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CINEMA DE PERRA GORDA

Joseph M. Newman

DEATH IN SMALL DOSES (1957, Joseph M. Newman)

DEATH IN SMALL DOSES (1957, Joseph M. Newman)

Dentro del recorrido de ese amplio corpus de realizadores que tuvieron su acomodo en el febril Hollywood de la década de los cincuenta del pasado siglo, quizá haya llegado el momento de realizar una mirada provista de un cierto interés en torno a la aportación de Joseph M. Newman, o Joseph Newman en otros momentos, artífice de una filmografía que supera la veintena de largometrajes, antes de abandonar la pantalla grande para dedicarse en exclusiva al medio televisivo. Especialmente dotado para el tratamiento de géneros físicos y tersos -el western y el policiaco y noir, lo cierto es que en lo que he podido contemplar de su producción, se dan cita un notable conjunto de atractivos títulos, en los que destaca una considerable fuerza y tensión interna, y acertando en la imbricación de dichas cualidades dentro de una atmosférica fisicidad narrativa. Buena parte de ello lo podemos evidenciar en la ignota DEATH IN SMALL DOSES (1957), rodada por Newman para la Allied Artists es decir, el estudio por excelencia de la tardía serie B. En el relato destaca la relativa audacia de su planteamiento general -a partir de un artículo de Arthur L. Davis, transformado en guion de la mano de John McGreevey-; una historia que se basa en el consumo de anfetaminas entre los camioneros. Pese a no pocos buenos momentos, lo cierto es que se trata de una película que adolece de un guion dominado por la simpleza y la carencia de contrastes, que no siempre su realizador acierta a contrarrestar con su destreza ante la cámara.

DEATH IN SMALL DOSES se inicia con una secuencia pregenérico dominada por su desasosiego -en la que no se pueden obviar las referencias a la cercana KISS ME DEADLY (El beso mortal, 1955. Robert Aldrich)-. En ella, un atribulado conductor de camión se encuentra conduciendo su vehículo de manera pesarosa durante la oscuridad de la noche. Recurrirá al consumo de unas anfetaminas que muy pronto modificarán su visión, convirtiendo la conducción en algo casi tormentoso y de imposible normalidad, que concluirá de manera trágica. Un percutante comienzo que no tendrá la debida continuidad cuando el argumento comience tras los créditos, en donde conoceremos el encargo policial al agente de la FDA Tom Kaylor (eficaz Robert Graves) para que se traslade a Los Angeles, y allí infiltrarse como falso camionero para poder seguir la pista del negocio de las denominadas ‘Bennys’, pastillas destinadas a conservar la euforia de esos camioneros que se responsabilizan de grandes desplazamientos. Atendiendo el objetivo, Kaylor se desplazará a dicho contexto, donde se hospedará en la casa que dirige la viuda del camionero muerto -Val Owens (Mala Powers)-. Allí conocerá como hospedado a Mink Reynolds (Chuck Connors), un conocido conductor caracterizado por su personalidad extrovertida, con quien se irá introduciendo en un ámbito dominado por las tabernas nocturnas y el de otros compañeros de la profesión, en el que se integrará con rapidez. Su primer copiloto será el veterano Wally (Roy Engel), como el que poco a poco irá entablando amistad e incidiendo de manera paulatina en su conocimiento sobre dicho comercio de pastillas. Algo en lo que este, pese a sus renuencias, irá transmitiéndole todo aquello que sabe, aunque se muestre reacio a que Tom vaya introduciéndose a un entorno que considera indeseable para nuestro protagonista. Las pesquisas del protagonista le llevarán a una taberna frecuentada por transportistas, en la que observará que una de sus jóvenes camareras -Amy (Merry Anders)- es vendedora de dichas pastillas. Será un contexto que se verá ampliado por la progresiva cercanía del agente camuflado con Val, llegándose a mostrar secretamente celoso de la atención que esta muestra hacia Steve (Harry Lauter), esposo de su amiga.

Todo ello cobrará un tinte trágico cuando en el descanso de un largo transporte conjunto Wally sea apaleado y muera, y la propia Amy huya del café donde trabajaba temerosa de verse enfrentada a los cerebros grises que sobrellevan la distribución de las peligrosas pastillas. Al mismo tiempo, un nuevo hecho alertará al agente convertido en conductor; en un transporte sobrellevado con Mink, ya convertido en su nuevo compañero de cabina, este sufrirá un grave ataque de ansiedad que estará a punto de acabar con su vida. Una vez trasladado al hospital y tras sobrellevar su primera noche de ingreso, este le revelará quien es el responsable del tráfico. Será el inicio de la resolución de la intriga, en la que nuestro protagonista se verá sometido a un peligroso y determinado giro de guion.

