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CINEMA DE PERRA GORDA

Phil Karlson

HELL TO ETERNITY (1960, Phil Karlson) [Desde el infierno a la eternidad]

HELL TO ETERNITY (1960, Phil Karlson) [Desde el infierno a la eternidad]

Si tuviera que elegir una pequeña selección de momentos o secuencias que más me hayan impactado, dentro de aquellos que he contemplado a lo largo del tiempo en el ámbito del cine bélico, entre ellas sin duda situaría uno de los instantes más impresionantes de HELL TO ETERNITY (1960, Phil Karlson) –jamás estrenado comercialmente e España, aunque editado en DVD bajo el título DESDE EL INFIERNO A LA ETERNIDAD-. Se trata de la larga, extenuante y sobrecogedora panorámica de izquierda a derecha, que la cámara describe en un suelo atestado de cadáveres, después de la batalla que se ha producido tras el aterrizaje acuático en una isla japonesa. Tras una cruenta lucha, ninguno de los supervivientes se atreve a romper el fúnebre silencio que sugiere esa ingente masa de cadáveres, sea cual sea la nacionalidad de sus cuerpos ya ausentes de vida. Será sin duda un instante que marcará un punto de inflexión en esta interesante película de Phil Karlson –demostrando de nuevo que sabía desenvolverse con acierto en otros géneros que no fueran el policiaco o el noir- en la que, bajo el pretexto inicial del tratamiento biográfico de la figura del marine Guy Gabaldón, se atreve a discurrir por senderos muy poco frecuentados no solo en el género en que sustenta su propuesta, sino incluso en el del cine norteamericano de su tiempo.

 

HELL TO... se inicia mostrando los años de infancia del protagonista –aún niño-, cuando unas azarosas circunstancias familiares le llevarán a ser adoptado por una familia japonesa, en cuyo seno será acogido como si fuera un componente más. Allí crecerá –bajo los rasgos de Jeffrey Hunter, demostrando una madurez como actor que, lamentablemente, tuvo poca continuidad en una andadura personal y profesional abocada a un declive lamentable-, permitiendo esta dramática circunstancia el planteamiento de uno de los episodios más tristes y poco tratados en la actuación USA durante la II Guerra Mundial. El ataque de Pearl Harbor provocó que decenas de miles de ciudadanos norteamericanos de ascendencia japonesa, fueran confinados durante años a campamentos –una problemática que solo recuerdo fue tratada en la muy posterior, y escasamente distinguida, SNOW FALLING ON CEDARS (Donde nievan los cedros, 1999. Scott Hicks)-. Hasta ese momento, Karlson sabe plasmar con sensibilidad la integración del protagonista con su nueva familia adoptiva, y al mismo tiempo mostrar la fácil tendencia del norteamericano medio a exteriorizar ese componente racista que esconde su superficial textura democrática. Es algo que advertirá el propio Gabaldón al comprobar como su cuñada es increpada en el momento que unos ciudadanos tienen noticia del ataque japonés. De manera inescrutable, el devenir de los hechos llevará a Guy a alistarse entre los voluntarios de lucha contra el Imperio Japonés, tras la declaración de guerra establecida por Rooswelt. Una decisión en la que tendrá una capital importancia el conocimiento que este tiene del lenguaje nipón. A partir de esa voluntad, participará en un proceso de adiestramiento en el que mantendrá como estrechos amigos a Bill (David Hansen) y Pete (Vic Damone), con los que incluso vivirá una noche de juerga nocturna con mujeres, en la jornada previa a su embarque definitivo con destino a Japón –bajo mi punto de vista el episodio más prescindible de la película-.

 

Será no obstante un contrapunto en buena medida necesario, para a partir de ese momento introducir la segunda mitad del relato, la más cruel, desesperanzada, en la que indudablemente Karlson se emplea a fondo, ofreciendo no solo una mirada dura y despiadada sobre el absurdo de cualquier lucha bélica. Más allá de esa impresión, que en buena medida fue compartida por tantas y tantas muestras del género, la gran cualidad de HELL TO... reside en aportar en su propuesta una mirada personal y, sobre todo, una definición del héroe protagonista, al que se describirá con una inusual capacidad de ambivalencia, mostrándonos en su experiencia bélica una vertiente negativa e incluso demoniaca, en esas secuencias de insólita dureza en las que Guy se venga por la muerte de sus dos amigos –especialmente del terrible episodio que acaba con Bill descuartizado a manos de unos soldados japoneses-, realizando bombardeos indiscriminados en cuevas en donde estos se refugian. Esa capacidad para mostrar el horror, los métodos y la dureza de la vida en combate, y al mismo tiempo en la ternura que realiza ese apego de Gabaldón por los niños –representando en ellos sus propios orígenes-, parecen prefigurar algunos de los momentos más recordados de la fulleriana MERRIL’S MARAUDERS (Invasión en Birmania, 1962).

