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CINEMA DE PERRA GORDA

Anthony Asquith

ORDERS TO KILL (1958, Anthony Asquith) Orden de ejecución

ORDERS TO KILL (1958, Anthony Asquith) Orden de ejecución

Cuando el cine inglés ya se encontraba inmerso en las primeras muestras del Free Cinema, es bastante probable que la figura de Anthony Asquith apareciera en aquellos años como un destacado exponente de la qualité británica en la pantalla. Al igual que sucedió en tierras francesas, realizadores férreamente integrados con las convenciones industriales de aquellos años, fueron demonizados casi sin piedad, y Asquith sería uno de los ejemplos más característicos en el cine de las islas. Hasta el momento solo he podido acceder a un tercio de los 37 largometrajes rodados por Asquith desde pleno periodo silente y hasta entrada la década de los sesenta, y entre ellos jamás he detectado un nivel especialmente destacable, con la excepción de dos obras extraordinarias como las admirables A COTTAGE ON DARTMOOR (1929) y la muy posterior THE BROWNING VERSION (1951), sin duda su título más popular. En cualquier caso, esa medianía que caracterizó buena parte de su obra, no impide reconocer un deseo de articular en parte de su cine una voluntad de plasmar relatos discursivos o apólogos morales, dando como resultado propuestas quizá anacrónicas en su formulación, pero, en última instancia, de estimable resultado.

Es el enunciado que, punto por punto, refleja ORDERS TO KILL (Orden de ejecución, 1958) que parte de una historia original de Donald C. Downes y transformado en guion a la pantalla por el ya oscarizado Paul Dehn -sería este su tercer largometraje como tal guionista-. En cambio, para Asquith supondrá una nueva muestra para adentrarse en un argumento controvertido, dispuesto en una especie de apólogo moral desarrollado en las postrimerías de la II Guerra Mundial. Ya en los títulos de crédito -que revelan al mismo tiempo la impostura de severidad de su enunciado- nos indica que su argumento alberga una base real. Será la oportunidad de mostrar un inserto de unas manos ensangrentadas -de gran importancia en la resolución del relato- que funden con otras en terreno estadounidense, en el plácido entorno de la Sra. Summers (una breve pero entrañable presencia de la veterana Lillian Gish) junto con su veterana sirvienta. Ambas esperan la llegada del hijo de la primera -el piloto Gene Summers (un rotundo Paul Massie, en su debut como protagonista ante la pantalla)-. Este retorna a su hogar aún sin haber concluido la contienda, y sin conocer que su perfil se está sometiendo a consideración por los altos mandos, al objeto de enviarlo en una nueva misión, esta vez como paisano, a tierras francesas, con la misión de eliminar a un agente que controla diferentes redes de resistentes, y de las cuales varios de ellos han sido asesinados de manera sospechosa. Cuando se le brinda a Summers esta posibilidad la aceptará con inusual entusiasmo, siendo adiestrado para la misma -en la que asumirá una falsa identidad- por el mayor MacMahon (Eddie Albert) y también por un concienzudo entrenador -interpretado por James Robertson Justice- todo ello en tierras inglesas.

A su llegada a París, el joven tendrá una primera cita con la elegante y en apariencia distante Léonie (maravillosa Irene Worth) -enlace de la resistencia- quien le aconsejará en los pasos a efectuar de cara a su misión. Todo parece ir según lo planificado, pero el destino acercará a nuestro protagonista de manera insólita a la persona a la que se debe ejecutar, el anciano y apacible Lafitte (magnífico Leslie French). Su personalidad bondadosa y sincera desarmará a su ejecutor, hasta el punto de poner en tela de juicio su posible culpabilidad en estos asesinatos. A partir de ese momento, todo se pondrá en entredicho, pero llegado el momento Gene llevará a cabo su compromiso. Sin embargo, a partir de ese momento la consumación del asesinato no supondrá más que el inicio de una pesadilla de inesperadas consecuencias.

De entrada, el film de Asquith destaca en el aporte de una sombría fotografía en blanco y negro por parte de Desmond Dickinson y una oportuna partitura elaborada por el prestigioso Benjamín Frankel. Son dos elementos que proporcionan espesura a un relato que, a mi modo de ver, alberga como principal inconveniente la morosidad narrativa que registra su primera media hora. Todo el proceso que describe la puesta en marcha del plan y el proceso de alistamiento del protagonista se encuentra dominado por una rutina argumental y abierto academicismo. Algo solo apenas solventado en la breve secuencia confidencial entre madre e hijo, en donde la primera detecta elementos que este le esconde en la conversación mantenida entre ambos. O en los tensos instantes en los que Gene es sometido al primero de sus entrenamientos a modo de posible interrogatorio enemigo, donde se acierta a transmitir esa sensación de desasosiego asumido por el protagonista, en un contexto hasta ese momento cómodo para él.

