá en ello un círculo vicioso de interrelación. Una extraña tela de araña de causa y efecto, que además tendrá como elemento simbólico la presencia en la localidad de un extraño juego de poder y dominación  establecido entre sus habitantes, en los que siempre ejercerán el mando tanto el mencionado don Cesare, como el chulesco abogado de la población –Matteo Brigante (Yves Montand)-.

 

Indudablemente, nos encontramos con un material de partida interesante, y parte de dicho atractivo se encuentra presente en la película –especialmente en su tramo final-. Dentro de esta percepción positiva, personalmente me quedo con el trazado y el desarrollo de los personajes de don Cesare, en buena medida por el espléndido trabajo del veterano Pierre Brasseur, pero también por la magnífica definición que su evolución manifiesta en los que serán las últimas acciones de su vida –inolvidable su presencia ante el juez y el inspector de policía, enmarcado ante su colección de arte, como si fuera la encarnación de una manera ya caduca de entender la existencia y el poder, y escondiendo delicadamente su mano paralizada-. Junto a ellos, personalmente me resulta especialmente apasionante la descripción de la infidelidad que doña Lucrezia (Melina Mercouri) mantiene con su esposo, el fracasado y mediocre juez de la población, enamorándose perdidamente del joven y atractivo hijo de Brigante –Francesco (el prometedor y prematuramente desaparecido Raf Mattioli)-. Dentro de esta relación, bajo mi punto de vista se ofrecen buena parte de los momentos más intensos de la función –la pulsión erótica que se manifiesta entre los amantes prohibidos en una cueva, lamiendo ella el sudor que se desprende del rostro del joven, el ruego del juez a su mujer para que no se marche, ya que intuye el verdadero motivo de su viaje, o la tensión que se ofrece, de manera casi tangible, entre los jóvenes amantes cuando se disponen a huir de la localidad en el autobús, y el padre de este le interpela para que desista de su intención-.

 

Sin embargo, como señalaba al principio, el trazo grueso, el subrayado tosco e incluso el artificio y un cierto sesgo de pretenciosidad y alcance discursivo, impiden que el conjunto de LA LEGGE alcance cotas mayores, e incluso en varios de sus momentos llegue a irritar en su incapacidad para desprenderse de unos lastres bastante evidentes. Son limitaciones o desaciertos como los que manifiesta la ridícula presencia de una inadecuada, molestísima y ridículamente maquillada Gina Lollobrigida –su presentación inicial pretendidamente lúbrica, limpiando y provocando en el balcón con las botas que limpia de don Cesare, invita a abandonar la función-. Lastre como el miscasting del por lo general magnífico Yves Montand, la sensación de ridículo que manifiestan las secuencias que se desarrollan en la taberna del pueblo, desarrollando la escenificación de su malsano juego de “la ley” –pese a la magnífica performance que en ella ofrecen Paolo Stoppa (el mejor intérprete del reparto) y Mastroianni-, la a mi juicio chirriante mezcolanza de commedia all’italiana y melodrama desaforado que manifiesta la función, o los subrayados que aquí y allá tienen lugar en el metraje. Uno de ellos, está a punto de estropear la anteriormente comentada y espléndida secuencia de enfrentamiento de Francesco, Letizia y el padre del muchacho en el autobús; cuando el padre abandona el mismo, el hijo finalmente cede y se dispone a abandonar el vehículo ante la desesperación de su amante y la mirada de los pueblerinos pasajeros. Una música chirriante y una planificación enfática, anulará parcialmente uno de los momentos más intensos del film.

 

En definitiva, LA LEGGE queda como una propuesta tan extraña como reveladora del alcance y los vicios del cine de su realizador, al tiempo que conectaba con un determinado tipo de cine practicado por Fellini y otros realizadores italianos en aquellos años, y que mostraron en la pantalla –generalmente con mayor acierto-, el contraste de una mentalidad anclada en el pasado con otra más moderna en su apariencia exterior, pero que interiormente alberga los mismos y rotundos modelos de comportamiento, inherentes a la propia condición humana. Una apuesta que se saldó con un resultado parcialmente atractivo, aunque irregular y, sobre todo, chirriante en no pocas ocasiones.