 

Esa complejidad a la hora de expresar por un lado un contexto bélico que nada tiene de heroico, en el que no se olvida el sufrimiento de sus propios habitantes –ese sobrecogedor instante en el que la población civil prefiere suicidarse antes que entregarse a los norteamericanos, al haber sido convencidos del mal trato que les podían proporcionar estos-, descrito además por una fisicidad sobria y ausente de cualquier alcance victorioso, se imbrica de manera admirable con los conflictos interiores vividos por el marine protagonista, deseoso de servir a su país, pero de forma paralela consciente de la importancia que ciudadanos japoneses tuvieron en su propio crecimiento y vida afectiva. Una dualidad que, a fin de cuentas, proporcionará al relato una palpable singularidad, que permite ante todo una segunda mitad absolutamente modélica en la que lo cruel, lo masivo, lo íntimo, lo doloroso, el instinto asesino e incluso el honor, tendrán cabida a lo largo de una experiencia real, que tiene en su episodio final un alcance sorprendente. Será el encuentro de nuestro protagonista con el General Matsui (el veterano Sessue Hayakawa), al cual mantendrá retenido en la cueva en la que tiene instalado su mando, y contra cuya superioridad psicológica luchará en unos minutos intentos, dado que ha dado una orden desesperada de aniquilar a cualquier precio a todos aquellos norteamericanos con quien se encuentren, aún reconociendo que están al borde de la derrota y el límite de su resistencia. Será un fragmento en el que finalmente un rasgo de humanidad aflorará en el rígido y casi suicida militar, entendiendo las razones que le esgrime, a punta de pistola, ese Guy Gabaldón que igualmente comprende y siente en carne propia el sufrimiento del pueblo japonés –sin duda en su mente está presente el recuerdo del confinamiento que padecen sus padres adoptivos-, y de alguna manera entiende que se puede luchar por salvar el máximo número de vidas posibles. Es por ello que la arenga de rendición pronunciada por Matsui ante miles de japoneses, desahuciados de cualquier esperanza pero al mismo tiempo dispuestos a inmolarse en contra de los soldados norteamericanos, alcanza un matiz conmovedor con el lento discurrir de la masa por los caminos serpenteantes, mientras su superior se suicida en un último gesto de dignidad.

 

Será, en última instancia, el gran logro de ese soldado que en aquellos momentos –los de la batalla de Saipan-, logró emerger de un infierno personal –acentuado por las crueles experiencias de la guerra que vivió, y en cuyo contexto de atrocidad él mismo contribuyó con sus injustificados asesinatos cometidos tras el asesinato de Bill-, aportando un grado de humanidad a su tarea final, emanada a partir de ese contexto de vivencia personal, que sus propios Estados Unidos intentaron arrebatar de manera injusta. Paradojas, ambivalencias, crueldad y esperanza, en una muy interesante aportación bélica que demostraba el buen pulso que Karlson aún conservaba en su cine, aunque muy pocos años después su solvencia se rindiera a títulos de consumo bastante poco perdurables. Al menos, lo hecho, hecho estaba... y no era poco.

 