Por fortuna, la película -que en todo momento se delimita en episodios relevados a través de sendos fundidos en negro- eleva el tono una vez Summers llega a tierras parisinas. La ambientación resulta adecuada y creíble. Los pasos ejecutados entrarán dentro de lo establecido. La pintura de personajes resultará atractiva, con especial mención en torno a Léonie y en la desarmante bonhomía que desplegará el apacible Lafitte, destacado en el cariño que brinda a su gato -un animal prohibido en aquellos tiempos- y el trato humillante que le brinda su esposa. La precisión en el trazo de la reducida galería de personajes y la dosificación de su intriga, nos llevará al relato a sus mejores momentos, que tendrá su primera gran episodio en la dura secuencia confesional establecida entre Gene y la enlace, en donde él le expondrá sus dudas y ella con tremenda dureza -pronto acompañada de sus justificados miedos, como más adelante se comprobará- le hará ver la necesidad del cumplimiento de las órdenes en tiempo de guerra, más allá de que cualquiera de ellas esté desprovista de lógica. Serán unos minutos de una intensidad casi insoportable, en los que la lógica y los sentimientos irán ondeando en torno a sus dos protagonistas, en lo que de manera muy soterrada se planteará como una incipiente relación entre ambos. De notable fuerza resultará el asesinato de Lafitte por parte de Summers, cumpliendo la orden encomendada, en unos instantes que adquieren una extraordinaria fuerza dramática. En cualquier caso, el ulterior devenir de ORDERS TO KILL -que jugará con astucia el recurso de la elipsis- aún nos revelará un episodio posterior, precisamente el que concluye la película. Tras el reencuentro de Summers con sus superiores no dudará en retornar a la vivienda de Lafitte, donde se producirá una conmovedora catarsis entre él y su esposa y la hija del asesinado. En pocos planos, con una hermosa cadencia, y como si se produjera en ello una purificación del protagonista, lo cierto es que el film de Asquith adquiere una honda emoción. Que lástima que esa media hora inicial no alberge el suficiente interés, lastrando con ello el conjunto de la propuesta. En cualquier caso, nos encontramos ante un relato más que estimable, en el que durante sus instantes más intensos y sinceros, logra transmitir al espectador el drama interior y el dilema moral que encierra su argumento.

Calificación: 2’5

THE BROWNING VERSION (1951, Anthony Asquith) [La versión Browning]

THE BROWNING VERSION (1951, Anthony Asquith) [La versión Browning]

A grandes rasgos, THE BROWNING VERSION (1951), expone la catarsis emocional e incluso existencial, de un hombre culto y al mismo tiempo incapaz de salir de ese caparazón de frialdad en el que parece haber desarrollado su vida. Un caparazón en el que, probablemente se encuentran motivos de insatisfacción emocional e incluso sexual en torno a las relaciones con su esposa, pero en la que influye del mismo modo, el opresivo ámbito universitario en el que durante años ha ido desarrollando su vocación, provocando en ella el rechazo de sus alumnos.

Película mítica en su país de origen, Inglaterra, aunque nunca estrenada comercialmente en nuestro país, lo cierto es que nos encontramos con un título extraordinario, con bastante probabilidad la cima del talento -quizá compartido con la silente y lamentablemente olvidada THE ENCHANTED COTTAGE (1929)- de un cineasta atractivo, aunque en contadas ocasiones brillante, como fue Anthony Asquith. En esta ocasión, su colaboración junto al dramaturgo Terence Rattigan –me gustaría haber visto la previa THE WINSLOW BOY (1948)- proporcionó el retrato áspero, desencantado y deprimente, de las últimas horas del veterano Andrew Crocker-Harris (en una eminente composición de Michael Redgrave, en donde la contención aparece como su principal rasgo expresivo, y que resulta imprescindible contemplar en versión original para apreciar los matices de su casi siempre temblorosa voz, por la que casi parecen escaparse las emociones que su rostro rechaza expresar), como profesor de lenguas clásicas en una universidad británica. Aquejado de una dolencia cardiaca, y sobrellevando una crisis de pareja con su adusta y atractiva esposa –Millie (Jean Kent)-, con la que se acrecientan los desprecios que esta le proporciona y que mantiene una relación adultera con Frank Hunter (Nigel Patrick), profesor de química del centro. Las tensiones se acrecentarán en pocas horas, cuando Andrew descubra de manos de quien va a ser sus sustituto –Gilbert (Ronald Howard)-, que en las paredes de la universidad, se le venido llamando “el Himmler del quinto curso”, o que el rector –Frobisher (Wilfrid Hyde-White)- le anuncie que se le ha denegado una pensión recibida, y al mismo tiempo le pida que renuncie a culminar la ceremonia de clausura del curso, en beneficio de un joven profesor que tiene que abandonar la docencia para dedicarse a su exitosa carrera deportiva.

Lo que convierte a THE BROWNING VERSION en una película espléndida, es la asombrosa gradación que Asquith pone en práctica en las distintas capas de aporte dramático que proporciona el material de Rattigan, extrayendo de ellas una creciente densidad psicológica. Una extraña y oscura telaraña que va envolviendo cualquier gesto, cualquier mirada, ¡cualquier diálogo!... El recorrido de sus imágenes nos va insertando en una sensación sombría y casi desoladora, pero siempre asumiendo la premisa de una contención narrativa y colectiva por parte de todos y cada uno de sus personajes. Seres capaces de escupir veneno en un simple diálogo, pero todo ello envuelto en la conocida flema británica. Ello, sin duda, ha sido un calvo de cultivo propicio para que nuestro protagonista nunca haya exteriorizado sus emociones, y se haya mantenido siempre frío, exponiendo y educando a sus alumnos en los firmes principios de la cultura clásica. Nunca sabremos a ciencia cierta las causas finales del comportamiento introvertido y frío de Crocker-Harris, pero lo que resulta evidente es que el mismo en modo alguno puede censurarse, dentro de un entorno donde la hipocresía y la falta de consideración campa por sus respetos. Es algo que en el cine inglés, uno no encontrará plasmado de nuevo con tanta contundencia hasta en la excelente propuesta fantastique NIGHT OF THE EAGLE (1962. Sidney Hayers). Esa sensación de un colectivo de profesores y esposas que conviven en torno al centro, solo delimitado por rituales de cenas y juegos, entre los que se destilan venenosos comentarios, envidias hacia sus compañeros y un nada oculto propósito de medrar. Será un ámbito que poco a poco irá adquiriendo más protagonismo en la película, centrada fundamentalmente en secuencias de interiores, donde su alcance sombrío caracterizará las imágenes en blanco y negro de Desmond Dickinson descritas entre viejos mobiliarios, sombras, espejos e incluso arcadas, prolongando una extraña sensación de decadencia y rodeando con ello a un personaje como el profesor, a quienes mucho –incluso él mismo- se considera un muerto en vida. Es por ello que en su discurrir, por momentos tenemos la sensación de adentrarnos en un universo sombrío, lleno de claroscuros, con espejos que reflejan la realidad de comportamientos falsos, y los poco estimulantes comportamientos de un alumnado que, en definitiva, solo parecen preludiar ser dignos seguidores de los vicios y costumbres de sus progenitores.

