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CINEMA DE PERRA GORDA

René Clément

LE PASSAGER DE LA PLUIE (1970, René Clément) El pasajero de la lluvia

LE PASSAGER DE LA PLUIE (1970, René Clément) El pasajero de la lluvia

LE PASSAGER DE LA PLUIE (El pasajero de la lluvia, 1970) -rodada por René Clément tras cuatro años sin pisar los platós- es una película hecha a contracorriente, aunque entre sus imágenes se destile aquí y allá la dependencia a determinadas corrientes y referencias visuales del cine de su tiempo. En cualquier caso, lo que resulta indudable es que, en sus imágenes, por encima de estas circunstancias, esta producción hoy día totalmente olvidada revela la personalidad de un cineasta que en aquellos años había caído en desgracia, y quien apenas rodaría tres títulos más hasta su muerte en 1996, remontándose hasta 1975 con su última obra; LA BABY SITTER (La cicatriz, 1975), que fue estrenada en España casi de tapadillo, muchos años después de su realización.

Nos encontramos con un guion -obra de Sébastien Caprisot y Lorenzo Ventavoli- que entronca la querencia de Clément por mórbidos thrillers, cuya consecuencia más reconocida fue la excelente PLAIN SOLEIL (A pleno sol, 1959) y que tendría su continuidad con la a mi juicio no menos magnífica LES FÉLINS (Los felinos, 1964). En esta ocasión, el argumento se centra en una localidad del Sur de Francia. Allí reside de manera cómoda Mèlancolie ‘Mellie’ (una excelente Marlène Jobert). Se trata de una mujer que se encuentra casi en la antesala de la madurez, casada con Tony (Gabriele Tinti) un piloto de malas maneras y comportamiento machista, que apenas atiende a su esposa y se encuentra embebido en su profesión. Pero más allá de esta desafección, Mellie se encuentra sometida por su madre, la adusta Juliette (Annie Cordy), con la que mantiene una relación de cierta inferioridad, ya que cuando ella era niña por una imprudencia provocó que su padre abandonara a Juiliette, al enterarse que esta le había sido infiel.

La película se iniciará con la plasmación de la humedad de ese entorno plácido y costero, como contexto telúrico en el que, casi desde sus primeros compases, Mellie contemple a ese siniestro personaje que ha llegado hasta allí, y que aparece como una presencia turbadora que fractura la mediocre cotidianeidad de su entorno. Los encuentros con este ser taciturno y sombrío se harán constantes, hasta que una noche en la que la protagonista se encuentra sola en su lujosa vivienda, el recién llegado se introduzca en la misma y, cubierto el rostro con una media, se decida a violar a la protagonista, quien nada podrá hacer para evitarlo. Decidida a denunciar el hecho, en el último momento renunciará a ello, quizá pretendiendo evitar el escarnio público. Sin embargo, en un extraño giro, la agredida comprobará como su violador se encuentra aún escondido en el sótano de su casa. En un momento en el que el agresor la amenace de nuevo, esta el descargará dos tiros con una escopeta, matándolo y trasladando su cadáver hasta la costa, desde donde se deshará de él despeñándolo por un acantilado.

Aquello no será más que el inicio de una extraña pesadilla, puesto que de entrada Mellie deberá interiorizar el trauma vivido antes entre su madre y su esposo. Pero más allá de ello, la situación cobrará otro nuevo giro con la inesperada presencia del que pronto conocerá, se trata de un coronel americano -Harry Dobbs (Charles Bronson)-. Se trata de alguien que irá presionando psicológicamente a Mellie desde ese momento, al demostrar que no solo conoce la realidad de la traumática vivencia de esta, sino que incluso la obligará a entregar una bolsa de deporte que contiene 60.000 dólares. Ella negará la mayor -nunca reconocerá el asesinato que ha protagonizado- pero sí ayudará a Dobbs en la búsqueda del dinero, y estableciéndose entre ellos una estrecha relación que servirá fundamentalmente para que nuestra protagonista alcance una madurez emocional de la que hasta entonces carecía, y aunque para ello tenga que vivir peligrosos episodios que llegarán a poner en riesgo su vida.

Y es que, en esencia, lo que plantea LE PASSAGER DE LA PLUIE supone la escenificación de la definitiva llegada a la madurez de una mujer, traumatizada de manera implícita por ese hecho del pasado que enfrió la relación con su madre, con la que siempre ha mantenido una relación dominada por la frialdad. Todo ello será la base para el desarrollo de esta extraña charada en la que lo mórbido, lo irónico, lo bizarro e incluso lo romántico, oscila casi de un plano o de una situación a otra. A partir de la equivocación que protagonizará Hobbs se dirimirá este extraño huis clois, que de manera indirecta servirá para que Mellie reflexione consigo misma, y le sirva para romper ese muro de cristal emocional que le ha impedido hasta ese momento consolidarse como persona. Todo se vehiculará en un argumento extraño, en el que aflorará el sentimiento de culpa de la protagonista, incapaz de asumir ese asesinato en defensa propia, al tiempo que viéndose por completo superada por la seguridad que le transmite Hobbs en todo momento, hasta el punto de parecer un vigilante invisible, de la inesperada tragedia que ha tenido que vivir de manera dramática.

Antes lo señalaba, el film de Clément alberga ciertas referencias de títulos coetáneos de realizadores como Claude Chabrol, pero alcanza personalidad propia. Más allá de algunas secuencias en las que se observa cierta morosidad narrativa, lo cierto es que nos encontramos ante un relato que alberga escenas dominadas por una percutante planificación; el terrible episodio de la violación, que destaca por la importancia de los detalles -esas nueces que introducirá Hobbs, y cuyo juego ejercerá como metáfora en la evolución de la relación de la pareja protagonista; la importancia de ese botón en el vestido de Mellie, que aparecerá en el último instante como motivo de su liberación final; el juego de bolsas deportivas que ejercerá como extraño mcguffin-. Incluso la presencia de una elíptica dualidad de asesinados conferirá a su conjunto una extraña textura, en la que tendrá una especial inflexión ese viaje de la protagonista hasta París -aterrizará al pie mismo de la Torre Eiffel- al objeto de intentar certificar la inocencia  de una mujer que ha sido acusada injustamente del crimen, lo que le llevará a unas extrañas, lujosas y decadentes instalaciones regentadas por la inquietante Tania (maravillosa Corinne Marchand), donde vivirá unas angustiosas secuencias, y será rescatada por Hobbs como si una nueva versión de Orfeo salvando a Eurídice se tratara.

