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CINEMA DE PERRA GORDA

Robert Bresson

A 22 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXIV) DIRECTED BY... Robert Bresson

A 22 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXIV) DIRECTED BY... Robert Bresson

El gran cineasta francés Robert Bresson.

 

ROBERT BRESSON... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(5 títulos comentados)

PICKPOCKET (1959, Robert Bresson) Pickpocket

PICKPOCKET (1959, Robert Bresson) Pickpocket

Resulta francamente difícil poder aportar alguna nueva reflexión, ante uno de los títulos más justamente célebres del cine francés. Quizá el más reconocido en la admirable filmografía de Robert Bresson, uno de los creadores más personales y valiosos con que contó dicha cinematografía, y al que el paso del tiempo estimo ha permitido la vigencia de un cine que desde el primer momento contó con un reconocimiento generalizado. Es curioso pensar, a este respecto, como el mismo año en que se rueda y estrena PICKPOCKET (1959), lo hace igualmente À BOUT DE SOUFFLE (Al final de la escapada, 1959. Jean-Luc Goddard). No cabe duda que el segundo de los títulos gozó desde el primer momento de una acogida casi entusiástica, en calidad de adalid de la Nouvelle Vague. No obstante, creo que el paso del tiempo ha logrado atemperar tanto la relativa valía de la película protagonizada por Jean-Paul Belmondo y Jean Seberg, al tiempo que ha permitido emerger el alcance rupturista de la propuesta de Bresson, como lo pudo hacer con la escasamente posterior LE TROU (La evasión, 1960. Jacques Becker). En definitiva, que tras la obligada distancia que proporciona el paso de medio siglo, cabría poner en relativa cuestión la auténtica paternidad de la nueva ola francesa en manos de Goddard o Truffaut, teniendo en cuenta la apuesta formulada por los ya señalados Bresson, Becker, a los que cabría añadir el René Clément de PLEIN SOLEIL (A pleno sol, 1960).

 

Hecha esta digresión como punto de partida, pese a parecerme un título magnífico, no sabría manifestarme en la definición de PICKPOCKET como la cima del cine de Bresson. Hay tanta homogeneidad en la diversidad temática que abordan sus films-el altísimo nivel de su filmografía solo lo puedo comparar con las de Yasujiro Ozu o Charles Chaplin-, se describe en el desarrollo de su filmografía una evolución tan magníficamente modulada, y comporta el conjunto de su obra –de la que me restan pocos títulos por contemplar- una coherencia tal, en constante comunión con el rigor expresivo y su hondura conceptual y temática, que resulta difícil decantarse por uno de sus títulos como el más completo o rotundo. En cualquier caso, quizá sí se produciría por mi parte esa decantación, ya que pese a manifestarse de manera absolutamente coherente con su obra precedente, lo cierto es que PICKPOCKET posee algunos rasgos más o menos singulares que voy a intentar plasmar en estas líneas, intentando aportar algún elemento más o menos novedoso –al menos personal- a la hora de comentar un título mítico, reconocido y suficientemente tratado por comentaristas cinematográficos sin duda más cualificados que un servidor en el conocimiento y el análisis de la obra bressoniana.

 

Lo primero que me sorprende es la manera con la que el realizador logra imbricar el desarrollo argumental de la película en un contexto absolutamente preciso. Es decir, tanto el personaje del cartero protagonista –Michel (un inolvidable Martín LaSalle)- como el marco en el que se desarrolla la acción, responde por completo a ese periodo temporal de finales de los cincuenta, en el cada vez más lejano fantasma de la II Guerra Mundial ha dejado en Francia una conciencia pesimista, expresada a nivel generacional en las obras literarias de pensadores como Sartre o Camus. Ese sentido oscuro y nihilista de la existencia, esa sensación de estar vagando por un mundo en el que nada, ni nadie, puede zafarse de una angustia a la que todos están abocados, se encuentra perfectamente reflejada en el dibujo y las actitudes de su principal personaje, un joven al que en apariencia cabría calificar como amoral en sus actitudes, pero que realmente encuentra en su inclinación al robo una salida para poder plantear una extraña rebelión –en un momento determinado del film, llegará a confesar que solo ha creído en Dios durante tres minutos en su vida-. En ninguna ocasión Michel roba por enriquecerse; lo vemos en todo momento guardando el botín que va acumulando, escondido en un rodapié de su habitación. Tampoco se observa mejora alguna en su austero e incluso miserable nivel de vida. Pero al mismo tiempo, el desarrollo estilístico de la película envuelve su propuesta con una visión gélida de la existencia. Jamás se observarán sonrisas, los figurantes que aparecen como fondo de las secuencias de exteriores o los interiores registrados en tabernas revelan una muchedumbre alienada, absolutamente errática en su discurrir casi autómata, aspecto en el que contribuye sobremanera la admirable manipulación que Bresson ofrece de su banda de sonido, que ejerce en todo momento como filtro difusor de sus intereses dramáticos. Esa capacidad para extraer lo esencial del relato, entendiendo este no como una sucesión de situaciones, sino como la muestra del sentido último de sus imágenes, es lo que hace de PICKPOCKET una apuesta tan personal como muy pronto admirable.

