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CINEMA DE PERRA GORDA

Gus Van Sant

PROMISED LAND (2013, Gus Van Sant) Tierra prometida

PROMISED LAND (2013, Gus Van Sant) Tierra prometida

A la hora de tratar la figura del norteamericano Gus Van Sant, siempre me ha resultado divertida la definición que se efectuaba en Miramax de su cine, calificándolo como “un director que rueda buenas películas con actores guapos”. Quizá sea esta una calificación más acertada –dentro de lo pintoresca que pueda parecer a primera vista-, antes que intentar catalogar su cine en dos bandos en apariencia opuestos, como son aquellos títulos que se acercan a su mondo personal, confrontándolos con los que en apariencia se integran dentro de una formulación narrativa más convencional. Torpe disyuntiva, puesto que el grado de valía de su obra aparece y se limita del mismo modo, en aquellos títulos que ha rodado en una u otra vertiente. Es más, aunque PROMISED LAND (Tierra prometida, 2013) se encuentra claramente definida en el segundo de los apartados, lo cierto es que el espectador no puede dejar de percibir ciertos elementos –introducidos de manera muy puntual, justo es reconocerlo- quizá inmersos por Van Sant para introducir matices reconocibles de su mundo visual. Esa manera de presentar simbólicamente el agua con la que se lava la cara el protagonista en los instantes iniciales, o la propia configuración de los paisajes, marcando un entorno que por momentos deviene idílico y surreal en su expresión –por más que en los diálogos de la pareja protagonista devengan como definitorios de la impersonalidad del campo-, son detalles que muestran la querencia visual de su artífice, por más que nos encontremos con una historia urdida por su estrella –Matt Damon- junto al también actor John Krasinski, que encarna en el relato el rol de un agitador medioambiental.

A la hora de valorar PROMISED LAND –que ya de entrada señalaré me parece un producto interesante-, se han esgrimido no pocas consideraciones de cara a la sinceridad en la presunta honestidad u oportunismo de su propuesta. El hecho de encontrar entre sus productores a los árabes Imagination Abu Dhabi FZ –promotores petrolíferos-, han servido de argumento sobre la presunta deshonestidad de la película. Cuando se refieren a ello, olvidan que por ejemplo la Standard Oil, fue la firma petrolífera que patrocinó uno de las bellos poemas de la Historia del Cine, como es LOUISIANA STORY (1948, Robert J. Flaherty). Es decir, lo que importa es lo que contemplamos, antes que aquello que ha hecho posible el producto resultante. Y lo que propone el film de Van Sant no es más que otra muestra de esa corriente liberal auspiciada por las estrellas hollywoodienses, tamizada por el sentido cinematográfico de su artífice, y dominada por una extraña serenidad narrativa que, por momentos, parece inspirada en el David Lynch de la brillante aunque a mi juicio un tanto sobrevalorada THE STRAIGHT STORY (Una historia verdadera, 1999. David Lynch), más allá de otros títulos que podrían encajar en dicha vertiente y que han sido citados por otros comentaristas como A CIVIL ACTION (Acción civil, 1998. Steven Zaillian) o ERIN BROCKOVICH (2000. Steven Soderbergh). La película narra en primer lugar el contrato del joven Steve Butler (Matt Damon, intentando ofrecer unos matices de ambigüedad a su estereotipo de noble joven / maduro All American Boy), el servicio de la multinacional Global, encargada de la compra de tierras en determinados estados estadounidenses, para poder realizar en ellas prospecciones de gas natural. Steve acudirá hasta la población de McKinley junto a su compañera Sue Thomason (Frances McDormand), iniciando sus gestiones entre los propietarios de las tierras de dicha localidad rural. Para ello utilizarán una táctica tan sencilla como en apariencia efectiva; intentar camuflarse como auténticos representantes de ese mundo campestre –la compra de vestuario para acrecentar esa sensación-. Bien es cierto que Steve atesora un pasado que le permitió comprobar como el pueblo donde residió en sus primeros años, quedó en la ruina con la desaparición de la fábrica, generando en él un recuerdo que utilizará en sus conversaciones con los granjeros y ganaderos a los que visiten.

Una de las virtudes de PROMISED LAND, reside a mi juicio en el hecho de no alzar nunca el tono. En proponer una mirada muy a ras de tierra, en torno al contraste de un mundo rural, aferrado a su pasado y sus vivencias, en torno a otro contexto para el que solo existe la codicia. Para ello se propone una oposición muy sutil, en la que no falta la astucia de la pareja protagonista –se visten al modo de los campesinos que van visitando para convencerles de la venta de sus tierras-, en una especie de solapado juego del gato y el ratón entre el poder de los representantes de una imparable multinacional, y la oposición que ofrecerá uno de los más respetados habitantes de la pequeña comunidad, el veterano profesor  Frank Yates (magnífico Hal Hoolbrok), al que apoyará posteriormente con su inesperada llegada el activista ecologista Dustin Noble (notable John Krasinski, coguionista junto a Damon del film, a partir de una historia de Dave Eggers). A partir de ese momento, cuando en la asamblea Yates oponga las primeras reflexiones a un proyecto que de antemano parece ya ganado, se establecerá una línea de confrontación, que en ningún momento levantará esa extraña serenidad –quizá en algunos instantes transformada en cierta morosidad narrativa- que invadirá el conjunto del metraje. Por momentos –esa alusión a los caballos enanos que al final se comprobarán son algo real-, parece que Van Sant intenta introducir la propuesta en un cierto hálito mágico, rompiendo por completo la previsión del apólogo ecologista que de entrada preside el relato. Hay en su discurrir una atractiva sensación de introducirse en un extraño arcano. En un mundo que parece perdido, en el que sus habitantes soportan con resignación las limitaciones que les rodean, pero que al mismo tiempo disfrutan de estar rodeados de un verdor sin duda llamativo para los que residimos en la vida urbana. Sin embargo, algo aparece como elemento de fascinación para Steve, un joven brillante, pacífico… y también ambicioso, que no duda en practicar sobornos contra los representantes municipales… aunque les ofrezca menos de lo que le está permitido. Es decir, se trata de un joven cachorro de las multinacionales. El clásico ejemplo de ser que en teoría está predestinado a una brillante carrera en dicho ámbito –es nombrado en el primer tercio del film vicepresidente de una comisión-, pero al que la vivencia del conflicto que se está estableciendo en la población, irá adentrándose en una extraña encrucijada existencial, ya que se pondrá de manifiesto por un lado su competencia profesional, y por otra la reflexón interior que irá creciendo en él, a la hora de poner en tela de juicio su dignidad ética.