Será todo ello la punta del iceberg de la catarsis para nuestra protagonista pero también para este norteamericano que la ha ido utilizando, llegando a establecerse entre ambos una extraña relación, mezcla de afecto, deseo y simpatía. Hobbs en realidad erró en su diagnóstico inicial al imbricarse a la protagonista en una enrevesada circunstancia que se unirá a su drama personal. Sin embargo, en el último momento ello le servirá para emerger como mujer madura y consciente. De sentirse liberada de una vez por todas. De poder exteriorizar el cariño hacia ese marido que quizá no la merezca. Y, por encima de todo, recuperar el cariño de su madre, en los mejores instantes de la película, cuando su progenitora exteriorice el afecto larvado que ha mantenido ante ella, al evocar su auténtico nombre ‘Melancolie’, en ese sobre que se ha enviado ella misma desde Paris, punto de inflexión para recuperar de forma definitiva su afecto. Será quizá el momento para que Mellie deje de morderse la uñas. Que haya crecido, y que René Clément culmine esta obra tan atractiva como en algunos momentos irregular, reveladora de una capacidad para introducir su enorme destreza para la introspección psicológica, que penetraría con singular sutileza en los diferentes meandros del cine galo de quien, conviene señalarlo con valentía, se convertiría en uno de sus cineastas mayores.

Calificación: 3

LE MURA DI MALAPAGA / AU DELA DES GRILLES (1949, René Clément) Demasiado tarde

LE MURA DI MALAPAGA / AU DELA DES GRILLES (1949, René Clément) Demasiado tarde

Poco a poco, y según voy acercándome a varios de sus títulos, cada vez tengo más asumido el hecho de que en Réne Clément encontramos a uno de los más grandes cineastas surgidos en la posguerra francesa. Tenemos frente a nosotros al hombre de cine prototípico que merecería recibir una retrospectiva completa en un festival de altura, lo que permitiría ratificarnos en la opinión de que no se trataba simplemente de un artesano más o menos competente –lo cual en sí mismo ya sería digno de mayor reconocimiento del que recibió por la ignominia de los esbirros de Cahiers du Cinema-, sino que nos encontramos ante un cineasta con un mundo expresivo y temático propios. Una doble vertiente que contemplando LE MURA DI MALAPAGA / AU DELA DES GRILLES (Demasiado tarde, 1949) aparece con una clarividencia pasmosa. Y es que además de resultar una película magnífica, digna del altísimo nivel de sus primeros títulos –aunque un poco por debajo de la extraordinaria LA BATAILLE DU RAIL (1946)-, es quizá en esta ocasión donde la quintaesencia del cine de Clément se expone de manera más rotunda.  Pero antes de señalar esos elementos de estilo narrativos, y temáticos, conviene detenernos en lo que nos transmiten sus imágenes. Un recorrido argumental que se inicia en el lugar donde se guardan las cadenas y las anclas de un vetusto barco. Allí se encuentra escondido el un tanto misterioso Pierre Arrginon (excelente Jean Gabin). Por lo que intuimos se encuentra escondido de la justicia, aunque un fortísimo dolor de muela lo fuerza abandonar la nave y buscar un dentista que soluciones su situación. Para ello, tendrá que descender hasta Génova y luchar con el general desconocimiento de sus habitantes del francés. Solo una niña, Cecchina (una Vera Talchi llena de frescura) mostrará un extraño afecto hacia el recién llegado –unido al hecho que al proceder de Niza comprende el francés-, acompañándolo hacia un dentista, que finalmente le sacará la muela, no sin advertir Pierre que ha sido estafado y robado por un contrabandista sin escrúpulos. Dispuesto a acudir a la policía por motivos que desconocemos –se trata en realidad de una persona que tiene en su interior muy bien asumido su destino-, acudirá la comisaría pero una curiosa circunstancia le llevará hasta un mesón en el que una de sus camareras –Marta (poderosa Isa Miranda)-, ayudará desde el primer momento al hambriento cliente, camuflando el pago con los billetes falsos que conserva. Será el inicio de una extraña relación, en medio de una Génova en la que la herida de la reciente guerra mundial deviene con una casi dolorosa presencia. Donde las gentes pobres –como Isa y su hija-, pueblan las dependencias de un antiguo y ruinoso convento donde se hacinan no pocos vecinos. En unas calles llenas de empedrados y boquetes por doquier, y donde también encontraremos el contraste de una parte de la ciudad próspera en la que se encuentran gentes que parecen de otro mundo. Lo comprobaremos cuando en un breve espacio de tiempo, los dos seres solitarios y en dificultades –Pierre y Marta-, vayan intimando entre ellos, recuperando el primero las pertenencias que tenía en el barco, entre las que se encontraba una nada desdeñable cantidad de dinero, que gastará en esa mujer que le ha brindado su ayuda.

En medio de ese contexto, resultará desconcertante la actitud de Cecchina, que en un principio había admirado y ayudado a Pierre, que se verá envuelta en dificultades al intentar ser recuperada por su padre –separado de Marta-, pero que por momentos se mostrará reacia a la relación que su madre mantiene con el recién llegado, mientras que en la parte final no dude en ayudarlo para intentar escapar de su destino. Y es que Pierre se encuentra buscado por haber asesinado a una antigua amante, aspecto que este la confesará a esa mujer que se ha abierto hacia él, mostrándose comprensiva ante una actitud que encontró justificada. En realidad, el film de Clément –que aparece como una coproducción entre Francia e Italia –en el primero de los países, su título fue el ya citado AU DELA DES GRILLES-, y que encuentra entre sus guionistas con nombres del prestigio de los italianos Suso Cecchi D’Amico y Cesare Zavattini, junto a los galos Jean Aurenche y Pierre Bost, aúna en su metraje una extraña y muy conseguida mezcla de relato de cariz neorrealista, combinando su presencia –sin interferir- con ese realismo francés que ya tenía suficiente abolengo y se manifiesta en la película con más pertinencia –bajo mi punto de vista- que en el de tantos títulos un tanto sobrevalorados firmados por nombres como Marcel Carné. Desde sus primeros fotogramas, merced a la fuerza y el vigor que le proporciona la fotografía de Louis Page, Clément se siente seguro al describir un marco decadente y sombrío. Una especie de marco en el que el espectador atisba de antemano el devenir de un callejón sin calida para un hombre que decide de manera natural hacer frente a su destino.