 

Calificación: 2’5

BRUTE FORCE (1947, Jules Dassin)

BRUTE FORCE (1947, Jules Dassin)

He podido contemplar recientemente dos de los títulos que forjaron el prestigio de Jules Dassin dentro del cine negro norteamericano. Una oportunidad esta que me ha llevado a adherirse, siquiera sea de forma matizada, hacia aquellos que cuestionan las supuestas virtudes del realizador francés que, cierto es reconocerlo, logró sus dos productos más perdurables en Inglaterra –NIGHT AND THE CITY (Noche en la ciudad, 1950) - y Francia –DU RIFIFI CHEZ LES HOMMES (Rififí, 1955)-. Títulos ambos rodados de forma consecutiva, aunque mediando entre ellos un largo paréntesis de cinco años sin desarrollar su filmografía. Esa es la sensación que me ha quedado tras ver THE NAKED CITY (La ciudad desnuda, 1948) y BRUTE FORCE (1947), aunque cierto es que el segundo de estos títulos –que es el que comentamos en estas líneas-, firmado con anterioridad, resulta más atractivo. No quiero que se me entienda mal. En ambos casos estamos refiriéndonos a títulos con suficiente interés, pero que bajo mi punto de vista se sitúan por debajo de sus expectativas, y de los que Dassin no logra extraer por un lado suficiente partido a las posibilidades de su material de base, al tiempo que tampoco soslaya los defectos que estos mismos planteamientos dramáticos disponen. Defectos que en BRUTE FORCE, se centran notablemente en el carácter discursivo del guión de Richard Brooks –por otra parte impecable en su construcción-, que acusa con el paso de los años una serie de latiguillos propios del pensamiento liberal, bastante comunes a la personalidad del escritor y cineasta, y que con el paso de los años irían evolucionando hacia una mirada crítica y creciente nihilismo, expresado en una magnífica obra como realizador en las décadas de los sesenta y setenta.

El título que nos ocupa se desarrollará íntegramente en el interior de una prisión de alta seguridad en Estados Unidos –Westgate Penitenciary; que es mostrada desde su exterior con un amenazador contrapicado-, en una de cuyas celdas se encuentran encerrados una serie de presos, comandados moralmente por la figura de Joe Collins (Burt Lancaster). Collins es uno de los reclusos más respetados, y regresa de un trabajo en el denominado “foso”, sufriendo la muerte de un veterano compañero. Muy pronto el interés de la película se centrará en describir la tensión y lo siniestro de la vida en la cárcel, mientras que los registros argumentales se inclinarán fundamentalmente en demostrar que muchas veces los presos son seres más nobles que aquellos guardianes amparados por la legalidad, en algunos de cuyos casos se esconden seres de atavismos fascistas. Es una tendencia, que en su primera vertiente incurre en unos, a mi juicio innecesarios, flash-backs que servirán para relatar el pasado de algunos de estos condenados, y que se han introducido con la intención de ilustrar al espectador las circunstancias de sus comportamientos. Se trata, por el contrario, de un recurso que, además de no aportar nada a la película, que con su insistencia llegua en algunos momentos a destruir la atmósfera lograda previamente. E incluso como tal film carcelario, no se puede decir que su desarrollo alcance cotas superiores a ejemplos previos de cierto prestigio, como THE CRIMINAL CODE (Código criminal, 1931. Howard Hawks) o I AM A FUGITIVE FROM A CHAIN GANG (Soy un fugitivo, 1932. Mervyn LeRoy). Prolongando esa vertiente discursiva, BRUTE FORCE incide en las diferentes posturas que se pueden mantener a la hora de sobrellevar la dirección de un recinto penitenciario, aquí representada en la figura de un alcalde tolerante, cuyos comportamientos son reprochados por un superior. Entre ellos se escuda la figura del capitán Munsey (Hume Cronyn), una persona que no oculta la ambición que le lleva a intentar convertirse él mismo alcalde de la prisión, y cuya trayectoria de malos tratos con los presos es de todos conocida y temida. Evidentemente, en su figura se representa el clásico ejemplo de personalidad fascista. Será algo que en la película quedará expresamente marcado en la terrible secuencia en la que tortura con una barra de hierro a uno de los reclusos, buscando con su confesión coartar el plan de fuga de Collins. La secuencia incide en esa vertiente, mostrando a este bajo unos ademanes educados y escuchando música de Wagner. Ciertamente todos sus movimientos imitan los comúnmente conocidos de las S.S. alemanas. Y en ese sentido, tampoco el film de Dassin logra sobresalir de la condición de discursivo. No dudo que en el momento de su estreno, mostrar al popular Hume Cronyn encarnando a un villano pudiera ser una opción arriesgada. Hoy día no deja de escenificar más que a un villano sin entidad como personaje –la secuencia en la que ante el doctor no se esconde a la hora de mostrar su deseo de ocupar el cargo de alcalde de la prisión, es realmente simplista-.