Antes lo señalaba. Lo más prescindible de DEATH IN SMALL DOSES -en la que detectaremos del mismo modo ecos del igualmente reciente THE MAN WITH THE GOLDEN ARM (El hombre del brazo de oro, 1955. Otto Preminger)- reside de entrada en la escasa enjundia que propone un relato destinado a denunciar el tráfico de una droga más o menos peligrosa, aunque a mi modo de ver de escaso atractivo dramático. Unamos a ello la simpleza con la que se nos presenta a su protagonista, sin trazar en su carácter rasgo previo alguno, o la excesiva rapidez con la que se introduce en el contexto de la acción, su conocimiento de Val o la casi inmediata incorporación en el ámbito del mundo del transporte. Todo ello resulta a mi modo de ver poco creíble, apareciendo descuidados elementos como la inesperada desaparición de escena de Amy -a la que jamás se recuperará en el relato, más que con la presencia de una misiva- o el estridente miscasting de la presencia del siempre eficaz Chuck Connors, en el rol del nuevo amigo del protagonista.

En cualquier caso, no son motivos estos para despreciar DEATH IN SMALL DOSES, aunque sí limiten su alcance, al compararla con otros títulos más logrados de su realizador. De entrada, la oscura iluminación en b/n de Carl Guthrie logra imprimir al conjunto una atmósfera sombría -algo característico a la producción del modesto pero estimulante estudio-. Destacaremos también esa aura cercana a lo documental a la hora de describir el contexto del mundo de los camioneros, con secuencias provistas de notable veracidad y cercanía, en la que destacará asimismo la presencia de veteranos intérpretes de carácter que complementarán dicha intención. Como no podría ser de otra manera, quizá el principal punto fuerte de la película será la escenificación de sus episodios de violencia o tensión dramática. Más allá del percutante y ya señalado pregenérico, constataremos pasajes como esa inesperada convulsión que provocará la muerte de otro conductor en el momento en que Tom se incorpore en su fingido deseo laboral. La película albergará nuevos fragmentos dominados por esta tensión, como un dramático episodio nocturno describiendo la paliza nocturna que acabará con la vida del veterano Wally, el estallido que sufrirá de manera inesperada Minj o, como no podría ser de otra manera, el clímax vivido por el descubierto agente, en una nueva situación nocturna cuando su vida está a punto de vivir un serio riesgo, por medio de una brillante planificación que logra insuflar interés a un episodio del que, en cualquier caso, intuimos cual va a ser su resultado.

De todos modos, si tuviera que elegir un elemento concreto de esta discreta producción, no dudaría en quedarme con esa ingeniosa metáfora visual que reflejará la evolución de la insólita relación romántica entre el agente protagonista y Val, para la que se utilizará la referencia del apagado de la luz del salón de la residencia, trasladándonos con ello la diferente y esperada culminación de la misma.

Calificación. 2

ABANDONED (1949, Joseph M. Newman)

ABANDONED (1949, Joseph M. Newman)

De entrada, ABANDONED (1949), es una modesta producción de serie B, que avala el buen pulso de su director, un Joseph M. Newman que había desarrolla una extensa andadura en el terreno del cortometraje y el documental, y que a finales de los cuarenta, se foguearía en el ámbito del largo de complemento de programa doble, junto con cineastas como Don Siegel, Richard Fleischer, Robert Wise… Una escuela que le facultaría como ese vigoroso artesano de género, especialmente de aquellos que combinaban acción y tensión. En este caso, el que sería uno de sus primeros largometrajes, parte de varias premisas fácilmente detectables en el terreno del policiaco de su tiempo. De un lado, su clara conexión con la corriente verista, que tenía un especial acomodo en la 20th Century Fox. De otro una narración en la que asoma un claro componente maniqueísta. Y, como elemento más singular, su directa adscripción a un contexto de drama social. No olvidemos que nos encontramos en un contexto muy tenso de la cinematografía estadounidense, en un temporal receso de la Caza de Brujas de McCarthy, posibilitando por lo general dentro del ámbito de la serie B, exponentes tan representativos como BORDER INCIDENT (1949, Anthony Mann), THE LAWLESS (1950, Joseph Losey), sin olvidar que ese mismo 1949, posibilitó el debut como realizadora de la inquieta Ida Lupino, con NOT WANTED -aunque bajo la firma de Elmer Clifton, que tuvo que ceder su responsabilidad, al sufrir un infarto-.