Pero al margen de la fuerza de su relato, o la credibilidad que se establecen entre sus principales personajes –incluso la descripción de los secundarios es lo suficientemente sólida-, destacan en LA MURA DI MALAPAGA aspectos técnicos de gran relevancia, como esos planos con los que Clément parece adelantarse a la Nouvelle Vague, en los que la cámara parece estar situada fuera de cualquier eje. Desconozco si la elección formal fue deliberada o forzada por las circunstancias; el caso es que su resultado aparece fascinante, brindando algunos instantes en los que ese desequilibrio visual proporciona al relato un matiz casi irreal, dentro de una historia en la que el espectador llega a transpirar el drama colectivo que se extiende por una ciudad llena de ruina, pero que intenta sobreponerse a sí misma merced a la vitalidad de unos habitantes heridos, pero al mismo tiempo dispuestos a dar una segunda oportunidad a unas vidas casi truncadas. Y antes señalaba que la película que comentamos, al margen de sus intrínsecas cualidades –logrando el premio al mejor director y mejor actriz en el Festival de Cannes de 1949-, brinda la quintaesencia del mundo expresivo y temático de Clément. Para ello no hay más que destacar la semejanza que poseen sus imágenes con varios de los títulos de su filmografía, en donde destaca su poderosa descripción de ambientes de clases bajas y obreras –algo que abordará incluso la posterior GERVAISE (1956), desarrollada a partir de la adaptación de la novela de Zola-, ese apego que el director francés sostuvo por los personajes infantiles –de los cuales su máxima expresión se encuentran en la célebre JEUX INTERDITS (Juegos prohibidos, 1952) –sin duda fue uno de los realizadores europeos más sensibles a la hora de trasladar a la pantalla las complejidades que encierra la aparente inocencia infantil-, o incluso un matiz muy poco tratado, como es el de describir espacios cerrados y opresivos, en los que el hombre se encuentra como un ser encerrado –las secuencias en las que Pierre se encuentra escondido en un piso superior-. Será algo que tendrá su máxima expresión en la excelente, eternamente menospreciada, y para mi quizá la obra cumbre del realizador –lo cual es mucho decir- como es LES FÉLINS (Los felinos, 1964).

Son todo ello, elementos y matices que hablan a las claras de una serie de constantes que Clément fue introduciendo y reiterando, conformando una serie de rasgos propios demostrando acceder a un determinado estatus que le elevaba del cineasta competente, hasta un marco de mayor complejidad. De todos modos, huelga consignar estos elementos para apelar a la política que realmente determina mi mayor o menor cariño hacia el cine; “la de las películas”. Por ello no hace falta –aunque haya sido conveniente señalarlo-, recurrir a una determinada condición de su realizador para admirar una película espléndida, que de manera curiosa huye del tremendismo –sus imágenes finales apelan a ese destino fatalista del protagonista, asumido por los tres seres que han protagonizado su estancia en Génova-, y en la que no puedo dejar de admirar la utilización dramática que aplica de ese ruinoso convento en el que se hacinan seres desarraigados y carentes de recursos, o ese fabuloso episodio inserto en su tramo final, en el que Cecchine huirá por una serie de escondrijos ante la llegada de la policía al domicilio de Marta, en una deslumbrante carrera entre ruinas –con detalles como la inesperada presencia del fragmento superior de una vieja estatua entre las mismas-, intentando ayudar al fugitivo al que aprecia pero del que en el fondo se siente recelosa ya que ha captado la atención de su madre, mediante la inserción de una serie de indicaciones en tiza en las calles por las que presume va a discurrir Pierre, advirtiéndole de la presencia de la policía. Sin embargo, llegado el momento decisivo, el destino o la actitud de la niña de nada servirá para evitar que este asuma ese destino que tenía marcado y decidido ya desde el primero de los fotogramas de esta espléndida y poco conocida obra de un Réne Clément que, de manera paulatina, me está confirmando en su condición de pequeño gran cineasta.

Calificación: 3’5

LA BATAILLE DU RAIL (1946, René Clément)

LA BATAILLE DU RAIL (1946, René Clément)

Habría muchas manera de enfrentarse al análisis de LA BATAILLE DU RAIL (1946), el auténtico debut en el largometraje del francés René Clément –tras ciertas experiencias en el corto documental y en diversas realizaciones de menor calado-. De antemano, podría considerarse como uno de los grandes debuts del cine francés de posguerra –como el que, en otra vertiente, ejemplificaría Jean-Pierre Melville en LE SILENCE DE LA MER (1949), también utilizando ecos de la invasión nazi en Francia. Podríamos enclavarla como una de las obras que han mostrado con mayor fisicidad el esfuerzo del mundo humano que se encuentra en la profesión ferroviaria. También uno de los títulos que mejor refleja el esfuerzo de la resistencia europea frente a los totalitarismos nazis y fascistas, trasladando dicha faceta a los prolegómenos de la definitiva lucha que el mundo ferroviario aunará conjuntamente con la llegada de loa aliados americanos, en el verano de 1944. Sin embargo, por encima de todos estos elementos, que bastarían por sí solos para situar esta película en un lugar destacado dentro de la cinematografía francesa de la época, su propuesta adquiere su definitiva razón de ser, en esa sensación de inmediatez, de sinceridad compartida por otros títulos que constituyeron una expresión inolvidable, sincera e irrepetible, de esa consecución de la libertad, tras su sometimiento de los yugos imperialistas del eje marcado por el III Reich y su derivado, el fascismo alemán. En esta ocasión es el primero de ellos, que desde 1940 invadió Francia, sometiéndola al régimen de Vichy, estableciendo una frontera entre el terreno ocupado y el libre, precisamente marcada por las pricipales vías ferroviarias.

La acción de la película –que es interpretada por actores no profesionales, destacando en todo momento por su alcance colectivo; ninguno de los mismos adquiere un protagonismo suplementario-, tiene su eje casi absoluto en la lucha constante de los muy organizados componentes de la resistencia establecidos en el contexto de la vida del ferrocarril, contrarrestando mediante constantes sabotajes las intenciones de las autoridades nazis por utilizar este imprescindible medio de transporte para sobrellevar en ella suministros esencialmente bélicos, con los que esperan contrarrestar y oponerse a la casi anunciada ofensiva aliada de Normandía. En realidad, el film de Clément abandona cualquier tentación más o menos grandilocuente en este sentido, prefiriendo introducirse desde sus primeros fotogramas en el sendero de una crónica verista, sincera y creíble, en la que el espectador casi parece sentir el esfuerzo físico, la dureza de las condiciones de trabajo, el esfuerzo colectivo, la sensación de que el personal ferroviario parece sobrevivir dentro de un mundo paralelo al que los invasores nazis no saben penetrar. Las imágenes de LA BATAILLE DU RAIL respiran el sudor de sus héroes anónimos, parecen transmitir también el fuerte aroma de esas vías de antaño que recordamos los que ya peinamos ciertas canas, y en todo momento el realizador aparece mostrarse inspirado a la hora de mostrar ese mosaico coral. Un colectivo en el que la importancia del detalle deviene fundamental para esa lucha constante contra un enemigo poderoso, pero que en el desgaste y la altanería de su dominio, no sabe entender que en realidad está viviendo una versión trágica y cercana de la lucha de Goliat contra David.