Entre ellos habrá una sensible excepción. Se trata del joven Taplow (Brian Smith). Se trata de un muchacho que, al haber tenido ocasión de compartir clases particulares con este, ha logrado empatizar de manera natural con el profesor pese a que este no deje de manifestar su habitual frialdad. Será el joven y despierto alumno el que, sin pretenderlo, levante la roncha de insensibilidad del infranqueable profesor. Y ello tendrá el punto de inflexión en una secuencia conmovedora, estremecedora, no solo la más hermosa de la película, sino que no dudaría en destacarla entre las más hondas del cine inglés de los cincuenta. Este acude al domicilio de Andrew de manera inesperada y le regala la edición de un viejo libro con la adaptación en verso del Agamenón por parte del poeta Robert Browning. Crocker-Harris intenta reprimir la emoción que le produce el detalle del muchacho, quien además le ha escrito una dedicatoria en latín. La cámara aparecerá inmóvil mientras que el profesor, con una emoción que apenas puede contener, se mostrará de espaldas al encuadre –excepcional Redgrave-, hasta que esta se desplaza pudorosamente para contemplar su rostro bañado, por unos instantes, en lágrimas. Será el punto de inflexión para la definitiva comprensión del fracaso vital que hasta entonces ha asumido, al tiempo que la modificación por parte de Hunter de su valoración personal. Sobre todo, cuando su esposa lo humille de forma cruel al minusvalorar el sincero homenaje de Taplow. Ello provocará el definitivo rechazo por parte de Hunter hacia ella, inclinándose sin embargo hacia un acercamiento a su esposo, que en estas secuencias le revelará que era consciente del adulterio de Millie, y dejará caer en sus confesiones hacia el joven profesor, lo que algunos comentaristas han intentado vislumbrar, en torno a una supuesta no reconocida homosexualidad, aunque quizá me inclinaría a pensar en una impotencia por parte de este. Es probable que la reconocida homosexualidad de Asquith y Rattigan quizá avalara el primero de dichos enunciados.

Película de encuadres discretos y al mismo tiempo opresivos, ayudada por una carencia de banda sonora que hace que sus diálogos y reflexiones se claven en ocasiones como cuchillos, aparece engrandecida en unas secuencias ‘a dos’ de marcado carácter confesional, en donde Asquith sabe someter a sus actores a un estado de dureza emocional. Adornada por oportunos detalles, como la aparición de la traducción en verso que Andrew dejara a medio hacer cuando comenzó su docencia, y que tras el consejo de Taplow, quizá retome una vez liberado de una opresión existencial que casi llega a mostrarse física en la pantalla, THE BROWNING VERSION culminará con la extraordinaria secuencia en la que el profesor pedirá disculpas a su alumnado por no haber puesto en práctica la necesaria humanidad en su tarea, recibiendo a cambio una inesperada y cerrada ovación que ni el mezquino rector podrá coartar. Tras ello, veremos a Andrew en el exterior del campus acompañado de música clásica como fondo sonoro, en apariencia rejuvenecido y quizá con un atisbo de felicidad en su interior, una vez se ha librado también de su mujer. En realidad, en apenas unas horas, el maravilloso film de Anthony Asquith nos describe con tanta sutileza como hondura dramática y psicológica el proceso de un hombre para, sencillamente, encontrarse a sí mismo.

Más de cuatro décadas después, THE BROWNING VERSION vivió un interesante remake dirigido por Mike Figgis y protagonizado por el siempre maravilloso Albert Finney, que actualizaba el ámbito docente del protagonista. Sin embargo, en modo alguno pudo emular la grandeza de una película tan viva, dolorosa y sentida, como esta cumbre del cine inglés de su tiempo.

Calificación: 4

A COTTAGE ON DARTMOOR (1929, Anthony Asquith)

A COTTAGE ON DARTMOOR (1929, Anthony Asquith)

Haber disfrutado hace pocas semanas, de las excelencias de PICCADILLY (Idem, 1929. Ewald André Dupont), ya me puso en alerta, en las posibilidades que podía albergar el periodo silente dentro de la cinematografía británica. Algo que, durante muchos años, se estableció solo tenía su cuota de interés, en buena parte de las realizaciones mudas de Alfred Hitchcock. De ellas, no dudo en resaltar THE LODGER. A STORY OF THE LONDON FOG (El enemigo de las rubias, 1927), THE RING (1927), DOWNHILL (1927) 0 THE MANXMAN (1929). Pero lo cierto es que hubo más producciones que destacaron en aquellos últimos estores de la primera gran etapa del séptimo arte. Y entre ellas, aparece una especial implicación, en los primeros pasos de un cineasta, que siempre ha aparecido como el paradigma del academicismo inglés -apelación en cierto modo justificada-, como fue Anthony Asquith. Un Asquith, que en su juventud viajó a Estados Unidos, donde se formó en su floreciente industria cinematográfica, lo que permitió que, a su regreso a Inglaterra, decidiera convertirse en director de cine, debutando en 1928 con SHOOTING STARS, desarrollada en ambiente de un estudio de cine. A COTTAGE ON DARTMOOR (1929) es su cuarto largometraje, demostrando en el mismo una extraordinaria inventiva como metteur en scene, ya que nos encontramos con una película admirable, dotada de gran belleza y romanticismo que, en sus momentos más duros, deviene absolutamente angustiosa.

