SKIN DEEP (1989, Blake Edwards) Una cana al aire
Cuando han pasado ya más de treinta años y el cine ha evolucionado tanto -y no siempre para bien- desde una década como la de los ochenta, tenida como una de las de menor calidad dentro de la historia de la cinematografía creo, sin embargo, que se puede mirar con mucho mayor interés un determinado nicho de producción del ya entonces veterano Blake Edwards en el ámbito de la comedia americana. Nos centramos en una serie de titulos ubicados a partir de 1983, con THE MAN WHO LOVED WOMEN (El hombre que amaba a las mujeres, 1983), aunque bien es cierto que dicha corriente tendría su auténtico inicio con la premia 10 (10, la mujer perfecta, 1979). Títulos que se irían estableciendo en medio de inútiles recurrencias al universo de la pantera rosa y el slapstick. De ese pequeño e involuntario ciclo, no dudo en destacar THAT’S LIFE! (Así es la vida, 1986) y la casi inmediata BLIND DATE (Cita a ciegas, 1987). Se trata de comedias en las que se encuentran ecos de la vertiente cómica heredada por el cineasta, pero que se unifican en su mirada, ya revestida de melancolía, en torno a las clases altas californianas, en muchos de cuyos casos se adentran en las neurosis de una madurez e incluso en las neurosis de los primeros pasos de la vejez. Se trata de un universo recreado en mansiones y ámbitos adinerados, en donde en apariencia la estabilidad se encuentra asegurada, pero bajo sus costuras se abren una serie de grietas que suelen ser tratadas por la cámara de Edwards con tanto vitriolo como en último término conmiseración. Máxime cuando el propio cineasta parecía encontrar en dichas descripciones un claro matiz autobiográfico.
Dentro de dicho contexto se encuentra SKIN DEEP (Una cana al aire, 1989) que, como varias otras de estas propuestas, en el momento de su estreno fue criticada al señalar que Edwards ponía una especie de nuevo ‘refrito’ de sus obsesiones. Eso es cierto. ¿Qué hay de malo en ello? Sorprende como en aquellos años pocos cuestionaban la irregularidad y la reiteración que planteaba en aquellos años buena parte de la obra de Woody Allen -en no pocas ocasiones evidenciando sus limitaciones como narrador- mientras que Edwards cotizaba mucho más bajo, con resultados en ocasiones más interesantes que el newyorkino. Sea como fuera, y asumiendo que vemos en esta comedia no pocos exponentes inherentes el mundo edwardsiano, nos encontramos ante una divertida y ciertos momentos amarga propuesta, a la que creo que el paso del tiempo le ha tratado bastante bien -como por otro lado ha venido sucediendo con otros exponentes de su filmografía, en su momento también acogidos con desapego-.
Zach (estupendo John Ritter) es un escritor cuarentón, reconocido y premiado, que se caracteriza por su inestabilidad emocional y, sobre todo, el incesante apetito que siente hacia las mujeres. Precisamente, la película se iniciará con una divertida doble situación en la que será descubierto finalmente por su esposa -Alex (notable Alyson Reed)-. Esta lo expulsará de su casa y, prácticamente, lo dejará en una complicada situación incluso económica. Será un marco en el que el protagonista iniciará una deriva casi autodestructiva con desastrosas y efímeras aventuras amorosas, confesándose por un lado con su imperturbable psicólogo -encarnado por el excoreógrafo Michael Kidd- y por otro con el veterano barman -Barney (Vincent Gardenia)-. También acudirá en su ayuda su abogado, que en alguna ocasión tendrá que avalar incluso su salida de comisaría tras ser detenido en alguna insospechada situación. En un momento dado lo que buscará Zach es retornar junto a su esposa, pero las cosas no se encuentran precisamente fáciles.
De entrada, lo que me menos me gusta de SKIN DEEP es, precisamente algo que el paso de los años le he permitido acentuar; esa pátina visual muy eighties que, por momentos, le acerca a una textura televisiva, algo por otro lado bastante extensivo al cine de la época, que acentúa la plana fotografía en color de Isidore Mankofsky. En cualquier caso, haciendo abstracción de dicha circunstancia, y asumiendo que la película no deja de suponer más que una nueva vuelta de tuerca en torno a un universo y unas obsesiones ya puestas en práctica por Edwards en títulos anteriores -a las que tenía completo derecho en reincidir, en lo que además se aúna el hecho de ser igualmente guionista- asistimos a un divertido y, por momentos, melancólico exponente del género, en donde seguiría dando buena prueba de la experta mano puesta en práctica por un cineasta con más de tres décadas de carrera a sus espaldas, y que aún rodaría un par de largometrajes y otros títulos para televisión.