Quizá la lectura de este comentario pueda inducir que valoro negativamente el film de Dassin, y nada hay más lejos en mi ánimo. Mas allá de esas debilidades argumentales, de los recursos innecesarios al flash-backs y del alcance discursivo del conjunto, es innegable que sus imágenes poseen una clara autenticidad y un rasgo sórdido y pesimista se define en todos sus fotogramas, hasta llegar a ese fatum en donde el plan de Collins fracasa y mueren todos los contendientes, pero al mismo tiempo el primero logra eliminar a Munsey. Un fragmento definido por su densidad, que ofrece visualmente un momento memorable de violencia, con ese carro sobre el que se ha atado al recluso traidor, para que ejerza de escudo y sea fusilado por los guardianes.

Como tal film discursivo, la conclusión de BRUTE FORCE –que jamás tuvo estreno normalizado en nuestro país-, incide en esa vertiente, con el lúcido comentario del viejo doctor, desde el interior de esa celda en la que casi todos sus inquilinos murieron en la refriega, apelando casi al deseo de todo ser humano por huir de cualquier opresión. En definitiva, el film de Dassin se mantiene bastante bien en su fisicidad y la fuerza expresiva de varios de sus mejores momentos, así como en la eficacia de su reparto –desde el joven Burt Lancaster hasta el más veterano pero magnífico Charles Bickfort-. Pero al mismo tiempo demuestra que en aquellos tiempos, y pese al apoyo de producción de un nombre emblemático como Mark Hellinger, con Dassin nos encontramos con un realizador algo por debajo no solo de los directores más reconocidos del periodo, sino incluso de otros en su momento apenas considerados, como Edward Dmytryk, Joseph. H. Lewis, o tantos otros.

Calificación: 3

DU RIFIFI CHEZ LES HOMMES (1955, Jules Dassin) Rififi

DU RIFIFI CHEZ LES HOMMES (1955, Jules Dassin) Rififi

Si hubiera que hacer una pequeña antología de títulos imprescindibles dentro del cine de robos y atracos, es indudable que DU RIFIFI CHEZ LES HOMMES –RIFIFI en España y otros países-, debería figurar por derecho propio entre sus más grandes exponentes. Película de enorme éxito en su día y de no menos influencia dentro de este subgénero –la misma es patente incluso en obras tan brillantes como CÍRCULO ROJO (Le cercle rouge, 1970. Jean-Pierre Melville)-, lo cierto es que brilla con luz propia por diversos motivos, hasta el punto de necesitar diversos visionados para poder apreciar el enorme caudal de sutilezas e implicaciones temáticas y narrativas que hacen de ella un título de gran complejidad y riqueza. Pero al mismo tiempo el disfrute de este progresivamente trágico DU RIFIFI CHEZ LES HOMMES resulta algo prácticamente apasionante.

La acción se inicia con el plano de una mesa de póquer sobre la que juegan un grupo de hombres –previsiblemente pertenecientes a los bajos fondos parisinos; de alguna manera la imagen nos advierte sobre el sentido de incierta aventura, de juego arriesgado que va a suponer el nudo central del argumento que vamos a contemplar-. Uno de ellos es Tony le Stéphanois (un inconmensurable Jean Servais cuyas miradas punitivas ofrecen en todo momento la exacta modulación de la temperatura de cada secuencia), un ladrón que acaba de salir de la cárcel tras cinco años cumpliendo condena. El recién liberado recurre a su sincero amigo Jo (Carl Möhner) para que le preste dinero y este le plantea la posibilidad de acometer un robo a una joyería, algo que el veterano ladrón rechaza. Sin embargo, al haberse reencontrado infructuosamente con su antigua amante –Mado (Marie Sabouret)- reconsidera la opción. Y junto a Mario (Robert Manuel) y César (el propio Jules Dassin en una labor realmente estupenda), que acude desde Milán y es un experto desvalijador de cajas fuertes, deciden entre ambos robar la de la mencionada joyería. Para ello planifican el robo de forma escrupulosa, y finalmente ejecutan el plan con precisión realmente matemática. Sin embargo lo que por un lado es fácil –resolver todos los impedimentos de seguridad que hacían enormemente complejo el golpe-, pronto revela sus primeras fisuras merced a la imprudencia de César –ha regalado un anillo que robó por su cuenta en la joyería a una cabaretera-. Esta circunstancia da la pista a un hampón rival de Tony que acogió a su amante mientras él cumplía la condena. A partir de ahí las situaciones trágicas se sucederán como si estuvieran marcadas por el destino, hasta que el botín del robo finalmente se convierta en objeto de nadie.