Será este uno de los aspectos que centrarán de manera más brillante, una película que nunca despierta entusiasmos, pero que siempre mantiene un considerable interés, legando secuencias tan magníficas como la que se desarrolla entre Steve y el veterano profesor jubilado, en donde entre ambos se manifestará con la palabra y con las propias miradas y los gestos, una extraña sensación de comprensión de dos seres antitéticos pero que, en el fondo, se comprenden más de lo que pudiera parecer a primera vista.

Provista de un giro en torno al personaje de Dustin, proponiendo un punto de inflexión en torno a la presencia de la maestra de la población, y concluyendo su propuesta de manera tan ambigua como llena de resignación, lo cierto es que PROMISED LAND aparece como una película que juega con la honestidad, que quizá no encuentre en dicho término su valor más adecuado pero que, por el contrario, brinda en su plácido discurrir una aguda reflexión en torno a la búsqueda de la dignidad del ser humano.

Calificación: 3

RESTLESS (2011, Gus Van Sant) Restless

RESTLESS (2011, Gus Van Sant) Restless

Es común entre el conjunto de amantes del cine y el colectivo de comentaristas y críticos, encontrar cada año títulos que son recibidos con unánime alborozo, otros que se sobrevaloran, no pocos se rechazan y, parte de ellos suscitan la controversia. Será sumamente curioso establecer un estudio sobre las oscilaciones que se establecen con el paso del tiempo en la valoración de determinados títulos, incluso entre el mismo aficionado o comentarista. Viene esta digresión a colación tras contemplar –y en buena medida disfrutar-, de RESTLESS (2011), una producción de Gus Van Sant, que en líneas generales recibió un sonoro varapalo –sobre todo entre la discutible crítica norteamericana-, pero que se ha extendido en su tímida recepción nuestro país. Las calificaciones de cursi, relamida, de propuesta teen, se han extendido casi al dictado, como si no hubiera margen para la disensión de una formulación que parecía inapelable. En mi caso, al haberla contemplado con la suficiente inocencia de no haber leído ninguna de estas valoraciones, me ha permitido a posteriori, sorprenderme de dicha negativa valoración. Y no me llevo esta impresión por el hecho del rechazo en sí mismo, sino ante todo por que considero que más allá de parecerme un film sensible, provisto de una extraña y enfermiza delicadeza, ante todo responde punto por punto al mundo visual y temático de su realizador. Es decir, que resulta extraño que cualquiera que se entusiasmara con GERRY (2002) o ELEPHANT (2003), por citar dos arriesgadas propuestas de Van Sant que lograron un consenso en su valoración, se pueda sentir defraudado al vivir la singular historia argumentada por Jason Lew, ya que su plasmación a la pantalla lleva desde el primer momento el sello y el marchamo del cine más personal de Van Sant. Mucho más que, por ejemplo, el por otro lado espléndido MILK (Mi nombre de Harvey Milk, 2008), que se centraba en el seguimiento de una historia que le podía afectar personalmente, pero que respondía a unos cánones de narrativa más tradicional. Por el contrario, en RESTLESS nos encontramos de nuevo con ese mundo por momentos irreal, en otros mágico, que ya se podía percibir en títulos hoy día considerados clásicos, como MY OWN PRIVATE IDAHO (Mi Idaho privado, 1991), adentrándose en el tratamiento de personajes jóvenes, definidos por unos rasgos y personalidades singulares e incluso extrañas, pero expresados ante la pantalla con una delicadeza y sensibilidad no solo remarcable, sino ante todo personalísima.

A grandes rasgos, la película relata –o más bien evoca- el singular romance que se establece entre Enoch (el joven Henry Hooper, hijo del desaparecido Dennos Hooper, un auténtico prodigio de naturalidad y mundo interior ante la pantalla), un muchacho introvertido y taciturno, totalmente dominado por el trauma del accidente que acabó con la vida de su padres y a él lo mantuvo en coma durante un tiempo –en el que manifestó estar muerto durante unos minutos-. Enoch exteriorizará esa obsesión asistiendo a funerales de manera ritual sin conocer a los fallecidos ni sus familias, ataviado de negro, y siempre con la mirada limpia de quien cree encontrarse muy cerca de ese “otro lado”. Un lado, el de la muerte, del que en un momento dado señalará no hay nada, pero que contradice con la constante comunicación y presencia que mantiene con el afable fantasma de un soldado kamikaze japonés, en realidad el único ser con el que exteriorizará su personalidad. En uno de dichos funerales, Enoch conocerá a Annabel (magnífica Mia Wasikowska, estableciendo una admirable química con el joven Hopper), quien detectará el hecho de que este no forma parte del mismo –ser el único asistente que viste de negro lo delatará-. Será el inicio de una historia sensible, del contacto entre dos seres desamparados, ya que Annabel muy pronto descubrirá la circunstancia de ser víctima de la fase terminal de un cáncer, con una esperanza de vida de tres meses, que acometerá con una convencida entereza.

Dicho punto de partida, nos adentrará en una insólita, ligera y al mismo tiempo sensible historia de amor, que de alguna manera podría definir esta película, como una curiosa y entrañable combinación entre HAROLD AND MAUDE (Harold y Maude, 1971. Hal Ashby), SWEET NOVEMBER (Dulce noviembre, 1968. Robert Ellis Miller) y su remake de 2001, firmado por Pat O’Connor o el díptico de Richard Linklater BEFORE SUNRISE (Antes de amanecer, 1995) / BEFORE SUNSET (Antes del atardecer, 2004). Partiendo con ventaja de al menos tres de los títulos citados, Van Sant despliega ese mundo propio basado en imágenes ligeras, casi evanescentes, de relatos a los que despoja de dramatismo pese a la dureza que existe en lo que narra –el ejemplo más pertinente de su obra en esa faceta, se establecería en la descripción de la matanza que centraba la mencionada ELEPHANT-. El realizador cuida de manera admirable el aspecto plástico y naturalista de sus imágenes, acentuando el lado poético de las secuencias desarrolladas en entornos naturales, y por el contrario describiendo sin incidir en exceso, el aspecto alienante de las descripciones urbanas. Sin embargo, y como sucediera en tantas otras ocasiones en su cine, ese contraste adquiere en RESTLESS una coherencia notable, ante todo basada en la huída de ese dramatismo que podría establecer la dureza del tema elegido, y que se soslaya en sus instantes más proclives a ello –es admirable como con apenas tres planos y el uso de la elipsis, el espectador advierte la noticia desconocida hasta entonces, de la enfermedad terminal de Annabel; del mismo modo, su muerte quedará descrita una vez más en el over narratuvo, describiendo ese funeral anticonvencional –que sus asistentes no dejarán de ver con recelo-, que había deseado junto a Enoch. Un muchacho que en ese momento demostrará la importancia que para él ha dejado ese breve pero profundo romance, exteriorizado en su forma de vestir –utilizará un traje sobrio pero abandonando el negro, y que además le hará parecer un ser más maduro- culminando la película con ese intento de pronunciar unas palabras, que cerrará con una sincera sonrisa de complicidad.

