LIBEL (1959, Anthony Asquith) La noche es mi enemiga
Un título como LIBEL (La noche es mi enemiga, 1959), define a la perfección las limitaciones de un modelo de producción y al mismo tiempo las propias cualidades emanadas por un cineasta tan efectivo pero al mismo tiempo codificado como Anthony Asquith. Hábil en la plasmación de atmósferas y dramas psicológicos. En un título como el que nos ocupa se puede percibir ese choque entre unas fórmulas ya un tanto periclitadas, en un ámbito donde el cine ya se había introducido en una renovación formal, que por desgracia invalidó la pertinencia de pequeñas propuestas como la presente. Nos encontramos ante uno de los últimos títulos de un cineasta académico –para lo bueno y lo menos bueno-, que sin haber brillado nunca a un nivel extraordinario, sí que ofreció títulos de notable relieve, como pudiera ser la célebre THE BROWNING VERSION (1951) –quizá su mejor obra-. Asquith se desenvolvió con cierta soltura en el ámbito del cine literario, en la recreación de atmósferas de época y, por supuesto, en una dirección de actores, terreno abonado dentro del cine de las islas.
En plena consonancia con lo señalado, LIBEL se describe casi de manera simbólica como un drama de intriga de época desarrollado en un ámbito contemporáneo –casi una metáfora a su propia configuración-, que se inicia –tras los títulos de crédito que envuelve el bello tema musical de Benjamín Frankel-, con la presencia del joven y un tanto extraño personaje de Jeffrey Buckenham (Paul Massie), que más adelante descubriremos se trata de un leñador canadiense que combatió en la II Guerra Mundial. A su llegada a Londres, la casualidad le llevará a contemplar un documental que le mostrará la fastuosa mansión propiedad de Sir Mark Loddon (Dirk Bogarde) y su esposa Margaret (Olivia de Havilland). No deja de ser un artificioso subterfugio de guión, que por otra parte sirve de contraste para ligar esos dos mundos que se ponen en colisión en la película. Por un lado la Inglaterra de finales de los cincuenta en la que se desarrolla el relato, y de otro el atavismo que quedará como algo inmanente del pasado inglés, representado en la película por todo aquello que rodea el mundo de ese aristócrata casado con una americana, que se supone asumen un considerable nivel adquisitivo. Es decir, el respeto a unas convenciones clasistas, que tendrán su prolongación en el fragmento de la vista auspiciada por Loddon, en donde podremos comprobar como en el desarrollo de las leyes, parece que se haya detenido el tiempo en Inglaterra.
LIBEL oscila en su discurrir entre el drama psicológico y la intriga y el suspense, dentro de una combinación por momentos atractiva, y en no pocos chirriante a ojos vista. Su trazado argumental se describe en torno al reencuentro entre Buckenham y Loddon, que fue uno de sus compañeros de celda en la lucha aliada, y que compartieron junto al actor de cortos vuelos Frank Welney (el mismo Bogarde), de acusada altanería y rasgos posesivos, caracterizado por un asombroso parecido con el aristócrata. Gran amigo de este, el canadiense sospechará que en la personalidad del actual y supuesto baronet se esconde en realidad a Welney, ya que en el último momento en que los tres estuvieron juntos, se produjo una violenta situación que quizá supusiera el asesinato de Loddon, y el mediocre intérprete ocupara su personalidad a su regreso a tierras británicas. A esta circunstancia se unirán las pesadillas vividas por Loddon, de las cuales se dará cuenta su esposa, quien en el desarrollo de la vista provocada por la demanda de su marido contra un periódico sensacionalista -que se ha hecho eco del escrito de Buckenham cuestionando la identidad de este-, empezará a dudar si realmente el hombre con el que se casó, en realidad fue aquel del cual se enamoró antes de acudir como voluntario en la lucha contra el nazismo.
A mi modo de ver, y como en tantos exponentes del cine de suspense, lo más atractivo de LIBEL –que goza de entrada de una magnífica fotografía en blanco y negro, llena de sugerencias, y un acertado diseño de producción-, reside en la manera de insinuar la irrupción de la inquietud en el seno de una normalidad violentada con la llegada de un extraño. Con cierta elegancia, iremos comprobando el entorno de los Loddon, en el seno de una enorme mansión con varios siglos de antigüedad, que solo pueden mantener –detalle genial, adelantando incluso al Stanley Donen de THE GRASS IN GREENER (Página en blanco, 1960)-, asumiendo la constante visita de turistas. Uno de ellos será el joven canadiense, que se introducirá en el ámbito familiar precisamente a través de una de ellas, siendo recibido por un Loddon que no sin ciertas dificultades lo recordará. No olvidemos que el aristócrata sufrió tras su regreso de la guerra una serie de consecuencias que accidentaron su memoria de manera considerable. Ya al poco de dicho reencuentro, Jeffrey activará sus sospechas en torno a la verdadera identidad de Mark, haciéndoselas partícipes al interesado, e iniciando una serie de actuaciones encaminadas a revelar si realmente sus sospechas están fundadas.
A partir de dichas premisas, Anthony Asquith desarrolla una intriga que funciona mucho mejor cuando se inclina hacia unos derroteros intimistas, que cuando este pretende discurrir por senderos más o menos efectistas. Es algo que no solo puede determinarse en la ocasional presencia de chirriantes “zooms” que rompen con esa planificación cálida y envolvente que el director pone en práctica en sus momentos más afortunados –instantes desarrollados en el interior de la mansión, donde este logra entrelazar y relacionar a los protagonistas y el decorado que se sitúa a su alrededor-. Esa sensación de morosidad narrativa se plasma del mismo modo en el largo episodio del juicio, en donde la recreación de lo sucedido entre los tres compañeros en la contienda –narrado desde diferentes puntos de vista, al modo del influyente RASHÔMON (1950) de Kurosawa-, deviene tan cansino, como la articulación del ritual de los testigos participantes, de la que no se nos escamotean la formulación del juramento de todos ellos.
Pese a todas estas rémoras, y pese al relativo impacto de su giro final que, justo es reconocerlo, transmite un cierto grado de impacto al espectador, lo cierto es que lo mejor de LIBEL reside en lo que podríamos denominar su “letra pequeña”. En esa mirada en algunos momentos disolvente que aplica una determinada carga crítica en los usos y costumbres de la Inglaterra de su tiempo. Es algo que se percibe en esa creciente alienación de sus ciudadanos ante el formato televisivo y las retransmisiones deportivas. En esa ya señalada decadencia en la efectividad de la llamada nobleza –los protagonistas, teniendo que someter su mansión a la visita de los turistas para poder subsistir-. En el arribismo que representa el rol encarnado por el excelente Anthony Dawson, primo de Loddon, al que veremos atendiendo su propio comercio de venta de coches, y trasladando la hipocresía en torno a este, ante la posibilidad de heredar sus propiedades. Ironía en torno a la dramaturgia utilizada por los juristas encargados de sobrellevar la vista con la que culminará el relato –encarnados por los siempre excelentes Robert Morley y Wilfrid Hyde-White-, o sutiles puyas en torno al clasismo british, que duran casi lo que un pestañear –el gesto de asco de una de las componentes del jurado, al palpar la chaqueta de oficial que portaba el herido que ha sido mostrado en la vista-. Elementos todos ellos que, si más no, contribuyen a hacer llevadera una función, en la que la sensibilidad de Olivia de Havilland, se contrapone a la ambivalente sensación que se tiene al asistir al por otra parte esforzado trabajo de Bogarde; por momentos se tiene la sensación de contemplar al excelente intérprete que fue, y en otros un molesto recital de mohines.
Calificación: 2
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