 

Esa capacidad para plasmar de una manera sencilla pero en realidad revestida en todo momento de rigor, el proceso que vive nuestro protagonista desde ese nihilismo inicial hasta la catarsis que brinda su descubrimiento del amor, representado en la joven Jeanne (Marika Green), es la esencia de una película precisa y absolutamente magistral en la aplicación de determinados recursos del lenguaje cinematográfico, que en inspirada combinación logra transmitir el mundo expresivo y personal del realizador galo. Es algo que se manifestará en el recurso de la voz en off como modo de plantear elipsis y observaciones, en la misma aparente arbitrariedad de las mismas –por ejemplo, la sorprendente elipsis que fulmina en un instante dos años de la vida del protagonista-

 

A partir de esas premisas, la película logra hacer casi tangible al espectador, esa ausencia de sentimiento, esa opción de rebeldía expresada en modo de robos de carteras, esa gran ciudad ausente y solitaria en la que sus habitantes funcionan como auténticos autómatas. Junto a ello, no cabe omitir la importancia que en PICKPOCKET adquiere la presencia de música clásica que contribuye a definir un alcance personal a sus imágenes, admirablemente iluminadas por el operador Léonce Henri-Burel, los ecos que su desarrollo cinematográfico mantiene con la obra literaria de Dostowieski, o las propias y deslumbrantes secuencias en las que contemplamos a Michel ejerciendo como carterista –ayudado por sus cómplices-, que son todo un prodigio de montaje precisión–en ello de alguna manera tenemos una continuidad de la precisión con la que Bresson mostraba la huída del protagonista de la previa e igualmente admirable UN CONDAMNÈ À MORT S’EST ÉCHAPPÉ OU LE VENT SOUFFLÉ OÚ IL VENT (Un condenado a muerte se ha escapado, 1956)- Pero por encima de estos elementos, justamente reconocidos por cualquier aficionado con sensibilidad, si tuviera que destacar una secuencia en la película no dudaría en elegir la última y breve conversación que mantendrá el protagonista con su anciana madre, admitiendo con entrañable lucidez la cercanía de su muerte. Ni siquiera en un momento como este la cámara de Bresson  permite concesión alguna al sentimentalismo, ya que el objetivo último de su propuesta, es el encuentro del amor por parte de su protagonista. Será algo que finalmente descubrirá una vez sea llevado a la cárcel –sensacional el momento en el que es detenido en medio de unas carreras hípicas-, por medio de la comprensión que le manifestará Jeanne, con la que finalmente se fundirá en un beso teniendo por medio las rejillas del cuarto de invitados.

 

Una auténtica muestra de esperanza, una redención en torno al amor, tras un recorrido vital en el que cualquier asidero emocional quedaba absolutamente velado para nuestro protagonista. Incomunicación, frialdad, la apuesta por una suprarealidad y la fascinante expresión visual de los modos de esos robos en los que Michael ha decidido entrar, son algunos de los matices y rasgos en los que se entronca esta auténtica obra maestra, que en unos tiempos de auténtica convulsión cultural en general y cinematográfica en particular, supo ser más avanzado que nadie, y hacerlo además siendo absolutamente coherente con su propio ideario cinematográfico. Es por ello que medio siglo después de su realización, PICKPOCKET sigue manteniendo el privilegio de ser uno de uno de los más grandes films surgidos dentro del cine francés en toda su historia.