Desde la hilarante doble infidelidad con la que nos adentramos en las desventuras del protagonista, muy pronto percibimos la extrema fluidez de su trazado, en el que el uso de la elipsis permite que el ritmo del relato nunca decaiga. A los pocos minutos se nos introduce en su dinámica, a través de una serie de episodios adecuadamente entrelazados que, además de servir a las necesidades argumentales, permiten ofrecer un retrato coral de una serie de neurosis inherentes a esas clases altas, que desahogan la insustancialidad de sus existencias y su verdadera falta de dificultades, en una serie de facetas y peripecias, en líneas generales caracterizadas por su regocijante plasmación ante la pantalla. Lo comprobaremos en las hilarantes sesiones que Zack vivirá con si psicólogo, insertos además como secuencias relajadas que contrastan con otras más deudoras de la comedia física, en la que los punzantes diálogos entre ambos, pronunciados además con especial parsimonia, refuerzan esa sensación de caos existencial vivido por nuestro protagonista.
En definitiva, es alguien que vivirá una serie de caóticas y breves aventuras con jóvenes, como la que mantendrá con una culturista, lo que proporcionará una hilarante secuencia al amanecer, cuando este se vea obligado -al romperse el pomo de una puerta- a sumarse en calzoncillos a las clases de gimnasia que esta dirige a un grupo de alumnas. O el magnífico off visual que brindará el escándalo escuchado junto a la habitación del hotel en que se encuentra Zach, lo que supondrá el inicio de un azaroso affaire con la novia de un irascible cantante de rock. Es el contexto en el que insertará la idea de guion más conocida de la película; la presencia de unos preservativos fluorescentes. Algo bien planteado a nivel de guion, pero que en pantalla no tiene el debido resultado, fundamentalmente por la dificultad de plantearlo con verosimilitud y, sobre todo, por la reiteración que le brinda su secuencia final.
Más interés albergan otras facetas de la película. Como el diálogo mantenido entre Zack y su -presumiblemente homosexual- agente -Sparky (estupendo Peter Donat)-, envueltos en un extraordinario cinismo y revelando el conocimiento de ambos no solo de la persona que tienen enfrente, sino también del entorno frívolo en que ambos residen. Ello sin poder omitir, por lo desternillante que resultan, los momentos en los que Zack lucha desesperadamente por devolver a la vida al pequeño perro de su suegra que, de manera involuntaria, ha chafado al sentarse sobre él. Un episodio que nos remite al slapstick más puro, y que nos devuelve a algunas de las peripecias que Peter Sellers vivía en la inolvidable THE PARTY (El guateque, 1968). SKIN DEEP finaliza con un brillante plano secuencia, en el que a modo de resumen se citan en una fiesta -otra más-, en donde se repente veremos como nuestro atribulado protagonista ha superados sus neurosis, ha escrito otra novela de éxito, y se dispone a reconciliarse con su esposa. Todo ello en un complejo plano secuencia del que no percibimos su complejidad, precisamente por la pertinencia de dicha elección narrativa. Sin embargo, a la hora de elegir los dos fragmentos más logrados de la película, no dudo en quedarme con sendos pasajes, totalmente contrapuestos, uno inclinado a la experta veta melodramática del cineasta y su experta mano dentro de la comedia. La primera de ellas -quizá el momento más intenso del film- lo ofrece la conversación planteada en el jardín entre el atribulado escritor y la esposa de la que se encuentra separado, y que sin embargo ha tenido la gentileza de invitarle a cenar a su mansión. Teniendo como fondo el “Night & Day” de Cole Porter, interpretado al piano por el hijo de Alex, Edwards ofrecerá uno de esos maravillosos pasajes dominado por los tiempos muertos, en los que sus intérpretes transmiten a través de sus gestos y diálogos un extraordinario grado de verdad.
En su oposición, hay una secuencia que, lo reconozco, me hizo llorar de risa. Me refiero aquella en la que el protagonista, por error de su abogado, acude a una fiesta de gala disfrazado como un ridículo y exótico árabe. Resulta tremendamente complicado plasmar en la pantalla una sensación de ridículo colectiva, en donde los presentes rompan su compostura para estallar en una progresiva y creciente carcajada colectiva, en el que supone uno de los episodios más brillantes de la comedia americana de su tiempo.
Calificación: 3
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