Dentro de este contexto, Clément apuesta por una narrativa de carácter impresionista, entrelazada en diversos puntos y acciones, de alguna manera dejando de lado una narrativa convencional y, precisamente por ello, alcanzando ese grado de enorme autenticidad que respiran los poros de su relato –también obra del director, ayudado en sus escuetos diálogos por Colette Audry-. Es autenticidad, es la que desde sus primeros compases, han de permitirnos olvidar cualquier apego a un relato más o menos ortodoxo. Nos encontramos en 1946 y los ecos de la pasada contienda se encuentran bien presente, al tiempo que las carestías dejadas por su huella son perceptibles. Es por ello que esta película se inserta de lleno en ese inolvidable contexto de producción –siempre inserto en el cine europeo- que brindó títulos revestidos de autenticidad, como el ROMA, CITTÀ APERRTA (Roma, ciudad abierta, 1945) y GERMANIA ANNO ZERO (1948), ambas de Rossellini, entre otros, en los que esa voluntad de sincera cercanía en torno a los horrores narrados en sus historias, no se pueden mirar dentro de un marco de perfección más o menos convencional. Sería una pena que algún espectador cometiera el error de hacerlo, por que ello impediría percibir esa aura de verdad que brindan todos y cada uno de sus fotogramas, envueltos de esa grisura existencial mediante la labor como operador de fotografía de Henri Alekan. A través de esa visión envuelta en nieblas diurnas, en parajes dominados por la dureza y un desencanto tamizado de esperanza, podremos asistir a esa lucha de un casi ilimitado colectivo de seres, a los que no les importa perder su vida en su lucha por la libertad. Ese entusiasmo colectivo por ofrecer su propia existencia, no dudar ante el peligro, contraatacar incluso cuando se ven acosados por el enemigo alemán –sobre todo mediante esos trenes blindados que escoltan las comitivas-, adquiere en LA BATAILLE DU RAIL una consistencia, que llega al punto de que el espectador pierda la noción de asistir a una película y, por el contrario, se introduzca en una mirada en la que, en muchos momentos, se siente la sensación de asistir a un pedazo de historia trágica y hermosa al mismo tiempo. A una lucha descomunal de un puñado de hombres que se encuentran en inferioridad técnica, pero que mediante su unión, solidaridad, y conocimiento de los recovecos del funcionamiento del sistema ferroviario –recordemos como muchos de estos se esconden en los subterráneos y los almacenes de agua de los trenes-, saben contrarrestar la vigilancia –todo hay que decirlo, mostrada con cierta condescendencia en el film- de los invasores alemanes.

Esta auténtica demostración de que resulta más valiosa la unión de unos ideales de libertad, que la férrea organización de un ejército invasor, supone uno de los elementos más valiosos. Pero no podemos decir que sea el único. Como buen cineasta que ya demostraba ser, René Clèment sabe articular en numerosos instantes del metraje, ese gusto por el detalle que, a fin de cuentas, proporciona a la película un alcance y una credibilidad suplementaria, al margen de ir definiendo buena parte de los elementos que iría configurando su filmografía posterior. Se trata de detalles que dotan de una especial intensidad a momentos de especial fuerza en el relato. Es algo que podemos ya presenciar en los primeros instantes de la película, cuando muchos de estos resistentes se introducen en los subterráneos de la estación o en los depósitos de agua de las locomotoras. Pero se trata de aspectos como ese plano en donde se detallan los recorridos, que es emborronado por el encargado cuando se entera de que ha habido un sabotaje, o en la densidad que adquiere la secuencia de los resistentes que son detenidos y fusilados uno a uno, mientras uno de ellos contempla una araña que emerge del muro en que está confinado, observando el humo negro que emerge de aquel contexto, como últimas observaciones antes de ser asesinado. Es en detalles como la luciérnaga que encuentra uno de los resistentes refugiados cerca de las vías de noche, o en ese acordeón que cae y resuena cuando ha sido boicoteada la comitiva de vagones que portan un amplio envío de tanques para contrarrestar la ofensiva aliada.

Sin embargo, existe en LA BATAILLE DU RAIL un episodio revestido de una dureza atronadora, y al mismo tiempo provisto de una rara sensación de autenticidad. Me refiero al brutal bombardeo del convoy blindado nazi, respondiendo al ataque de los resistentes. Un ataque de una brutalidad inusitada, en el que no se atisba el menor rasgo de épica, y en donde destacará la lucha inútil del último de sus supervivientes, desplazándose herido por un arroyo, para intentar casi contra natura oponerse al avance de un tanque que lo destrozará a su paso.

Sincera hasta un límite ya infrecuente en el cine mundial de pocos años después, Renè Clément logró una admirable y, sobre todo, abrumadoramente sincera plasmación de un contexto coral de lucha por la libertad, que en los últimos momentos de la película será mostrado en off, escuchando por radio los vítores de una ciudadanía, deseosa pero al mismo tiempo temerosa de poder sacar a la calle la bandera de su país. Un pequeño y casi necesario matiz irónico, en una propuesta que merece ocupar por derecho propio, un lugar de honor en el cine francés de la década de los cuarenta, al tiempo que nos ponía en guardia sobre la categoría de su artífice como hombre de cine.

Calificación: 4

LES MAUDITS (1947. René Clément)

LES MAUDITS (1947. René Clément)

Se suele decir –y no con poca razón- que el subgénero del cine “de submarinos”, se ha caracterizado por ser unos de los más soporíferos, inmersos en esta ocasión dentro de las coordenadas del género bélico. El paso de los años me ha hecho redefinir mi antigua aversión a una temática que, contra lo que parecía percibir tiempo atrás, encuentra numerosos exponentes de valía… entre los que se encuentran incluso algunos pertenecientes a esta vertiente. DESTINO TOKIO (1943, Delmer Daves) sería uno de ellos. Pero unos años después, en el contexto del cine francés de posguerra, un ya experimentado René Clément ofrecía el que quizá sea uno de los más valiosos –y hasta el momento menos conocidos- referentes de esta tendencia. Cercano en sus características a la estupenda 48th PARALEL (Los invasores, 1941. Michael Powell) –lo que revela quizá la superior valía de las propuestas europeas insertas en esta vertiente-, LES MAUDITS (1947) plantea un relato que funciona en diversas vertientes, logrando en su conjunto un resultado tenso, asfixiante, en el que tanto el perfil sociopolítico que marca de la caída del nazismo, nunca queda por encima de la precisa descripción que se ofrece de su galería de personajes. En él, de forma contrapuesta, el espectador encuentra su único asidero, al tiempo que la aspereza, crueldad y rechazo que estos desprenden, contribuyen a que dicho asidero sea de manera paralela casi imposible de ser asumido. Curiosa y al mismo tiempo poderosa paradoja, que a fin de cuentas se erige como el nudo gordiano del atractivo de una película en líneas generales magnífica y, por momentos, casi apasionante.

