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CINEMA DE PERRA GORDA

Charles Vidor

TOGETHER AGAIN (1944, Charles Vidor) Otra vez juntos

TOGETHER AGAIN (1944, Charles Vidor) Otra vez juntos

Según ha ido pasando el tiempo, he podido apreciar la singularidad en torno a un determinado periodo en la filmografía del norteamericano Charles Vidor. Uno más de los numerosos artesanos del Hollywood de mediado de siglo, caracterizado por su vinculación con la Columbia, y al que se recuerda, sobre todo, por ser el firmante de uno de los títulos más sobrevalorados de su tiempo, GILDA (1946). Sin embargo, el visionado de algunos de sus títulos previos me ha permitido comprobar, no sin sorpresa por mi parte, la existencia de propuestas de notable nivel, centradas en géneros como el westernTHE DESPERADOES (Los desesperados, 1943)- o incluso el misterio –LADIES OF RETIREMENT (El misterio de Fiske Manor, 1941). Pero es curioso constatar, que el ámbito en que más a gusto pareció sentirse Vidor fue en el de la comedia, donde brindó propuestas tan atractivas –y opuestas entre sí-, como THE LADY IN QUESTION (La dama en cuestión, 1940) y THE TUTTLES IN TAHITI (Se acabó la gasolina, 1942). A ellas habría que añadir TOGETHER AGAIN (Otra vez juntos, 1944), con la que el estudio de la antorcha aprovechó el tirón generado por la pareja formada por Irene Dunne y Charles Boyer en títulos rodados pocos años antes por Leo McCarey y John M. Stahl, integrando en esa atractiva aportación al género brindada por dicha major –que en años precedentes conocería emblemáticos referentes, firmados por McCarey, Cukor, Capra o, en menor medida, el agradable Alexander Hall- , y que bastantes décadas después va llegando hasta nosotros de manera escalonada, pero percibiendo en la misma una integración en los parámetros tardíos de una Screewall Comedy, que aún en esos años, seguía ofreciendo títulos valiosos.

Partiendo de una historia en la que participó el posterior blackisted Herbert J. Biberman, TOGUETHER AGAIN aparece como una curiosa y divertida combinación de comedia romántica insertando en ella parámetros críticos extraídos de los exitosos modos implantados por Preston Sturges. En este caso, la mirada crítica se exterioriza en el entorno de la cerrada y provinciana población de Brookhaven, en Vermot. La película se inicia con el enésimo homenaje a la estatua del cercano prócer que encabezó la población hasta el momento de su muerte, y de la que su viuda, Anne Crandall (Irene Dunne), es entregada y eficiente alcaldesa, aún a costa de perder toda posibilidad de una vida más abierta y moderna. Junto a Anne vive su suegro, Jonathan (Charles Coburn) y también su hijastra Diana (Mona Freeman), mientras que un extraño incidente –un rayo que corta la cabeza del mismo-, motivará la sugerencia de instalar una nueva estatua, lo que pondrá en contacto a nuestra alcaldesa con el escultor newyorkino George Cordway (Charles Boyer). El encuentro con este artista mundano supondrá, desde el primer momento, la apertura hacia una segunda oportunidad vital para Anne. Y en definitiva, el ulterior devenir de TOGETHER AGAIN, se dirimirá en torno a la oposición de modos de vida representados en los personajes de la alcaldesa y el escultor. Pronto se establecerá ese necesario feeling, insertándose el equivoco en la hilarante secuencia de la insólita redada en el café Leonardo’s, donde la recta alcaldesa será detenida, al ser confundida con una bailarina de strep tease. Hasta entonces, y aún después, en su regreso a la provinciana localidad, tendrá un papel desternillante, ese sombrero en forma de gran flor blanca, que Anne portará en la cabeza como símbolo de su aventura. La mera sucesión de planos medios de esta con el ridículo sombrero, provocará una extraña sensación de hilaridad, insertando el relato en una espiral de aguda diversión, a la que contribuirán los constantes y casi patéticos esfuerzos de esta por librarse del mismo, que ha quedado como símbolo de una aventura de frustrante resultado.

Con ser extremadamente divertido todo este episodio, lo cierto es que el devenir de TOGETHER AGAIN proporciona placeres igualmente placenteros. Vidor es capaz de transmitir –con la ayuda de sus guionistas-, la mezquindad que rodea la población, con el acertado uso de la elipsis, y la presencias de algunos roles secundarios sensacionales. Es el caso de ese responsable del periódico de la población, eterno candidato opositor a la alcaldía ¡que tiene la redacción a espaldas de la estatua!, o esa malcarada criada –Jessie (sensacional Elizabeth Paterson)-, exteriorizando en todo momento su personalidad represiva. El inesperado viaje de Cordway a Brookhaven, abrirá una segunda mitad, en la que nuevos y disolventes equívocos se sucederán, en una comedia en la que las variaciones de la meteorología serán tomados como señales del difunto esposo de la alcaldesa, en la que el suegro buscará a toda costa que su nuera vuelva a vivir la vida entregándose al escultor, en la que la puntual aparición de ese ridículo sombrero no harán más que incidir en el grado de hilaridad de su propia existencia, y en el que la constante presencia del tango “Adiós muchachos” –impagable los instantes en los que la Dunne entona el mismo en castellano, en un arranque desinhibido-, aparecerá como señal inequívoca de la huella que en el hogar de los Crandall ha marcado la presencia del elegante escultor. Llegará hasta el límite de provocar el enamoramiento de Diana hacia este, iniciando una absurda y delirante situación, en la que el hasta entonces novio de esta –Gilbert (Jerome Courtland)-, despechado, ponga sus ojos en la propia Anna, en un drástico cambio de roles que tendrán que resolver los propios artífices de esta relación.