Sin embargo, lo más hermoso de RESTLESS reside en la capacidad de Gus Van Sant para centrar el relato en la intensidad con la que dirige a sus jóvenes intérpretes, de los que extrae matices de una sinceridad y naturalidad admirable. Una vez más, apostará por seres bellos –sobre todo el muchacho-, seres adolescentes a los que aplicará esa mirada de regusto gay que embellece a esos jóvenes y desconocidos intérpretes, de cuya escuela han surgido no pocos jóvenes valores. Esa presentación de Enoch atractiva y extrañamente vestido negro utilizando botas altas, la entrega con la que filma sus primeros planos, delatan esa capacidad para entregarse al rostro masculino, en una vertiente en la que podría considerarse como un auténtico sucesor de directores como Nicholas Ray o Joshua Logan. Y del primero de los citados podría también atender esa mirada compasiva y cómplice ante dos jóvenes que de manera casual encontrarán un fragmento de sus vidas –el final para Annabel-, para establecer una relación tan inusual como apasionante, tan anticonvencional como sincera, en la que incluso el espectador y la propia joven, a punto de encontrarse con naturalidad ante el hecho físico de la mortalidad, encontrará la inesperada ayuda de Hiroshi (Ryo Kase), ese entrañable y cotidiano fantasma kamikaze japonés, que bien podría suponerle la señal de que se encuentra solo ante el fin de la primera parada.

Revestido de sensibilidad, obviando por fortuna numerosos clichés que, sorprendentemente, buena parte de la crítica le ha objetado, RESTLESS es un título que a mi juicio mantiene el buen nivel de la filmografía de Gus Van Sant, resulta fiel a su modo de trasladar el hecho cinematográfico, deviene más personal que algunos de sus títulos más exitosos, y se basa en pequeñas miradas, en gestos imperceptibles, en una narrativa centrada en planos fijos, en secuencias que captan el sentimiento interno que reflejan sus personajes. Cierto es que esa sensibilidad, ese grado de acierto, no se encuentra presente de manera homogénea en todo su metraje. Hay algunos momentos en los que se percibe la sensación de que la inspiración deja paso a un atisbo de convencionalismo. Por fortuna, esa impresión tiene una presencia lo suficientemente menguada para apreciar esta película sencilla, intimista, vitalista y triste al mismo tiempo, que pese a haber sido recibida con hostilidad y tener una carrera casi invisible, estoy seguro crecerá en su aprecio según transcurra el paso del tiempo.

Calificación: 3

MILK (2008, Gus Van Sant) Mi nombre es Harvey Milk

MILK (2008, Gus Van Sant) Mi nombre es Harvey Milk

Nadie puede cuestionar que MILK (Mi nombre es Harvey Milk, 2008. Gus Van Sant) se adentra abiertamente en el terreno del biopic y, de manera muy especial en sus minutos iniciales y finales, adopta una serie de convenciones visuales –la presencia de ralentis, una excesiva blandura en la definición de sus personajes- que limitan su alcance y, de alguna manera, evitan que nos encontremos ante un logro absoluto. Pero aún reconociendo que la película se adhiere por momentos de manera peligrosa a dichas vertientes, por fortuna no impiden que nos encontremos con un resultado enormemente atractivo, dotado de un equilibrado desarrollo dramático y una temperatura emocional de presencia creciente, hasta rozar lo conmovedor en sus instantes finales. Es este uno de los mayores méritos de una película que demuestra la versatilidad de Van Sant, capaz de crear propuestas integradas dentro de los parámetros del cine independiente, e incluso en los límites mismos de la experimentalidad y, casi de forma paralela, auspiciar largometrajes incorporados dentro del ámbito de una previsible superior comercialidad. Habrá quien señale –tal y como se le reprochó cuando hace poco más de una década dirigió un título tan interesante como GOOD WILL HUNTING (El indomable Will Hunting, 1997)- que se trata en estos casos una traición a unos postulados estéticos más o menos radicales. Estando en absoluto desacuerdo con dicha aseveración, creo que ante todo Van Sant es uno de los realizadores más valiosos surgidos en el cine norteamericano de las dos últimas décadas –en una lista que particularmente engrosarían, entre otros, nombres como Paul Thomas Anderson, M. Night Shyamalan, Richard Linklater, Neil LaBute, Andrew Niccol-, y aún cuando opte por una u otra vertiente, se observa en su cine una considerable homogeneidad visual e incluso temática en la evolución de su obra. Se trata de unas características que resultan perceptibles con facilidad a la hora de contemplar esta supuesta biografía de la andadura vital de Harvey Milk, el primer hombre abiertamente homosexual que logró ocupar un cargo público en Estados Unidos, hasta que este fue asesinado –junto al propio alcalde de Los Ángeles-, de manos del dimitido, intolerante y  finalmente desequilibrado concejal Dan White.

 

Dentro de esa dimensión temporal, MILK se expone como una mirada que de partida alcanza una rigurosa y creíble ambientación de la sociedad norteamericana en la década de los setenta. Un terreno en el que últimamente han destacado títulos tan excelentes como ZODIAC (2007, David Fincher), y que en esta ocasión tiene un aliado de indiscutible importancia en la decisión de insertar de manera constante imágenes, noticiarios y referencias recogidas de los propios noticiaros y documentales de la época. Nos encontramos con un auténtico alarde de montaje –obra de Elliot Graham- que nos acerca en su alcance, al referente imprescindible marcado en la estupenda JFK (JFK. Caso abierto, 1991. Oliver Stone). De forma paralela, el film de Van Sant tiene otro de sus valores más notables en el logro de un ritmo inmaculado –en el que tiene bastante que ver esa mencionada labor de montaje-. Resulta facil de detectar esa capacidad de síntesis, alternando situaciones íntimas de la vida del protagonista con otras relativas a su apuesta como reivindicativo personaje público. Lo en apariencia banal, lo íntimo y lo públicamente notorio, se inserta en el relato de manera por completo equilibrada. Es más, aunque el objetivo de sus imágenes deviene en una visión esencialmente positiva de la andadura de Harvey Milk, su recorrido no evita mostrar aspectos y facetas que escapan a dicha definición. Desde la frialdad con la que sobrelleva la extraña relación con Jack Lira (Diego Luna), hasta las triquiñuelas que pone en práctica de cara a hacer notar su condición de líder en las calles, pasando por sus coqueteos y el doble juego mantenido con Dan White, en el que adivina, más que una posibilidad de mediación política, la intuición de ver en el reaccionario y atractivo policía metido a político, a un joven atormentado que sobrelleva con amargura su posible y oculta condición gay.