La acción se inicia mostrando el regreso del joven doctor Guilbert (un adecuado Henry Vidal), al que ha sido su hogar hasta antes de la II Guerra Mundial. Estamos situados en la primavera de 1945. La localidad francesa a la que retorna –son impactantes los planos del regreso de los paisanos dentro de un contexto de desolación casi neorrealista-, se encuentra dominada por la ruina. Clément planifica con un largo plano la entrada del galeno a su casa, en la que incluso la puerta no tiene ni cerradura. Sería un retorno a una supuesta normalidad, que la voz en “off” del protagonista –e incluso los planos iniciales desarrollados sobre los títulos de crédito- nos desmienten. Ello dará inicio al extenso flash-back que nos retrotraerá no a ese retorno que nos muestran las evocaciones del protagonista, sino la que provocan esos escritos que vemos en los títulos de crédito, y que de alguna manera justificarán la –un tanto pillada por los pelos, aunque defendible-, conclusión positiva del film, cuando todo parecía indicar que el pesimismo más absoluto iba a presidir su devenir último. Las evocaciones del doctor ya se encuentran en ese retorno a su ruinoso hogar, desde donde retomará el ejercicio de su profesión. Al mismo tiempo –y de alguna manera saltándose la narración en off que preside la película-, nos situamos en el puerto de Oslo, desde donde en las postrimerías del nazismo, cuando ya se afirma como inevitable el triunfo aliado, un grupo de seguidores del III Reich abandonan Alemania a bordo de un submarino con destino a tierras sudamericanas. La galería que protagoniza este viaje –dejemos al margen la tripulación ordinaria-, es en sí misma una expresión perfecta de la mezquindad que ha sostenido un régimen que se derrumba, al tiempo que una expresión fidedigna de alguno de los peores rasgos planteados por la condición humana. En ella viajará como máxima autoridad militar el general Von Hauser –que no dudará en embarcar en el aparato a su amante; Hilde (Florence Marly), aún incluyendo en el lote de pasajeros a su esposo, al que ubicará en un camarote diferente al de ella-, pero en realidad que quien sobrellevará el poder del viaje será un siniestro ideólogo nazi que encarna con fuerza Andreas von Halberstadt. A partir de dichas premisas, un accidente grave que Hilde sufrirá en la cabeza, forzará un aterrizaje de urgencia del submarino en las costas francesas, secuestrando literalmente a Guilbert, e introduciéndolo en el viaje casi de manera insospechada –un instante que será mostrado por Clément por un casi interminable y opresivo travelling frontal, que nos mostrará el discurrir del joven doctor por el pasillo central de la nave. A partir de este brusco y sombrío cambio de vida, este tendrá que utilizar su temple ante todo psicológico, para intentar revertir la irreversible situación que se le plantea, agravada por la intuición y los indicios que le comentan, de que este será sacrificado cuando su labor como doctor ya no sea necesaria.

LES MAUDITS se esgrime como un relato de extraordinaria precisión, en el que lo que importa de verdad es el pequeño detalle, la fuerza de una mirada furtiva, la crónica de una cotidianeidad instaurada y basada en un contexto monstruoso. En realidad, ese largo viaje a ninguna parte, esconde en las entrañas de ese viejo submarino, una mirada desoladora en torno a lo peor del ser humano, representado en una galería en la que es difícil entresacar el más mínimo aspecto positivo. Cierto es que no todos sus caracteres adquieren el mismo grado de abyección. Incluso en algunos de ellos se detecta una debilidad apenas encubierta, en otros una turbia y oscura relación –la mantenida por parte del ideólogo nazi con Willy Moris (Michael Auclair), en la que no cuesta atisbar una nuance homosexual que aborda incluso tintes masoquistas-, y en algunos de sus pasajeros incluso una actitud cobarde y débil ante la vida. En medio de ese microcosmos, el en apariencia débil médico sabrá sobreponerse a este perverso juego del gato y el ratón, utilizando su psicología, con las inesperadas fidelidades que irá propiciando, o con las debilidades que se producirán en el discurrir del viaje. La película adquiere además la virtud de la adecuación de los comentarios en off del protagonista, como oportuno contrapunto a las situaciones que va compartiendo la cámara con el espectador. Con la inapreciable ayuda de la opresiva fotografía en blanco y negro de Henri Alekan, la película va articulándose como una auténtica hiedra envenenada, erigiéndose casi como un cuento cruel en medio de una fauna humana condenada a extinguirse entre sí misma, ya que representa aquello que puede mantenerse oculto por rechazable en los comportamientos de las personas. El viaje del submarino hacia tierras sudamericanas tendrá su objetivo en el deseo de extender los ejes del III Reich, aunque en realidad se ofrezca como una agónica metáfora sobre la decadencia de un modelo totalitario, sustentado por comportamientos y caracteres, por una espiral en suma, que irá devorándose a sí misma. René Clément ya había abordado las consecuencias de la última gran contienda mundial en la espléndida  LA BATAILLE DU RAIL (1946), aunque en esta ocasión decidió asumir de manera más abierta los terrenos de la abstracción y, sin olvidar el marco en que se inserta la película, discurrir por el análisis de comportamientos, mostrados ante la cámara con un sentido de la precisión casi físico. En un momento determinado, la acción surgirá al exterior, en el aterrizaje del submarino en tierras presumiblemente argentinas, dirigiéndose hacia el almacén del importador Larga (Marcel Dalio). Las secuencias desarrolladas allí emergerán como el inicio de la catarsis de la película, marcando un terrible punto de inflexión en el intento de este de hacer claudicar a Willy de su devoción con el ideólogo alemán. El retorno de este marcará un tour de force de casi irrespirable tensión –la persecución de Willy dentro del almacén lleno de sacos de café, identificándolo de su escondite al ver que de un saco salen granos-, que culminará con el asesinato de Larga –la planificación de la muerte de este, sujetándose en una cortina que romperá sus arandelas, parece prefigurar la homónima descrita en la mítica de la ducha en PSYCHO (Psicosis, 1960. Alfred Hitchcock)-. A partir del retorno de los enviados al submarino, el encuentro con un bote, y el conocimiento de que el régimen nazi ha culminado con el suicidio de Hitler, la película alcanzará un clímax casi insoportable, convirtiéndose en una progresiva masacre de la que intentará librarse y dirigir el malvado personaje encarnado por Halberstadt. Será a su conclusión –caracterizada por su demostración de las mayores atrocidades posibles cometidas por el hombre-, cuando nuestro protagonista aparezca como único superviviente, sobreviviendo en alta mar sin casi posibilidad de resurgir en una situación de extrema gravedad. Su abrupto rescate, no permite discrepar de la existencia de dicho final feliz, sino precisamente de la forma tan brusca en que aparece. En cualquier caso, no impide que nos encontremos ante un título que logra sus objetivos de hacer sentir al espectador la cercanía de una fauna despreciable, mostrando en su conjunto una película magnífica que revela el primerísimo cineasta que casi siempre fue Clément, al tiempo que su capacidad de observación de los comportamientos humanos.