Es curioso señalar esto último, ya que es en el universo de la Lupino, tanto por sus constantes visuales, agresivas visualmente, como en la asunción de una temática atrevida, donde encontramos una mayor afinidad. Y es que, seamos sinceros, no es habitual encontrar en el cine americano, una película que centre su macguffin en las mafias de la trata de bebés en la sociedad americana. De entrada, y asumiendo ese tono de crónica verista, ABANDONED se inicia y se cierra con una voz en off, encargada de señalar al espectador el elemento de historia cotidiana que se iba a narrar, que podía establecerse en cualquier población norteamericana. La cámara nos introducirá en el interior de un moderno ayuntamiento medio, en la soledad de la noche, plasmando el discurrir solitario por el interior de una joven. Las imágenes van provistas de un aura sombría, a lo que acompañará el semblante atribulado de Paula Considine (Gale Storm). Va en busca de su hermana, que la escribió dos semanas atrás, señalándole que esperaba un niño y se encontraba en un hospital. Consultando con un despistado funcionario que se encuentra a punto de finalizar su turno, este le remitirá a la morgue de la población, al tiempo que conocerá a un joven periodista. Se trata de Mark Sitko (Michael O’Keefe). Pese a las reticencias de Paula, accederá a que la acompañe, encontrándose en el camino con el inquietante Kerric (Raymond Burr), un poco recomendable detective, que también sigue los pasos de la desaparecida, contratado por el padre de las Considine. Los tres acudirán a la morgue local, donde la muchacha comprobará con dolor que el cadáver de su hermana se encuentra allí depositado, tras haber muerto en un supuesto suicidio por asfixia en un coche. Plenamente segura de que tal circunstancia no se pudo producir, muy pronto Mark se ofrecerá a ayudarle, iniciando una investigación, en la que inicialmente se mostrará reacio el jefe del fiscal, McRae (Jeff Chandler), pero que poco a poco irá revelando una siniestra red de trata de bebés, utilizando para ello a jóvenes desvalidas a punto de dar a luz, vendiendo las criaturas a desesperadas y acomodadas familias, deseosas de poder con ello cumplir su deseo de criar un bebé.

Ondeando entre el seguimiento de una serie de estereotipadas situaciones e incluso personajes, desprovistos de la necesaria hondura, y al mismo tiempo adquiriendo en sus mejores momentos, una notoria aura malsana, e incluso brutal, ABANDONED parte, de entrada, con la singularidad de su base dramática. La valentía en describir al público de la época, una problemática siniestra e inquietante, apenas abordada en el cine norteamericano -y no solo de su tiempo-. Solo la valentía de plantar la misma, trasplantada de una historia de Irwin Gielgud, ya otorga al film de Newman -firmando entonces como Joe Newman-, un plus de singularidad, dentro del cine policiaco de su tiempo. Pero es que además, ya se puede apreciar la querencia del realizador por una planificación cortante, afilada, y por su clara apuesta por la fisicidad y nervio interno en sus secuencias de acción. Es algo que incluso se percibirá, a la hora de apostar por cortantes y entonces novedosos encadenamientos de secuencias. O en el alcance nocturno que preside buena parte de su metraje, adquiriendo en sus secuencias más logradas, una creciente sensación de desasosiego. Una tendencia que irá alcanzando una notable temperatura, según se vaya insertando un climax por momentos atroz, escalonando una serie de pasajes dominados por la tensión, lo bizarro, la violencia e incluso el sadismo. Algo que tendrá su epicentro de la tan opulenta como asfixiante mansión de la siniestra Miss Donner (Marjorie Rambeau), auténtica líder de la banda que comercia con bebes, camuflada como responsable de una asociación de caridad cristiana.

Una mirada disolvente, a la que habrá que sumar esa tendencia a la fisicidad, que se iría consolidando en la andadura de Newman, y que en esta ocasión tendrá valiosos exponentes narrativos, como la secuencia en la que Kerric se defenderá de un acoso violento por parte de los otros esbirros de la Donner, cuando desea zafarse de dicha organización, acabando con su vida. O, como no podía ser de otra manera, el episodio final del relato, en el que la carrera en búsqueda de la secuestrada Paula -a la que se quiere someter de nuevo a un falso suicidio-, llevará a Mark y los agentes de la policía, a un siniestro y oscuro lugar, donde Newman hará gala de su notable virtuosismo, ayudado para ello, como en el resto de la película, de la espesa iluminación en blanco y negro del gran William Daniels, bastantes años después de su legendaria colaboración con los films protagonizados por Greta Garbo, y que un año antes obtendría el Oscar por su labor en THE NAKED CITY (La ciudad desnuda, 1948. Juiles Dassin). Es una pena, que ABANDONED asuma, tras un episodio tan percutante como el descrito, una conclusión tan inane y acomodaticia como la que concluye el relato, pese a recuperar -con una transparencia un tanto chapucera-, el exterior del edificio municipal, cerrando una historia que se pretendía extraordinaria, dentro de la cotidianeidad de esa ciudad media estadounidense.

