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CINEMA DE PERRA GORDA

Blake Edwards

SKIN DEEP (1989, Blake Edwards) Una cana al aire

SKIN DEEP (1989, Blake Edwards) Una cana al aire

Cuando han pasado ya más de treinta años y el cine ha evolucionado tanto -y no siempre para bien- desde una década como la de los ochenta, tenida como una de las de menor calidad dentro de la historia de la cinematografía creo, sin embargo, que se puede mirar con mucho mayor interés un determinado nicho de producción del ya entonces veterano Blake Edwards en el ámbito de la comedia americana. Nos centramos en una serie de titulos ubicados a partir de 1983, con THE MAN WHO LOVED WOMEN (El hombre que amaba a las mujeres, 1983), aunque bien es cierto que dicha corriente tendría su auténtico inicio con la premia 10 (10, la mujer perfecta, 1979). Títulos que se irían estableciendo en medio de inútiles recurrencias al universo de la pantera rosa y el slapstick. De ese pequeño e involuntario ciclo, no dudo en destacar THAT’S LIFE! (Así es la vida, 1986) y la casi inmediata BLIND DATE (Cita a ciegas, 1987). Se trata de comedias en las que se encuentran ecos de la vertiente cómica heredada por el cineasta, pero que se unifican en su mirada, ya revestida de melancolía, en torno a las clases altas californianas, en muchos de cuyos casos se adentran en las neurosis de una madurez e incluso en las neurosis de los primeros pasos de la vejez. Se trata de un universo recreado en mansiones y ámbitos adinerados, en donde en apariencia la estabilidad se encuentra asegurada, pero bajo sus costuras se abren una serie de grietas que suelen ser tratadas por la cámara de Edwards con tanto vitriolo como en último término conmiseración. Máxime cuando el propio cineasta parecía encontrar en dichas descripciones un claro matiz autobiográfico.

Dentro de dicho contexto se encuentra SKIN DEEP (Una cana al aire, 1989) que, como varias otras de estas propuestas, en el momento de su estreno fue criticada al señalar que Edwards ponía una especie de nuevo ‘refrito’ de sus obsesiones. Eso es cierto. ¿Qué hay de malo en ello? Sorprende como en aquellos años pocos cuestionaban la irregularidad y la reiteración que planteaba en aquellos años buena parte de la obra de Woody Allen -en no pocas ocasiones evidenciando sus limitaciones como narrador- mientras que Edwards cotizaba mucho más bajo, con resultados en ocasiones más interesantes que el newyorkino. Sea como fuera, y asumiendo que vemos en esta comedia no pocos exponentes inherentes el mundo edwardsiano, nos encontramos ante una divertida y ciertos momentos amarga propuesta, a la que creo que el paso del tiempo le ha tratado bastante bien -como por otro lado ha venido sucediendo con otros exponentes de su filmografía, en su momento también acogidos con desapego-.

Zach (estupendo John Ritter) es un escritor cuarentón, reconocido y premiado, que se caracteriza por su inestabilidad emocional y, sobre todo, el incesante apetito que siente hacia las mujeres. Precisamente, la película se iniciará con una divertida doble situación en la que será descubierto finalmente por su esposa -Alex (notable Alyson Reed)-. Esta lo expulsará de su casa y, prácticamente, lo dejará en una complicada situación incluso económica. Será un marco en el que el protagonista iniciará una deriva casi autodestructiva con desastrosas y efímeras aventuras amorosas, confesándose por un lado con su imperturbable psicólogo -encarnado por el excoreógrafo Michael Kidd- y por otro con el veterano barman -Barney (Vincent Gardenia)-. También acudirá en su ayuda su abogado, que en alguna ocasión tendrá que avalar incluso su salida de comisaría tras ser detenido en alguna insospechada situación. En un momento dado lo que buscará Zach es retornar junto a su esposa, pero las cosas no se encuentran precisamente fáciles.