 

Toda esa gama de matices, la manera con la que Van Sant logra introducir desde el primer momento al espectador en la andadura de su protagonista –el recurso a la grabación de unas cintas que Milk ordena solo salgan a la luz si fuera asesinado, las imágenes documentales de la funcionaria municipal que anuncia conmocionada el doble asesinato de Milk y el alcalde de San Francisco (Victor Garber)-, de alguna manera elimina el suspense de una realidad conocida por todos. Pero esta elección argumental nos sumerge en una rememoranza precisa, en ocasiones idealizada, en muchas otras creíble e incluso emocionante, de la lucha de un hombre que –inicialmente empujado por su pareja Scott Smith (James Franco)-, decidió abandonar su cómoda existencia de ejecutivo que esconde su auténtica sexualidad, para trasladarse a San Francisco junto a él, abriendo un negocio fotográfico entre ambos en el barrio de Castro de dicha ciudad. A partir de las cortapisas y presiones que reciben por parte de diversos de los comercios del entorno –dada su condición de homosexuales-, pronto Milk apostará por la lucha directa con objeto de revertir esa injusta situación. Es este el eje sobre el que girará la película, combinando pasajes de la vida íntima del protagonista con aquellos relativos a su activismo político que le trasladarán, tras varias derrotas de decreciente calado, a ser elegido concejal en San Francisco. Acompañando a este relato concreto, la película no desaprovecha la ocasión para ofrecer la visión coral de una sociedad tan reaccionaria en la década de los setenta –y suponemos que aún hoy- como la norteamericana, que tal y como en décadas anteriores mantuvo a un político tan deleznable como Joseph McCarthy, y hasta hace bien poco a un presidente tan siniestro como George W. Bush, en aquellos tiempos alentaba y seguía en un amplio porcentaje, las consignas apocalípticas de la esperpéntica Anita Bryant o el senador John Briggs, que en un momento dado a punto estuvieron de revocar cualquier derecho para los gays –en ese sentido, resulta oportuna la referencia que la película realiza al mostrar el apoyo que el republicano Ronald Reagan formuló sobre la permanencia de dichos derechos; un detalle que dice mucho de la deliberada huída de los objetivos fílmicos de MILK en su vertiente panfletaria-.

 

Dentro del ya señalado equilibrio que la película adquiere en su conjunto –sus más de dos horas de duración se devoran como un santiamén-, lo cierto es que Van Sant sabe mantener sus características como cineasta, pero al mismo tiempo someterse a un interesante libreto de Dustin Lance Black, reanudando la defensa y normalización del contexto homosexual que ha estado impregnada en toda su obra –y la de otros cineastas militantes, como el caso de Bill Condon en la estupenda KINSEY (2004)-, y al mismo tiempo discurrir con un notable grado de nobleza por unos derroteros de esencia melodramática asumidos con auténtica pertinencia. Unido a dicho contexto, que duda cabe que tiene en el cast de la película unos aliados de primera fila. Hagamos excepción de la lamentable –y sorprendente, por lo chirriante- labor de un Diego Luna, que hace que su trágica desaparición sea recibida con auténtico alivio por el espectador. Pero oponiéndose a este “miscasting”, lo cierto es que tanto la labor de Sean Penn resulta espléndida –sus amaneramientos, inflexiones y matices devienen finalmente admirables, aunque uno hubiera preferido que el Oscar que recvibió, hubiera recaído en el asombroso Frank Languella de FROST / NIXON (El desafío: Frost contra Nixon, 2008. Ron Howard)-, James Franco por vez primera se me antoja convincente en la pantalla, por más que no evite su molesto repertorio de sonrisas, Emile Hirsch  demuestra versatilidad y frescura, Alison Pill aporta entrega al encarnar a la asesora de Milk, e incluso el veterano Victor Garber se pasea por la cámara con una seguridad y carisma aplastante. Pero me gustaría dejar como coloón al personaje más incómodo de la película, ese atormentado Dan White al que Josh Brolin otorga una dimensión humana asombrosa. No es muy extensa su presencia en la pantalla, pero quizá en su labor, en sus miradas y expresiones, se encuentren varios de los momentos más intensos de esa película, quizá un poco azucarada en algunos momentos –justo es reconocerlo-, pero ante cuyos momentos finales uno reconoce haber sentido un nudo en la garganta. Señalar finalmente el acierto de mostrar el devenir real de los principales personajes años después de los sucesos narrados. Más allá de comprobar el enorme parecido que estos albergaban con la recreación fílmica que ha formulado Van Sant, sirven como un claro aforismo de que, casi siempre, el tiempo da la razón.

 

Calificación: 3’5

PARANOID PARK (2007, Gus Van Sant) Paranoid Park

PARANOID PARK (2007, Gus Van Sant) Paranoid Park

No cabe duda que el rumbo emprendido por el norteamericano Gus Van Sant a partir de sus sorprendente GERRY (2002), ha provocado una controversia que, en definitiva, se expresa en quienes representan en su figura uno de los grandes visionarios del cine reciente, y otros poco simplemente a un prestidigitador manierista, empeñado en reiterar títulos tras título, los mismos tics y obsesiones temáticas. Probablemente los que piensen de una u otra manera tienen su parte de razón, quedando como principal elemento en litigio –y de polémica- reflexionar ante la supuesta valía de su cine. En este sentido, mi opinión personal se entronca entre quienes valoran su figura entre las más relevantes que actualmente ofrece la cinematografía USA. Sus últimos títulos demuestran una notable capacidad de riesgo, y al mismo tiempo responden por completo a las inquietudes estéticas y temáticas mostradas en los primeros títulos de su filmografía, y antes de ese “paréntesis” comercial que le permitió rodar el prescindible remake de PSYCHO (Psicosis, 1998) o la exitosa –y brillante- GOOD WILL HUNTING (El indomable Will Hunting, 1998). Hace ya varios años, por tanto, que Van Sant optó por imbuirse de un mundo expresivo y temático muy personal, que ha venido reiterando en unas películas cada día más abstractas y personales, en las que además se ha venido intensificando una mirada crítica y premonitoria respecto a la profunda crisis que la sociedad norteamericana ha manifestado a partir de la traumática experiencia del 11S y sus múltiples consecuencias. Es en este sentido, donde sin duda habría que definir al cineasta, como uno de los artistas que de manera más coherente –con la propia configuración estética de sus obras- ha sabido trasladar a la pantalla las repercusiones y el exorcismo de la crisis de valores que a partir de aquel atentado, mostró el falso progreso USA.