Calificación: 2’5

711 OCEAN DRIVE (1950, Joseph M. Newman)

711 OCEAN DRIVE (1950, Joseph M. Newman)

A medio camino entre la estética y combinación de policíaco y melodrama elegante que planteada la revalorizada THE DAMNED DON’T CRY (1950. Vincent Sherman), y la corriente basada en crónicas policiales de alcance verista y de denuncia que tendría uno de sus mayores exponentes en THE PHENIX CITY STORY (El imperio del terror, 1955. Phil Karlson), podríamos ubicar con bastante presteza este 711 OCEAN DRIVE (1950. Joseph M. Newman), película ignorada durante décadas, pero que en los últimos tiempos está adquiriendo cierto estatus de culto, merced especialmente al atractivo visual de sus minutos finales –en el que incluso mi buen amigo Enrique Aragonés ha vislumbrado una cierta influencia para el posterior Alfred Hitchcock de NORTH BY NORWEST (Con la muerte en los talones, 1959)-. Sea como fuere, lo que es indudable es que nos encontramos ante un título dotado de un considerable sentido del ritmo y la progresión de sus elementos, caracterizado por una atractiva impronta vital, y en donde su descripción de personajes adquiere una considerable relevancia, insertando en el mismo tanto elementos de violencia expresados ante la pantalla, como otros que se intuyen y desarrollan fuera de la misma, y que quizá precisamente por ello adquieren una mayor fuerza y alcance percutante.

711 OCEAN DRIVE se inicia con la inclusión de unos rótulos que explican que el rodaje de la película se tuvo que realizar bajo protección policial, ya que las bandas mafiosas que sabían del contenido de la misma pretendían boicotear su rodaje. No tengo noticias si se trató de un aviso certero o bien de un reclamo publicitario –de ser así hay que reconocer que deviene efectivo, sobre todo pensando en el espectador de la época-. En realidad, el relato se centra en la descripción de los funcionamientos de las apuestas ilegales a través de los estados, relatando la voz en off con la imagen de la persecución final del que será el protagonista del relato –Mal Granger (Edmund O’Brien)-. De inmediato un flashback nos retrotraerá a los orígenes de la vinculación de Granger al mundo delictivo de las apuestas, ya que dada su profesión como empleado de telefónica –en donde obtiene un sueldo miserable-, pronto verá en él aptitudes el entrañable corredor Chippie Evans (magnífico Sammy White), a la hora de introducirlo en los ámbitos donde se difunden los resultados de apuestas y carreras, que para él se encuentran en la figura del rudo Vince Walters (Barry Kelley). Aquello supondrá para Mal –caracterizado pese a su escasez de recursos por su querencia a dichas apuestas, y al mismo tiempo por su noble carácter; dejará a un compañero suyo veinte dólares para que pueda salir adelante-, el descubrimiento de un nuevo mundo. Del mismo modo, para el hosco Walters, devendrá el encuentro con una persona que gracias a su astucia, intuición y conocimientos técnicos, puede aportarle un crecimiento en su negocio de incalculables dimensiones, basado sobre todo en la conexión telefónica con todo el estado, y teniendo como epicentro Los Angeles. Poco a poco, Granger logrará que sus beneficios se multipliquen, hasta el punto de lograr la absoluta dependencia de Vincent, prácticamente obligándolo a asumirlo como socio –aunque reclamándole solo un 20% de sus beneficios-. Una vez logrado un ascenso en su hasta entonces aún menguado crecimiento, uno de los aciertos del film estriba en la perfecta descripción que se ofrece del rol protagonista, conservando en todo momento un cierto grado de inocencia, aunque sin que él lo perciba su ambición le convierta en un ser frío de corazón –ese importante detalle de despreciar a un antiguo corredor que trabajaba para él, y que tendrá una importancia determinante para su futuro-. Paradójicamente, él, que inicialmente rechazaba cualquier ligazón de tipo amoroso, en un momento determinado su conocimiento de la atractiva y elegante Gail Mason (Joanne Dru), le hará modificar ese planteamiento que hasta entonces había mantenido contra viento y marea.