De entrada, lo que me menos me gusta de SKIN DEEP es, precisamente algo que el paso de los años le he permitido acentuar; esa pátina visual muy eighties que, por momentos, le acerca a una textura televisiva, algo por otro lado bastante extensivo al cine de la época, que acentúa la plana fotografía en color de Isidore Mankofsky. En cualquier caso, haciendo abstracción de dicha circunstancia, y asumiendo que la película no deja de suponer más que una nueva vuelta de tuerca en torno a un universo y unas obsesiones ya puestas en práctica por Edwards en títulos anteriores -a las que tenía completo derecho en reincidir, en lo que además se aúna el hecho de ser igualmente guionista- asistimos a un divertido y, por momentos, melancólico exponente del género, en donde seguiría dando buena prueba de la experta mano puesta en práctica por un cineasta con más de tres décadas de carrera a sus espaldas, y que aún rodaría un par de largometrajes y otros títulos para televisión.

Desde la hilarante doble infidelidad con la que nos adentramos en las desventuras del protagonista, muy pronto percibimos la extrema fluidez de su trazado, en el que el uso de la elipsis permite que el ritmo del relato nunca decaiga. A los pocos minutos se nos introduce en su dinámica, a través de una serie de episodios adecuadamente entrelazados que, además de servir a las necesidades argumentales, permiten ofrecer un retrato coral de una serie de neurosis inherentes a esas clases altas, que desahogan la insustancialidad de sus existencias y su verdadera falta de dificultades, en una serie de facetas y peripecias, en líneas generales caracterizadas por su regocijante plasmación ante la pantalla. Lo comprobaremos en las hilarantes sesiones que Zack vivirá con si psicólogo, insertos además como secuencias relajadas que contrastan con otras más deudoras de la comedia física, en la que los punzantes diálogos entre ambos, pronunciados además con especial parsimonia, refuerzan esa sensación de caos existencial vivido por nuestro protagonista.

En definitiva, es alguien que vivirá una serie de caóticas y breves aventuras con jóvenes, como la que mantendrá con una culturista, lo que proporcionará una hilarante secuencia al amanecer, cuando este se vea obligado -al romperse el pomo de una puerta- a sumarse en calzoncillos a las clases de gimnasia que esta dirige a un grupo de alumnas. O el magnífico off visual que brindará el escándalo escuchado junto a la habitación del hotel en que se encuentra Zach, lo que supondrá el inicio de un azaroso affaire con la novia de un irascible cantante de rock. Es el contexto en el que insertará la idea de guion más conocida de la película; la presencia de unos preservativos fluorescentes. Algo bien planteado a nivel de guion, pero que en pantalla no tiene el debido resultado, fundamentalmente por la dificultad de plantearlo con verosimilitud y, sobre todo, por la reiteración que le brinda su secuencia final.

Más interés albergan otras facetas de la película. Como el diálogo mantenido entre Zack y su -presumiblemente homosexual- agente -Sparky (estupendo Peter Donat)-, envueltos en un extraordinario cinismo y revelando el conocimiento de ambos no solo de la persona que tienen enfrente, sino también del entorno frívolo en que ambos residen. Ello sin poder omitir, por lo desternillante que resultan, los momentos en los que Zack lucha desesperadamente por devolver a la vida al pequeño perro de su suegra que, de manera involuntaria, ha chafado al sentarse sobre él. Un episodio que nos remite al slapstick más puro, y que nos devuelve a algunas de las peripecias que Peter Sellers vivía en la inolvidable THE PARTY (El guateque, 1968). SKIN DEEP finaliza con un brillante plano secuencia, en el que a modo de resumen se citan en una fiesta -otra más-, en donde se repente veremos como nuestro atribulado protagonista ha superados sus neurosis, ha escrito otra novela de éxito, y se dispone a reconciliarse con su esposa. Todo ello en un complejo plano secuencia del que no percibimos su complejidad, precisamente por la pertinencia de dicha elección narrativa. Sin embargo, a la hora de elegir los dos fragmentos más logrados de la película, no dudo en quedarme con sendos pasajes, totalmente contrapuestos, uno inclinado a la experta veta melodramática del cineasta y su experta mano dentro de la comedia. La primera de ellas -quizá el momento más intenso del film- lo ofrece la conversación planteada en el jardín entre el atribulado escritor y la esposa de la que se encuentra separado, y que sin embargo ha tenido la gentileza de invitarle a cenar a su mansión. Teniendo como fondo el “Night & Day” de Cole Porter, interpretado al piano por el hijo de Alex, Edwards ofrecerá uno de esos maravillosos pasajes dominado por los tiempos muertos, en los que sus intérpretes transmiten a través de sus gestos y diálogos un extraordinario grado de verdad.