Una llamada a la autenticidad, a la oportunidad de vivir una nueva vida, en la que ni siquiera el descubrimiento de la detención de su alcaldesa, permitirá liberar de dicha responsabilidad, a unos habitantes que han decidido de manera colectiva ignorar la noticia. Provista de un admirable sentido del ritmo –apenas se registran baches-, una capacidad en el manejo diestro de los resortes de la comedia, hasta apurar casi hasta el máximo sus posibilidades –tal vez solo quepa reprochar la ausencia de una mayor presencia del periodista local-, justo es reconocer que TOGETHER AGAIN se beneficia de la perfecta alquimia manifestada entre la que fue una de las mejores actrices que el género albergó en sus historia, contrastada con la elegancia y la charme de un Charles Boyer, con quien comparte secuencias en las que más que asistir a duelos interpretativos, uno percibe una extraña sensación de autenticidad de dos seres que se conocen y, en verdad, se aprecian. No era de extrañar, máxime cuando ambos brindaron dos grandes ensayos previos, logrando trasladar a su punto más álgido, una comedia apenas reseñada en los anales del género pero que, por fortuna, se disfruta en su gozosa y remarcable modestia. El aporte de un siempre oportuno fondo sonoro –uno de los secretos para el perfecto engranaje del género-, ayudará al devenir de una propuesta que culminará de manera desopilante, con la eterna y supuesta ingerencia del espíritu fallecido de Anne, mediante unos constantes truenos de tormenta, que le forzarán a su reencuentro con Cordway ¡y mostrándose de manera visual con la humanización de estos truenos en la pantalla!

Calificación: 3

THE DESPERADOES (1943, Charles Vidor) Los desesperados

THE DESPERADOES (1943, Charles Vidor) Los desesperados

Capaz de lo peor –THE LOVES OF CARMEN (Los amores de Carmen, 1948) sería el título más horripilante de entre el conjunto de mediocridades firmadas por él que he podido contemplar-, y aún reconociendo que nos encontramos con un realizador sin personalidad –lo cual no quiere decir que no conociera su oficio-, lo cierto es que la filmografía de Charles Vidor encierra algunas atractivas películas, por lo general integradas en el seno de la Columbia durante la década de los cuarenta. Se trata de títulos como THE LADY IN QUESTION (La dama en cuestión, 1940), LADIES IN RETIREMENT (El misterio de Fiske Manor, 1941) o THE TUTTLES OF TAHITÍ (Se acabó la gasolina, 1942), en los que combinaba su destreza en el ámbito de diferentes géneros, sorprendiendo su sintonía con la comedia o el cine de misterio –es lo que demuestran las líneas generales de los tres títulos citados-. Sin embargo, si en alguna ocasión se evoca a Charles Vidor –además de por la mala suerte de tener el mismo apellido de uno de los más grandes directores del cine norteamericano-, es por ser el firmante de uno de los mitos que menos comparto del clasicismo cinematográfico –GILDA (1946)-. Disensiones al margen, lo cierto es que THE DESPERADOES (Los desesperados, 1943) es otra de las muestras de cierta valía en la filmografía de nuestro director, aunque personalmente no pueda situarla a la altura de los tres referentes antes mencionados. Su conjunto se integra por derecho propio dentro del limitado corpus de westerns que, a principios de la década de los cuarenta, se integraron en el uso del color –en concreto, esta fue la primera apuesta en el mismo por parte del estudio de la antorcha-. Serán ejemplos proporcionados también por JESSE JAMES (Tierra de audaces, 1939. Henry King), THE RETURN OF FRANK JAMES (La venganza de Frank James, 1940. Fritz Lang),  BILLY THE KID (Billy el niño, 1941. David Miller) o THE SHEPHERD OF THE HILLS (1941, Henry Hathaway). Al margen de sus cualidades, el paso de los años ha permitido aunar en estas películas un valor suplementario, que en el título que nos ocupa se erige en uno de sus principales atractivos. Es algo en lo que tendrá una importancia esencial tanto el operador de fotografía George Meehan, como la responsable en el film de la implantación del nuevo método cromático por parte de Natalie Kalmus, mostrándose ya dichas virtudes en el plano inicial que encuadra un libro, sobre el que se describirán los créditos de la función –incluyendo la foto en negro de sus principales intérpretes-.