 

En este sentido, PARANOID PARK supone una nueva vuelta de tuerca en este sentido. Una digresión, un apunte, sobre referentes ya mostrados en anteriores títulos del realizador –como pueden ser la galardonada ELEPHANT (2003), pero también la más lejana MY OWN PRIVATE IDAHO (Mi ídolo privado, 1991)-, en el que se incide sobre un terreno de incomunicación, soledad, desamparo y compasión, a través de la figura de su joven protagonista –Alex (Gabe Nevins)-. Se trata de un muchacho, hijo mayor de una familia acomodada condenada al divorcio –es revelador a este respecto la manera con la que se encuentra a este cuando se sitúa al lado de algunos de sus progenitores; la cámara ignora el rostro de estos-, en cuyas imágenes se intuye una absoluta desestructuración. Alex se encuentra ausente y totalmente abstraído de la realidad que le rodea, acompañado únicamente por su inseparable tabla de skate. A partir de ese punto de partida, asistiremos a la investigación que se inicia en su instituto, puesto que un guardia de seguridad de una estación de tren cercana a un parque de skateboards, ha muerto arrollado por una caída considerada en primera instancia accidental, pero en la que se intuye una intención humana –se han detectado unos hematomas en su cuerpo partido en dos-. Por pura lógica, y a poco que el espectador preste la más mínima atención a la película, quedará clara la sugerencia de que Alex ha tomado parte en esa dramática situación. Para ello, Van Sant plantea una espléndida secuencia en el primer encuentro de este con el investigador, descrita a partir de un único plano americano, que culminará de manera angustiosa en un primer plano del muchacho –una set pièce realmente admirable-. Lo que realmente interesa a nuestro cineasta, no es ceñirse en la narración de la anécdota argumental –en realidad bastante sencilla e incluso insustancial en su planteamiento-, sino a partir de esta mínima base componer una auténtica sinfonía de incomunicación, soledad y escepticismo de una juventud absolutamente carente de vida, de intuiciones y relaciones en las que la sexualidad se muestra no solo de manera ambigua, sino que incluso esta aparece como algo absolutamente prescindible. En ese contexto de vaciedad de sentimientos y emociones, Van Sant logra mostrar un mundo alienado y por completo carente de humanidad. Un panorama existencial esencialmente limpio y civilizado, pero en realidad dominado por el conformismo y la ausencia de verdadera emoción. Se trata de un marco de desarrollo que se expresará ya desde los primeros fotogramas del film, con esas imágenes aceleradas de ese puente de tanta importancia en su desarrollo,  reveladoras de un mundo que pasa y pasa, pero en el que nada se encuentra realmente revestido de emoción. Un contexto casi ilustrativo del “Un mundo feliz” de Aldoux Huxley, en el que nuestro protagonista ha logrado plantear su anodina existencia, que repentinamente se verá iluminada con el conocimiento y la fugaz fascinación que se establecerá entre él y un “skater” más maduro. Una vez más, el realizador expresará esa querencia homoerótica consustancial a su cine, planteada en esta ocasión como una fugaz pasión, que motivará en Alex el provocar –de manera accidental, respondiendo a una agresión del guarda al skater con el que ha contactado-, la muerte que se erigirá como eje dramático del film. Una secuencia plasmada igualmente con una enorme fuerza dramática, una valoración de la duración de los planos, tanto de la expresión del protagonista como la atroz situación en la que se ve envuelta la víctima, partido literalmente en dos, y en donde el uso de la cámara lenta se revela en esta ocasión de una pertinencia absoluta, logrando con ello apurar al máximo la situación extrema.

 

En cualquier caso, PARANOID PARK prefiere el apunte, la digresión, la búsqueda de una abstracción poetizante. Algo que logra en bastantes momentos aunque, justo es reconocerlo, en ciertas ocasiones esa inclinación por manierismos visuales den la impresión de resultar impostados o pocos eficaces. A mi modo de ver, esas ocasionales ingerencias, impiden que el título que nos ocupa no se encuentre a la altura de los anteriormente citados entre la obra de su realizador, aunque indudablemente logre mantener una coherencia en un relato que se ofrece como la continuidad de una apuesta cinematográfica realizada a contracorriente, atrevida y al mismo tiempo coherente con la trayectoria previa de su cineasta. Una película que al mismo tiempo nos revela su desprecio por buena parte de las convenciones habitualmente expresadas en la pantalla, logrando en su oposición un producto no solo personal sino valioso. Un relato de escueta duración, a través del cual Van Sant sabe manifestar de nuevo su visión de la vida urbana norteamericana, sus crisis y debilidades y, sobre todo, la evidencia de una sociedad no solo irremisiblemente cuestionada sino, lo que es peor, que apenas tiene margen para la esperanza. En este contexto, la recurrencia a diversos motivos musicales de Nino Rota compuestos para conocidos Films de Fellini, el aparente desorden en que se inserta la narración, o la referencia argumental a “Crimen y castigo” de Dostowieski, son motivos que pueden ofrecer claves suplementarias a la película, o incluso añadir atractivos en segundo término. Sin embargo, no hace falta recurrir a ellos para encontrar la evidencia de un conjunto valioso y sensible, revelador de esa inquietud cinematográfica sobre una Norteamérica convulsa y, sobre todo, la ya reiterada confirmación de la valía del cine de su artífice.

 

Calificación: 3

MALA NOCHE (1985, Gus Van Sant)

MALA NOCHE (1985, Gus Van Sant)

Suele decirse –y no sin razón-, que MALA NOCHE (1985) contiene en su corto, intenso, desequilibrado y apasionado metraje, todo lo que posteriormente configuraría el mundo visual y temático del norteamericano Gus Van Sant. Desde su recurrencia a metáforas visuales marcadas en cielos nubosos, hasta su inclinación por ambientes marginales, pasando por la incorporación de una extraña poesía o la capacidad por revelar una extraña sensibilidad a la hora de tratar emociones marcadas en personajes jóvenes –sin olvidar, por supuesto, el alcance homoerótico de su cine- se dan cita, quintaesenciados, en esta producción de bajo, bajísimo presupuesto. Un film que el propio director reconoce como el primero en su filmografía –años atrás rodó una película que jamás llegó a completarse y exhibirse-, y en el que desde el primer momento se logra transmitir bajo sus imágenes oscuras, contrastadas y sincopadas, la traslación cinematográfica del deseo que el joven Walt Curtis (un memorable Tim Streeter ¿Cómo es posible que este chico no hiciera más cine?) mantiene con Johnny (Doug Cooeyate), un joven inmigrante ilegal mexicano, en el contexto de la ciudad de Portland. Curtis trabaja como dependiente de un lúgubre establecimiento mientras desarrolla su vida de forma totalmente alternativa, dentro de un ambiente definido por la marginalidad y una visión alternativa de la propia existencia. Una andadura vital que para nuestro protagonista revestirá un nuevo aliciente al atisbar por vez primera al desarrapado y arrogante Johnny. Desde el primer momento, su voz en off delatará sus intenciones y su homosexualidad le llevará a una sincera carrera por conquistar a un muchacho que le es totalmente esquivo en sus deseos. El centroamericano se encontrará siempre acompañado por su amigo Roberto Peper (Ray Monge), joven con el que Curtis igualmente estrechará sus lazos de sincera amistad, con la nada velada intención de conquistar su objeto de deseo.