En su oposición, hay una secuencia que, lo reconozco, me hizo llorar de risa. Me refiero aquella en la que el protagonista, por error de su abogado, acude a una fiesta de gala disfrazado como un ridículo y exótico árabe. Resulta tremendamente complicado plasmar en la pantalla una sensación de ridículo colectiva, en donde los presentes rompan su compostura para estallar en una progresiva y creciente carcajada colectiva, en el que supone uno de los episodios más brillantes de la comedia americana de su tiempo.

Calificación: 3

OPERATION PETTICOAT (1959, Blake Edwards) Operación Pacífico

OPERATION PETTICOAT (1959, Blake Edwards) Operación Pacífico

En unos tiempos donde los excesos feministas y un inconsciente revisionismo, quieren analizar el pasado con la mirada de nuestros días, no se como se valoraría una comedia como OPERATION PETTICOAT (Operación Pacífico, 1959), en la que la figura de la mujer, aparece, que duda cabe, de manera muy diferente a la de nuestros días ¿Es ello motivo para dejar de valorar este gran éxito comercial de aquel año -casi treinta millones de dólares de recaudación-? En absoluto. Nos encontramos con el sexto largometraje de Blake Edwards, uno de los grandes renovadores de la comedia americana. Edwards consolidaría una madurez ya apuntada de manera notable en las previas MISTER CORY (El temible Mister Cory, 1957) y THIS HAPPY FEELING (La pícara edad, 1958), encaminándose a una de las cumbres de su cine, el mítico BREAKFAST AT TIFFANY’S (Desayuno con diamantes, 1961). No conviene olvidar, llegados a este punto, que en 1957, había articulado en su larga colaboración con otro puntal del género en aquel tiempo -Richard Quine-, el guion de OPERATION MAD BALL (1957, Richard Quine). Viene a colación esta referencia, ya que tanto en la película de Quine, como el título que comentamos, se tratan de dos propuestas que brindan una mirada irónica en torno a las convenciones del cine bélico. Más sobria -aunque no menos regocijante- la del autor de SEX AND THE SINGLE GIRL (La pícara soltera, 1964), y más lujosa -puesta en escena en color, protagonismo del consagrado Cary Grant-, esta obra de Edwards, en la que el cineasta confesó en ocasiones haber tenido que sortear presiones del actor, dado que este ejerció como productor de la película.

Sea como fuere, el considerable placer que proporciona esta mirada distanciada, en torno al universo del cine de submarinos, nos traslada ya a esa comedia renovada, que junto a su predominio lujoso y urbano, también transitó en torno a la mirada irónica en torno al cine de géneros. La película se iniciará de manera casi melancólica, con la llegada del mayor Matt T. Sherman (Cary Grant). Con una cierta aura ritual, se acerca a un submarino que pronto sabremos va a ser desmontado, entrando unos instantes en su interior, y repasando el viejo libro de navegación. Con rapidez, en un impecable contraplano, la acción se retrotraerá a los últimos meses de 1941, cuando el entonces teniente Sherman, se encuentra en Filipinas en plena contienda mundial. La película, en esencia, describirá un flashback que se extenderá hasta la practica totalidad de su generoso metraje, describiendo las penosas circunstancias que vivirán tanto Sherman como su personal, cuando el submarino que van a tripular, es sometido a un inesperado bombardeo, que lo deja prácticamente inutilizable. Pese a los malos augurios de sus superiores, Sherman pedirá un plazo para junto a su gente, intentar reconstruirlo. Y será algo que coincidirá con la llegada como reemplazo, del teniente Nicholas Holden (Tony Curtis), inicialmente recibido con abierta hostilidad, dado que su elegante y refinado aspecto, contrastará con la rudeza del entorno del submarino. Sin embargo, este apelará a Sherman a que lo nombre delegado de avituallamiento. Contra todo pronóstico, el nombramiento funcionará, pudiendo la nave -de manera lamentable- funcionar, hasta llegar a un nuevo embarcadero donde sea definitivamente reparada. Sin embargo, nuevas incidencias se irán añadiendo al penoso discurrir del aparato. Entre ellas, la llegada de cinco inesperadas tripulantes, o una conclusión en la que el viejo armatoste es pintado de color rosa.