THE DESPERADORES se desarrolla en la localidad de Red Walley, perteneciente al estado de Utah, a mitad del siglo XIX, en un ámbito en el que nunca se mostrarán a las claras las fronteras que marcan el progreso, la camaradería, o el afán por sobrepasar el límite auspiciado por la ley. Eso último es lo que de forma muy clara pondrá en práctica el poderoso banquero de la localidad –Stanley Clanton (Porter Hall)-, simulando el asalto de su propia entidad, aunque su caja de caudales se encuentre vacía, en combinación con el veterano y respetado oficial de correos de la ciudad, Willie McLeod (el gran Edgar Buchanan). El golpe se les irá de las manos al haber contratado para su realización al poco recomendable ranchero Poker Player (Richard Cramer), quien en la acción –a la que se sumarán sus subalternos- tiroteará a tres de los ciudadanos que respondan la agresión. Pese al cinismo de Clanton –quien simula ante la población las pérdidas y su generosidad al devolver a sus clientes el 50% de sus ahorros-, el sheriff Steve Upton (Randolph Scott) pronto intuirá la acción directa en el asalto por parte de Player. Sin embargo, su confianza en el veterano McLeod le hará confesarle de forma ingenua sus deducciones. Será una confianza existente ante todo en la relación entre familiar -o quizá secretamente amorosa-, que Upton mantendrá con la hija de este –Allison (Evelyn Keyes)-. Este relativo equilibrio se romperá con la llegada a la población del proscrito Cheyenne Rogers (Glenn Ford), a quien en principio se había otorgado el encargo del asalto, en un cometido que no pudo efectuar debido a un incidente previo. Rogers camuflará su auténtico nombre, aunque lo que no podrá simular es la sensación que poco a poco le invadirá a la llegada a Red Walley de iniciar una nueva vida. Allí se encuentra su viejo amigo Nitro (Guinn Big Boy Williams) y también su compañera desde la infancia, la “condesa” Maletta (Claire Trevor), enamorada  de él aunque no correspondida desde largo tiempo atrás y propietaria del “saloon” de la localidad. De forma inesperada y contra todo pronóstico, el veterano pistolero –al que solo el destino a condenado a ser un sujeto buscado por la ley- se enamorará de Allison, sintiendo en ella el impulso necesario para acometer ese nuevo impulso vital que vislumbra en su futuro, aunque ante él no se acumulen más que dificultades. Todas ellas se encontrarán insertas en un contexto en el que el destino casi le impide hacer realidad ese sueño vital, representado ante todo en una relación amorosa compartida por la interesada.

THE DESPERADOES es un ejemplo más de ese tipo de cine eficaz, inspirado en ocasiones, esquemático en otras, del que se nutría una parte importante de la producción USA de aquellos primeros años cuarenta. Sobre todo en el contexto de un género como el western, que aún no había dado la medida de sus enormes y cercanas posibilidades. Ello no impide que nos encontremos ante un título apreciable, incluso inspirado en sus mejores instantes, que se deja ver con tanta placidez como quizá lamentando esa cierta ausencia de densidad que se incorporaría al cine del Oeste muy pronto –de hecho, ya lo había logrado de forma esporádica en ocasiones precedentes-. Esa sensación de asistir a una versión más lujosa y perfilada de aquellas adaptaciones de novelistas como Zane Grey, no impide que el visionado del film de Charles Vidor nos muestre un eficaz trazado de personajes –en buena medida debido a la prestancia que le proporciona su impecable cast-, a la acertada manera con la que se presentan sus principales focos de la acción –el asalto, la acción hipócrita de Clanton, la llegada de Cheyenne y su encuentro con el sheriff, también antiguo amigo suyo…-. A partir de esos primeros minutos, en los que se entrelazan las acciones de sus primeros roles, cabría destacar una adecuada planificación, e incluso destellos de especial inspiración por parte de su realización. Pienso en momentos como el plano en el que –tras el encuentro entre Upton y Willie en la aridez de una planicie, después de que este último haya entregado la parte prometida a Player por su intervención en el asalto- nos muestra frontalmente el veterano oficial de correos conduciendo trastornado la vieja diligencia, mientras se encuadra en segundo término al sheriff sobre su caballo en actitud pensativa, mostrando ya cierta perspicacia de este ante la actitud esquiva del veterano cartero. No obstante, creo que el episodio más brillante a nivel depuesta en escena, lo ofrecen esos pequeños instantes vividos tras la cena que comparten Allison, Cheyenne y Upton, describiéndose en el portal de la vivienda de los McLeod la expresión de la atracción mantenida por los dos primeros, mientras el viejo Willie, apostado en el portal, toca con placidez una vieja guitarra. Son momentos que adquieren una cierta magia, y que en modo más menguado se manifestarán en algunas de las secuencias en las que Maletta muestre ante el joven proscrito, el secreto amor que siempre ha mantenido por él.

En cualquier caso, si hay un elemento que sorprende en THE DESPERADOES es, sin lugar a duda, la extraña combinación de elementos dramáticos e incluso románticos que atesora el film, con una inclinación hacia la comedia –una mixtura que en el seno del western de la Columbia ya había sido tratada con más acierto en un título como ARIZONA (1940, Wesley Ruggles), que de alguna manera desconcertará al espectador, impidiendo quizá esa mayor profundización que casi pedía a gritos su conjunto. Sin embargo, si bien esta apuesta brinde episodios un tanto chuscos protagonizados por Nitro –su primera aparición, protagonizando una explosión en el tocador de la “duquesa”-, cierto es que proporcionará fragmentos tan divertidos como la pelea en la taberna de Dan Walters –casi parecen preludiar el espíritu que definirá la muy posterior NORTH TO ALASKA (Alaska, tierra de oro, 1960. Henry Hathaway)-, la lucha previa mantenida el establo entre Cheyenne, Upton y Allison, o la presencia de personajes tan siniestros y al mismo tiempo tan divertidos como ese juez Cameron (Raymond Walburn) tan poco dado a sutilezas, y capaz de manejar el uso de la ley de la manera menos ortodoxa posible. Esa combinación de drama y comedia, cierto es que proporcionará al metraje una insólita textura, definiendo en última instancia una película tan agradable como en última instancia definitoria de unas maneras de entender con cierta superficialidad, uno de los géneros más personales y apasionantes brindados por el cine norteamericano.