 

A partir de esa premisa, MALA NOCHE se desarrolla como una crónica casi desprovista de argumento, centrada fundamentalmente en la mirada desplegada por un joven sensible, irónico, atractivo y maduro en su asumida sexualidad, y en la convicción manifestada en su modo de vida. Ello tendrá su contraste en la manera con la que desarrolla su existencia un joven que no deja de sufrir una constate frustración en sus anhelos de felicidad a la hora de conquistar a un joven desafecto e insolente, pero no deja de manifestar una complacencia de su disfrute de la vida, dominada por una visión de las cosas casi contemplativa. En efecto, es ese un sentido del humor que se muestra en momentos como aquel que describe el malestar físico del protagonista tras ser penetrado por Peper, o en otros diversos instantes que contribuyen a establecer un contrapunto en una historia que podría resultar melodramática o efectista, pero que Van Sant logra en todo momento controlar en el sendero de una sinceridad y una originalidad que, a fin de cuentas, revierte como su cualidad más relevante.

 

MALA NOCHE basa su personaje protagonista en el relato autobiográfico realizado por el poeta beatnick Walt Curtis, que siguió muy de cerca el proyecto de este film desarrollado a raíz de la amistad establecida con el cineasta. La baja dotación presupuestaria del producto, es indudable que forzó a sus artífices a elaborar una textura visual, que al mismo tiempo otorga a las mismas una pátina de modernidad y un regusto a deliberada referencia a ese cine independiente ejemplificado por nombres como John Casavettes y todos los apóstoles del urderground fílmico. En medio de esas coordenadas, es evidente que contemplando la película podemos encontrar referencias al mundo temático y estético reiterado por Van Sant en su no muy extensa filmografía, comenzando por las enormes semejanzas que muestra con MY OWN PRIVATE IDAHO (1991) –hay unos planos en los que Streeter parece un hermano gemelo de Keanu Reeves en dicho film-, la anterior DRUGSTORE COWBOY (1989), o incluso en la relación conflictiva que se manifiesta entre el conflictivo prodigio y el profesor de GOOD WILL HUNTING (El indomable Will Hunting, 1997). Con el paso de los años, y pese a equivocaciones como el remake de PSYCHO (Psicosis, 1998) o sus claudicaciones en el marco del cine mainstream, es evidente que en la figura de Van Sant se encuentra un cineasta consecuente, arriesgado, honesto consigo mismo y que, pese a no haber ofrecido en su obra bajo mi punto de vista ningún logro absoluto, sí que se erige como un notable representante dentro de la galería de realizadores norteamericanos de interés surgidos a partir de finales de la década de los ochenta. En este sentido, el título que nos ocupa ofrece sus mayores atractivos en dos elementos fácilmente constatables, combinados y utilizados con una destreza casi admirable, y que hablan no solo de la habilidad de sus artífices, sino de la sinceridad y convicción con la que están resueltas. Me refiero por un lado en la articulación de su montaje, que logra combinar una inicialmente caótica muestra de planos sueltos, dispuestos con aparente anarquía, que en su conjunto logran articular una propuesta honesta, descriptiva, atractiva en la incorporación de esas pinceladas contrapuestas, en ese patetismo moderado y tamizado por lo general con una vertiente irónica y humana, que permiten que la credibilidad del conjunto avance hasta configurar un relato entrañable.

 

El otro elemento que contribuye a dotar de espesura y personalidad al conjunto, erigiéndose como el auténtico rasgo vector que solidifica sus sugerencias, es la apuesta –sin duda acuciados por la economía de medios, pero estoy convencido que también consecuentemente con el espíritu del film- por una fotografía en blanco y negro dominada por fuertes contrastes, concretos puntos de luz, y por lo general desarrollada en secuencias nocturnas. Una elección formal que imprime carácter, logra definir el contexto de sus personajes, ejerciendo como auténtico catalizador de sus estados de ánimo, y mostrando una mirada fílmica que refuerza la sensación de desarraigo manifestado por las actitudes de sus protagonistas. Unos por vivir en penuria en un entorno que no es el suyo, y otro por tener que luchar por alcanzar su anhelo de felicidad a partir del desarrollo de su sexualidad marginal, centrado en el reiterado intento de conquistar de este joven inmigrante mexicano. Virtudes todas ellas que desde el primer momento logran prender no solo el interés, sino la implicación activa del espectador, que se identificará quizá no tanto por ese Johnny que en el fondo no hace más que provocar a Walt, pero sí en la persona del joven y bondadoso vendedor de comestibles, e incluso en la figura de Peper, el joven amigo de Johnny, quien finalmente aceptará la amistad de Curtis, cayendo finalmente muerto tras una persecución de la policía.

 

Sin embargo, esta película personal y, por momentos, apasionada, revela ciertas imperfecciones. En algunos momentos parece palparse una ausencia de guión, o que su discurrir narrativo nos lleve a una tierra de nadie. Y otro elemento cuestionable es la incorporación de unos escasos planos en color, que corresponden a las filmaciones realizadas con la cámara que de repente adquiere Walt a bajo precio, mostrando unas imágenes de cierta felicidad de los protagonistas que se extenderán a los títulos de crédito finales. No voy a negar que estas se muestran precisamente como contraste utópico de una relación imposible de fraguar en el contexto de la película, pero a mi juicio desvirtúan la radicalidad de su apuesta por la imagen en ese contrastado blanco y negro. Por decirlo con otras palabras, me induce a pensar que la sinceridad que alcanza la película por dicha elección estética y lumínica, no es más que una pose. No digo que realmente lo sea, pero la presencia de esos escasos instantes a color, me llevan a tener que  admitir dicha posibilidad.