Su progresión dentro del mundo de las apuestas conocerá un definitivo empuje, cuando uno de los sojuzgados clientes de Walters, en un arrebato de desesperación lo mate de unos disparos, suicidándose posteriormente –en off-. Esta circunstancia llevará a Mal a encabezar su organización, que poco a poco se irá agrandando y llamando la atención en el conjunto del hampa, uno de cuyos más ilustres representantes es Carl Stephans (el magnífico y siempre ambivalente Otto Kruger). Conocedor junto a sus socios de los pingues beneficios que obtiene Granger con su singular organización –en la que los corredores que se encuentran a su lado se encuentran plenamente satisfechos-, este se mostrará reacio a la hora de aliarse con el magnate –a quien en ningún momento se le parará el aliento al dar órdenes de eliminar a competidores o deudores, en la reunión que mantiene con sus directivos-. Sin embargo, descubrir a la ya mencionada Gail, esposa de Larry (Don Porter) segundo de a bordo de Carl, supondrá implícitamente un anzuelo –que el astuto mafioso utilizará sin recato-. Las mitradas que se establecen entre Mal y Gail, y también las de desaprobación pero al mismo tiempo de resignación de su esposo, y de complicidad por parte de Carl, marcan una secuencia espléndida desarrollada en la piscina de un establecimiento en Palm Springs.

A partir de ese momento, nuestro protagonista aceptará la oferta que se le brinda, convirtiéndose en un socio distinguido de la compañía, pero al mismo tiempo traspasando de forma ya irrenunciable esa frontera que hasta entonces dejaba entrever en su comportamiento una aura de dignidad. La magnífica secuencia en la que reúne en un amplio almacén a todos los que han sido sus corredores, anunciándoles la asociación que ha hecho con Stephans –estando delante el adusto Lar´ry-, será determinando para ver como deja de ser una persona que dentro de su actividad delictiva, mantenía un cierto grado de ética. A partir de ese momento, irá imbricando su actividad con la creciente atracción por Gail –hecho este que irá provocando una creciente ira en su esposo, no por que sienta nada por ella, sino por lo que supone de humillación para él-. Todo ello no desembocará más que en una espiral de violencia, en la que Gail resultará herida por su marido, y este caerá abatido por la balas por encargo de Mal, extendiéndose ya un reguero de situaciones violentas de compleja resolución. Con la rapidez de un rayo y el acoso de la persecución policial, sabiendo al mismo tiempo que el personal de Stephan le está estafando en esas ganancias del 50% que le prometió, Granger ideará un plan para lograr una gran cantidad de dinero en las apuestas –aspecto en el que le ayudará Gail y el veterano Chippy, siempre fiel a la persona a la que descubrió, y viviendo finalmente lo que intuimos será su asesinato-.

Todo ello irá desarrollándose con la rapidez de un excelente climax desarrollado en la presa Boulder Dam de Nevada, en una de esas set pièces admirables, parangonables aunque no tan conocidas como la que podía proponer el episodio de la alcantarilla de THE THIRD MAN (El tercer hombre, 1949. Carol Reed) o el menos valorado pero igualmente impresionante de la posterior NIAGARA (Niágara, 1953. Henry Hathaway). Medido en una planificación que sabe extraer la fisicidad y los rincones y recovecos del interior de la misma -¡Ojalá hubiera plasmado planos del exterior y la presencia del agua!-, lo cierto es que junto a la tensión existente en esa persecución policial –el flashback se diluirá en la persecución por el desierto al coche que conduce Mal-, uno de los grades aciertos de este fragmento final, reside en la capacidad que muestra su director a la hora de compadecerse por su protagonista. Por momentos nos lo hace parecer humano –en su interés por salvaguardar a Gail, o en su cansancio al ascender por esa interminable serie de escaleras y túneles-. Son momentos angustiosos, en los que se nos recuerda a ese hombre modesto y trabajador, que en un momento vendió su alma al diablo, aunque nunca dejando de albergar en su interior cierto grado de honestidad.

Me gustaría destacar un detalle final en torno a 711 OCEAN DRIVE; la aportación del director de fotografía Franz Planer, otorgando a la película una nítida prestación en su blanco y negro, contribuyendo por un lado a la utilización de la profundidad de campo de sus secuencias de interiores, y aportando un plus de elegancia al diseño de producción de la misma, centrado en su segunda mitad, por los lujosos escenarios interiores marcados por el entorno de Stephans, o potenciando la angustia del episodio final desarrollado en el interior de la presa.

Valorado sobre todo en una serie de westerns, algunos de los cuales he logrado contemplar, lo cierto es que poco a poco voy percibiendo que si bien Joseph M. Newman no puede definirse como un cineasta dotado de una personalidad definida, sí que es cierto que se trata de un profesional más que competente, al que convendría seguir la pista en buena parte de los títulos que dirigió. Puede que pocos alcancen el nivel de 711 OCEAN DRIVE, FORT MASSACRE (1958) o THE GUNFIGHT OF DODGE CITY (El sheriff de Dodge City, 1959), pero ya hablamos de una terna de valía, y varios de cierto interés. Motivo sobrado para proseguir en un sendero que intuyo nos propondría más exponentes de cierta valía.