Calificación: 3’5

GERVAISE (1956, René Clément) Gervaise

GERVAISE (1956, René Clément) Gervaise

Una de las deudas pendientes existentes en el seno de la crítica francesa –la emanada al amparo de la revista Cahiers du Cinema-, en torno a aquella salvaje demonización que ofreció de la generación de cineastas de posguerra que dominaba la cinematografía gala, es sin duda el maltrato que sufrió la figura de René Clément. El paso del tiempo ha permitido una reconsideración ante su obra, quizá centrada específicamente en la condición de merecido clásico lograda por  PLEIN SOLEIL (A pleno sol, 1960). Sin embargo, y solo entre los títulos suyos que he alcanzado a ver, no me gustaría dejar de destacar el excelente y generalmente poco apreciado LES FELINS (Los felinos, 1964) o la merecidamente prestigiada JEUX INTERDITS (Juegos prohibidos, 1952). Ese aprecio hacia la figura de Clément, de alguna manera he podido ratificarlo al contemplar la posterior y realmente magnífica GERVAISE (1956), en la cual además se pueden apreciar numerosas de las virtudes que adornaron su andadura como realizador.

 

Adaptación del relato de Émile Zola L’Assomoir, transformado en forma de guión por el especialista Jean Aurenche, GERVAISE centra su mirada en la andadura vital sobrellevada desde su juventud por la joven protagonista de la historia –una espléndida María Schell, galardonada con el premio a la mejor interpretación femenina del Festival de Cannes- en un barrio humilde del norte de París a finales del siglo XIX. En un contexto de privación,  estrecheces y brutalidad, Gervaise Macquart es madre de dos hijos, viviendo sin matrimonio con el padre de estos, el vividor Lantier (Armand Mestral). Acostumbrado a ser infiel a la joven –que posee una cierta cojera-, este finalmente la abandona, logrando nuestra protagonista con el paso del tiempo casarse con el a primera instancia bondadoso Henri Copeau (François Périer). Con su verdadero primer marido dará a luz su tercer hijo, teniendo que cuidarle cuando Henri caiga accidentado mientras trabajaba en un tejado. Esta circunstancia detendrá en Gervaise su intención de abrir una lavandería en propiedad, hasta que con el paso de los meses acepte el préstamo que le ofrece un amigo de la familia, el bondadoso y secreto admirador de esta, Goujet (Jacques Hardem). Pese a ese paulatino ascenso en la prosperidad de la protagonista, poco a poco y de manera inapelable, su entorno irá hundiéndose en el opresivo marco en que desarrolla su existencia. Tanto la dureza social y humana en que se vive como la progresiva tentación al holgazaneo por parte de su esposo, forzarán esa espiral de abrupta decadencia donde tendrá un elemento de singular importancia el retorno de Lantier, que es acogido en la propia vivienda de los Copeau alentado por Henri. A ello, se unirá el encarcelamiento por huelga a que es condenado Goujet, que limitará la posibilidad de nuestra protagonista por emprender en sendero vital más alentador que el que tristemente padece. Sin embargo, cualquier esperanza será vana. Con cruel determinismo, como si apareciera predestinada en un contexto donde en poco pueden aflorar las virtudes de la condición humana, y si en cambio su vertiente más deshumanizada, la absoluta degradación dominará el discurrir de una mujer, a la que tan solo se podría oponer una mayor falta de decisión a la hora de emerger de dicho contexto.

 

Como absoluta traslación del universo cruel, despiadado, y casi sin margen a la esperanza, emanado por Zola, Clément apuesta desde el primer momento por una ambientación y dirección artística absolutamente deslumbrante. Admirable reconstrucción de un París de fin de siglo, adueñado por las penurias y el desamparo, que adquiere un protagonismo y una vigencia tal en el relato, que casi se pueden “respirar” los olores fétidos, las alcantarillas o las atmósferas recargadas de las tabernas. Un trabajo realmente asombroso por su fidelidad –y no por el lucimiento del departamento de escenografía y vestuario-, que proporcionan a la ficción un alcance de veracidad que en algunos momentos llega a incomodar. En este sentido, su desarrollo dramático no evita la existencia de algunos tours de force absolutamente magníficos –la pelea inicial entre Gervaise y la hermana de la amante de Lantier, en la que se contempla el primer desnudo de trasero femenino del cine francés; el estallido de furia final de Henri, destrozando la lavandería, y culminado con un plano de grúa exterior de enorme dramatismo; los momentos finales de la pequeña hija de Gervaise, en la que se pondrá a prueba la destreza de Clément dirigiendo a jóvenes intérpretes-, pero en líneas generales el relato –que va punteado por la esporádica narración en off de la protagonista-, opta por una mirada que deja de lado los instantes en teoría más proclives al dramatismo más exacerbado. Es más que probable que el realizador galo intuyera que ya de por sí el contexto mostrado ofrecía con justeza ese elemento sombrío y degradante, paseando su cámara en interiores por momentos asfixiantes, viviendas presididas por paredes mugrientas, y en un entorno humano en donde poco bueno puede emerger de seres embrutecidos y alienados por el trabajo o el alcohol. Dentro de ese ámbito casi sin esperanza, solo sobresaldrán de la misma el hijo mayor de Gervaise –Etienne- y la figura del siempre prudente Goujet. No por casualidad, serán los dos seres que llegarán a abandonar ese marco existencial alentados por un futuro profesional, siendo contemplados con infinita nostalgia por una protagonista que se sabe no merecedora del cariño de ninguno de ellos. Su comentario en off subrayará “ahí están los dos seres decentes que hay en mi vida”, resignándose a sufrir hasta el final de sus días un contexto del que no podrá huir por más que interiormente lo desee.

 

GERVAISE es un título notable, revelador del interés que podía ofrecer ese cine francés generalizado con interesada injusticia como “académico” –otro tanto cabría decir de la misma calificación que recibían sus colegas británicos-, y de la que quizá tan solo se podría oponer una cierta tendencia a dilatar innecesariamente algunas de sus secuencias. Escasa oposición para un film que aúna densidad, veracidad, un preciso dibujo de caracteres, y unos perfiles no demasiado frecuentados en la pantalla, al que cabe unir la brillante aportación de Robert Juillard como operador de fotografía, y George Auric como compositor de su banda sonora.

 

Calificación: 3’5

PARIS BRULE-T-IL (1966. René Clément) ¿Arde Paris?

PARIS BRULE-T-IL (1966. René Clément) ¿Arde Paris?

Cualquier aficionado recuerda que durante la primera mitad de la década de los sesenta, proliferaron superproducciones cinematográficas dedicadas a recordar y dramatizar por medio de la imagen, las mil y una batallas que se desarrollaron en el contexto de la II Guerra Mundial. Puede que todo tuviera su inicio con la apuesta de Darryl J. Zanuck en THE LONGEST DAY (El día más largo, 1962. Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhardt Wicki), en donde se contaba con un aire verista –la presencia de la fotografía en blanco y negro era determinante-, y un reparto estelar en pequeños papeles. En definitiva, fueron unas características que se fueron prolongando durante varios años de forma inflexible en una sucesión de títulos muy pronto olvidados y sustituidos por otras muestras de esta corriente. El paso de más de cuatro décadas de este ciclo de producciones, quizá debiera permitir una reconsideración de algunos de ellos –y personalmente he de confesar la enorme sorpresa que me produjo no hace demasiado tiempo el visionado de ANZIO (La batalla de Anzio, 1968. Edward Dmytryk), tantos años despachada como una “vulgar película de guerra”, y que me pareció uno de los títulos más amargos y personales de su realizador-.