 

Calificación: 4’5

LE PROCÈS DE JEANNE D’ARC (1962, Robert Bresson) El proceso de Juana de Arco

LE PROCÈS DE JEANNE D’ARC (1962, Robert Bresson) El proceso de Juana de Arco

Es bastante probable que LE PROCÈS DE JEANNE D’ARC (El proceso de Juana de Arco, 1962) sea una de las películas más desnudas de cuantos formaron parte de la ya de por sí austera filmografía del gran realizador francés Robert Bresson. Sexta de las películas por él dirigidas –tres años después de la espléndida PICKPOCKET (1959)-, en esta ocasión el eje de su propuesta cinematográfica se reduce a un objetivo prioritario: la versión que el francés ofrece a partir de la lectura de las actas de los interrogatorios que sufrió Juana de Orleáns en el siglo XV y las recapitulaciones efectuadas un cuarto de siglo después de su condena de la hoguera, para favorecer la revocación de dicha sentencia. Es por ello que la base dramática sobre la que se desarrolla la película es inusualmente escasa, en la medida que en sus títulos precedentes albergaban una mayor libertad de acción. No importa. Con una duración escueta que apenas supera la hora de duración, Bresson despliega su rigurosa dramaturgia a partir de apenas un par de marcos escénicos esenciales –la celda en la que se encuentra presa la acusada y el recinto donde esta es juzgada y se desarrollan los interrogatorios-, que solo tendrán otro nuevo escenario en los minutos finales, donde se lleva a cabo la doble condena final de Juana –inicialmente esta se retracta y pide perdón- con la culminación de su muerte en la hoguera.

Esa ascesis que demuestra el fascinante tratamiento visual de LE PROCÈS…, tiene en esta ocasión un elemento de gran significación, puesto que esa querencia en el tratamiento dramático basado en fuera de campo, se expresa incluso en la génesis de la película. Contra lo que habían ofrecido ilustres precedentes como el film de Dreyer LA PASSION DE JEANNE D’ARC (La pasión de Juana de Arco, 1928) o la muy cercana SAINT JOAN (1957. Otto Preminger), Bresson renuncia a ofrecer una visión general de la importancia y la evolución que marcó la andadura vital de la protagonista. En una decisión sin duda arriesgada –sobre todo de cara a una viabilidad de su resultado fuera de las fronteras francesas-, opta por ceñirse a esa estricta base dramática, y dando por sentado que el espectador está al corriente de lo acaecido hasta que la película centra sus imágenes. Es por ello que de forma deliberada el director sitúa al espectador en un estado de situación al que obliga a asistir a un auténtico desnudo espiritual de Juana de Arco –interpretado por una nueva “modelo” de Bresson, (Florence Delay)-, en su lucha dialéctica en la oposición a los métodos esgrimidos por los representantes de la iglesia católica, para lograr encarnar en ella un símbolo del mal que atienda sus intereses en relación con los representantes ingleses que en todo momento quieren derribar su símbolo entre determinados sectores del pueblo francés.

Y es a través de los diálogos, de una puesta en escenas que valora en todo momento la elaboración de los encuadres, del uso de las sombras o la potenciación de una iluminación que sabe expresar los tonos sombríos o destacar aquellos instantes en que se represente la inocencia de la encausada –su imagen es expresada en unos planos entre las blancas sábanas de su celda-. Esa maestría y singular personalidad, es definida igualmente en la duración de los planos o la utilización de fundidos encadenados o en negro, o en ese uso de la banda de sonido, que tiene unos momentos de extraordinaria fuerza, precisamente con una presencia que sabemos de antemano es plasmada con falsedad escénica –me estoy refiriendo a los gritos de la muchedumbre en contra de Juana, en las secuencias de las condenas públicas en la parte final-. Unos instantes que me recordaron en su génesis diversos momentos exteriores de la muy posterior LANCELOT DU LAC (1974) del propio Bresson, caracterizados igualmente por ese deliberado falseamiento de la banda de sonido, que no hacen más que acrecentar la personalidad de su conjunto. Y es que queda muy claro que Bresson, como todo artista que se precie, no hace más que servirse del riguroso análisis de un hecho para dar su visión personal del mismo. Es así como los rostros de LE PROCÈS DE JEANNE D’ARC son siempre severos y sombríos -¡que pocas sonrisas o momentos de alegría ha mostrado su cine!-. Sus secuencias se desarrollan con la magia de un ritual, de una ceremonia de espiritualidad en la que el cineasta francés comienza a apostar por la pureza de la espiritualidad, en su oposición a aquellas formas de opresión a la verdadera expresión del ser humano. En cualquier caso, a la hora de tratar esta, como cualquier otra de sus películas, incidir en el terreno discursivo de sus propuestas, no es más que una manera de no hacer justicia a una experiencia extraña y fascinante, tan lejana de nuestros modos de hacer frente a la convención cinematográfica, como propia de unos de los creadores más rigurosos que ha dado el cine europeo. Asistir a la ceremonia que nos ofrece LE PROCÈS… no es más que ratificar el magisterio de un hombre que dominaba y reinventaba el hecho cinematográfico, que sabía expresar con el juego de una mirada furtiva –como las que el abad desvía o sigue hacia la condenada, o las que evita constantemente el obispo Cauchon-, todo un sentimiento, un estado de ánimo, una comprensión, o la sensación de desasosiego que por momentos les marca el asistir y/o aprobar un proceso injusto y desde el primer momento determinado por intereses políticos. Una farsa en la que los representantes ingleses no dejan de azuzar, en la que incluso representantes de la iglesia de otras zonas muestran su desaprobación, y a la que incluso Juana no dudará –en su ingenua rebeldía con los injustos representantes del poder religioso-, en considerar como sus enemigos.