Calificación: 2’5

LADIES IN RETIREMENT (1941, Charles Vidor) El misterio de Fiske Manor

LADIES IN RETIREMENT (1941, Charles Vidor) El misterio de Fiske Manor

No es la primera ocasión en la que he quedado gratamente sorprendido con alguna de las cintas firmadas por el norteamericano Charles Vidor, y no precisamente por la sobrevaloradísima GILDA (1946). Sin ir más lejos, recuerdo con bastante simpatía THE TUTTLES OF TAHITI (Se acabó la gasolina, 1942), aunque todo ello no sirva más que admitir una vez la existencia de tantas y tantas películas cuyos valores provienen de una conjunción de talentos y materiales de base que propiciaron resultados estimulantes, y hasta en ocasiones espléndidos. Pues bien, sin llegar a estos últimos extremos, lo cierto es que LADIES IN RETIREMENT (El misterio de Fiske Manor, 1941) resulta una estimulante propuesta de misterio. Un argumento basado en un referente teatral de Reginald Denham –también autor del guión cinematográfico-, que se erige en un sórdido y recargado relato criminal, que logra emerger de las limitaciones de su consustancial teatralidad, a partir de un trabajo de puesta en escena recargado y voluntariamente artificioso, pero que a fin de cuentas se erige como un estimulante grand guignol que aún casi siete décadas después de su realización, conserva buena parte de la fuerza y el alcance siniestro de su plasmación fílmica.

 

Unos admirables títulos de crédito –probablemente de los más brillantes del cine norteamericano de dicha década-, insertados a través de tumbas y rótulos ubicados en exteriores neblinosos, nos introduce a un marco rural situado en las cercanía de Londres, plasmado todo ello en exteriores rodados en estudio. Será un voluntario artificio, que proporcionará desde el primer momento una extraña textura a una historia que se centrará en esa vivienda rural de la que es dueña una mujer ya veterana y de previsible fortuna –Leonora Fiske (Isobel Elsom)-. Persona solitaria y de gustos artísticos que revelan una antigua vinculación con la música, solapa su aislamiento con el cuidado de dos sirvientas, una de las cuales es Ellen Creed (una estupenda e insólita prestación de Ida Lupino). Esta se verá en la situación de tener que recoger a sus dos hermanas, que han residido hasta entonces en alguna entidad londinense. Ante la tesitura de tener que acogerlas, Ellen hará valer la confianza que mantiene con su ama, logrando convencerla para que se hospeden en la mansión por unos pocos días. No serán precisamente pocos, sino más bien la sensación de asumirse todas ellas como una constante carga, ya que las hermanas –Emily (Elsa Lanchester) y Louisa (Edith Barrett)- muy pronto harán extensivas su grado de locura, violentando la tranquilidad que Leonora había logrado mantener hasta entonces. Hasta tal punto llegará el hartazgo de la dueña, que esta se verá obligado a tirarlas de la casa, llevando ello aparejado el despido de Ellen. Será una situación límite para nuestra extraña protagonista, quien no dudará en asesinar a su ama, poniendo en práctica un plan improvisado que le permita a ellas y sus dos hermanas residir en la vivienda de la difunta, que supuestamente ha realizado un largo viaje.

 

Resulta fácil deducir a tenor del enunciado argumental, que nos encontramos ante un planteamiento que no duda en explotar giros y elementos que quizá en ocasiones no obedezcan al grado de lógica, densidad o interés requerido, optando desde el primer momento por la vía del artificio más desaforado. Podría argumentar dicha elección como un elemento de descredito, más no seré yo quien lo haga, ya que lo cierto es que esta modesta producción de la Columbia –que logró dos nominaciones a los Oscars en el año de su estreno-, logra a partir de esa vía un tratamiento visual lleno de atractivo. La intención demostrada por la narrativa de Vidor, junto a la extraordinaria dirección artística de Lionel Banks y George Montgomery –uno de los elementos merecedores de nominación por parte de la Academia de Hollywood-, la estupenda y siniestra fotografía en blanco y negro de George Barnes, y la entregada labor de un reparto de únicamente nueve actores, logran configurar un resultado en el que en todo momento destaca el uso de una planificación de interiores que potenciará mediante una angulación de la cámara de herencia wellesiana, ese lado siniestro y bizarro de su enunciado, al que cabrá añadir el contraste que proporcionan las artificiosas –en el mejor sentido de la expresión- y escasas secuencias de exteriores, en las que la presencia de constantes brumas y nieblas parecen insertarnos en el marco de una pesadilla.