Son muchas las virtudes de esta excelente película. Desde las de índole narrativa y que hacen el metraje de la misma un verdadero alarde de inventiva cinematográfica hasta la sensación –mucho más difícil de lograr de lo que pudiera parecer- de que el espectador se sienta un protagonista más de lo que se está narrando, y de alguna manera “sufra” las desventuras que sus personajes viven en la pantalla. Es evidente que el mejor ejemplo de ello está definido en la larguísima, apasionante y ejemplar secuencia del robo, que justamente debe ser considerada entre la antología de las de su estilo –y el propio Dassin reiteró la misma en su posterior e inferior TOPKAPI (1964)-. Rodada con una precisión asombrosa, sin diálogo alguno –los ladrones deben conservar el silencio entre sus prioridades-, modulando la duración de los planos, con la oportuna inserción de los rostros progresivamente sudorosos de los actores, aplicando un montaje ejemplar y acusando un sentimiento dialéctico realmente pasmoso, casi podría erigirse como el prototipo cinematográfico del robo perfecto.

Pero además de todo ello, el metraje de RIFIFI está impregnado –como antes señalaba- de sutilezas narrativas que siempre responden a las necesidades internas del relato. Desde la utilización del off narrativo, especialmente para soslayar los crímenes que se producen en su parte final, dotando paradójicamente de una mayor angustia a las mismas –resulta impactante el asesinato de Mario y su esposa en un arranque de valentía que les impide traicionar a sus amigos, pero no deja de provocar una impresión menos desoladora la de Jo en los pasajes finales, cuando ha acudido en manos de los captores de su hijo-, hasta secuencias de una enorme complejidad cinematográfica que juega con un plano largo de gran número de reencuadres e igualmente con la anuencia del fuera de campo; su ejemplo más rotundo es la secuencia que se desarrolla entre Tony y Mado, en su frío reencuentro en privado en donde esta le entrega a sus joyas y pieles y él revela su rabia cuando la azota con un cinturón –no vemos como lo hace, aunque la ubicación de la cámara y la tensión de la situación es manifiesta-, el conjunto de la película responde a esa evidente voluntad estilística de Dassin y que la hace merecedora de la condición de clásico perdurable.

Es evidente que un análisis pormenorizado de la película daría pie a jugosas conclusiones, a detectar esa estructura de cajas chinas en la que lo que parece un robo perfecto culminará como tragedia, a como se muestran las leyes de los bajos fondos de París y a la existencia de un sentido de la honestidad en la misma en el que tiene un lugar de preminencia la amistad. Igualmente podemos destacar las huellas de un sentimiento fatalista y el asumir la ascendencia del perdedor. Al mismo tiempo y dada su ubicación en la cinematografía francesa de mediados de los cincuenta y dado su impacto mundial, resulta lógico afirmar que DU RIFIFI CHEZ LES HOMMES constituye una isla en la que se deriva la influencia del cine británico de la época –no olvidemos que el anterior y magnífico film de Dassin es NOCHE EN LA CIUDAD (Night and the City, 1950); en esta película sus fríos exteriores son inequívocamente londinenses-. Por otra parte no se puede negar que asume en la iluminación de los rostros de los actores y la tipología de sus personajes una notable herencia del cine negro norteamericano. Y finalmente en la inclusión de esas canciones que se desarrollan en el club que tanta influencia tendrá en la acción –como la que da título a la película-, de alguna manera se avanza una estilización que pocos años después tendrá como continuidad esa comedia policíaca con aires de musical que practicarán Donen, Edwards o Quine, entre otros. Si a ello añadimos el creo que no casual parecido que el personaje interpretado por el propio Dassin, tiene con la apariencia exterior del edwarsiano Inspector Clouseau, quizá podamos encontrar ese hilo vector que relaciona todos estos enunciados.

Medio siglo después del momento de su realización DU RIFIFI CHEZ LES HOMMES es, indudablemente, una de las joyas del cine policíaco francés, al tiempo que uno de sus exponentes más singulares. Habría que incluir su resultado junto con algunas obras de Jacques Becker y posteriormente Jean-Pierre Melville, y de seguro obtendríamos buena parte de lo mejor legado por el género en la cinematografía gala.

Calificación: 4