Hay dos rasgos que me interesaron especialmente en esta excelente película –quizá más dura de asumir que otros títulos del director, precisamente por esa desnudez dramática-. Por un lado está la dignidad interior que proporciona al personaje del obispo. En sus declaraciones, Bresson hablaba al menos de intentar comprender –nunca compartir- las razones de su comportamiento, y ello se traduce en esa ya señalada dignidad de sus expresiones y la relativa comprensión que demuestra en algunos de sus gestos o decisiones. Hay un asomo de humanidad soterrada, un recóndito lugar para la identificación con una joven a la que contribuye a condenar, aunque estamos convencidos que en el fondo de su alma no comparte esa decisión, que quizá por cobardía o por evitar la pérdida de su poder e influencia, no es capaz de expresar y transmitir. Y en otra vertiente, en LE PROCÈS… se da de nuevo esa manifestación del gusto por el detalle en la investigación cinematográfica desplegada por el maestro francés. Algo que se manifiesta en aspectos ya señalados, pero que podemos destacar en esos insertos de la mirada de los vigilantes de la celda escorados tras unas grietas de la misma, esa travelling que se desliza al compás del torpe traslado descalza de la condenada a la hoguera, el instante previo en que los ingleses ordenan retirar de su celda todos los enseres personales de Juana –“que no quede ni un pelo”-, que posteriormente serán incorporados a la pira-, para evitar con ello la utilización de cualquiera de ellos como elemento para mitificar por parte de sus adeptos, o detalles ya revestidos de mayor dramatismo, como el plano del estremecimiento de las manos encadenadas de la condenada en la pira momentos antes de ser quemada, o esa cruz que sacerdotes elevan al viento, con el aparente deseo de convertir el humo que despliega la quemada, en algo santificado al cielo. Y entre ese humo, Juana morirá y su cadáver desparecerá en esa ascesis a la santidad en que se convierte el tronco carbonizado en que ha sido encadenado su cuerpo. Una vez más, Bresson nos impone su visión de artista riguroso y personal, en una de sus películas más desnudas y ascéticas, pero también una demostración evidente de la coherencia y el altísimo nivel que rigió su andadura como director, y que se tendría su prolongación cuatro años después con MOUCHETTE (1967).

Calificación: 4

 

LE DIABLE PROBABLEMENT (1977, Robert Bresson) El diablo probablemente

LE DIABLE PROBABLEMENT (1977, Robert Bresson) El diablo probablemente

En no pocas ocasiones las obras de grandes realizadores, con el paso del tiempo han revelado su alcance visionario. Esa es, bajo mi punto de vista, la impresión que desprende LE DIABLE PROBABLEMENT (El diablo probablemente, 1977. Robert Bresson) prácticamente tres décadas después de su realización, en el que sería el penúltimo título de una filmografía. Quizá en aquel periodo, en el que un determinado sector juvenil de la sociedad urbana francesa se enfrentaba con un hastío existencial heredado de la revolución estudiantil de finales de la década precedente, la presencia de esta película pudiera suponer un reflejo de un sentimiento latente. Y no obstante, es innegable destacar que los postulados del film de Bresson –en su momento bastante controvertido-, se pueden aplicar con mucha mayor propiedad en los tiempos que vivimos, en donde aquellos síntomas de una sociedad occidental basada en el éxito, la alienación, el consumismo y la superficialidad, no solo permanecen vigentes, sino que desgraciadamente se han agudizado de forma clamorosa. Es por eso que quizá contemplar hoy día LE DIABLE... puede provocar en un espectador reflexivo una profunda sensación de incomodidad y, fundamentalmente, de comprobar que lo que hace algunos años era un malestar ya palpable, en nuestros días lamentablemente se erige como un paradigma del escepticismo y el pesimismo sobre nuestra sociedad civilizada.