 

A partir de dichas premisas y de los típicos giros en una trama de suspense terrorífico, resulta obligado destacar el arrojo que plantea la planificación basada en primeros planos y el uso del off narrativo, que mostrará el asesinado de Leonora a cargo de Ellen –una secuencia magnífica, inolvidable-. Junto a ella, no se pude dejar de resaltar el momento escalofriante en el que el personaje de Albert (Louis Haywrad) –un rol, reconozcámoslo, de escasa entidad en la función-, descubre ese antiguo horno tapiado, que hasta entonces había servido de insólita caja de caudales de la propietaria, intuyendo que allí se encuentra su cadáver. O ese episodio que uno de deja de pensar tuvo que contemplar en alguna ocasión Alfred Hitchcock y que incluso le pudo servir como motivo de inspiración a la hora de rodar PSYCHO (Psicosis, 1960), en el que la otra criada de la propiedad –confabulada con Albert- suplanta la identidad física de la desaparecida dueña, para lograr exteriorizar el horror de Ellen y, con ello, ratificar la impresión de que esta ha asesinado a su ama.

 

Ni que decir tiene que situaciones como esta fueron y siguieron siendo moneda corriente en el teatro de entretenimiento de décadas precedentes y posteriores, logrando centenares de funciones que facilitaron la exteriorización del horror más simple de generaciones de aficionados a la escena, y quizá pocas veces en la pantalla se logró cuestionar, subvertir o incluso dotar de un contexto de lucha de clases un tipo de relato que no buscaban dicha motivo de reflexión. Es algo que, muchos años después, sí logró el injustamente olvidado Karel Reisz de NIGHT MUST FALL (1964), a la cual me recuerda poderosamente esta película. Como me recuerda también en algunas de sus secuencias ese extraño reverso cómico que a este tipo de argumentos proporcionó el Frank Capra de ARSENIC AND OLD LACE (Arsénico por compasión, 1944). Pero finalmente, y por encima de esa voluntad de plantear un relato en el que su enrevesada y atractiva narrativa se sitúe por encima de las limitaciones de su material de base, lo cierto es que uno no deja de mostrar su curiosidad ante la extraña personalidad que adquiere el rol encarnado por Elsa Lanchester, caracterizado por su constante rechazo a cualquier vinculación religiosa, y por ello bastante inusual en cualquier producción hollywoodiense. Esa extrañeza que se percibe, la propia resolución del relato, en la que la entrega voluntaria de Ellen no irá acompañada de la expiación del resto de personajes que se han ido adueñando de la propiedad rural, son elementos que logran determinar esa insólita configuración de una película cuya protagonista parece prefigurar con su indumentaria y aspecto adusto, uno de los precedentes de la institutriz de THE INNOCENTS (¡Suspense!, 1961. Jack Clayton) –otro lo sería la Susan Hayward de THE LOST MOMENT (Viviendo el pasado, 1947. Martín Gabel)-, y ante la cual si logramos extrapolar las convenciones y artificios de raíz teatral que puede mostrar ese ya mencionado Albert –sin duda el personaje más estereotipado del conjunto-, nos permite no solo una función placentera, sino tener la certeza de asistir a una auténtica singularidad del cine norteamericano de los años cuarenta.

 

Calificación: 3

MUSS’EM UP (1936, Charles Vidor) ¿Quién es el raptor?

MUSS’EM UP (1936, Charles Vidor) ¿Quién es el raptor?

Para cualquier aficionado al cine de misterio será fácil recordar o haber tenido noticia de ello, de la abundancia de títulos policíacos que tuvieron su oportuno marco de desarrollo quizá a partir del éxito obtenido por la Metro Goldwyn Mayer en sus adaptaciones de las novelas de Dashiell Hammett, protagonizadas por el detective Philo Vance, interpretado con tanta propiedad por William Powell. Aquel auténtico ciclo se componía de comedias de misterio de escasos vuelos, centradas fundamentalmente en la complicidad definida entre Powell y su compañera de reparto –Myrna Loy-, y en el elemento de comedia que predominaba sobre una serie de pueriles tramas de misterio. La evidencia de dicho éxito desde la segunda mitad de la década de los años treinta, es la que sin duda llevaría a diferentes majors de Hollywood a la posibilidad de explotar una veta que hoy día quizá pueda sorprendernos, pero que es obvio en su momento alcanzó un lugar de cierta importancia dentro de esa obligada cota de entretenimiento. Ello no quiere decir, bajo mi punto de vista, que en ellas se encontraran elemento de un interés reseñable, aunque he de reconocer que tantas décadas, títulos como THE THIN MAN (La cena de los acusados, 1934. W. S. Van Dyke) o AFTER THE THIN MAN (Ella, él y Asta, 1936. W. S. Van Dyke) gozan de un para mí incomprensible prestigio. Afortunadamente, es algo que no parece extenderse para esta –justamente- olvidada producción de la R.K.O., que sin esconder sus intenciones, se planteó como una continuidad de ese filón antes mencionado. Pero lamentablemente, y contraponiendo al ya escaso interés de los referentes antes mencionados, MUSS’EM UP (¿Quién es el raptor?, 1936. Charles Vidor), deviene como un título mediocre en la administración de sus elementos de intriga, suspense e incluso sentido satírico, y raquítico y estático en su puesta en escena.