Calificación: 3

KANSAS CITY CONFIDENTIAL (1952, Phil Karlson) El cuarto hombre

KANSAS CITY CONFIDENTIAL (1952, Phil Karlson) El cuarto hombre

KANSAS CITY CONFIDENTIAL (El cuarto hombre, 1952) es uno de los exponentes más acabados y logrados de ese conjunto de realizaciones que, desde finales de los cuarenta, marcaron el mejor momento profesional de Phil Karlson. Títulos como el mencionado, THE PHENIX CITY STORY (El imperio del terror, 1955) –quizá su obra más lograda y radical-, 99 RIVER STREET (Calle River, 99. 1953) o SCANDAL SHEET (1952), le permitieron insertar su firma entre la de aquellos directores especializados en el thriller que, quizá situados en un peldaño inferior al de otros exponentes más valorados –y en este terreno concreto, quizá habría que matizar merecimientos más o menos justificados-, sin embargo brindaron un conjunto de obras que el paso de los años ha recibido una merecida estima de comentaristas y aficionados. En el referente que nos ocupa, lo cierto es que Karlson logra imbricar su relato, por un lado de fisicidad, garra y fuerza expresiva en su puesta en escena, mientras que en su vertiente temática esconde un desarrollo dramático lleno de vericuetos, que responde finalmente a una crítica nada solapada de una sociedad como la urbana de aquel tiempo, en la que la que los estragos del periodo mccarthysta no suponían más que la piedra de toque a una sociedad policial y menguada en sus libertades y derechos. En este sentido –aunque de forma muy sutil-, lo cierto es que creo que KANSAS CITY… se erige como uno de los testimonios más valiosos de esta vertiente, dentro de un relato en el que una simple confusión llevará al inocente protagonista Joe Rolfe (John Payne), a ser confundido como el autor del robo a un banco, siendo detenido y encarcelado por la policía, y torturado con la vana esperanza de lograr de él la confesión ante una acción delictiva inexistente por su parte, pese a que en el pasado una deuda de juego le llevara a prisión. El hecho es que Rolfe saldrá de la cárcel marcado: perderá su empleo y solo logrará la tímida ayuda de un amigo suyo que regenta un bar, al cual salvó la vida en Iwo Jima. Esa ambivalencia en torno a la dudosa moralidad de las fuerzas del orden, se muestra también en el personaje encarnado por el veterano Preston Forster –Tim Foster- policía retirado del servicio por un oscuro asunto, y quien realmente ha procedido de manera milimétrica con la operación de asaltar un banco, captando previamente a los ejecutores del mismo.

En la propia vertiente narrativa, el film de Karlson muestra desde su primera secuencia –carente de diálogos-, esa capacidad para plasmar en la pantalla el bullir de una sociedad urbana aparentemente cómoda en el progreso, pero que en esta escena de apertura se encuentra dominada por la mirada de Foster, anotando los últimos detalles para perfilar un atraco perfecto. Para ello captará la colaboración de tres reconocidos delincuentes –algunos de ellos buscados, otros con una experiencia previa en la fiesta-, reuniéndose con ellos cubierto con una máscara, elemento que también obliga a todos los asistentes que lleven puesta, para evitar que ninguno de ellos se reconozca entre sí. Esa determinación temática y puramente visual, es indudable que brinda tanto a las secuencias del atraco como a las inmediatamente posteriores, una extraña configuración que podría remontarnos a ilustres representantes del serial cinematográfico.

Tras el asalto –que desembocará en la detención errónea de Rolfe, quien portaba una furgoneta de similares características a la del robo-, los autores son separados durante semanas, teniendo el compromiso del cerebro de repartir las cantidades una vez los cite en un lejano lugar. En el ínterin de esta circunstancia, nuestro protagonista se empeña en la búsqueda de los verdaderos autores del atraco, llevándole su búsqueda hasta Tijuana, donde trabará contacto con uno de los ladrones –Pete Harris (magnífico Jack Elam)-, viajando con él hasta México para acercarse al resto de protagonistas del asalto. Sin embargo, la casualidad motivará que Harris sea abatido por la policía mexicana en la frontera, asumiendo Rolfe la personalidad del muerto en esa reunión anunciada por telegrama para repartir el ansiado botín. Una vez llegado hasta el destino, pronto el espectador se familiarizará con las andanzas del cerebro y el resto de ladrones, pasando todos ellos unas pequeñas e inusuales vacaciones sin conocerse inicialmente unos a otros. En su falsa identificación como Harris –guarda la máscara y la carta marcada que le debería identificar-, Rolfe será recibido hostilmente por los otros dos ladrones. Sin embargo, lo que ninguno de ellos sabe es que el cerebro del golpe es el degradado policía Tim Foster, quien por otra parte se plantea la posibilidad de utilizar un contacto policial con el que sigue manteniendo amistad, de cara a delatar los autores del robo y devolver la cantidad robada –cuyos billetes en realidad se encuentran todos marcados y numerados-, recibiendo a cambio una importante recompensa por parte de los responsables de la compañía aseguradora. A todo ello, cabrá añadir la inesperada llegada a territorio mexicano de la hija de Foster –Helen (Coleen Gray)-, quien desde el primer momento se mostrará atraída hacia el protagonista.