La producción de Asquith -autor asimismo del guion, tomando como base de Herbert Price- se inicia con modos pictóricos, reflejando en plano general el fondo amenazador del cielo en un ambiente rural -será este, un elemento que se utilizará, incidiendo en la importancia que el clima ofrece, sobre el tono de aquello que vamos a contemplar en la narración-, contrapuesto con la presencia de un árbol desprovisto de hojas. Con celeridad, se nos mostrará la fuga de alguien a quien aún no conocemos. Se trata del joven Joe (Uno Henning), que ha huido de la prisión de Dartmoor. Deambula de manera tan rápida como atropellada, con la intención de dirigirse a una casa que se ubica en el campo, introduciéndose en ella. Mientras tanto, iremos contemplando fugaces pasajes que nos proporcionan información de las circunstancias del fugado, insertándose asimismo un bello encadenado, que enlaza el uso del agua que Joe para utiliza lavarse la cara en un arroyuelo, con el barreño que lava a un niño, introduciéndonos en la vida de esa casa y, dentro de ella, a la joven Sally (Norah Baring). En medio de la oscuridad, el descubrimiento de Joe por parte de Sally, será descrito en un travelling frontal, dando paso a un largo flashback, sobre el que asentará la mayor parte del relato, retrotrayéndonos a un salón de belleza, en donde trabajan Joe como barbero, y Sally en calidad de manicura. Ella es amada secretamente por el primero, quien en sus actitudes revela ser alguien tan introvertido como posesivo, e incapaz de poder captar el interés de esta hermosa y abierta muchacha. La invitará a contemplar una película -sonora-, ella declinará el ofrecimiento, pero en el último momento, con cierta condescendencia, aceptará la invitación, aunque él antes haya tirado las entradas que disponía. Sin embargo, ella le propondrá acudir al salón de la residencia en donde se hospeda, teniendo que compartir la velada con gente de avanzada edad. En cualquier caso, Joe vislumbrará este encuentro con entusiasmo, enviándole un ramo de flores a la mañana siguiente, aunque la inesperada caída de la tarjeta que le acompañaba, impedirá prolongar con lógica el contacto, produciéndose una situación equívoca, que albergará en el joven barbero infundadas esperanzas.

Por el contrario, la manicura prolongará su afabilidad, olvidando la cita con Joe, iniciando de manera inesperada, contacto con el acaudalado Harry (Hans Adalbert Schlettow), que se convertirá en un cliente casi obsesivo del salón, con la oculta razón de acercarse a la muchacha. La invitará al cine -de nuevo a contemplar una película sonora-, siguiéndoles Joe, que poco a poco irá desarrollando y potenciando su rasgo posesivo e incluso esquizoide, albergando en su mente, la creciente intención de matar, al que considera su rival en el amor. La situación se planteará en una visita de Harry al salón, viendo Joe, mientras lo afeita con navaja de afeitar, los coqueteos de este con Sally. La tensión del barbero devendrá irrespirable, hiriendo de gravedad a su cliente, y siendo detenido por la policía.

La acción de la película volverá a su punto de partida. Sally mostrará inicialmente su terror, sobre todo al saber las amenazas que este había manifestado en la vista, de volver a matarla a ella y a Harry, con el que ella se casó. Sin embargo, de manera casi imperceptible, aflorará en la protagonista cierta ternura en torno a Joe, a quien esconderá de la presencia de los vigilantes de la prisión, vislumbrando en su presencia, la oportunidad perdida de una vivencia romántica apasionada, y despojada de la cómoda rutina que vive con su esposo. Pese a su impulso inicial, este accederá, a instancias de su mujer, en ayudar a Joe a escapar, propiciando la salida de su casa. Sin embargo, el condenado barbero albergará un gesto romántico final, retornando a la casa y siendo abatido por los disparos. En sus últimos instantes, solo añorará un último gesto de amor por parte de Sally, incapaz esta de romper con el circulo vicioso que representa su esposo, y los propios vigilantes que le rodean.

Como cualquier gran película que se precie -y esta lo es, quede claro desde el primer momento-, A COTTAGE ON DARTMOOR funciona admirablemente a varios niveles. Lo hace en la propia y romántica fuerza de su relato central. Pero Asquith no desaprovecha la ocasión, para insertar en su discurrir, una demoledora mirada en torno a los vicios y prejuicios de la Inglaterra de su tiempo. Al mismo tiempo, inserta en un periodo de especial febrilidad de la evolución del arte cinematográfico, no solo su base argumental se atreve a insertar la incidencia del sonoro, con la presencia del cinematógrafo como espectáculo de masas, sino que en la película aparecerán no pocos detalles, que avalarán la receptividad que el entonces joven realizador británico, mantenía en torno a los corrientes e hitos cinematográficos más relevantes de aquel tiempo, insertos siempre con pertinencia. Y es que, en no pocos momentos, podemos adivinar la huella expresionista de la película -esa querencia por ciertas planificaciones puestas en práctica por Pabst-, plasmada no solo en secuencias como la que describe el deseo criminal de Joe, o la propia configuración de su presencia fílmica, utilizando la iluminación sobre su rostro, para acentuar el lado romántico o amenazante de su personalidad, percibiendo una cierta semejanza con los roles que, por aquellos años, venía protagonizando de manera magistral, el alemán Conrad Weidt. Esas secuencias de exteriores rurales, descritas en el entorno de la casa que centrará la acción, por momentos llega a reflejar la tensión presente en la magistral THE WIND (El viento, 1928) de Victor Sjöstrom. O, finalmente, esa delicadeza, tan propia de la excepcional THE CROWD (… Y el mundo marcha, 1928. King Vidor), presente en el pasaje en el que Sally responde a la pregunta de Harry, preguntándole cuanto le quiere, en un instante de conmovedora delicadeza.