 

Película breve, intensa, sombría y alegre al mismo tiempo, es evidente que el paso del tiempo ha permitido recuperar los valores de la misma, y al mismo tiempo reconocer que en ella se da cita, de forma condensada, la esencia del mejor cine realizado por el controvertido realizador norteamericano, además de permitir un retrato singular del poeta Walt Curtis en su juventud, logrando encontrar una sensacional encarnación física en el trabajo descomunal, limpio y sincero del joven Tim Streeter.

 

Calificación. 3

GERRY (2002, Gus Van Sant) Gerry

GERRY (2002, Gus Van Sant) Gerry

Puede decirse que GERRY (2002) supuso el retorno del norteamericano Gus Van Sant a un terreno de experimentación cinematográfica que había abandonado tras su integración en las convenciones de Hollywood –brindándole pese a todo un estupendo título en GOOD WILL HUNTING (El indomable Will Hunting, 1997)-, y que un año después le llevaría al rodaje de ELEPHANT (2003), con la que alcanzó la Palma de Oro del Festival de Cannes. Es por ello que, más allá de su alcance –que a mi modo de ver resulta más que notable-, habría que ubicar GERRY como un auténtico revulsivo en la andadura de este singular cineasta, produciéndose además en la interacción del realizador con los actores Cassey Affleck –hermano e infinitamente mejor actor que el eternamente insípido Ben- y Matt Damon, los tres actuando paralelamente como guionistas del film. De todos es sabido que la andadura comercial de la película no ha sido fructífera. No es de extrañar, aunque sus imágenes desasosegadotas, hipnóticas y casi sin asidero emocional y argumental alguno, constituyen una de las propuestas más atractivas brindadas por el cine norteamericano en los últimos años. Película admirada en círculos minoritarios y de igual manera vilipendiada por un público que quizá entró a las salas animados por la presencia de Damon en su exiguo reparto, lo cierto es que se trata de una propuesta abierta a la controversia, pero a la que creo nadie puede negarle sus capacidad de arrojo, su atrevimiento y, sobre todo, la innegable capacidad de fascinación visual demostrada, muy por encima de lo que actualmente se viene ofreciendo en las pantallas cinematográficas.

A una zona desértica se dirigen en coche dos jóvenes, encaminándose en una ruta por caminos rurales destinados al senderismo. Muy pronto, estos dos solitarios personajes se pierden entre la inmensidad del territorio mientras demuestran su especial complicidad, internándose en una aventura revestida de tintes absurdos en los que la lucha por la supervivencia y un cierto alcance metafísico tendrán acto de presencia. Todo ello expresado a través de largas secuencias caracterizadas por su esplendor visual, una precisión técnica sobresaliente, un experto manejo de las lentes y un cromatismo de indudable alcance pictórico, así como una progresiva tendencia a la interacción de tintes dramáticos. Elementos ambos que culminarán de forma inapelable con una víctima y la supervivencia de uno de los dos únicos personajes que han deambulado por los agrestes escenarios.

Quede claro de antemano que quien busque en GERRY el desarrollo de un argumento más o menos convencional, no va a encontrar más que motivos para la exasperación. La película renuncia a este asidero, describiéndose como la prolongación de una leve idea central de base extendida a lo largo de cerca de cien minutos, y mostrando el devenir de las andanzas de los dos personajes por un marco geográfico caracterizado por su abstracción. Sin embargo, para aquellos que piensen –como es mi caso-, que las propiedades del cine se fundamentan en la fascinación que provoca la imagen, creo que tienen en el título que nos ocupa un exponente por momentos deslumbrante, lo que le permite confluir como uno de los títulos más valiosos de la trayectoria de su realizador. Propuesta sincera y valiente, coherente con algunos elementos visuales ya familiares en el cine precedente de Van Sant –esas nubes que discurren a alta velocidad dentro de un cielo luminoso-, lo cierto es que resulta un producto que logra atrapar dentro de la fastuosa sinfonía visual que definen esas largas secuencias, esos planos generales de ecos casi “westernianos” –hacía mucho tiempo que no contemplaba unos exteriores tan hermosos en su agreste belleza-, o la utilización tan brillante de elementos técnicos a la hora de plasmar el esplendor de sus imágenes. Resulta muy difícil no dejarse llevar ante esa deslumbrante imaginería, que en algunos momentos de su parte final, nos llega a evocar el cine de Tarkowski, y que en todo su discurrir está bañada y revestida de un aire absurdo con ecos nada solapados de la herencia de Samuel Beckett o Ionesco, a partir de esa andadura existencial sin sentido ni posible escapatoria

Junto a estas singularidades y cualidades, tampoco se puede dejar de lado tampoco la lectura homoerótica que se sustrae de cualquier película firmada por Van Sant. En este caso, esas secuencias nocturnas ante la hoguera no dejan de recordarnos aquellas de MY OWN PRIVATE IDAHO (1991) en la que el desaparecido River Phoenix se declaraba a Keanu Reeves, no suponiendo más que un complemento a esos planos en los que la cámara del realizador mima los rostros ya quemados de los protagonistas, en la manera con la que el color de algunas de sus prendas resalta sus figuras, en la alusión que proporciona la camiseta puesta en el bolsillo trasero de Damon –inequívoca referencia gay-, a la larga mirada de extraño que este brinda a Affleck envuelto en su camiseta como si fuera una árabe, o en esa culminación de los dos jóvenes entrelazados en la aspereza del desierto, en una secuencia que evoca y supera ampliamente, la filmada por Michalangelo Antonioni en la mediocre ZABRISKIE POINT (1970).

Es pues entre ese sustrato de alusiones, logros visuales y una puesta en imágenes reposada y envolvente, donde se despliega el mágico encanto de esta singularidad que no me atrevería a señalar si abre caminos al cine, pero de la que estoy convencido se trata de una propuesta llena de interés, definida por la inspiración y al mismo tiempo una manifiesta sencillez, y a la que el minimalismo de su propuesta no permite más que entrever los destellos de su enorme caudal de sugerencias. No cabe ocultar que no todo en GERRY se sitúa al mismo nivel –la inoportunidad del fondo musical a la secuencia final que se desarrolla en el desierto, algunos poco acertados acelerados de imagen que rompen con el ritmo del conjunto-. Sin embargo, es indudable que el balance de su conjunto es arriesgado, atractivo y, sobre todo, bebe de buena parte de más sólidas cualidades del cine, para al menos intentar explorar –con más humildad de la que pudiera parecer-, nuevos perfiles del cinematógrafo.