Toda una interrelación de personajes, motivaciones, situaciones y tensiones internas, que Karlson en este último tramo resuelve magníficamente cuando tiene que atender la definición de la tipología de delincuentes –potenciados por las magníficas prestaciones del ya citado Jack Elam, Lee Van Cleef y el estupendo Neville Brad-, siendo servidos por intensos y nerviosos primeros planos, unidos a otras secuencias planteadas en plano medio, donde la ubicación y la propia configuración de la presencia de sus intérpretes adquiere tintes casi expresionistas. Algo similar, es lo que caracterizaba los momentos más paroxísticos del cine noir puesto en práctica por directores como Robert Aldrich, Joseph H. Lewis o Sam Fuller e incluso en algunos títulos de Don Siegel. Lo cierto es que buena parte de las cualidades de KANSAS CITY… tienen su manifestación más adecuada en esas secuencias iluminadas con un contrastado y noqueante blanco y negro, obra de George E. Diskant, sobre las que se manifiesta esa sensación de turbiedad moral, de desencanto colectivo que finalmente se expresa en constantes estallidos de violencia y, sobre todo, en una ambivalencia social existente que permite que un inocente sea prácticamente torturado por las fuerzas que han de velar por la integridad del ciudadano, mientras que paradójicamente el golpe eje de la acción haya sido fruto de la capacidad de observación y la tenacidad manifestada por un veterano ex policía, asqueado por el rechazo que sus propios compañeros le brindaron en el pasado. Lo cierto es que con bastante pertinencia, Karlson unifica en una misma dirección la reflexión social con la tensión propia que emana del propio relato, combinando secuencias de gran fuerza y soterrada violencia con elementos que, más escorados a la presencia de ese previsible romance entre Helen y Rolfe, de alguna manera chirriante en un conjunto dotado de una considerable dureza, eficacia, fuerza física, una expresión visual inconfundible y, al mismo tiempo, extrapolable a todos aquellos directores que en aquellos años se especializaron en títulos de estas características –los ya citados Lewis, Fuller, Aldrick, etc.-.

Muy interesante este KANSAS CITY CONFIDENTIAL, aunque la resolución final del film quizá se antoje un tanto blanda o apresurada en su conclusión. Ello, sin embargo, no debe llevarnos a una valoración que no corresponda a sus reales méritos; la de ser un thriller estupendo.

Calificación: 3’5

LORNA DOONE (1951, Phil Karlson)

LORNA DOONE (1951, Phil Karlson)

Todavía no se había adentrado el norteamericano Phil Karlson en el género por el que su nombre perduraría de su larga andadura cinematográfica –el policíaco-, cuando en su periplo por el entorno de serie B de la Columbia, filmó en 1951 LORNA DOONE. Se trata de una de las numerosas adaptaciones cinematográficas –y posteriormente televisivas-, que a lo largo del tiempo se han venido sucediendo de la novela de época firmada por R. D. Blackmore, insertada con habilidad dentro de la abundancia de títulos que, dentro del cine de aventuras para complementos de programa doble, eran una auténtica necesidad dentro de la comercialidad del cine USA de los años cincuenta. En este sentido, no cabe argüir dicha circunstancia como un impedimento a la hora de disfrutar de las moderadas cualidades de esta película que, eso sí, se muestra con una mayor consistencia si la comparamos con tantos y tantos exponentes del género –sobre todo basados en fantasías orientales-, que se adueñaron de otra de las majors hollywoodiense, como fueron la Universal o la MGM en sus títulos caballerescos protagonizados por Robert Taylor. En su oposición, hay que reconocer que el film de Karlson, aun cuando se inserta de lleno en una serie de convenciones habituales en su contexto, no es menos cierto que su resultado deviene finalmente como un conjunto atractivo y estimable, que logra mantener ese tono entre ingenuo y caballeroso con verdadera convicción. En buena medida lo logra al partir de una historia interesante, y quizá por ello esté bien presente esa apuesta por una cierta huída de lances y elementos melodramáticos –aunque la película acoja situaciones dolorosas e incluso llenas de crueldad-, en beneficio de un argumento en el que la elipsis y el alcance nostalgico tiene una notable presencia

 