Creo que una mirada de estas características, solo puede inducir a dejar en un lugar secundario la valía cinematográfica de esta pavorosa mirada al fracaso de la civilización occidental, que gravita en todo momento en las imágenes de una película en la que el realizador francés agudizó aún más si cabe, sus rigurosas formas y métodos expresivos. Y es que quizá en pocas obras de su filmografía, el ascetismo, la potenciación del fuera de campo, el extraordinario cuidado de la banda de sonido, o la deliberada desdramatización de los actores –siempre elegidos entre intérpretes sin experiencia-, se ponen al servicio de una historia tan aparentemente banal y cotidiana. Un recorrido del que en sus primeros instantes ya sabemos su irremisible conclusión, y que nos remite a los meses previos de andadura vital del joven Charles (Antoine Monnier). Se trata de un muchacho de mente despierta y mirada triste, definido en su manejo de las matemáticas y que, como le confesará al psiquiatra, su gran problema es ser demasiado clarividente. El proceso autodestructivo del protagonista se verá incrementado al comprobar como no le satisface ni la amistad, ni el amor, ni las drogas, ni la religión ni, por supuesto la psiquiatría. Los rigurosos encuadres del film de Bresson saben plasmar esa angustia, desdramatizando la andadura existencial de Charles por medio de una narración en la que en muchas ocasiones se prescindirá incluso de los rostros de los actores, en una búsqueda del vacío y la ausencia alguna de sentimentalismo. Sus personajes parecen autómatas, integrados en un mundo que ni siquiera adquiere la aparente felicidad de los personajes de la célebre novela de Aldoux Huxley. Por el contrario, los autómatas de esta película, jamás esbozan una sonrisa, se ven ahogados entre automóviles, paseos sin sentido y adelantos electrodomésticos, envueltos además por la iluminación lívida que proporciona la fotografía de Pascualino De Santis.

Muchos han señalado que a sus casi ochenta de edad, Robert Bresson plasmó en esta película la propuesta temática más arriesgada de toda su carrera cinematográfica. Es probable que así sea, y es probable también que esa misma cualidad fue la que en el momento de su estreno, desconcertara a muchos comentaristas y aficionados, que incluso afirmaron que el veterano cineasta “chocheaba”. Es evidente que nada de ello era cierto, y no solo sus formas cinematográficas permanecían vigentes, sino que además su sabiduría intelectual se manifestaba con la fuerza de una visión de un hombre experimentado en la observación del ser humano.

Dentro de las innumerables sugerencias que plantea el conjunto de la película, su ascetismo, la radicalización de sus rasgos de estilo o la propia extrañeza que un título de estas características se inserte dentro del cine de los años setenta –y que tendría su continuidad en los inicios de la década posterior con L’ARGENT (El dinero, 1983), su última obra-, hay dos detalles que me llaman poderosamente la atención. Ambos están relacionados, y se trata de las dos posibilidades que la sociedad occidental podía ofrecer al individuo, y en las que de alguna manera se plasmaba una salida enfocada por un lado al materialismo y de otro lado a la espiritualidad. En el primer concepto, Bresson plasma la psiquiatría, manifestada en la película con esa finalmente frustrada visita que el lúcido protagonista realiza a un profesional de la materia. El encuentro parece tener consecuencia al menos permitiendo que Charles exteriorice una angustia vital que en el fondo demuestra estar dosificada en un muchacho que abiertamente confiesa ser más inteligente que los individuos que le rodean. Pero muy pronto este, podrá comprobar –mediante un inserto y una alusión a los importes de las sesiones psiquiátricas que le invita a realizar-, no es más que una pieza que la sociedad consumista ha introducido para exorcizar esas angustias vitales que en su seno afloran. Pero es en el terreno de la espiritualidad, donde realmente Bresson se arriesga en sus planteamientos, puesto que si bien se muestra totalmente crítico ante el anacronismo de la religión organizada como forma de acercamiento de la religiosidad en el individuo contemporáneo, no es menos cierto que “fuerza” la aparente poco creíble inquietud trascendente de un personaje de las características del protagonista. Sin embargo, ese arrojo y esa valentía serán uno más de los elementos a destacar en LE DIABLE..., y que además entroncan de forma radical con ese sentimiento de ascesis del individuo, que definió la trayectoria cinematográfica de uno de los autores más personales del cine europeo. Magnífica, austera, personal y asumida, atrevida y visionaria, LE DIABLE PROBABLEMENT es uno de las grandes películas de la segunda mitad de la década de los setenta.