En cualquier caso, uno de los elementos que proporciona singularidad el film de Asquith, reside en esa mirada en torno a la incidencia sobre la presencia del sonoro en el público inglés del momento, lo que permitirá un sorprendente episodio, que servirá como auténtico microcosmos, describiendo una coralidad de espectadores -entre los cuales se encontrarán los protagonistas de este drama triangular-, e incidiendo a través de su reacciones y estados de ánimo, en esa mirada social, que Asquith tendrá siempre en segundo término, sin interferir en la auténtica entraña de la película.

Esa mirada social jamás quedará ausente en A COTTAGE ON DARTMOOR. Lo plasmará en la propia cotidianeidad de ese salón de belleza, en la que aparecerán de manera ingeniosa, insertos de partidos de polo, regatas o carreras de caballo, describiendo las charlas habituales de los empleados con los clientes, o en la descripción de esa residencia dominada por ancianas, en la que no faltará ni el prejuicio, ni la mirada condescendiente, ante esa inesperada cita en torno a Sally y Joe. Por medio de las actitudes y los comentarios de los empleados, o el recelo de las mujeres que trabajan en el negocio, cuestionando que una compañera suya de clase obrera, pueda acercarse a un hombre de estrato adinerado. Es una faceta, en la que Asquith desplegará su excelencia en la utilización del rostro de los actores, en la gestualidad de estos, o en la transmisión de sus estados de ánimo.

Y a modo de olla a presión, la película tendrá su catarsis y, con ella, la culminación de su extenso flashback, con esa secuencia intensa, aterradora y, personalmente, difícil de asumirla como espectador, en la que Joe irá creciendo en su ira, mientras se encuentra afeitando a Harry. La presencia de un montaje de gran intensidad. La fuerza de una planificación que siempre propondrá en primer plano esa amenazante navaja de afeitar, hasta llegar a ese casi insoportable estallido, en el que evitará la crueldad del momento, pero culminará con una sucesión de centelleantes planos, que concluirán con la inserción de uno fugaz, cubriendo la pantalla de color rojo.

Tras el schock que brinda ese episodio, y la posterior detención de Joe, la película retomará su situación inicial y, por un momento, parece que el film de Asquith pierde fuerza. Por fortuna, es una vana ilusión, incorporándose de manera inesperada, una reacción finalmente comprensiva por parte de Sally, de ese hombre amenazante pero que, en el fondo, representará para ella alguien con sentido del romanticismo. Algo que de inmediato contrapondrá con la seguridad que le proporciona, a todos los niveles, su esposo, que le ha dado un hijo, pero que no la satisface como mujer. Es algo que podremos contemplar en esos momentos en que Sally y Joe se confiesan, antes de la llegada de los vigilantes. Y es que, a fin de cuentas, A COTTAGE ON DARTMOOR, aparece como un originalísimo melodrama triangular, que presentará un desenlace desgarrador, en el que de nuevo se pondrá a prueba la imposible lucha de Sally para exteriorizar sus sentimientos, entregando a Joe en sus instantes postreros de vida, ese beso que colme, al menos, el amor que siempre ha sentido por ella, sin haber sido correspondido en sus sentimientos. Una vez más, lo establecido impedirá vivir ese deseo, culminando la película con esa visión subjetiva de un moribundo que fundirá en negro -su muerte-, en uno de los finales más conmovedores del periodo silente, y como dolorosa conclusión, a una historia de amor que nunca lo fue tal, y que el destino impidió… con la inoportuna caída de una tarjeta de un sencillo ramo de flores.

Calificación: 4

GUNS OF DARKNESS (1962, Anthony Asquith) Al final de la noche

GUNS OF DARKNESS (1962, Anthony Asquith) Al final de la noche

Podemos señalar sin temor a equivocarnos, que GUNS OF DARKNESS (Al final de la noche, 1962) es el último título con un cierto grado de interés, dentro de la filmografía del británico Anthony Asquith, que poco tiempo después firmaría dos productos tan grises como THE V.I.P. S (Hotel Internacional, 1963) y THE YELLOW ROLLS-ROYCE (El Rolls-Royce amarillo, 1964). Partamos de la base que no se ha de ubicar a Asquith como un primerísimo cineasta, pero su adscripción académica y su habilidad y ocasional inspiración dentro del terreno del drama psicológico, le hizo acreedor de exponentes hoy día considerados pequeños clásicos –es el caso de THE BROWNING VERSION (1951)-. En esta ocasión, y con una considerable carrera ya a sus espaldas, y adentrándose en un ámbito temporal donde el séptimo arte estaba asumiendo enormes ámbitos, Asquith se desenvuelve casi a contrapelo, con una propuesta dramática en la que muy pronto destacamos tanto su carácter y look anacrónico, como la poderosa atmósfera que le ofrece la elección de un espeso blanco y negro fotográfico, obra del experto Robert Krasker, elementos ambos que proporcionan, junto a la labor de sus intérpretes, el más elevado grado de personalidad a su resultado. Un conjunto que, a poco que se contemple el desarrollo argumental de John Mortimer, a partir de la novela de Francis Clifford “An Act of Mercy”, intercala una acción exterior, marcada en una revolución iniciada en un imaginario país sudamericano, como elemento de inflexión para la evolución que registrará una pareja inglesa residente en dicho territorio, trabajando el marido –Tom Jordan (David Niven)- en una plantación de la que son dueños un grupo de ingleses que realizan su vida entre ellos mismos, como una especie de guetto elitista que desarrolla sus predecibles ritos al margen de la población autóctona.