Ese es el ejemplo que nos muestra PARIS BRULE-T-IL (¿Arde Paris?, 1966. René Clément), que es probable se planteara como la respuesta de la industria de cine francesa a este tipo de producción, y en ella –lógicamente- nada mejor que escenificar el proceso de levantamiento y rebelión de la resistencia francesa ante el asedio nazi en 1944. Una crónica que aborda menos de tres semanas en agosto de aquel año, en la que se fraguó y gestó esta hazaña por parte de los franceses, y cuyo punto de inflexión lo marcó la llegada al mando de la capital francesa del general Dietrich von Choltitz (Gert Fröbe). Se trata de un hombre mesurado pero fiel al Führer, quien le ha ordenado que gobierne con mano dura una ciudad en la que se siente el peso de la resistencia, llegando incluso a plantearse la posibilidad de destruirla por completo –al igual que sucediera con Varsovia-, caso de que la rebelión se consumara.

A partir de esta base –y con un guión elaborado por Gore Vidal y Francis Ford Coppola,  a partir de la conocida novela de Dominic Lapierre y Larry Collins- se desarrolla esta larga pero nunca tediosa crónica del levantamiento francés, alternando en ella la presencia de hechos y personajes históricos, combinándolos de forma paralela con esa “letra pequeña” que, en definitiva, es la que proporciona una mayor credibilidad al relato. El primer acierto de PARIS… lo supone esa logradísima ambientación que consigue intercalar imágenes documentales de los hechos relatados y resulta un complemento verosímil e incluso necesario. A ello contribuye notablemente la excelente aportación del operador de fotografía Marcel Grignon, quien logra la debida credibilidad y textura sombría a un relato que procura una narración caracterizada por una crónica en la que se ausentan los momentos bigger than life –quizá tan solo subrayados por algunos elementos de la banda sonora de Maurice Jarre. Esa relativa cotidianeidad en el relato –incluso en sus momentos más terribles, como el traslado de dos mil presos a un tren con destino a un campo de concentración, o el engaño y cruel fusilamiento de un grupo de jóvenes e ingenuos resistentes-, son expuestos dentro de un conjunto sobrio y contenido en el que no faltan ciertos apuntes humorísticos que contribuyen a desdramatizar el conjunto –la boda que se interrumpe al ocupar la prefectura, el momento en que soldados aliados se adentran en el piso de una anciana solícita para contraatacar a los nazis-.

Llegados a este punto, y aunque PARIS… tiene bastante de título de productora, no es menos ciertos que en sus imágenes se despliega el talento de uno de los mejores y menos apreciados realizadores con que contó el cine francés; René Clément. Un hombre que había filmado seis años antes la mítica PLEIN SOLEIL (A pleno sol, 1960), y cuyo anterior producto fue una película magnífica y muy poco recordada –LES FÉLINS (Los felinos, 1964)-. Quizá no cabe decir que el director galo demostrara estilo en una película en la que los condicionantes industriales son tan determinantes. No obstante, es innegable es que demostró el suficiente oficio para procurar que un relato de estas características combinara con bastante acierto lo cotidiano, y las secuencias de acción conserven en todo momento un tono bastante homogéneo, destacando una estupenda planificación y destreza en el uso del formato panorámico. No era la primera ocasión en la que Clément había dirigido películas ambientadas en el entorno de la II Guerra Mundial, aunque lo cierto es que si observé en la película un elemento que me parece –con mucho-, lo más valioso y personal de la función. Me estoy refiriendo a esa querencia “bizarra” e insólita que se destaca en algunas de sus imágenes, logrando transmitir una mirada que proporciona una extraña y sorprendente sensación de veracidad, poco habitual en los relatos de estas características. Y con ello me refiero a instantes como el diálogo que se establece entre el personaje que encarna Jean-Paul Belmondo con un hombre ciclista que se ve enfrascado en un combate, o la situación similar que se produce con la intempestiva presencia de un pastor con un rebaño ¡¡de cerdos!! en medio de los propios Campos Elíseos. PARIS… está trufada de detalles extraños de esta índole, que quizá nos permitan recordar esa inclinación que Clément ya había puesto en práctica en uno de sus títulos más prestigiosos, el brillante JEUX INTERDITS (Juegos prohibidos, 1952), y que en este caso sirven para reafirmar la veracidad de lo narrado, paradójicamente al incorporar detalles en apariencia artifiosos.

Resulta obvio señalar que una producción de estas características asume servilismos. Es innecesaria la presencia de un reparto de grandes estrellas –por más que la mayor parte de ellos resulten convincentes-, para interpretar la mayor parte de sus roles. A mi juicio solo sirven para enturbiar el seguimiento del relato, con la inequívoca distracción que en una crónica de estas características supone ver a Glenn Ford, Kirk Douglas o Yves Montand. Ni que decir tiene que algunos de los personajes se tratan con una mayor hondura –y en esta vertiente destaca poderosamente el que encarna con brillantez Gert Fröbe, poniendo de manifiesto ese conflicto que se planteó a numerosos oficiales alemanes de cierta sensibilidad y cultura ante la evidencia de la rendición, y que se había tratado con especial brillantez en una película que estoy seguro les sirvió de referencia –THE TRAIN (El tren, 1964. John Frankenheimer)-. Al mismo tiempo, hay un elemento que pienso no está lo suficientemente trabajado en el guión, y que quizá a tenor del resultado final debió haber quedado en un lugar más secundario, ya que finalmente deviene desaprovechado. Me estoy refiriendo al plan expuesto por los alemanes de destruir totalmente la ciudad francesa. Si bien es interesante que quede integrado en la historia, lo que no resulta tan adecuado es que se plasme en las imágenes dedicando varios minutos al proceso de colocación de cargas explosivas en los lugares más emblemáticos de la capital francesa, para luego liquidar la cuestión con ese plano en el auricular en el que la voz de Hitler exclama el célebre “¿Arde Pais?” que dará título a la película. Dicha carencia, la innecesaria presencia de un reparto multiestelar, y el estéril plano en color que cierra la película con una vista aérea de París son, a mi juicio, los lastres más destacados de una película a la que el paso de los años le ha sentado bastante bien, y que casi queda como un canto de cisne para la trayectoria de un magnífico realizador francés, que a partir de entonces osciló en un devenir bastante errático, e indigno de su filmografía precedente.

Calificación: 2’5

PLEIN SOLEIL (1960, René Clément) A pleno sol

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Desde el preciso momento de su estreno la merecida condición de clásico ha venido acompañando el discurrir de A PLENO SOL (Plein Soleil, 1960) en la historia del cine. Tal es así que hace pocos años Anthony Minghella recreaba la novela de Patricia Higshmith que le sirve de base, dando como resultado la controvertida y a mi juicio interesante EL TALENTO DE MR. RIPLEY (The Talented Mr. Ripley, 1999) que evidentemente no hace en modo alguno sombra a esta película... en especial el abismo existente entre la creación que da vida el gran Alain Delon y las notables insuficiencias dramáticas del melifluo Matt Damon.