Calificación: 4

UN CONDAMNÉ À MORT S’EST ECHAPPÉ ou LE VENT SOUFFLE OÙ IL VENT (1956, Robert Bresson) Un condenado a muerte se ha escapado

UN CONDAMNÉ À MORT S’EST ECHAPPÉ ou LE VENT SOUFFLE OÙ IL VENT (1956, Robert Bresson) Un condenado a muerte se ha escapado

Tercero de los trece largometrajes que conformaron la trayectoria de uno de los mejores realizadores que ha conocido el cine francés en su historia, y sin duda uno de las más significativas personalidades surgidas en el cine europeo, UN CONDAMNÉ À MORT S’EST ECHAPPÉ ou LE VENT SOUFFLE OÙ IL VENT (Un condenado a muerte se ha escapado, 1956) es una película de enorme –y justificado- prestigio. En él se consolida el estilo riguroso y ascético de su artífice, en el que cada plano supone una demostración de precisión narrativa y que, en su conjunto, ofrecen un mundo expresivo totalmente personal, como muy pocos directores han podido ejecutar –por su talento y también el entorno de producción que les rodeaba-. Ese rigor no impide –yo creo que más bien induce a ello-, saborear un film apasionante, en el que el desarrollo del proceso de huída de André Devigny (encarnado en la película por François Leterrier), no es más que la exteriorización de una apuesta por la dignidad, revelándose como una lucha latente y minuciosa contra un entorno hostil, que en cualquier caso es mostrado de forma minuciosa. 

Una advertencia, firmada por el propio Bresson, nos indica que la historia que vamos a contemplar es verdadera, y está contada tal y como sucedió, sin aditamento alguno. Tras ello, los títulos de crédito se superponen a la imagen de una pared. Un rótulo revela que estamos en Lyon en 1943. La cámara encuadra unas manos inquietas que demuestran deseo de evadirse. Pronto el plano nos muestra que André, el protagonista, se encuentra detenido dentro de un coche, y finalmente intentará huir del mismo –donde se encuentran otros dos detenidos esposados, aceptando su destino con impasibilidad. La cuidadísima banda de sonido nos indicará en off –una constante esencial en esta película-, lo fallido del intento de huída. André es un componente de la resistencia francesa que ha sido capturado por los nazis, confinándolo tras su fallido intento a una celda de castillo. Desde el primer momento, la extraordinaria y opresiva planificación, y los diálogos también en off de este, nos introducen a la perfección en el mundo interior del preso, en sus reacciones, sus debilidades, impresiones, descubriendo los inapreciables matices de un entorno que se reduce a una austera celda de angostas dimensiones, y a un ventanuco ubicado en su parte superior. A ella se unirá la toma de comunicación con un veterano preso –que le ayudará en tomar contacto, arriesgando su vida-, y a su compañero de celda, a quién jamás verá físicamente, y con el que tomará contacto y amistad a través de pequeños golpes en la pared, ayudándole este incluso a explicarle como liberarse de sus esposas –el momento en que se entere de que su anónimo compañero ha sido fusilado, le provocará un enorme pesar-. 

Transcurridos unos días será trasladado a otra celda, en donde por azar descubrirá que su puerta se compone de listones engarzados con otras maderas. Será ello el inicio de una aventura pequeña en sus dimensiones –se trata simplemente de huir de su celda y posteriormente de la prisión-, pero que bajo la cámara de Bresson se convertirá en una odisea humana y ética y, sobre todo, una demostración del magisterio cinematográfico del director galo. Una aventura en la que primará sobre todo la amistad, la ayuda de todos los compañeros y la impasibilidad aparente de los personajes, dentro de la aplicación del inconfundible método aparentemente neutro de hacer interpretar a actores no profesionales –de los que logra unos impresionantes resultados que revelan en todo momentos las intenciones de su artífice-. 