Un ámbito que nos describirán las imágenes iniciales, narrando de forma paralela la celebración del fin de año por parte del grupo de ingleses unidos por las tareas de regencia de la plantación, y los últimos pormenores de cara a realizar un golpe de estado que deponga al presidente Rivera (David Opatoshu, en un rol idóneo para Alec Guinness). Con notable sentido de la precisión, adoptando una mirada cercana al universo cinematográfico heredado de las adaptaciones de la obra de Graham Greene, aunque en ellas se inserten ciertos elementos narrativos de alcance efectista, se describe el relevo de un mandatario caracterizado por su talante aperturista, al tiempo que la insatisfacción de Jordan, en medio de un contexto de tensiones bien plasmado por la cámara de Asquith. Será el inicio de una peripecia a dos bandas que ligará el inesperado encuentro entre Rivera y Jordan, con un inesperado proceso interior que permitirá dar una nueva oportunidad a una pareja condenada al divorcio, de la cual la esposa –Claire (Leslie Caron)-, se encuentra embarazada y sin haber comunicado a Tom su nuevo estado.

En medio de una textura visual extraña –que proporciona al conjunto un estimo que deliberado aire anacrónico, y en la que no se ausentarán ciertas secuencias de exteriores rodadas en estudio-, GUNS OF DARKNESS se desarrolla describiendo el cada vez más peligroso trazado de la huída a la frontera del matrimonio Jordan junto al depuesto presidente Rivera, los intentos del gobierno golpista por recuperarlo, e insertando en su trazado esos caracteres psicológicos que irán modificando el inicial y casi nulo equilibrio emocional de la pareja, por una nueva actitud en la que se percibirá un aprendizaje vital basado en el riesgo e incluso una fisicidad, de la que hasta entonces había caracterizado su relación. Es verdad que no puede señalarse que dicho enunciado sea un dechado de originalidad, pero justo es reconocer que resulta efectivo. Lo hace sobre todo cuando la ascendencia de su discurso queda en un segundo término, y se apropia del encuadre la sensación de peligro, riesgo e incluso pánico. Puede deducirse que es en dicho capítulo donde el film de Asquith adquiere un mayor grado de interés. Episodios como el que protagonizan los tres personajes en medio de un coche intentando sobrevivir en una arenas movedizas, el asesinato por parte de Joe –admirable Niven-, del joven que comanda el grupo militar que los ha localizado, y que le muestra la foto de una hija fruto de su matrimonio que al parecer tiene futuro en la lírica –quizá la mejor secuencia de la película-, o la visita de Claire a la población fronteriza, en los que los sangrientos seguidores militares han efectuado una auténtica matanza –antes hemos visto una procesión plasmada con poca convicción-. Son todos ellos, probablemente los instantes más valiosos de un relato desigual y atractivo al mismo tiempo, en la que esa vertiente discursiva, flanquea por las costuras de un trazado argumental trufado en ocasiones por cierta planificación de querencia efectista, pero que no por ello anula la efectividad de su conjunto.

Calificación: 2’5

LIBEL (1959, Anthony Asquith) La noche es mi enemiga

LIBEL (1959, Anthony Asquith) La noche es mi enemiga

Un título como LIBEL (La noche es mi enemiga, 1959), define a la perfección las limitaciones de un modelo de producción y al mismo tiempo las propias cualidades emanadas por un cineasta tan efectivo pero al mismo tiempo codificado como Anthony Asquith. Hábil en la plasmación de atmósferas y dramas psicológicos. En un título como el que nos ocupa se puede percibir ese choque entre unas fórmulas ya un tanto periclitadas, en un ámbito donde el cine ya se había introducido en una renovación formal, que por desgracia invalidó la pertinencia de pequeñas propuestas como la presente. Nos encontramos ante uno de los últimos títulos de un cineasta académico –para lo bueno y lo menos bueno-, que sin haber brillado nunca a un nivel extraordinario, sí que ofreció títulos de notable relieve, como pudiera ser la célebre THE BROWNING VERSION (1951) –quizá su mejor obra-. Asquith se desenvolvió con cierta soltura en el ámbito del cine literario, en la recreación de atmósferas de época y, por supuesto, en una dirección de actores, terreno abonado dentro del cine de las islas.

En plena consonancia con lo señalado, LIBEL se describe casi de manera simbólica como un drama de intriga de época desarrollado en un ámbito contemporáneo –casi una metáfora a su propia configuración-, que se inicia –tras los títulos de crédito que envuelve el bello tema musical de Benjamín Frankel-, con la presencia del joven y un tanto extraño personaje de Jeffrey Buckenham (Paul Massie), que más adelante descubriremos se trata de un leñador canadiense que combatió en la II Guerra Mundial. A su llegada a Londres, la casualidad le llevará a contemplar un documental que le mostrará la fastuosa mansión propiedad de Sir Mark Loddon (Dirk Bogarde) y su esposa Margaret (Olivia de Havilland). No deja de ser un artificioso subterfugio de guión, que por otra parte sirve de contraste para ligar esos dos mundos que se ponen en colisión en la película. Por un lado la Inglaterra de finales de los cincuenta en la que se desarrolla el relato, y de otro el atavismo que quedará como algo inmanente del pasado inglés, representado en la película por todo aquello que rodea el mundo de ese aristócrata casado con una americana, que se supone asumen un considerable nivel adquisitivo. Es decir, el respeto a unas convenciones clasistas, que tendrán su prolongación en el fragmento de la vista auspiciada por Loddon, en donde podremos comprobar como en el desarrollo de las leyes, parece que se haya detenido el tiempo en Inglaterra.