 

El detective Tip O’Neill (Preston Foster), acude a la llamada de un viejo amigo, propietario de una mansión, que se ha visto amenazado tras matar a su perro. La llegada del detective le permitirá observar la extraña fauna humana quehabita en dichas dependencias, en donde se llegarán a producir asesinatos y secuestros, y en la que todos realmente en uno u otro momento podrán adquirir la condición de sospechosos, hasta que finalmente la intriga permita ofrecer un insospechado matiz, revelando que nada es lo que parece. Como es presumible, la intriga que ofrece el conjunto del entonces primerizo Charles Vidor, resulta considerablemente caduca. Esa sensación de asistir a un relato coral en donde las sospechas pasan casi de inmediato de uno a otro personaje, en buena medida es algo a lo que estamos acostumbrados en decenas y decenas de títulos que, en no pocas ocasiones, nos han proporcionado buenos ratos ante la pantalla. Sin embargo, no es este el caso. Se observa en la película un notable descuido a la hora de describir una serie de estereotipos –jamás alcanzan ni la más mínima entidad como tales personajes-, que deambulan por la acción provocando cada cual un mayor rechazo con respecto al que le he precedido. En este sentido, la fauna humana que se muestra es especialmente definitoria en función de su estupidez –a la que contribuye especialmente la estulticia del galán apergaminado que encarna John Carroll- y que, casi de forma involuntaria, podría erigirse como un precedente de los personajes que poblaban la buñueliana EL ÁNGEL EXTERMINADOR (1962). Es tal la antipatía que despiertan que resulta difícil poder mostrar algún tipo de interés al seguir los recovecos de la trama, máxime cuando los elementos de índole humorística resultan torpes y sin gracia –con especial mención a las observaciones irónicas del apático detective que encabeza la función-, provocando un generalizado desinterés que no puede remediar los intentos de agilizar la narración puestos en practica por el realizador de la sobrevalorada GILDA (1946), pese a que ello no evite en ningún momento su claro sesgo teatral. Junto a ello, lo cierto es que resulta especialmente vergonzante tener que contemplar una secuencia en la que se lamente el asesinato de un joven criado negro, cuando apenas pocos segundos después se plantee un diálogo pretendidamente “divertido”. Todos conocen mi especial inclinación a recuperar películas del pasado en las que se observen elementos de interés que las permita rescatar del olvido. Sin embargo, ejemplos como el título que nos ocupa hablan de ese amplio corpus de títulos que merecen dormir, y por muchos años, el sueño de los justos.

 

Calificación: 0

A FAREWELL TO ARMS (1957, Charles Vidor) Adiós a las armas

A FAREWELL TO ARMS (1957, Charles Vidor) Adiós a las armas

Todos conocemos la especial inclinación que el cine norteamericano demostró por escenarios italianos a partir de la segunda mitad de la década de los cincuenta. La reducción de costos que ofrecía este país europeo, unido a la necesidad de elaborar grandes producciones para contrarrestar la crisis de espectadores que marcó el progresivo influjo de la televisión en el público estadounidense, fueron motivos decisivos para la proliferación de grandes espectáculos de masas y el traslado de notables realizadores como sus responsables, constituyendo finalmente un auténtico “cementerio de elefantes” para muchos de ellos, que no lograron adaptarse a unos modos de producción menos solventes que los del cine clásico que cultivaron con tanta pericia en su trayectoria previa. Esta circunstancia también se manifestó en el entorno de algunos de los grandes productores de Hollywood, uno de los cuales fue David O’Selznick, que dio vida a la que sería su última experiencia como tal, registrando con ella un considerable –y a mi juicio justo- varapalo. Se trataba de la tercera versión de la obra de Ernest Hemingway A FAREWELL TO ARMS, llevada anteriormente a la pantalla de forma libre por Frank Borzage en 1932 y Michael Curtiz en 1951 –bajo el título FORCE OF ARMS-. Borzage se inclinó en su estupenda película por el componente puramente romántico de la historia -de forma coherente con su temario cinematográfico-, mientras que Curtiz no logró, bajo mi punto de vista, un producto especialmente destacable, con un film bélico que no evitaba convencionalismos y tópicos del género. 

Pero peor resulta esta larga, larguísima película, firmada por Charles Vidor, pero que fundamentalmente estuvo controlada por Selznick. Y es que esta lujosa A FAREWELL TO ARMS (Adiós a las armas, 1957) parece un film carente por completo de alma, muy alejado de propuestas de aquellos mismos años y de características similares, como pueden ser WAR AND PEACE (Guerra y paz, 1956. King Vidor) o A TIME TO LOVE A TIME TO DIE (Tiempo de amar, tiempo de morir, 1958. Douglas Sirk). Se trata, por el contrario, de un producto adscrito al look de la Fox en sus condicionamientos de producción, del que me gustaría destacar los escasos elementos que de su extenso metraje me llegaron a interesar. Entre ellos, destacaría el divertido tono de comedia que se produce en el traslado del teniente Frederick Henry (Rock Hudson) al hospital americano en Milán, adornado de gags en el accidentado trasiego que recibe el militar –que adelantan las facultades que Hudson pronto demostraría en el género-, y permiten añorar la destreza que para la comedia revelaron algunos de los títulos de Vidor en la década de los cuarenta. Por otro lado, y en una vertiente completamente opuesta, se registran algunos momentos en los que el aliento trágico de la guerra se encuentra con ese interminable desfile de italianos desfallecidos, que discurren en pésimas condiciones, casi abandonando todo, y huyendo en masa ante el avance de las tropas alemanas. Llegado un momento, un comentario inoportuno de Rinaldi (Vittorio De Sica), apesadumbrado por haber dejado el recinto que es bombardeado y donde se encontraban los heridos, finalmente será ejecutado ante un horrorizado Henry quien, adviertiendo que él va a ser el siguiente en ser fusilado, logra huir de una muerte segura. Finalmente, hay un pequeño detalle cuando Catherine (Jennifer Jones) –la coprotagonista de la historia- se encuentra hospitalizada. Antes de surgir enormes e insalvables complicaciones en su estado de salud, la cámara se acercará a la ventana, que nos muestra que está lloviendo. Era ese un motivo por el que Cathy había demostrado en todo momento un especial temor, y que en esta ocasión se convertirá en todo un augurio. 

