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CINEMA DE PERRA GORDA

MILK (2008, Gus Van Sant) Mi nombre es Harvey Milk

MILK (2008, Gus Van Sant) Mi nombre es Harvey Milk

Nadie puede cuestionar que MILK (Mi nombre es Harvey Milk, 2008. Gus Van Sant) se adentra abiertamente en el terreno del biopic y, de manera muy especial en sus minutos iniciales y finales, adopta una serie de convenciones visuales –la presencia de ralentis, una excesiva blandura en la definición de sus personajes- que limitan su alcance y, de alguna manera, evitan que nos encontremos ante un logro absoluto. Pero aún reconociendo que la película se adhiere por momentos de manera peligrosa a dichas vertientes, por fortuna no impiden que nos encontremos con un resultado enormemente atractivo, dotado de un equilibrado desarrollo dramático y una temperatura emocional de presencia creciente, hasta rozar lo conmovedor en sus instantes finales. Es este uno de los mayores méritos de una película que demuestra la versatilidad de Van Sant, capaz de crear propuestas integradas dentro de los parámetros del cine independiente, e incluso en los límites mismos de la experimentalidad y, casi de forma paralela, auspiciar largometrajes incorporados dentro del ámbito de una previsible superior comercialidad. Habrá quien señale –tal y como se le reprochó cuando hace poco más de una década dirigió un título tan interesante como GOOD WILL HUNTING (El indomable Will Hunting, 1997)- que se trata en estos casos una traición a unos postulados estéticos más o menos radicales. Estando en absoluto desacuerdo con dicha aseveración, creo que ante todo Van Sant es uno de los realizadores más valiosos surgidos en el cine norteamericano de las dos últimas décadas –en una lista que particularmente engrosarían, entre otros, nombres como Paul Thomas Anderson, M. Night Shyamalan, Richard Linklater, Neil LaBute, Andrew Niccol-, y aún cuando opte por una u otra vertiente, se observa en su cine una considerable homogeneidad visual e incluso temática en la evolución de su obra. Se trata de unas características que resultan perceptibles con facilidad a la hora de contemplar esta supuesta biografía de la andadura vital de Harvey Milk, el primer hombre abiertamente homosexual que logró ocupar un cargo público en Estados Unidos, hasta que este fue asesinado –junto al propio alcalde de Los Ángeles-, de manos del dimitido, intolerante y  finalmente desequilibrado concejal Dan White.

 

Dentro de esa dimensión temporal, MILK se expone como una mirada que de partida alcanza una rigurosa y creíble ambientación de la sociedad norteamericana en la década de los setenta. Un terreno en el que últimamente han destacado títulos tan excelentes como ZODIAC (2007, David Fincher), y que en esta ocasión tiene un aliado de indiscutible importancia en la decisión de insertar de manera constante imágenes, noticiarios y referencias recogidas de los propios noticiaros y documentales de la época. Nos encontramos con un auténtico alarde de montaje –obra de Elliot Graham- que nos acerca en su alcance, al referente imprescindible marcado en la estupenda JFK (JFK. Caso abierto, 1991. Oliver Stone). De forma paralela, el film de Van Sant tiene otro de sus valores más notables en el logro de un ritmo inmaculado –en el que tiene bastante que ver esa mencionada labor de montaje-. Resulta facil de detectar esa capacidad de síntesis, alternando situaciones íntimas de la vida del protagonista con otras relativas a su apuesta como reivindicativo personaje público. Lo en apariencia banal, lo íntimo y lo públicamente notorio, se inserta en el relato de manera por completo equilibrada. Es más, aunque el objetivo de sus imágenes deviene en una visión esencialmente positiva de la andadura de Harvey Milk, su recorrido no evita mostrar aspectos y facetas que escapan a dicha definición. Desde la frialdad con la que sobrelleva la extraña relación con Jack Lira (Diego Luna), hasta las triquiñuelas que pone en práctica de cara a hacer notar su condición de líder en las calles, pasando por sus coqueteos y el doble juego mantenido con Dan White, en el que adivina, más que una posibilidad de mediación política, la intuición de ver en el reaccionario y atractivo policía metido a político, a un joven atormentado que sobrelleva con amargura su posible y oculta condición gay.