En cualquier caso, cierto es que PLEIN SOLEIL podría definirse como el fruto de una producción integrada en el cine de una época determinada –finales de los cincuenta, con el efluvio de las nuevas y renovadoras cinematografías-, que indudablemente supo adaptar una historia apasionante, contar con el equipo técnico y artístico idóneo y volcar en ella con ejemplar acierto las técnicas narrativas emanadas por la nouvelle vague. Así se destacaba en un muy interesante análisis del film ofrecido por el comentarista José Mª Latorre en la revista “Dirigido Por...”. El resultado es excelente y es posible que emerja con más fuerza que muchas de las obras firmadas por los artífices de este movimiento cinematográfico –estoy convencido de ello-

Es evidente que en estas intenciones se darían de la mano los productores –los hermanos Hakim-, en aquellos años favoreciendo un cine de qualité –en el sentido más noble de la expresión-. Y por encima de ello hay que destacar la implicación y el interés de un realizador francés injustamente relegado en aquellos años de cara a la joven crítica, pero que en los últimos tiempos está siendo lentamente reconsiderado parcialmente. Me estoy refiriendo a René Clément, que por otra parte años después seguiría la estela de este film al filmar una charada policíaca llamada LOS FELINOS (Les Félins, 1964) –una película apenas conocida y menos apreciada por la que tengo una especial debilidad-, que comparte con A PLENO SOL la presencia de Delon y el juego de humillaciones entre clases sociales que es uno de los elementos vectores del film que comentamos.

Como quiera que se ha hablado mucho sobre A PLENO SOL, me gustaría fundamentalmente destacar algunas consideraciones que surgen tras la revisión de la película. Así pues, la soltura con la que está rodada es una aplicación evidente de los rasgos del aire renovador que rodeaba al cine de entonces y ofrece tanto singularidad como carácter perturbador al film. Todo ello marcando las tensas relaciones entre los personajes en las que en todo momento surge la humillación, la desconfianza y la simulación . Es el marco que ofrece la presencia de ese dilettanti llamado Philippe Greenleaf (Maurice Ronet), joven afortunado que tiene más dinero del que puede gastar. Un entorno en el que se introduce desde el inicio de la película el tan atractivo como vulgar Tom Ripley (Delon). Ripley es un joven que se erige como el objeto de los sofisticados desprecios de Greenleaf, que generalmente se centran en sus limitaciones culturales y de educación. Es por eso que este tiene plasmada su venganza y la apropiación de su dinero y, fundamentalmente, su propia personalidad.

Es ahí donde se produce el verdadero motor de A PLENO SOL, desarrollada en Roma y en Mongibello Ripley matará a Greenleaf y a partir de ahí irá ejecutando ese plan que aparentemente no tenía in mente pero que a través de miradas sutiles podía intuir el espectador. Tal y como ya había realizado en una de las primeras secuencias de la película –aquella en la que imita al acaudalado joven ante el espejo siendo descubierto por este-, Ripley irá adoptando los rasgos físicos del joven millonario, imitará su firma e incluso su voz, escribirá con su máquina de escribir –que ha robado al asesinarlo en el velero- y poco a poco irá sorteando con astucia los impedimentos para poder alcanzar su objetivo. Solo será al final y casi de forma casual cuando estaba esperando en plena playa –y sus ademanes siguen denotando la vulgaridad de su personalidad-, la aparición del cadáver de Philippe tras el ancla del velero que ha sido aparcado en tierra, donde finalmente el sueño de este se desvanecerá.

Uno de los rasgos singulares en PLEIN SOLEIL es el hecho de que Clément generalmente muestre el antes y el después de las situaciones pero las que realmente se erigen como fundamentales tengan poca relevancia en el metraje o bien aparezcan de forma elíptica. Ello se puede evidenciar con facilidad en el propio asesinato de Philippe –que apenas ocupa un instante- al que sucede esa secuencia cargada de fuerza emocional, o el de su amigo americano Freddy Miles (Billy Kearns). Este último es asesinado rápidamente, pero destaca mucho más ese plano en el que Ripley come con voracidad un pollo asado delante de su cadáver o, quizá aún más si cabe, la angustiosa bajada del mismo por unas amplias escaleras –un momento en el que la interpretación de Delon adquiere una asombrosa fisicidad-. En esa misma línea está el propio inicio de la película, en el que ya vemos a los dos principales personajes relacionados sin que la misma tenga que efectuar una narración lineal del encuentro o las secuencias en las que se recoge minuciosamente el proceso por el que Ripley imita la firma de Greenleaf mientras posteriormente cuando saca del banco el dinero que este tenía depositado apenas tiene especial énfasis en pantalla.

Ciertamente A PLENO SOL ofrece la perversa belleza de su look visual –excepcional cromatismo decadente en la fotografía de Henri Decae-, destinada a potenciar una narrativa que no sigue los patrones convencionales y prefiere indagar en la mirada, las reacciones, los gestos y buscando a través de ellos el estudio de sus caracteres. Quizá sea ese uno de sus logros y el que ha permitido que con el paso del tiempo su condición de clásico siga vigente mientras que otras realizaciones del periodo hayan envejecido irremisiblemente. Puede ser que el film de Clément abriera y cerrara al mismo tiempo un camino en el cine moderno. Podríamos decir que un director no excesivamente prestigioso –aunque reitero habría que redescubrir su trayectoria-, logró en una sola película quizá más que los Goddard, Antonioni o Truffaut al adoptar elementos del cine de estos pero aplicados en una historia más cercana al cine clásico. En cualquier caso su presencia permanece, como permanece su condición de espléndido, pérfido y atrevido thriller. Y emerge también la belleza, variedad y acierto de la partitura de Nino Rota, que combina su integración musical en la Italia de la época –que se debatía entre el eco de sus tradiciones y su integración en la modernidad-.

Por supuesto, no se puede ofrecer cualquier comentario sobre PLEIN SOLEIL sin citar la labor de sus principales intérpretes. Desde la enorme expresividad de los ojos de Marie Laforet –que tiene una bellísima aparición en pantalla precisamente encuadrándo estos- a la febril ingenuidad y torpe aire dominador de un Maurice Ronet espléndido. Pero, por encima de todo, emerge la creación de un Alain Delon en estado de gracia, en un trabajo por el que vale toda una carrera, que le permitió consagrarse como prototipo del beau tenebraux y que demuestra esa perversa belleza propia de un gato de angora. Su Tom Ripley pertenece por derecho propio a la larga galería de encarnaciones del mal que ha dado el cine. Quizá de entre las más singulares. Y permite por supuesto comprobar el instintivo talento de una presencia de la que se enamora la cámara pero al mismo tiempo provoca un instintivo rechazo como personaje.

Todo un clásico.

Calificación: 4