Desde el primer momento, se percibe en OPERATION PETTICOAT la intención de Edwards -y también de sus guionistas, los expertos en el género Stanley Shapiro y Maurice Richlin-, de articular una mirada irónica y distanciada, dentro del marco del género en que se inserta, pero sin desdeñar ni sus constantes ni su propia configuración. No olvidemos que su cine va madurando dentro de los confines del melodrama, combinando en sus películas ya más asentadas, una notable simbiosis con dicho género. Esa equilibrada distancia, la percibiremos ya casi al principio, en la brillante secuencia del bombardeo aéreo, que no oculta sus tintes dramáticos, pero al mismo tiempo adquiere un inequívoco matiz cómico -esos chapuzones al agua de los marinos atacados-. Será la carta de presentación de un relato, en donde esa voluntad de ofrecer una mirada al mismo tiempo divertida y disolvente, y cercana a las convenciones del cine de submarinos, nos inserta en un doble ámbito argumental. De un lado, describir las divertidas situaciones, vividas en una nave que se encuentra en las últimas. En ese capítulo, sin duda lo más divertido se encuentra en esos estallidos de humo negruzco, que la nave expulsa periódicamente, y en el off narrativo, con esos incesantes gruñidos que produce su perezoso discurrir. Pero, pese a tener presencia en su argumento en los últimos minutos, sin duda si por algo ha pasado a la historia esta divertida comedia, es por esa inolvidable estampa de un submarino pintado de color rosa, debido a una inesperada circunstancia.

En cualquier caso, la otra valiosa vertiente de OPERATION PETTICOAT, reside en el permanente contraste de personajes. Es algo que tendrá su referencia más rotunda, en el que ofrece el protagonista encarnado por Cary Grant, y el joven Holden interpretado por un Tony Curtis, lleno de insolencia y picardía. Fue la única vez en la que compartieron película dos referentes del género, y hay que decir que esa oposición de caracteres, resulta magnífica. Pero ese elemento de contraste, se extenderá igualmente entre la rudeza que plantea esa curtida y masculina tripulación, con la inesperada llegada de esas cinco oficiales femeninas, que romperán dicha armonía a todos los niveles, aportando involuntariamente un grado de torpeza, dentro de un contexto en donde apenas casi pueden hacer pie.

A partir de dichas premisas, Blake Edwards articula un relato en el que funciona mucho más la sonrisa que la abierta carcajada. La mirada distanciada, que un desmonte cruel. Ello no impide que esa comicidad aflore por vertientes contrapuestas, en función del perfil de referencia que prefiramos a la hora de su notable disfrute. Es por ello, que resultará enormemente divertida la capacidad picaresca de Holden ¡que será capaz de robar un cerdo con desarmante naturalidad en un huerto vietnamí!, sisando aquí y allá -hasta la pared metálica de su superior-, atendiendo la lista de aprovisionamiento que le propinan los mandos capitaneados por Sherman. Pero no por ello aparecerá menos admirable, la contención que brinda Grant, en medio de un sinfín de aturulladas situaciones. Entre ellas, no puedo dejar de destacar, a mi juicio, la más memorable de la película. Se trata de ese instante, descrito con gran naturalidad, en el que la teniente Crandall (Joan O’Brien) -que finalmente descubriremos se ha casado con Sherman, y sigue siendo tan torpe con el paso de los años-, desvía el tiro de un torpedo, ante la atónica e incrédula mirada de Sherman -la expresión de Grant en ese momento es impagable-.