Pero sobre todo –y partiendo de la base de no poder entrar en elementos técnicos ni ser un profundo estudioso de la obra del director-, son muchos los elementos que se pueden destacar en esta admirable película –todo un referente en el rico cine francés de la segunda mitad de los años cincuenta-. Por encima de todos ellos, es evidente que resulta fascinante la manera que tiene Bresson de trasladar al espectador todo un enorme campo visual totalmente en off, partiendo simplemente de una extraordinariamente cuidada banda de sonido, en la general ausencia de música, y en unos sensacionales diálogos, secos, cortantes, precisos, que se complementan a la perfección con la rigurosidad de las imágenes, y además le ofrecen matices complementarios. Pero es esa enorme capacidad para crear un mundo, unos entornos y unos comportamientos que no vemos, en donde cabe destacar buena parte de la enorme riqueza de esta película. Una tendencia que se produce ya en unas imágenes iniciales que no muestran, pero nos hacen sentir –con el oído de unos disparos-, la fracasada huída del protagonista que realmente constituye el inicio de la historia, y tendrá su punto álgido en ese casi fantasmagórico ataque de André, en los compases finales de su huída, a un oficial nazi, para poder completar sus intenciones. No hemos visto nada. Poco antes los diálogos y la expresividad de los primeros planos y la iluminación apuntaran a lo desesperado de la situación –se juega el todo en su huída y la de su compañero-, hasta que contando con el imprescindible sonido de un tren, desaparecerá del encuadre para acometer un ataque que todos esperamos, y que en la ausencia de acción directa, impregna al espectador de una sensación de desamparo por unos instantes. 

Pero además de sus virtudes de composición, planificación y montaje –otros de los rasgos que otorgan personalidad propia a una película que aparentemente cuenta una historia sencilla de plasmar; hay una enorme intuición en hacer avanzar la minuciosidad del proceso de huída, que en todo momento interesa al espectador, hasta hacerlo casi sentir y participar en el mismo.-, en UN CONDAMNÉ... hay un extraordinario estudio de personajes, de rostros, de actitudes –el viejo compañero de celda inicialmente reticente ante la huída, ya que teme que esta repercuta en todos ellos; el otro compañero que sacrificará su vida para abrirle el camino en su plan e incluso le facilita otra posibilidad para que esta se haga realidad, o la conmovedora presencia de ese quinceañero –Jost (Charles La Chainche)- que ha coqueteado de forma ingenua con los nazis, y que se convertirá en último extremo en el necesario compañero para hacer realidad su deseo de fugarse. 

Seres humanos que en esta película –uno de los grandes títulos de la filmografía de Bresson, tan rigurosa como homogénea y honda en sus resultados-, adquieren un carácter solidario que excede con mucho del marco físico del propio plano, y que se demuestra en miradas, en pequeños gestos, un leve diálogo o la inflexión de una sombra. Todo un mundo de imágenes adustas, impregnadas de una iluminación caracterizadas por fuentes de luz oblicuas, en los que personalmente me quedo con la fuerza expresiva de esos primeros planos sostenidos sobre el rostro de André cuando observa con tanta ansia como paciencia por encima de la cornisa de la prisión, esperando la ocasión oportuna para avanzar en la conclusión de la fuga, con los cabellos ondulados por la presencia del viento. 

Maravillosa película, con una conclusión tan hermosa como coherente con el enfoque sobrio y conciso que la caracteriza, creo que fue además un referente para Jacques Becker, cuando acometió el rodaje de la magistral LE TROU (La evasión, 1960). Curiosamente, ambas proceden de sendas historias reales, ambas hablan de amistad y ambas, por supuesto, se encuentran entre las cimas del cine francés de todos los tiempos. 

