LADIES IN RETIREMENT (1941, Charles Vidor) El misterio de Fiske Manor
No es la primera ocasión en la que he quedado gratamente sorprendido con alguna de las cintas firmadas por el norteamericano Charles Vidor, y no precisamente por la sobrevaloradísima GILDA (1946). Sin ir más lejos, recuerdo con bastante simpatía THE TUTTLES OF TAHITI (Se acabó la gasolina, 1942), aunque todo ello no sirva más que admitir una vez la existencia de tantas y tantas películas cuyos valores provienen de una conjunción de talentos y materiales de base que propiciaron resultados estimulantes, y hasta en ocasiones espléndidos. Pues bien, sin llegar a estos últimos extremos, lo cierto es que LADIES IN RETIREMENT (El misterio de Fiske Manor, 1941) resulta una estimulante propuesta de misterio. Un argumento basado en un referente teatral de Reginald Denham –también autor del guión cinematográfico-, que se erige en un sórdido y recargado relato criminal, que logra emerger de las limitaciones de su consustancial teatralidad, a partir de un trabajo de puesta en escena recargado y voluntariamente artificioso, pero que a fin de cuentas se erige como un estimulante grand guignol que aún casi siete décadas después de su realización, conserva buena parte de la fuerza y el alcance siniestro de su plasmación fílmica.
Unos admirables títulos de crédito –probablemente de los más brillantes del cine norteamericano de dicha década-, insertados a través de tumbas y rótulos ubicados en exteriores neblinosos, nos introduce a un marco rural situado en las cercanía de Londres, plasmado todo ello en exteriores rodados en estudio. Será un voluntario artificio, que proporcionará desde el primer momento una extraña textura a una historia que se centrará en esa vivienda rural de la que es dueña una mujer ya veterana y de previsible fortuna –Leonora Fiske (Isobel Elsom)-. Persona solitaria y de gustos artísticos que revelan una antigua vinculación con la música, solapa su aislamiento con el cuidado de dos sirvientas, una de las cuales es Ellen Creed (una estupenda e insólita prestación de Ida Lupino). Esta se verá en la situación de tener que recoger a sus dos hermanas, que han residido hasta entonces en alguna entidad londinense. Ante la tesitura de tener que acogerlas, Ellen hará valer la confianza que mantiene con su ama, logrando convencerla para que se hospeden en la mansión por unos pocos días. No serán precisamente pocos, sino más bien la sensación de asumirse todas ellas como una constante carga, ya que las hermanas –Emily (Elsa Lanchester) y Louisa (Edith Barrett)- muy pronto harán extensivas su grado de locura, violentando la tranquilidad que Leonora había logrado mantener hasta entonces. Hasta tal punto llegará el hartazgo de la dueña, que esta se verá obligado a tirarlas de la casa, llevando ello aparejado el despido de Ellen. Será una situación límite para nuestra extraña protagonista, quien no dudará en asesinar a su ama, poniendo en práctica un plan improvisado que le permita a ellas y sus dos hermanas residir en la vivienda de la difunta, que supuestamente ha realizado un largo viaje.
Resulta fácil deducir a tenor del enunciado argumental, que nos encontramos ante un planteamiento que no duda en explotar giros y elementos que quizá en ocasiones no obedezcan al grado de lógica, densidad o interés requerido, optando desde el primer momento por la vía del artificio más desaforado. Podría argumentar dicha elección como un elemento de descredito, más no seré yo quien lo haga, ya que lo cierto es que esta modesta producción de la Columbia –que logró dos nominaciones a los Oscars en el año de su estreno-, logra a partir de esa vía un tratamiento visual lleno de atractivo. La intención demostrada por la narrativa de Vidor, junto a la extraordinaria dirección artística de Lionel Banks y George Montgomery –uno de los elementos merecedores de nominación por parte de la Academia de Hollywood-, la estupenda y siniestra fotografía en blanco y negro de George Barnes, y la entregada labor de un reparto de únicamente nueve actores, logran configurar un resultado en el que en todo momento destaca el uso de una planificación de interiores que potenciará mediante una angulación de la cámara de herencia wellesiana, ese lado siniestro y bizarro de su enunciado, al que cabrá añadir el contraste que proporcionan las artificiosas –en el mejor sentido de la expresión- y escasas secuencias de exteriores, en las que la presencia de constantes brumas y nieblas parecen insertarnos en el marco de una pesadilla.
A partir de dichas premisas y de los típicos giros en una trama de suspense terrorífico, resulta obligado destacar el arrojo que plantea la planificación basada en primeros planos y el uso del off narrativo, que mostrará el asesinado de Leonora a cargo de Ellen –una secuencia magnífica, inolvidable-. Junto a ella, no se pude dejar de resaltar el momento escalofriante en el que el personaje de Albert (Louis Haywrad) –un rol, reconozcámoslo, de escasa entidad en la función-, descubre ese antiguo horno tapiado, que hasta entonces había servido de insólita caja de caudales de la propietaria, intuyendo que allí se encuentra su cadáver. O ese episodio que uno de deja de pensar tuvo que contemplar en alguna ocasión Alfred Hitchcock y que incluso le pudo servir como motivo de inspiración a la hora de rodar PSYCHO (Psicosis, 1960), en el que la otra criada de la propiedad –confabulada con Albert- suplanta la identidad física de la desaparecida dueña, para lograr exteriorizar el horror de Ellen y, con ello, ratificar la impresión de que esta ha asesinado a su ama.
Ni que decir tiene que situaciones como esta fueron y siguieron siendo moneda corriente en el teatro de entretenimiento de décadas precedentes y posteriores, logrando centenares de funciones que facilitaron la exteriorización del horror más simple de generaciones de aficionados a la escena, y quizá pocas veces en la pantalla se logró cuestionar, subvertir o incluso dotar de un contexto de lucha de clases un tipo de relato que no buscaban dicha motivo de reflexión. Es algo que, muchos años después, sí logró el injustamente olvidado Karel Reisz de NIGHT MUST FALL (1964), a la cual me recuerda poderosamente esta película. Como me recuerda también en algunas de sus secuencias ese extraño reverso cómico que a este tipo de argumentos proporcionó el Frank Capra de ARSENIC AND OLD LACE (Arsénico por compasión, 1944). Pero finalmente, y por encima de esa voluntad de plantear un relato en el que su enrevesada y atractiva narrativa se sitúe por encima de las limitaciones de su material de base, lo cierto es que uno no deja de mostrar su curiosidad ante la extraña personalidad que adquiere el rol encarnado por Elsa Lanchester, caracterizado por su constante rechazo a cualquier vinculación religiosa, y por ello bastante inusual en cualquier producción hollywoodiense. Esa extrañeza que se percibe, la propia resolución del relato, en la que la entrega voluntaria de Ellen no irá acompañada de la expiación del resto de personajes que se han ido adueñando de la propiedad rural, son elementos que logran determinar esa insólita configuración de una película cuya protagonista parece prefigurar con su indumentaria y aspecto adusto, uno de los precedentes de la institutriz de THE INNOCENTS (¡Suspense!, 1961. Jack Clayton) –otro lo sería la Susan Hayward de THE LOST MOMENT (Viviendo el pasado, 1947. Martín Gabel)-, y ante la cual si logramos extrapolar las convenciones y artificios de raíz teatral que puede mostrar ese ya mencionado Albert –sin duda el personaje más estereotipado del conjunto-, nos permite no solo una función placentera, sino tener la certeza de asistir a una auténtica singularidad del cine norteamericano de los años cuarenta.
Calificación: 3
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