Pero al mismo tiempo, entre ingeniosos diálogos y divertidas situaciones, lo cierto es que en OPERATION PETTICOAT se pueden detectar elementos, que su realizador prolongaría y potenciaría en títulos posteriores, sirviendo su presencia en esta película como un valioso ensayo. Desde ese señalado bombardeo casi inicial, en el que no puedo de dejar de encontrar una semejanza con el que, dentro de una falsa ambientación colonial, abría THE PARTY (El guateque, 1968), hasta la propia presentación inicial de Holden, impecablemente vestido de blanco y con ínfulas de dandy, en el que podríamos encontrar las raíces del Gran Leslie, que el propio Curtis encarnó en THE GREAT RACE (La carrera del siglo, 1965). O ese color rosa del submarino, que nos parece adelantar uno de los referentes de su filmografía. Ello sin dejar de ver como en un momento determinado, un marino cante una canción con una guitarra, sentado en el submarino -adelantando a la Audrey Hepburn de BREAKFAST AT TIFFANY’S-, o aparezca una hermosa secuencia de fiesta navideña en la superficie de la nave, viviéndose en ella un estadio de serenidad y verdad cinematográfica, característico en buena parte de los mejores momentos de su obra.

Pese a resultar quizá de un metraje algo exagerado, y ausentarse en ella ese matiz crítico que sí se podría percibir en la previa KISS THEM FOR ME (Bésalas por mí, 1957. Stanley Donen) -una de las precursoras en esa mirada distanciada sobre las convenciones del cine bélico, también protagonizada por Cary Grant-, OPERATION PETTICOAT aparece como un valioso eslabón, en la trayectoria de un cineasta que ya apuntaba, algo más que buenas maneras.

Calificación: 3

THE RETURN OF THE PINK PANTHER (1975, Blake Edwards) El regreso de la pantera rosa

THE RETURN OF THE PINK PANTHER (1975, Blake Edwards) El regreso de la pantera rosa

Cuando se estrenó la excelente THE PINK PANTHER (La pantera rosa, 1963. Blake Edwards), nadie se podía imaginar -aunque sí desear-, el enorme éxito popular que obtuvo. Pero, sobre todo, nadie intuyó que aquella acogida, tendría dos destinatarios principales. Uno, la elegante figura felina que protagonizaba sus títulos de crédito, dando pie a una recordada serie de dibujos animados. Y, fundamentalmente, el éxito de la película, recayó sobre todo la inefable figura del inspector Jacques Clouseau, encarnado por Peter Sellers, personaje burlesco inserto como secundario, en una comedia protagonizada por David Niven, Claudia Cardinale y Robert Wagner, dando paso a una continuación de su personaje, que se produjo ya al año siguiente, con A SHOT IN THE DARK (El nuevo caso del Inspector Clouseau, 1964. Blake Edwards) -que, aunque tenga sus férreos defensores, me parece muy inferior al referente del que depende-. Y es que, tengo que reconocerlo, admirando en gran medida la obra -irregular pero altamente estimulante- de Blake Edwards, y apreciando no obstante el talento de Peter Sellers -cómico histrión a quien, por otra parte, había que controlar férreamente-, nunca he sido un especial devoto de la figura cómica del Inspector Clouseau. Es más, en mi opinión, lo menos interesante de THE PINK PANTHER, reside precisamente en las intromisiones que dicho personaje, brinda a un elegante conjunto de comedia sofisticada. Sinceramente, donde creo que Edwards y Sellers alcanzaron una inesperada e insuperable simbiosis de sus respectivos talentos, lo brindó esa inesperada, libre e insólita obra maestra que es THE PARTY (El guateque, 1968), quizá la última obra cumbre del último periodo dorado del género, o quizá la puerta abierta a una renovación del mismo, que nunca llegó.

Sin embargo, tras el éxito de la misma, y coincidiendo con un periodo de incertidumbre y renovación en Hollywood, el cine de Edwards -y el de otros muchos cineastas- fue dando palos de ciego. Títulos que en muchos casos recibieron una hostil acogida de público y también de crítica -algo que en el segundo aspecto, el paso del tiempo ha corregido en parte en la estima de diversos comentaristas-. Hasta tal punto llegó el grado de descrédito, que tuvo que resucitar el personaje de Clouseau, filmando una serie de títulos que, al menos, sirvieron para obtener una reiterada comercialidad, que le permitió transitar su andadura profesional, hasta el éxito de público y crítica de 10 (10, la mujer perfecta, 1979). Dicha reentré, tendrá lugar con THE RETURN OF THE PINK PANTHER (El regreso de la pantera rosa, 1975).