Calificación: 3

A THUNDER OF DRUMS (1961, Joseph M. Newmann) Fort Comanche

A THUNDER OF DRUMS (1961, Joseph M. Newmann) Fort Comanche

Cuando se realiza al amparo de la Metro Goldwyn Mayer A THUNDER OF DRUMS (Fort comanche, 1961. Joseph M. Newmann), el western –al igual que el resto de géneros tradicionales- se encuentra a punto de iniciar la última fase de su andadura como género; lo que denominaríamos como su periodo crepuscular. Sam Peckimpah ya había firmado la notable RIDE THE HIGH COUNTRY (Duelo en la alta sierra, 1962), John Huston había jugado la baza del patetismo muy poco antes con THE MISFITS (Vidas rebeldes, 1961), mientras que otros de los grandes exponentes del cine del Oeste –Ford, Hawks, Walsh, Hathaway…- aún aportarían nuevas propuestas al mismo, poco a poco bañadas de ese tinte casi elegíaco que iba acompañado las últimas muestras de estos grandes cineastas que, con las mismas, iban transmitiendo la cercanía del final de sus propios periplos vitales.

Claro es que la película que comentamos, discurre un poco al socaire del enunciado señalado, erigiéndose como un producto modesto, firmado por un competente artesano que quizá brindó al género lo mejor de sus posibilidades como cineasta, y que tiene su punto más débil en el servicio a la blanda presencia del entonces emergente George Hamilton. Podríamos señalar que algo parecido sucedió con el Raoul Walsh de A DISTANT TRUMPET (Una trompeta lejana, 1964), al introducir en él al aún más endeble Troy Donahue… aunque bien es cierto que el engranaje de este último título era bastante más sólido que el que centran estas líneas. A THUNDER OF DRUMS se inicia de manera percutante –creo detectar que Newman tenía como una de sus posibles costumbres en los westerns que realizó, plantear secuencias progenérico con garra, para con ello enganchar al espectador. La de esta película no es una excepción, describiendo el ataque de lo que serán unos apaches, a una familia, en la que serán asesinados todos sus componentes, al tiempo que violadas las que eran mujeres, quedando la más pequeña traumatizada al contemplar el hecho. La planificación del episodio, el uso de las sombras y su magnífico montaje, unido a la ruptura de la misma con la llegada del teniente McQuade (Hamilton) al fuerte, proporcionan un atractivo comienzo. McQaude es un joven apuesto y elegante –es algo que algunos de los inquilinos ironizarán en no pocas ocasiones-, hijo de un prestigioso militar y formado en academia. Sin embargo, ello no será más que un elemento detonante de cara a las relaciones que mantendrá con el alto mando de dichas instalaciones; el capitán Maddocks (un excelente, como siempre, Richard Boone). Hombre veterano y viudo, caracterizado por lo hosco de su carácter –que en el fondo encubre un pasado familiar que desea dejar en el un obligado olvido-, solo tiene como objetivo vital el cumplimiento de sus deberes militares. Estos se pondrán en estado de alerta al ir conociéndose el ataque recibido no solo en la familia que hemos contemplado al inicio del metraje, sino contra un destacamento que del mismo modo ha sido atacado y en el que han sufrido diversas bajas. En medio de dicha coyuntura, la llegada de McQuade supondrá en cierto modo un revulsivo, ejerciendo este como chivo expiatorio al encontrarlo como una oposición frontal a sus métodos de trabajo. Sin embargo, sobre el joven teniente –que arrastra fama de mujeriego- llegará otro elemento de contrariedad al reencontrarse de manera inesperada con la joven Tracey Hamilton (Luana Patten), una novia con la que perdió el contacto por una serie de avatares, y que se encuentra comprometida con uno de los militares del fuerte –aunque también a este Maddocks le haya recomendado que renuncie al matrimonio, al encontrarlo un inconveniente para el ejercicio de su profesión como militar-.