Tras un bellísimo tema musical de apertura –algún día se reconocerá la aportación de George Duning a la banda sonora-, nos adentramos en el siglo XVII inglés, mientras una voz en off –será la de un ya maduro John Ridd (Richard Greene)- nos relata con aire evocador una serie de episodios ligados a su niñez y juventud enmarcados en el enfrentamiento de los campesinos de la región, contra los excesos provocados por la familia dominante –los Doone-, y la lucha que estos mantienen para evitar que la monarquía de Carlos II llegue a dominar la zona. Los sicarios de Doone matarán al padre de Ridd, jurando este vengarse y marchandose durante cinco años para dedicarse a su labor con el ejército. A su regreso, Ridd es ya un hombre curtido que encabezará la rebelión de los lugareños contra la dominación de los Doone, aunque en la misma adquiera un elemento de fricción su progresivo enamoramiento con Lorna (Barbara Hale), con la que de todos modos no espera alcanzar ninguna vinculación, al estar esta comprometida sin ella desearlo, con el sobrino del patriarca de la familia opresora  –Carver (William Bishop)-. Los lances, luchas y escaramuzas se sucederán, socavando las fuerzas de la familia dominante en el entorno, pero al mismo tiempo la relación de John con Lorna será mal vista por los lugareños, recelosos de que la misma sea una concesión en esta lucha. Un elemento provocará un cambio de actitudes, poco antes de la muerte del viejo Doone –un hombre justo, aunque finalmente vencido por las turbias actitudes de los familiares que le rodean-. Este confesará a Lorna que en realidad no pertenece a los Doone, ya que sus orígenes pertenecen a la familia real. La circunstancia modificará el planteamiento, y aunque los lugareños seguirán mostrando su desconfianza, permitirá a Ridd afianzar su romance con la joven.

 

No puede decirse que lo que cuentas LORNA DOONE sea un prodigio de originalidad, pero tampoco es menos cierto que el film de Karlson se caracteriza por su buen pulso, un eficaz desarrollo argumental dominado por el uso de la elipsis, una dirección artística entrañable y evocadora y un adecuado uso de exteriores, centrada en una fotografía que incide en ese tinte de fantasía aventurera, pero sin inclinarse en exceso hacia esas tonalidades casi excesivas que dominaban las ya mencionadas películas de ambientación oriental pergreñadas por la Universal en aquellos años. Es probable asimismo que la película no logre aprovechar el carácter evocador que inicialmente propone el largo flash-back en el que se desarrolla casi todo su metraje, pero esta elección permite que la voz en off que se inserta en diversos momentos de la narración, resulte de una pertinencia aplastante. La película destaca, como señalaba anteriormente, por la eficacia de su ritmo, y también por la inserción de episodios y elementos definidos por su fuerza visual. Y al hablar de ello me refiero a la presencia de esa cascada que sirve como referente dramático –al mostrarla inicialmente como eje del Ridd niño, que escala por vez primera la misma casi como metáfora de su repentina inmersión en la mentalidad adulta, y más tarde al servir como eje para la actitud combativa del protagonista, ya convertido en adulto-, y que en algún momento me hizo pensar que quizá la presencia cinematográfica de este elemento natural, pudo tener algo que ver para que un par de años después se planteara en la pantalla la conocida NIAGARA (1953, Henry Hathaway).Todas estas características, unido a los folletinescos lances de su guión, tamizados por una narración sosegada que combina el lance con la sobriedad y la eficacia expositiva, convierten LORNA DOONE en un título todo lo menor que se quiera, dentro del ámbito de la producción del género en el Hollywood de la década de los cincuenta. Sin embargo, este quedará definido como un conjunto más que estimable, mostrando además la versatilidad de su realizador, que en otras ocasiones también se inclinó por el cine de aventuras, y que estaba ya a las puertas de su valiosa y por lo general aún poco reconocida aportación el cine policiaco, que se extendería durante casi una década.

 

Calificación: 2’5

THE BIG CAT (1949. Phil Karlson)

THE BIG CAT (1949. Phil Karlson)