Una breve secuencia pregenérico, que semeja considerablemente el inicio de THE PINK PANTHER, nos introduce al museo del imaginario país árabe de Lugahs, en donde un guía explica a los turistas la presencia como auténtico emblema nacional, del diamante más famoso del mundo; la pantera rosa. Ello dará paso a unos cuidados títulos de crédito de Richard Williams, siendo consciente de la importancia casi a modo de fetiche, que tenía la animación de la imaginaria pantera. Muy pronto, Edwards nos introducirá en un magnifico episodio -sin duda, de lo más resaltable del conjunto-, que describirá el robo nocturno de la joya. Para ello, y ayudado del aporte de la banda sonora de Henry Mancini, el realizador articulará su preciso manejo del formato panorámico, y el acierto en la planificación, casi a modo de musical, de un complejo asalto, con lejanos ecos del TOPKAPI (Idem, 1964) de Jules Dassin. Un robo, protagonizado por un encapuchado, que dejará en el lugar del delito, un guante que firmará el asalto con el recuerdo de “El fantasma”, y en el que no estará ausente la presencia de algún toque cómico -ese agente local, que será derribado dos veces, en la azotea del museo, debido al impacto de sendos portazos-. Como quiera que en un anterior robo, Clouseau fue el -involuntario- responsable de su recuperación, las autoridades del país solicitarán a la Sureté francesa los servicios del inspector, precisamente cuando este ha sido cesado por parte del inspector jefe Dreyfuss (Herbert Lom), harto de sus infinitas torpezas -no detectará el atraco a un banco que se produce delante de sus narices-, exteriorizando de manera creciente, una inquina personal que llega a provocarle estallidos emocionales de creciente naturaleza.

A partir de ese momento, resulta bastante sencillo percibir que en THE RETURN OF THE PINK PANTHER, se alternan dos películas de diferente gradación, por lo general sin un adecuado sentido de la armonía. Por un lado, se dará cita el seguimiento de comedia policiaca sofisticada, las andanzas de Sir Charles Litton (encarnado en la película por Christopher Plummer), en quien caen todas las sospechas del robo -el ladrón ha dejado el guante que lo señala como tal-, pero que en realidad se encuentra retirado de su delictiva ocupación, y viviendo una vida lujosa. En el ámbito opuesto, como era de prever, el servilismo e la supuesta eficacia cómica de Peter Sellers, por medio del personaje que le diera la inmortalidad cinematográfica. Para ello surgen episodios que se alternaran el seguimiento de esa débil trama policiaca, y de desigual eficacia. Funcionan bastante más, aquellos dominados por su querencia por el nonsense -esa colorida furgoneta que caerá en varias ocasiones por la piscina-, o situaciones cómicas que dominan con precisión el Slowburn -gag de efecto retardado-, como podría ejemplificarse en la divertida sucesión de elevaciones de la bombilla de la lámpara, en la habitación en la que Clouseau deambula. En este aspecto, que duda cebe, que la situación más divertida, se plantea en ese timbre que nunca deja de sonar tras tocarlo Clouseau, en la puerta de la mansión de Sir Charles. Una divertida situación cómica, que no dejará de recordarme el inolvidable gag del rollo de papel higiénico de la ya citada THE PARTY, y que nos entronca con recordadas situaciones del universo de Laurel & Hardy, e incluso los Marx Brother de DUCK SOUP (Sopa de ganso, 1933. Leo McCarey) -esa radio que no dejaba de sonar, mientras aparecen diversos Grouchos-.