A partir del guión de James Warner Bellah, A THUNDER OF DRUMS alterna su devenir en el cruce de estas tres líneas vectoras –la oposición del veterano mando y el joven militar, el reencuentro de este último con un antiguo romance y la presión que ejercerán unos apaches camuflados como comanches –indios protegidos-, en el entorno del árido fuerte. En realidad, el film de Newmann, contrapone dos modos de entender la vida, el final de unas maneras quizá autoritarias pero sin duda sabias, y la llegada de otras en la que la preparación se contrapone a la intuición. Y será algo que será puesto de manifiesto en la extraña relación que irá derivándose entre Maddock y McQuade que, en definitiva se erigirá como lo más atractivo de esta pequeña propuesta, caracterizada en su competente uso de la pantalla ancha, en la fisicidad que le brinda la fotografía en color de William Spencer –donde se palpa la aridez del paisaje y los interiores donde se desarrolla la acción-, y en la aceptable combinación que se establece entre el relato interno de sus personajes, con la descripción de la dureza de la vida militar en el Oeste, o incluso la crueldad de sus manifestaciones.

Es evidente que con A THUNDER OF DRUMS no asistimos a ningún exponente memorable del western, pero dentro de su limitado alcance si encontramos ciertos elementos que la hacen ser reseñable, más allá de lo percutante del inicio antes descrito. El plano en el que vemos la auténtica masacre que se ha producido entre el destacamento comandado por el prometido de Tracey –que también fallecerá entre ellos, tras haber descubierto poco antes la relación que su novia había mantenido con McQuade-; el episodio en el que el grupo capitaneado por este se insertará en un valle para atraer a los apaches, proporcionando una emboscada por parte de estos, el bellísimo plano –subjetivo- que nos permitirá contemplar la aridez del desierto extendido en estilizados cactus, o los planos “a dos” que nos describirán el paulatino acercamiento que se irá estableciendo entre el veterano militar y el recién llegado que en principio no contaba con su más mínimo aprecio. “No deje que le maten”, le dirá Maddock cuando lo envíe a esa importante misión final de engaño contra los apaches. Pero quizá donde se encuentre el fragmento más memorable de la película, es en la conversación última de ambos, una vez ganada la batalla con los apaches, y aún a costa de sufrir numerosas bajas entre ellos. Será en una secuencia en la que el fondo del viento meciendo la hierba, presidirá la conversación de ambos con un especial protagonismo por parte del curtido militar, demostrando a ese joven al que siempre había despreciado, una sensación de ver en él a un auténtico sucesor.

Dentro de la aún abundante y valiosa producción de cine del Oeste registrada en la época, no puede decirse que A THUNDER OF DRUMS se encuentre entre lo más valioso generado en la misma. Sin embargo, y dentro de la aceptación de sus clichés y el servilismo derivado a su joven estrella –a la que Vincente Minnelli ya había puesto en bandeja el magnífico melodrama HOME FROM THE HILL (Con él llegó el escándalo, 1960)-, nos encontramos ante una película que no aspira a la gloria, pero sí engrosa las honrosas estanterías de lo estimable.

Calificación: 2

FORT MASSACRE (1958, Joseph M. Newmann)

FORT MASSACRE (1958, Joseph M. Newmann)

Dentro de lo que podríamos denominar el crepúsculo del cine clásico norteamericano, e incluso más allá del seguimiento de determinados directores –uno de ellos justamente valorados, otros no tanto-, es cierto que las elecciones forjadas por determinados actores ya entrados en su madurez, y siguiendo en muchos casos los derroteros de una determinada serie B, nos pueden proporcionar sorpresas o, al menos, una manera de entender su seguimiento de los géneros –en este caso el western-. Uno de los intérpretes que definió a la perfección este enunciado fue Joel McCrea, y no hay más realizar un repaso a los títulos que forjaron su apuesta por el cine del Oeste en sus últimos años de carrera en la gran pantalla –concluidos con su inolvidable Steve Judd de RIDE THE HIGH COUNTRY (Duelo en la alta sierra, 1962. Sam Peckimpah)-, para apreciar una –quizá involuntaria, quizá premeditada, o quizá en parte mezclando ambos factores- búsqueda por exponentes –entre ellos, dos apuestas con el mismísimo Jacques Tourneur como director- en los que se vislumbraran unas nuevas fronteras para un género que discurría por senderos que casi sobrepasaban su aspecto psicológico, adentrándose de manera abierta por un perfil abstracto, y vislumbraban en él ese aspecto que entremezclaba una nueva concepción de la violencia, unido a un perfil crepuscular.