Cuando el realizador norteamericano Phil Karlson asume la realización de THE BIG CAT (1949), es perceptible que se encuentra ya lo suficientemente experimentado en la responsabilidad de pequeños títulos escorados a la serie B cinematográfica, y que en algunas ocasiones le llevaron a plasmar en la pantalla algunas de las seriales aventuras del detective Charlie Chan. Lo cierto es que, más allá de que ese reconocimiento quede vedado tan solo para los buenos aficionados al cine policíaco de los cincuenta, el nombre de Karlson va asociado a un número nada desdeñable de títulos caracterizados por su tensión y sequedad narrativa, poblada de seres malvados y entornos urbanos desapacibles caracterizados por un latente estado de violencia. Indudablemente, fue aquel el terreno en el que el mencionado director pudo canalizar de forma muy especial su talento visual y dramático, pero no es menos cierto que cuando se albergan cualidades artísticas y cinematográficas de cierta significación, estas pudieron cobrar forma en diversos de los géneros clásicos. En su obra esto ocurrió con westerns tan curiosos y poco conocidos como THEY RODE WEST (1954), GUNMAN’S WALK (El salario de la violencia, 1958), o también en la apenas reseñada THE BIG CAT (1949) –jamás estrenada comercialmente en España-, que de buenas a primeras cabe señalar como un curioso y nada casual precedente de un argumento que, algunos años después, utilizaría el ya veterano William A. Wellman en su personalísima y magnífica TRACK OF THE CAT (1955). Con ella comparte la presencia de un animal salvaje –aquí un leopardo, en el film de Wellman una pantera-, que en ambos casos queda definida como una amenaza insondable que mantiene retenido el crecimiento de un entorno apenas poblado por tres familias, algunos de cuyos representantes se encuentran enfrentados entre ellos. En el título que nos ocupa, su desarrollo se sitúa en el periodo de la Gran Depresión. A consecuencia de los problemas de la vida urbana y del fallecimiento de su madre, el joven Danny Turner (Lon McCallister) decide viajar hasta las tierras de Utah en la que nació y vivió su madre. Este retorno le llevará a ejercer de involuntario catalizador de las tensiones, primero de Tom Eggers (Preston Foster), que recibe al muchacho hoscamente pero que al poco se dará cuenta de la utilidad que este le brindaría en sus trabajos. Esta aceptación chocará con la verdadera familia que Danny mantiene en estas tierras –el clan que encabeza Gil Hawks (Forrest Tucker) y sus dos hijos-, mientras junto a ellos, y ejerciendo un papel mediador y conciliador, se encuentran el veterano matrimonio Cooper, cuya hija se sentirá atraída por Danny desde el primer momento.

Es a partir de este triple encuentro y de la expresión de estas tensiones y rivalidades, donde se dirima el interés de este pequeño pero atractivo film de apenas setenta y cinco minutos de duración, en el cual Karlson ya demostraba su buena mano para imprimir carácter a una historia tan sencilla como la que hemos descrito. El norteamericano lo consigue fundamentalmente al dar paso a la expresión dramática de las tensiones internas de sus personajes –lo que llega a concretarse en una pelea entre Tom y Gil en pleno río, caracterizada por su brutalidad-. Pero sobre todo lo hará con la incorporación de un notable sentido telúrico a toda la historia. Parece que a través de la cámara de Karlson, nos encontramos ante un entorno que embruja y hechiza, pese a la existencia de una terrible sequía que está a punto de arruinar la práctica agrícola. También en ese sentido, cabría considerar esta modesta pero atractiva THE BIG CAT como otro exponente más del género Americana y, sobre todo, hay que destacar la destreza con la cámara lograda en todas las secuencias filmadas en exteriores, logrando que ese imponente aire telúrico se adueñe de la narración. Ello se manifestará en momentos tan importantes como la persecución al animal salvaje, que Danny –involuntariamente- ha permitido que liquide a Tom –se deja olvidada la escopeta de mayor calado que hubiera permitido matar a la bestia-, y finalmente, deberá asumir su aprendizaje y el camino a la madurez, matando ese bicho. Como si fuera un joven equivalente del capitán Ahab, nuestro protagonista logrará finalmente reducir y matar a la bestia, con cuya piel elaborará una especie de símbolo a la entrada de sus ya propiedades heredadas, y expresando con ello su plena integración en este entorno rural. Con ello habrá logrado ya entrar en la madurez, y su decisión estará marcada al decidir seguir los senderos laborales del desaparecido Tom en estas ya sus tierras. Pero en medio del júbilo colectivo, las esperadas gotas de agua que repentinamente caen del cielo, ejercerán como un elemento casi milagroso. La cámara de Karlson se elevará en grúa, mientras el veterano Matt (Irving Bacon) entona una letanía de agradecimiento a la bendición del cielo.

En muchos momentos, THE BIG CAT me recordó, por atmósfera y elementos de guión, una película previa bastante cercana en el tiempo, rodada por Delmer Daves. Me refiero a THE RED HOUSE (La casa roja, 1947), con la que comparte esa descripción telúrica de un entorno rural, e incluso la presencia de Lon McCallister en el reparto. De similar alcance ambas propuestas, lo cierto es que la que comentamos sirve para intentar definir los pasos iniciales de Phil Karlson, antes de adentrarse en el turbio cine policiaco, cuyos resortes manejó con tanto nervio como sabiduría cinematográfica.

Calificación: 2’5