Dentro de ese capítulo, no puedo dejar de señalar lo machaconas y molestas que suponen las secuencias de lucha -recuerdo que en su momento eran muy celebradas entre el público de la época-. Las peleas entre Clouseau y su criado chino Cato (Burt Kwouk), no solo no aportan nada a nivel cómico en esa fallida sinfonía de la destrucción, sino que a mi modo de ver, interfieren en la nunca controlada homogeneidad, de una película que gozó de un gran éxito de público, y en la que Edwards recuperó actores cómicos muy habituales en su cine, como los británicos Graham Stark o el avieso Peter Arne, mientras que en un papel de despistado superior de policía, contemplaremos al francés de adopción, Grègoire Aslan, reiterando siempre un rol similar ante la pantalla, pero el que siempre he sentido una especial debilidad.

Calificación: 2

THE TAMARIND SEED (1974, Blake Edwards) La semilla del tamarindo

THE TAMARIND SEED (1974, Blake Edwards) La semilla del tamarindo

Partamos de la base de que la década de los setenta fue un periodo bastante errático en el cine de Blake Edwards. No fue algo exclusivo de su obra, sino que se extendió –en ocasiones de manera destructiva- por muchos otros cineastas que en la década precedente lograron sus mayores éxitos –la lista sería extensísima-. La incapacidad para integrarse en un nuevo contexto industrial, la búsqueda fallida de nuevas fórmulas de expresión, o la clara incorporación de nuevos realizadores que pronto se adueñaron del interés en la actualidad cinematográfica de dicha década, orillaron la aportación de nombres como los de Edwards, quien además se refugió en sus enésimas, discretas e insustanciales “panteras rosas”, para mantener al menos un cierto peso comercial en su obra, ya que el de la crítica iba perdiéndolo casi por completo –en algunas ocasiones de manera justificada-.

 

Dentro de un contexto en el que surgen productos tan impersonales como THE CAREY TREATMENT (Diagnóstico: Asesinato, 1972), es hasta cierto punto lógico que THE TAMARIND SEED (La semilla del tamarindo, 1974) fuera recibida con hostilidad. Era bastante fácil destrozar una película protagonizada por dos actores entonces tan detestados como Julie Andrews y Omar Shariff –ambos, sobre todo la primera, están muy ajustados en sus personajes-, que combinaba ciertos lejanos ecos del cine de espías a lo James Bond –la presencia de Maurice Binder en los títulos de crédito y John Barry como compositor, abandonando Edwards momentáneamente a Henry Mancini-, que no dejaba de incorporar ciertas referencias del ya entonces caduco lelouchismo –no demasiadas, por otra parte-, que se dejaba influir por rasgos visuales muy ligados a la época y por lo general justamente cuestionados –el zoom y el teleobjetivo-, y que finalmente, aparecía como un título caduco en su propia concepción –ni siquiera la presencia de ese happy end le beneficiaba en nada-. Como comprenderán, poco fácil era que algún crítico o aficionado siquiera pudiera hacer mención a unas supuestas cualidades en su conjunto –aunque alguno, atrevido, se atreviera con su defensa-, quedando con el paso del tiempo como uno de los referentes más incómodos de la filmografía edwardsiana.

 