Mas allá de estos elementos concretos –que en la película no creo que superen los veinte minutos de metraje-, lo cierto es que esta nueva A FAREWELL... no deja de suponer más que un blando y excesivamente dilatado melodrama de ambientación bélica, y en el que para nada está presente el espíritu de Hemingway, ni acoge el personalísimo romanticismo brindado por la película de Borzage. Todo se queda en un lujoso e inane proyecto, donde O’Selznick se empeñó en situar como coprotagonista a una Jennifer Jones demasiado mayor para el papel, que ofrece en la película un molestísimo recital de sus más característicos mohines, en modo alguno controlados por el director. También es cierto que, pese a sus limitaciones, Rock Hudson compone eficazmente -en el momento cumbre de su carrera-, su personaje protagonista, aportando esa galanura que le caracterizaba y su experiencia con el melodrama. Y es que aunque la química entre Hudson y la Jones es inexistente, al menos el primero sale airoso de un empeño tan ambicioso como inútil, que llevó a Selznick a finalizar su andadura como astuto productor con un producto que tenía todo para haber resultado una gran historia. Pero a su desarrollo le faltó talento, hondura, pasión, y saber penetrar en las heridas y sensibilidades que proporcionaba  el escenario ofrecido por la novela de Hemingway. 

Calificación: 1 

THE TUTTLES OF TAHITI (1942, Charles Vidor) Se escapó la gasolina

THE TUTTLES OF TAHITI (1942, Charles Vidor) Se escapó la gasolina

A las seis décadas largas de su realización, THE TUTTLES OF TAHITI (Se escapó la gasolina, 1942. Charles Vidor) aparece en nuestros días como una encantadora comedia de la que no resulta difícil encontrar referentes, pero que en modo alguno invalidan unos más que sólidos resultados que impregnan la frescura y capacidad coral de una película que lamentablemente –y son tantas ya- apenas son no solo destacadas, sino incluso mencionadas.

El film se centra en las aventuras que sobrellevan los numerosos componentes de la familia Tuttle en la isla de Tahití. La familia está simbolizada por Mama Rau (magnífica Adeline De Walt Reynolds), pero el espíritu de actuación de la misma lo sobrelleva su hijo Jonas (Charles Laughton). Él es el principal responsable de que los componentes de este auténtico clan sean unos consumados hedonistas, y jamás se preocupen por lograr una estabilidad o prosperidad en su vida. Es un modo de vida sin duda algo anacrónico incluso en una zona rural costera en la que se desarrollan los acontecimientos, pero no deja de ser incluso sanamente envidiado por otros habitantes de la zona, como el entrañable Doctor Blondin (Victor Francen), que no deja de ayudar económicamente a la familia.

La historia se inicia con el regreso de uno de los hijos –Chester (Jon Hall)-, después de tres años de estancia en San Francisco. El joven traerá un aparente imbatible gallo de pelea, con el que la familia se enzarzará de nuevo en las apuestas, especialmente centradas entre Jonas y la veterana Emily (Florence Bates). Una vez más, la apuesta la perderá este y ello conllevará una situación casi de miseria entre la poblada familia –se ven obligados a desprenderse de casi todos sus muebles-. Acuciados por la repentina situación, los hijos de la familia se ven obligados a intentar logran una gran pesca que les permita obtener recursos suficientes y salir de estas estrecheces.

Sin embargo, una tormenta les sorprenderá y su intensidad hará temer a los que se han quedado en tierra que los tripulantes del pequeño barco han sido víctimas de la tempestad. Afortunadamente no ha sido así y estos han encontrado un barco de considerables proporciones totalmente abandonado y lleno de gasolina y víveres. Como Chester conoce las leyes marinas, convence a sus hermanos para que lo remolquen a tierra y logren con ello la propiedad del mismo. Al llegar a la costa el codicioso tendero les compra la propiedad del barco por 400.000 francos, lo que para la familia será una fortuna incalculable…. Pero eso sería cualquiera que no fueran los Tuttle, ya que estos dilapidarán el dinero con la misma facilidad con las que les llegó, y ya en plena boda de Chester con la hija de Emily los acreedores irán retirando los muebles que con tanta ligereza habían comprado.