LIBEL oscila en su discurrir entre el drama psicológico y la intriga y el suspense, dentro de una combinación por momentos atractiva, y en no pocos chirriante a ojos vista. Su trazado argumental se describe en torno al reencuentro entre Buckenham y Loddon, que fue uno de sus compañeros de celda en la lucha aliada, y que compartieron junto al actor de cortos vuelos Frank Welney (el mismo Bogarde), de acusada altanería y rasgos posesivos, caracterizado por un asombroso parecido con el aristócrata. Gran amigo de este, el canadiense sospechará que en la personalidad del actual y supuesto baronet se esconde en realidad a Welney, ya que en el último momento en que los tres estuvieron juntos, se produjo una violenta situación que quizá supusiera el asesinato de Loddon, y el mediocre intérprete ocupara su personalidad a su regreso a tierras británicas. A esta circunstancia se unirán las pesadillas vividas por Loddon, de las cuales se dará cuenta su esposa, quien en el desarrollo de la vista provocada por la demanda de su marido contra un periódico sensacionalista -que se ha hecho eco del escrito de Buckenham cuestionando la identidad de este-, empezará a dudar si realmente el hombre con el que se casó, en realidad fue aquel del cual se enamoró antes de acudir como voluntario en la lucha contra el nazismo.

A mi modo de ver, y como en tantos exponentes del cine de suspense, lo más atractivo de LIBEL –que goza de entrada de una magnífica fotografía en blanco y negro, llena de sugerencias, y un acertado diseño de producción-, reside en la manera de insinuar la irrupción de la inquietud en el seno de una normalidad violentada con la llegada de un extraño. Con cierta elegancia, iremos comprobando el entorno de los Loddon, en el seno de una enorme mansión con varios siglos de antigüedad, que solo pueden mantener –detalle genial, adelantando incluso al Stanley Donen de THE GRASS IN GREENER (Página en blanco, 1960)-, asumiendo la constante visita de turistas. Uno de ellos será el joven canadiense, que se introducirá en el ámbito familiar precisamente a través de una de ellas, siendo recibido por un Loddon que no sin ciertas dificultades lo recordará. No olvidemos que el aristócrata sufrió tras su regreso de la guerra una serie de consecuencias que accidentaron su memoria de manera considerable. Ya al poco de dicho reencuentro, Jeffrey activará sus sospechas en torno a la verdadera identidad de Mark, haciéndoselas partícipes al interesado, e iniciando una serie de actuaciones encaminadas a revelar si realmente sus sospechas están fundadas.

A partir de dichas premisas, Anthony Asquith desarrolla una intriga que funciona mucho mejor cuando se inclina hacia unos derroteros intimistas, que cuando este pretende discurrir por senderos más o menos efectistas. Es algo que no solo puede determinarse en la ocasional presencia de chirriantes “zooms” que rompen con esa planificación cálida y envolvente que el director pone en práctica en sus momentos más afortunados –instantes desarrollados en el interior de la mansión, donde este logra entrelazar y relacionar a los protagonistas y el decorado que se sitúa a su alrededor-. Esa sensación de morosidad narrativa se plasma del mismo modo en el largo episodio del juicio, en donde la recreación de lo sucedido entre los tres compañeros en la contienda –narrado desde diferentes puntos de vista, al modo del influyente RASHÔMON (1950) de Kurosawa-, deviene tan cansino, como la articulación del ritual de los testigos participantes, de la que no se nos escamotean la formulación del juramento de todos ellos.

Pese a todas estas rémoras, y pese al relativo impacto de su giro final que, justo es reconocerlo, transmite un cierto grado de impacto al espectador, lo cierto es que lo mejor de LIBEL reside en lo que podríamos denominar su “letra pequeña”. En esa mirada en algunos momentos disolvente que aplica una determinada carga crítica en los usos y costumbres de la Inglaterra de su tiempo. Es algo que se percibe en esa creciente alienación de sus ciudadanos ante el formato televisivo y las retransmisiones deportivas. En esa ya señalada decadencia en la efectividad de la llamada nobleza –los protagonistas, teniendo que someter su mansión a la visita de los turistas para poder subsistir-. En el arribismo que representa el rol encarnado por el excelente Anthony Dawson, primo de Loddon, al que veremos atendiendo su propio comercio de venta de coches, y trasladando la hipocresía en torno a este, ante la posibilidad de heredar sus propiedades. Ironía en torno a la dramaturgia utilizada por los juristas encargados de sobrellevar la vista con la que culminará el relato –encarnados por los siempre excelentes Robert Morley y Wilfrid Hyde-White-, o sutiles puyas en torno al clasismo british, que duran casi lo que un pestañear –el gesto de asco de una de las componentes del jurado, al palpar la chaqueta de oficial que portaba el herido que ha sido mostrado en la vista-. Elementos todos ellos que, si más no, contribuyen a hacer llevadera una función, en la que la sensibilidad de Olivia de Havilland, se contrapone a la ambivalente sensación que se tiene al asistir al por otra parte esforzado trabajo de Bogarde; por momentos se tiene la sensación de contemplar al excelente intérprete que fue, y en otros un molesto recital de mohines.