En fin, respeto a quienes sigan calificando la película de esa manera tan despectiva, y reconozco que esa mala fama atesorada con el paso del tiempo, es la que durante muchas veces me ha hecho dejarla de lado, pese a mi conocido aprecio al cine de Edwards. Más vale tarde que nunca, puesto que cuando finalmente me he decidido por su contemplación, la sorpresa ha sido bastante notable. No voy a decir con ello que THE TAMARIND SEED me parezca una obra maestra, y tampoco dejo de reconocer que parte de las objeciones que se le formularon en su momento, no se encuentren presentes en su metraje. Sin embargo, sus imágenes brindan al espectador una suerte de sorda melancolía, su visión casi nihilista del enfrentamiento de bloques resulta de pertinente actualidad y, sobre todo, me parece un título rodado y confeccionado con una convicción y sentido del timming, expresado de manera coherente con el resto –y el futuro- de la filmografía de su director, y considerado en sí mismo, un producto francamente notable. Y es que, cuando de aquellos tiempos se recuperaron y ensalzaron –quizá con exceso-, títulos como THE KREMLIN LETTER (La carta del Kremlin, 1970. John Huston) o, posteriormente THE HUMAN FACTOR (El factor humano, 1979. Otto Preminger) –quizá por asumir una serie de puntos de partida de más fácil asidero-, curiosamente se despreciaron los planteamientos de esta adaptación de la novela de Evelyn Anthony. Mientras que los títulos antes señalados se insertaban dentro de un trasfondo nihilista y desencantado, bajo mi punto de vista este ofrecía todo eso y algo más, engrosando esa mirada fatalista y trágica –que por otro lado también caracterizaría otro de sus títulos, WILD ROVERS (Dos hombres contra el Oeste, 1971)-, dentro de los ropajes de melodrama elegante que, a fin de cuentas el paso del tiempo ha quedado como el rasgo de estilo más perdurable de su cine. Esa querencia por los tiempos muertos, las conversaciones en apariencia intrascendentes, ese magnífico uso de la pantalla ancha, la sensación en suma de hacernos familiares unos personajes que se plantean en su oposición de mundos, se da plenamente en esta historia que relacionará a la secretaria de un alto funcionario británico –Judith Farrow (Julie Andrews)-, en su encuentro y posterior romance con un oficial del mundo soviético –Feedor Swerdlov (Omar Shariff)-. Como era habitual en el cine de Edwards, el romance se inserta de manera pausada –después de unas imágenes de apertura que nos hacen temer lo peor-, incluyendo este dentro de un contexto descriptivo de toda la fauna humana que, a la postre, ejercerán como auténticos manipuladores de una atracción espontánea y sincera. Muy pronto, con un atractivo montaje, iremos conociendo un conjunto de personajes francamente desolador, que incluye un personaje tan desagradable y pragmático como Loder (Anthony Quayle) o, sobre todo, la detestable pareja que forman el prestigioso Fergus Stephenson (Dan O’Herlily), un diplomático arribista que esconde su homosexualidad pese a estar casado con una auténtica arpía –Margaret (Sylvia Syms)-, conocedora de su condición sexual, pero que pese al desprecio que siente por este, no duda en mantener las apariencias familiares –incluso tienen hijos-, con tal de lograr para su esposo el objetivo de una embajada.

 

Un mundo corrupto basado en las apariencias y la hipocresía, en donde todos están perseguidos y al mismo tiempo todos se persiguen. Un universo absolutamente interconectado en el que Edwards ejerce como brillante demiurgo, logrando revelar la autenticidad de unos comportamientos, por encima de su deuda con licencias visuales propias de aquellos años. Podríamos señalar a este respecto, que THE TAMARIND... ha logrado superar la barrera del tiempo. Esa cualidad es la que finalmente otorga a la película un alcance de autenticidad, ejerciendo la misma como un auténtico puente entre la vena romántica del cineasta, manifestada en títulos como BREAKFAST AT TIFFANY’S (Desayuno con diamantes, 1961) o DAYS OF WINE AND ROSES (Días de vino y rosas, 1962), y que años después tendría su continuidad en la relación que mantienen, por ejemplo, la misma Julie Andrews con James Gardner en VICTOR VICTORIA (Victor o Victoria, 1982). En realidad, por momentos, viendo las secuencias que se desarrollan entre los protagonistas del título que nos ocupa, parecía que me encontraba ante un auténtico precedente del más famoso título edwardsiano de la década de los ochenta.

 

Elegante y melancólica, sabiendo componer en la interrelación de sus secuencias un auténtico mosaico de crueldad humana en el que nuestros protagonistas parecerán incapaces de emerger con la sinceridad de sus sentimientos, particularmente hábil en sus secuencias de acción –la que se desarrolla en el aeropuerto con la huída y el encuentro de los protagonistas hacia la isla de Barbados; la fuerza que adquiere el asalto del refugio de Feedor por parte de sus propios agentes rusos camuflados-, lo cierto es que THE TAMARIND SEED merece sin duda un reconocimiento superior al que el destino le ha otorgado. Incluso estoy dispuesto a admitir que el –inicialmente forzado- final feliz de la función, no dudo que restara aliento trágico a la historia, pero en modo alguno me resulta chirriante. Quizá en un contexto revestido por tanto nihilismo, quizá la apuesta por la sinceridad del amor pueda parecer trasnochada, pero de vez en cuando resulta al menos consoladora.

 

Calificación: 3