Todos estos factores se aúnan en FORT MASSACRE (1958), realizada por el estimable pero irregular artesano que fue Joseph H. Newman, y que desde su primeros compases adivina una sensación de extrañeza, con su configuración en color y el CinemaScope, descrita en esa imagen de una señal funeraria que describe la derrota de un grupo de caballería por parte de un ataque indio. Desde dicho inicio –aunado por la voz en off que nos brindará el Teniente Robert Travis (John Russell)-, sabemos de antemano que el relato de lo vivido en realidad no va a suponer más que la conclusión de una historia revestida de textura mortuoria, que muy bien podría aparecer como un precedente del sentido de la violencia que años después capitalizarían cineastas como Gordon Douglas o, de forma más entronizada –y, si se me permite la expresión, un poco sobrevalorada- el ya citado Peckinpah-. En realidad, lo que propone FORT MASSACRE –como tantos exponentes de su género de aquel tiempo, inéditos en las pantallas comerciales nuestro país-, es un zoom en torno al lado más oscuro y reprobable del ser humano, representado en ese destacamento cuyo mando habrá de asumir el sargento Vinston (excelente McCrea). Ante la muerte de sus superiores, se verá en la obligación de dirigir una compañía diezmada y extenuada, dominada por miedos y recelos, que en pocas ocasiones harán públicos, pero que siempre estarán presentes en comentarios, corrillos, pensamientos y miradas, sobre todo centrados en la figura de su inesperado superior, al que siempre mirarán con desdén, y cuyas decisiones encontrarán en todo momento inadecuadas, cuando no extravagantes. Pero en  último término, el discurrir del film de Newman, deviene una de las miradas de más desazonadoras que el género ofreció en aquellos años. Una galería humana en la que ese superior que no desea serlo, en realidad está dominado por la ambivalencia de poseer en su interior sentimientos nobles, pero al mismo tiempo incrustado el odio que sobre él se cierne ante el hecho de que años atrás su mujer fuera violada y asesinada por los indios. Una secuencia en un primer instante, aparecerá como paradigmática; el asesinato que Vinston ejercerá contra un apache que está dispuesto a rendirse. Será un hecho que provocará el recelo de sus subordinados, aunque él lo justifique por su mayor conocimiento de dicha raza, y la convicción de que entre ellos no se encuentran insertos los buenos sentimientos.

Y es que, en realidad, FORT MASSACRE es una sinfonía, cruel y casi sin asideros, de un colectivo humano expuesto a una situación límite, trasladada en una serie de situaciones en donde se hará patente el miedo –el sujeto que pondrá en peligro a todos los compañeros, al disparar aterrorizado a una serpiente de cascabel que le amenaza-, la necesidad –ese ataque que se realizará contra los indios que se encuentran en un arroyo, acuciados ante la sed que les atenaza de manera acuciante-. La película destaca por su aridez, por esa tensión interna que despliega en todo momento, por resultar en algunos pasajes casi irrespirable. Junto a ello, su discurrir dramático tendrá un epicentro intimista en la relación de confianza que se irá estableciendo entre Vinston y Travis, confesándole el primero poco a poco una serie de situaciones vividas, que harán al menos comprender a su subordinado en algunas de sus decisiones. El primero confesará al segundo la terrible situación que vivió su esposa, cuando decidió matar a sus dos hijos antes que dejar que fueran torturados por los indios, estableciéndose entre ellos un aura de relativa comprensión en la relación causa – efecto que guían las decisiones de ese mando que ejerce a pesar suyo, siendo consciente de que no cuenta con la estima de la gente que se encuentra a su mando. La película destacará por una espléndida galería de característicos, como ese herido que no deja de mostrar su temor ante su cercana muerte, o unos espléndidos diálogos, a los que cabe unir esa aura telúrica que se expresa en la elección de unos exteriores rocosos de los que Newman y su director de fotografía –Carl Guthrie-, saben potenciar en su sensación de agobio y aridez, que tendrá su justa correspondencia con el estado anímico de ese colectivo que se dirige hacia un fuerte por un recorrido que los soldados acatan pero entienden no supone más que un encuentro con una muerte segura. Será un sendero en el que encontraremos incluso aspectos casi fantasmales, como ese poblado que se encuentra horadado dentro de una gigantesca roca, donde se encuentran un viejo indio de pacíficos modales y su hija bautizada, en cuyo interior se establecerá la catarsis de un film digno de figurar de cualquier antología del género –pese a que no nos encontremos ante un resultado memorable- y que, ante todo, se erige como una pieza puente apenas conocida, dentro de los derroteros de un cine del Oeste, que iba dirigiéndose hacia exponentes extremos, revestidos de unos matices hondos, sombríos y casi con el único destino de una extinción anunciada. Una obra notable, que quizá tenga su elemento más memorable en el instante intimista que se establece entre Vinston y Travis, cuando el primero le pregunta al segundo si hubiera actuado igual que su esposa al matar a sus hijos en la refriega india que le costó la vida. El silencio de este, culminará con un fundido encadenado, reconociendo implícitamente las razones del odio que alberga ese sargento de impecables modales.

Calificación: 3