Calificación: 2

FANNY BY GASLIGHT (1945, Anthony Asquith)

FANNY BY GASLIGHT (1945, Anthony Asquith)

FANNY BY GASLIGHT (1945, Anthony Asquith) responde, plano por plano, y en el conjunto de su temática, a ese conjunto de producción inglesa predominante en las décadas de los cuarenta y cincuenta, de contexto victoriano y ecos nada velados al mundo de Dickens. Todo ello, aunque la propuesta emane de una novela Michael Sadleir, en la que se muestra esa visión de la sociedad victoriana inglesa, que la productora Gainsborough utilizó en buena parte de sus producciones, hasta el punto de erigirse como una de las tendencias más populares emanadas por una firma aún carente de ese estudio conjunto, que no cabe duda que deviene dificultoso, en la medida que buena parte de sus títulos no son, ni de lejos, de fácil acceso. De todos modos, aún formulando esta observación quizá sin el necesario fundamento, me da la impresión de que la producción de dicho estudio estaba marcada por un contexto de aspectos atractivos y determinadas limitaciones, en cuyas fronteras –supongo- se pueden intercalar buena parte de sus títulos. Entre sus logros, que duda cabe que hay que mencionar una capacidad para trasladar una atmósfera sobrecargada y creíble en su expresión literaria. Con estas películas uno adquiere esa noción tan esquiva, como es la de presenciar una adecuada recreación visual de un referente literario de época.

En el film de Anthony Asquith ello se manifiesta desde el primer momento, con el contraste que se brinda entre el mundo impecable de esa familia en su apariencia revestida por lo que entonces se entendía como normal. Muy pronto advertiremos la fragilidad de tal enunciado, ya que la protagonista de niña comprobará como en la parte inferior de su casa se encuentra un establecimiento llamado The Shadows, destinado al disfrute libertino de hombres acomodados, en el que trabaja como ayudante el que en teoría es su padre –William Hopwood (John Laurie)-. Mediante esos magníficos movimientos de grúa –uno de los elementos más brillantes de la función, seña de estilo del realizador-, el espectador contemplará del mismo modo que la pequeña protagonista y de Lucy, ese submundo de degradación que muy pronto le acompañará en su andadura vital desde joven. Ese alcance folletinesco, habitual en este modelo de melodrama que con tanta fidelidad puso en práctica esta productora, se acrecentará cuando conozcamos que William no es su padre, incorporando con ello otro elemento de puritanismo en su argumento… el hecho de que nuestra protagonista sea la hija secreta de un conocido político londinense –Clive Seymour (Stuart Lindsell)-, en una relación que mantuvo con su madre poco antes de casarse con Hopwood. Seymour es un hombre provisto de una gran proyección social, con la mala suerte de estar casado con una mujer arrogante y materialista, que le es infiel con el malvado Lord Manderstoke (James Mason). La ya juvenil Fanny (convertida en la actriz Phyllis Calvert, que realiza un trabajo lleno de sensibilidad), ya lo había conocido de pequeña, cuando este provocó la muerte de su falso padre, sin percibir que su égida le acompañará como una siniestra sombra en su inestable andadura existencial.

Lo cierto y verdad es que el film de Asquith no reserva muchas sorpresas en ese recorrido repleto de malos malísimos –el rol encarnado con fuerza por Mason-, de buenos y justos –el abogado Harry Somesford, encarnado con carisma por un jovencísimo Stewart Granger-, introduciendo en su seno unas gotitas de reivindicación feminista –esa conciencia que poco a poco irá adquiriendo su protagonista, y que manifestará con fuerza en su episodio final, revelándose con convicción ante la hermana de Harry, interpretada por una exquisita Cathleen Nesbith-, al tiempo que introduciendo no pocos toques folletinescos en detrimento de un tratamiento cinematográfico más depurado y elaborado. No por ello vamos a despreciar lo logrado por Asquith. Sin duda, nos encontramos con un realizador inquieto, destilando en todo momento una capacidad para trabajar visualmente su argumento a través de la cámara. Ello se manifiesta en el manejo diestro de la grúa –que se manifestará en los primeros compases del film, descritos en un plano secuencia de cierta complejidad-, en la casi constante movilidad de la cámara, o en episodios que destacan por su fuerza expresiva. Con ello me refiero sobre todo al que describe el duelo a pistola entre Manderstoke y Somesford –provisto de una ambientación neblinosa y tensión interna admirable-, o el que concluirá la función, descrito en un angosto hospital parisino, donde Fanny se enfrentará al rigor manifestado por la hermana de su amado abogado, mostrando una decidida fortaleza a la hora de asentarse en la seguridad del amor sincero y sin clases que ambos se profesan. Esa voluntad de trasladar a la imagen la necesaria tensión que emana de su trazado argumental, se manifiesta en detalles como la utilización de los espejos a la hora de mostrar el derrumbamiento ante una esposa casquivana y cruel que no dudará en someterlo a sus deseos.

Entre el esmero ofrecido a una dirección artística que se convierte –como en tantas otras películas inglesas- en un personaje más del film, esa capacidad para mostrar el puritanismo de una sociedad que se divide casi de forma física en sendos mundos paralelos pero de difícil incardinación, FANNY BY GASLIGHT se degusta con cierto placer. El de provenir de un hombre de cine que intenta en todo momento expresarse a través de la imagen, en su capacidad de extraer un notable resultado del valioso equipo técnico y artístico que se encuentra a su mando –destacar especialmente la fotografía llena de contrastes del posterior realizador Arthur Crabtree-, pero al mismo tiempo incapaz de trascender el material de base por medio de una mayor densidad en su trazado -algo que sí lograría el David Lean de GREAT EXPECTATIONS (Cadenas rotas, 1946) o la posterior MADELEINE (1950)-. Es la diferencia que ofrece el director competente, en ocasiones inspirado, del cineasta en el que se atisba un grado de inspiración que ya en este sendero de su obra cabría insertar entre lo más logrado de la misma.

Destaquemos para finalizar la presencia de Wilfrid Lawson, un actor desconocido por el gran público, pero una auténtica institución en la profesión británica, encarnando al amigo obrero de la familia de la protagonista.

Calificación: 2’5