Cuando ya prácticamente estaban a punto de abandonar por el impago de su hipoteca, Jonas descubrirá casualmente los más de 80.000 francos que había reservado en un principio para el pago de la misma y que, casualmente –y afortunadamente cabría subrayar- se habían perdido. Ello les permitirá volver a su casa… y finalmente a volver a su inveterada forma de entender la vida, basada en el disfrute del momento y buscar el mayor placer de la existencia de una forma afable y plácida.

Es precisamente en la continua presencia de ese espíritu placentero que define la forma de vida de los Tuttle, donde la película encuentra un tono siempre agradable, en el que se combina la preponderancia de la comedia sobre algunos toques dramáticos que redondean el conjunto pero nunca tienen una definitiva incidencia. Con un aire en ocasiones vodevilesco pero siempre con un notable sentido del ritmo, THE TUTTLES OF TAHITI pronto se revela como un producto sólido, en el que de forma aparentemente frívola se formula una mirada nada complaciente sobre la efímera importancia de lo material –curiosamente heredada de la estupenda comedia de Preston Sturges CHRISTMAS ON JULY (Navidades en Julio, 1940), realizada muy poco tiempo antes-. A ello hay que añadir la complicidad de un reparto absolutamente cómplice que resaltan un ritmo que apenas decae, los giros constantes, la alternancia entre el predominio de comedia y los apuntes dramáticos y un constate goteo de gags y situaciones divertidas. Entre ellas no se puede dejar de destacar esa aparición inicial para recibir a Chester de la numerosísima familia Tuttle, la hilaridad de la pelea de gallos –que parece sacada de un cartoon-, la venta del barco encontrado al codicioso tendero –que finalmente se ha ahorrado 200.000 francos de los que inicialmente tenía previstos-, el dedo del pie de Jonas que se mueve cuando tiene que pedir dinero prestado al Dr. Blondin, o la sensación que se produce en plena boda de Chester cuando de forma casi inadvertida se van retirando los muebles que Jonas le había comprado.

Parece sorprendente que una película tan bien planteada y resuelta venga dada de la mano de un realizador tan anónimo como Charles Vidor. Es algo que sucedía más veces de lo previsible en el mundo de Hollywood, y preciso es reconocer que el realizador de la sobrevalorada GILDA (1946) ya había dado muestras de una especial destreza en el mundo de la comedia coral con una película realizada pocos años atrás que estando ambientada en un entorno más contemporáneo, adquiere algunas cualidades similares. Me estoy refiriendo a THE LADY IN QUESTION (La dama en cuestión, 1940). En este caso Vidor ofrece una puesta en escena transparente enfocada cara al juego de actores y a los giros de guión, pero no es menos cierto que sabe brindar en ellas destellos de un cineasta intuitivo –por ejemplo, la grúa que sigue el movimiento de Jonas en la puerta de su casa cuando le anuncian que sus hijos han sobrevivido a la tormenta y que define el estado de ánimo que sobreviene en el personaje-.

En cualquier caso, la singularidad de THE TUTTLES OF TAHITI proviene de esos ecos e influencias que señalaba al inicio de estas líneas. Y creo que no hay que ser demasiado perspicaz para detectar la huella de determinado cine de John Ford en los fotogramas de esta brillante comedia. Aunque también se pueden detectar ecos renoirianos, creo que por un lado ese aire familiar que se desprende y la importancia del matriarcado que desprende la figura de la abuela, se acercan poderosamente al tono que se había manifestado en la cercanamente precedente y magnífica TOBACCO ROAD (La ruta del tabaco, 1941). Pero es que al mismo tiempo la presencia de ese entorno exótico y el recurso a Jon Hall nos puede remitir por un lado a la poco más lejana THE HURRICANE (Huracán sobre la isla, 1937) mientras que el tono bucólico que en ella se desarrolla, quizá en su momento pudo estar en la mente de Ford a la hora de abordar, dos décadas después, la divertidísima DONOVAN’S REEF (La taberna del irlandés, 1963).

En cualquier caso creo que si algo destaca esta película es por no parecer para nada un film de la R.K.O. Incluso en este caso las excelencias fotográficas de Nicholas Musuraca, parecen acercarse a los rasgos de estilo que había practicado Gregg Toland el referente fordiano antes señalado o la magistral  THE GRAPES OF WRATH (Las uvas de la ira, 1940). Es por eso que sin por ello apostar por el look de uno u otro estudio, lo cierto es que esta realmente entrañable THE TUTTLES OF TAHITI parece en todo momento un film de la Fox en aquellos tiempos. Ese aire lejanamente fordiano es el que al mismo tiempo nos permite destacar el alejamiento de su look con el habitual en la R.K.O., pareciendo sin embargo que nos encontramos ante uno de los títulos similares que por aquel entonces producía la 20th Century Fox –incluso la fotografía generalmente expresionista de Musuraca, se transforma en su iluminación con tonos más amables-.

No se puede por menos que destacar la labor del conjunto de su reparto, que logran las incidencias de esta historia coral en la que el espectador logra finalmente esa sensación de haber casi estado presente en el espíritu de una familia que quizá para la mente del ciudadano materialista de nuestros días resulte un indolente, pero que para ellos supone una forma de encarar las miserias de la vida con el mejor espíritu posible y las menores necesidades, rodeados además de naturaleza. Una lección quizá muy lejana para el consumismo de la civilización occidental, pero bastante hermosa en las agradables imágenes de esta buena comedia.

Calificación: 3