Calificación: 4

LES DAMES DU BOIS DU BOULOGNE (1945, Robert Bresson)

LES DAMES DU BOIS DU BOULOGNE (1945, Robert Bresson)

No creo que a estas alturas nadie pueda dudar de la valía y florecimiento que el cine francés tuvo en la segunda mitad de los años 40 –en la que prácticamente debutaron la mayor parte de sus grandes realizadores-. Al mismo tiempo creo que ocioso es señalar la importancia y singularidad que a partir de ese contexto tuvo –y sigue teniendo- la obra de Robert Bresson. Pese a una trayectoria que solo se extiende en 13 largometrajes –de los que este es el quinto que he tenido ocasión de contemplar- nadie duda del rigor, austeridad y coherencia de sus planteamientos temáticos y estilísticos y la presencia de unas formas claramente diferenciales que han influido poderosamente a directores posteriores como puede ser el caso del norteamericano Paul Schrader. En definitiva y sin decir nada que otras voces más cualificadas ya han trasladado con mucha mayor propiedad siempre es bueno intentar mantener vigente el recuerdo de una obra no por breve menos digna de consideración –y ahí tenemos las a mi juicio hiperlativas valoraciones y excesiva literatura derramada sobre un Stanley Kubrick que dio vida una obra de similar extensión, en los que predominan los títulos de calidad pero también coexisten notorias irregularidades o incluso un film nefasto –LA NARANJA MECÁNICA (A Clockwork Orange, 1971)-.

LES DAMES DU BOIS DU BOULOGNE (1945) es la segunda de las películas firmadas por Bresson y se realizó en plena culminación de la ocupación francesa en la II Guerra Mundial. Basada en un cuento de Denis Diderot –“Jacques le fataliste”- y con diálogos de Jean Cocteau –cuya influencia bajo mi punto de vista se erige en lo más caduco del film-, en él de alguna manera ya se prefigura uno de los temas vectores del cine bressoniano; la ascesis como previo paso a la redención. Hélène (una fascinante María Casares cuyo rostro ambiguo y enigmático brinda uno de los primeros y más perfectos ejemplos de la peculiar dirección de actores del realizador galo) es una mujer de mundo que comprueba con tristeza desde el primer momento del film –ese plano fijo en el que la congoja asoma a su rostro dentro de un coche-, que su amante –Jean (Paul Bernard)- no la corresponde en sus sentimientos. Pese a su hundimiento moral aparentemente pretende mantener su amistad y de alguna manera liga sus destinos a la joven Agnès (Elina Labourdette), una bailarina cuyo pasado oscuro oculta a Jean y propicia que este se enamore de ella –en un hermoso encuentro ante unas cascadas en plena naturaleza-. A partir de ahí se establece la relación entre ambos en un drama psicológico de carácter triangular, en los que el realizador afronta su particular mundo estilístico con una personalísima y en algunos momentos complejísima puesta en escena. En ella tendrá una enorme importancia la iluminación, lo opresivo de sus interiores, el uso de sus luces indirectas –extraordinaria labor del operador Philippe Agostini-, la implicación activa de espejos –mostrando dualidades de comportamientos-, la misma fuerza del agua –en los encuentros entre Jean y Agnès como el ya mencionado ante una cascada-. Todo confluirá en una amalgama de sentimientos encubiertos, de amores no correspondidos, relaciones rechazadas y en la inevitabilidad de un destino que queda reflejada en esa carta de disculpas que Agnès quiere entregar a Jean rechazando sus sentimientos pero que pese a sus intentos vuelve a su destinataria por la fuerza del viento.

Como si fuera algo prefijado y en el que la fuerza del sentimiento prevalezca sobre otra circunstancia, lo que debería erigirse en una venganza de Hélène revelando el pasado amoroso de Agnès -ya convertida en esposa de Jean-, y siendo revelado también en el interior de un coche –tal y como confesó su desdén al inicio del film-, servirá como catalizador para la liberación del drama. Agnès estará a punto de morir en uno de sus amagos de corazón. Sin embargo la llamada del amor que le brinda desesperadamente un Jean arrepentido, además de favorecer una secuencia final realmente maravillosa, permitirá que la esperanza de sus sentimientos, ya sinceros y sin resquemores del pasado, puedan nacer a la esperanza. Bresson no había planteado aún en su cine la entrega de la propia vida como anhelo de redención.

De entre los títulos que he visto de su obra no puedo decir que este se incluya entre mis preferidos. Ya he señalado antes el cierto lastre literario que brinda la inconfundible presencia de Cocteau en su configuración. Sin embargo, LES DAMES DU BOIS DU BOULOGNE –nunca estrenada comercialmente en España- es un film no solo interesante para lograr una visión de conjunto de la trayectoria de uno de los más grandes directores franceses, sino que por sí misma posee el suficiente interés como producto acabado, maduro y lleno de reflexiones morales.

Calificación: 3