Calificación: 3’5

 

ELEPHANT (2003, Gus Van Sant) Elephant

ELEPHANT (2003, Gus Van Sant) Elephant

Controvertida desde el momento de su estreno mundial en el Festival de Cine de Cannes 2003, donde logró una polémica Palma de Oro así como el premio al mejor director –sería interesante analizar el apoyo prestado en los últimos años desde el más prestigioso certamen cinematográfico a diferentes propuestas aparentemente transgresoras-, ELEPHANT resulta sin duda una propuesta tan interesante como desasosegadora. Al mismo tiempo –desconociendo el espectador español la controvertida y previa GERRY (2002) auspiciada gracias al apoyo de Matt Damon y a su amigo Cassey, el hermano inteligente de los Affleck-, supone una vuelta de su realizador Gus Van Sant, a un tipo de cine abandonado para su desigual integración en la ortodoxia hollywoodiense que llegó a su punto más bajo con el mediocre remake de PSICOSIS (1998).

Lo que nadie puede negar a la película de Gus Van Sant es su propósito de aportar algo diferente dentro del cine USA. Sin dejar de olvidar elementos reconocibles en su trayectoria anterior; la presencia de esos planos de nubes que discurren como el bellísimo que inicia el film y que recorre con celeridad la evolución de las luces de toda una jornada –antecede la jornada que va a transcurrir-. Tras el en un largo plano se nos presenta a John McFarland (John Robinson), un joven de cabellera rubia oxigenada –será el único de los protagonistas que se salve de la masacre por casualidad- al que acompaña su padre llevándolo en el coche al instituto –encarnado por Timothy Bottoms, el inolvidable Sonny de LA ÚLTIMA PELÍCULA (The Last Picture Show, 1971. Peter Bogdanovich). Curiósamente, Bottoms ha vuelto a la popularidad en los últimos tiempos con una serie en la que imita al presidente George W. Bush ¿Casualidad?. En la película, su personaje es un borracho-

A partir de ahí John nos introduce con numerosos personajes, compañeros de instituto. Y así realmente se inicia la crónica de ELEPHANT, que narra de forma muy singular la matanza que se produjo en un instituto de Portland (Oregón). En realidad, se trata del mismo suceso que Michael Moore utilizó para su conocida BOWLING FOR COLOMBINE (2001). Sin embargo, Gus Van Sant no utiliza ni la demagogia ni las tácticas propias de la sátiras televisivas USA –los ejes sobre los que Moore construye su exitoso discurso-. En su defecto, si algo asombra en la película es su constante desdramatización, lo que a mi juicio infunde más validez a su resultado final.

Sus secuencias nos remiten a un universo poblado de adolescentes de clase acomodada a los que rodea un evidente sentimiento de alienación bajo diferentes aspectos. Desde las tres jóvenes de evidente superficialidad hasta otra caracterizada por su incomodidad de aspecto claramente masculino, pasando por una serie de chicos ataviados y fotografiados con evidente complacencia –no soy el primero en señalar el alcance homoerótico de la película-. El mundo del instituto de ELEPHANT está lleno de espacios luminosos pero vacíos, en los que hay ecos de Antonioni, Bresson o Kubrick. Sin altibajos, Van Sant recorre las estancias con la cámara en stydicam tras los hombros de sus protagonistas, tomando un buen porcentaje –quizá demasiado, una de las limitaciones del film es su excesivo minimalismo- de su austero metraje recorriendo las estancias sobre las que luego se sustentará la tragedia. Quizá con ello buscara la familiarización del espectador con una estancias frías y desapasionadas que aparentemente están destinadas para la cultura y el aprendizaje pero en donde se da cita la superficialidad y se da cobijo, de forma imperceptible, las raíces de lo peor de la sociedad norteamericana.

Nadie puede negar que existe una corriente en dicha cinematografía que intenta extraer lo peor de una sociedad de aparente bienestar pero llena de prejuicios, carencias y lacras. En ELEPAHNT no se extraen conclusiones ni tomas de partido. No aparecen padres ni conflictos familiares. Gus Van Sant no apuesta y por ello se ausentan los moralismos. Si los dos autores de la masacre en el instituto reciben por correo un arma o juegan en el ordenador –viendo que practican un juego asesino-, lo terrible es mostrar el hecho tal cual es, en su cotidianeidad.

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Del mismo modo, la película ofrece un amplio abanico de expresiones narrativas, algunas caracterizadas, como antes señalé, por larguísimos travellings siguiendo los paseos de sus protagonistas –que son presentados por intertítulos con fondo negro indicando sus nombres-. Al mismo tiempo se suceden panorámicas leves para encuadrar a diversos personajes en la acción, algunos levísimos ralentis o en ocasiones una sorprendente profundidad de campo en los mismos. El mundo estético que ofrece ELEPHANT me atrevería a definirlo como una especie de zoom a los infiernos de la juventud de una sociedad, entremezclado de impertubabilidad británica y estética metrosexual. En este recorrido narrativo, hay un elemento que me distancia un poco y es la utilización de secuencias que reiteran la misma acción desde prismas diversos, en ocasiones con integración plena mientras que a veces resultan algo gratuitos o inoperantes.

La película podría dividirse con poca dificultad en dos mitades, la primera de las cuales nos muestra el microcosmos de personajes del instituto – y en la que se recrea de forma didáctica en situaciones aparentemente tan sencillas como el revelado de un carrete fotográfico-, mientras que la segunda incide más en los preparativos de la matanza, pese a que jamás se abandona ese tono de sobriedad y crónica desapasionada, logrando en todo momento un extraño tempo narrativo que a la postre resulta su principal cualidad En esta segunda mitad llega la brevísima secuencia –un solo plano- de la ducha de los dos causantes de la misma, en la que tras una leve insinuación amorosa reconocen que van a morir “pasándolo bien”. A continuación llega la tragedia, el matar por matar. Ese germen de la violencia que quizá sea el peor virus de la sociedad estadounidense. Con bastante acierto, Van Sant decide que la tragedia mantenga el tono de sobriedad que ha caracterizado el metraje precedente. No se recrea en ella. En apenas muy pocos instantes la expone con suficiente intensidad como para que el impacto emocional sea el suficiente sin utilizar coartadas de ningún tipo.

Personalmente, considero su largo plano final en la que el superviviente del dúo de asesinos –ha asesinado a su amigo-, y en el que tiene acorralado a la pareja de novios en la carnicería del instituto, una conclusión aterradora de una película que culmina tal y como se inició –plano de cielo; el tiempo sigue pasando-, y que considero realmente atractiva, por más que uno siga prefiriendo en la filmografía de su realizador la ya lejana ON MY PRIVATE IDAHO (1991) y, sobre todo, DRUGSTORE COWBOY (1989).

Calificación: 3