 

Toda esa gama de matices, la manera con la que Van Sant logra introducir desde el primer momento al espectador en la andadura de su protagonista –el recurso a la grabación de unas cintas que Milk ordena solo salgan a la luz si fuera asesinado, las imágenes documentales de la funcionaria municipal que anuncia conmocionada el doble asesinato de Milk y el alcalde de San Francisco (Victor Garber)-, de alguna manera elimina el suspense de una realidad conocida por todos. Pero esta elección argumental nos sumerge en una rememoranza precisa, en ocasiones idealizada, en muchas otras creíble e incluso emocionante, de la lucha de un hombre que –inicialmente empujado por su pareja Scott Smith (James Franco)-, decidió abandonar su cómoda existencia de ejecutivo que esconde su auténtica sexualidad, para trasladarse a San Francisco junto a él, abriendo un negocio fotográfico entre ambos en el barrio de Castro de dicha ciudad. A partir de las cortapisas y presiones que reciben por parte de diversos de los comercios del entorno –dada su condición de homosexuales-, pronto Milk apostará por la lucha directa con objeto de revertir esa injusta situación. Es este el eje sobre el que girará la película, combinando pasajes de la vida íntima del protagonista con aquellos relativos a su activismo político que le trasladarán, tras varias derrotas de decreciente calado, a ser elegido concejal en San Francisco. Acompañando a este relato concreto, la película no desaprovecha la ocasión para ofrecer la visión coral de una sociedad tan reaccionaria en la década de los setenta –y suponemos que aún hoy- como la norteamericana, que tal y como en décadas anteriores mantuvo a un político tan deleznable como Joseph McCarthy, y hasta hace bien poco a un presidente tan siniestro como George W. Bush, en aquellos tiempos alentaba y seguía en un amplio porcentaje, las consignas apocalípticas de la esperpéntica Anita Bryant o el senador John Briggs, que en un momento dado a punto estuvieron de revocar cualquier derecho para los gays –en ese sentido, resulta oportuna la referencia que la película realiza al mostrar el apoyo que el republicano Ronald Reagan formuló sobre la permanencia de dichos derechos; un detalle que dice mucho de la deliberada huída de los objetivos fílmicos de MILK en su vertiente panfletaria-.

 

Dentro del ya señalado equilibrio que la película adquiere en su conjunto –sus más de dos horas de duración se devoran como un santiamén-, lo cierto es que Van Sant sabe mantener sus características como cineasta, pero al mismo tiempo someterse a un interesante libreto de Dustin Lance Black, reanudando la defensa y normalización del contexto homosexual que ha estado impregnada en toda su obra –y la de otros cineastas militantes, como el caso de Bill Condon en la estupenda KINSEY (2004)-, y al mismo tiempo discurrir con un notable grado de nobleza por unos derroteros de esencia melodramática asumidos con auténtica pertinencia. Unido a dicho contexto, que duda cabe que tiene en el cast de la película unos aliados de primera fila. Hagamos excepción de la lamentable –y sorprendente, por lo chirriante- labor de un Diego Luna, que hace que su trágica desaparición sea recibida con auténtico alivio por el espectador. Pero oponiéndose a este “miscasting”, lo cierto es que tanto la labor de Sean Penn resulta espléndida –sus amaneramientos, inflexiones y matices devienen finalmente admirables, aunque uno hubiera preferido que el Oscar que recvibió, hubiera recaído en el asombroso Frank Languella de FROST / NIXON (El desafío: Frost contra Nixon, 2008. Ron Howard)-, James Franco por vez primera se me antoja convincente en la pantalla, por más que no evite su molesto repertorio de sonrisas, Emile Hirsch  demuestra versatilidad y frescura, Alison Pill aporta entrega al encarnar a la asesora de Milk, e incluso el veterano Victor Garber se pasea por la cámara con una seguridad y carisma aplastante. Pero me gustaría dejar como coloón al personaje más incómodo de la película, ese atormentado Dan White al que Josh Brolin otorga una dimensión humana asombrosa. No es muy extensa su presencia en la pantalla, pero quizá en su labor, en sus miradas y expresiones, se encuentren varios de los momentos más intensos de esa película, quizá un poco azucarada en algunos momentos –justo es reconocerlo-, pero ante cuyos momentos finales uno reconoce haber sentido un nudo en la garganta. Señalar finalmente el acierto de mostrar el devenir real de los principales personajes años después de los sucesos narrados. Más allá de comprobar el enorme parecido que estos albergaban con la recreación fílmica que ha formulado Van Sant, sirven como un claro aforismo de que, casi siempre, el tiempo da la razón.

 

Calificación: 3’5

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