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CINEMA DE PERRA GORDA

FORT MASSACRE (1958, Joseph M. Newmann)

FORT MASSACRE (1958, Joseph M. Newmann)

Dentro de lo que podríamos denominar el crepúsculo del cine clásico norteamericano, e incluso más allá del seguimiento de determinados directores –uno de ellos justamente valorados, otros no tanto-, es cierto que las elecciones forjadas por determinados actores ya entrados en su madurez, y siguiendo en muchos casos los derroteros de una determinada serie B, nos pueden proporcionar sorpresas o, al menos, una manera de entender su seguimiento de los géneros –en este caso el western-. Uno de los intérpretes que definió a la perfección este enunciado fue Joel McCrea, y no hay más realizar un repaso a los títulos que forjaron su apuesta por el cine del Oeste en sus últimos años de carrera en la gran pantalla –concluidos con su inolvidable Steve Judd de RIDE THE HIGH COUNTRY (Duelo en la alta sierra, 1962. Sam Peckimpah)-, para apreciar una –quizá involuntaria, quizá premeditada, o quizá en parte mezclando ambos factores- búsqueda por exponentes –entre ellos, dos apuestas con el mismísimo Jacques Tourneur como director- en los que se vislumbraran unas nuevas fronteras para un género que discurría por senderos que casi sobrepasaban su aspecto psicológico, adentrándose de manera abierta por un perfil abstracto, y vislumbraban en él ese aspecto que entremezclaba una nueva concepción de la violencia, unido a un perfil crepuscular.

Todos estos factores se aúnan en FORT MASSACRE (1958), realizada por el estimable pero irregular artesano que fue Joseph H. Newman, y que desde su primeros compases adivina una sensación de extrañeza, con su configuración en color y el CinemaScope, descrita en esa imagen de una señal funeraria que describe la derrota de un grupo de caballería por parte de un ataque indio. Desde dicho inicio –aunado por la voz en off que nos brindará el Teniente Robert Travis (John Russell)-, sabemos de antemano que el relato de lo vivido en realidad no va a suponer más que la conclusión de una historia revestida de textura mortuoria, que muy bien podría aparecer como un precedente del sentido de la violencia que años después capitalizarían cineastas como Gordon Douglas o, de forma más entronizada –y, si se me permite la expresión, un poco sobrevalorada- el ya citado Peckinpah-. En realidad, lo que propone FORT MASSACRE –como tantos exponentes de su género de aquel tiempo, inéditos en las pantallas comerciales nuestro país-, es un zoom en torno al lado más oscuro y reprobable del ser humano, representado en ese destacamento cuyo mando habrá de asumir el sargento Vinston (excelente McCrea). Ante la muerte de sus superiores, se verá en la obligación de dirigir una compañía diezmada y extenuada, dominada por miedos y recelos, que en pocas ocasiones harán públicos, pero que siempre estarán presentes en comentarios, corrillos, pensamientos y miradas, sobre todo centrados en la figura de su inesperado superior, al que siempre mirarán con desdén, y cuyas decisiones encontrarán en todo momento inadecuadas, cuando no extravagantes. Pero en  último término, el discurrir del film de Newman, deviene una de las miradas de más desazonadoras que el género ofreció en aquellos años. Una galería humana en la que ese superior que no desea serlo, en realidad está dominado por la ambivalencia de poseer en su interior sentimientos nobles, pero al mismo tiempo incrustado el odio que sobre él se cierne ante el hecho de que años atrás su mujer fuera violada y asesinada por los indios. Una secuencia en un primer instante, aparecerá como paradigmática; el asesinato que Vinston ejercerá contra un apache que está dispuesto a rendirse. Será un hecho que provocará el recelo de sus subordinados, aunque él lo justifique por su mayor conocimiento de dicha raza, y la convicción de que entre ellos no se encuentran insertos los buenos sentimientos.

Y es que, en realidad, FORT MASSACRE es una sinfonía, cruel y casi sin asideros, de un colectivo humano expuesto a una situación límite, trasladada en una serie de situaciones en donde se hará patente el miedo –el sujeto que pondrá en peligro a todos los compañeros, al disparar aterrorizado a una serpiente de cascabel que le amenaza-, la necesidad –ese ataque que se realizará contra los indios que se encuentran en un arroyo, acuciados ante la sed que les atenaza de manera acuciante-. La película destaca por su aridez, por esa tensión interna que despliega en todo momento, por resultar en algunos pasajes casi irrespirable. Junto a ello, su discurrir dramático tendrá un epicentro intimista en la relación de confianza que se irá estableciendo entre Vinston y Travis, confesándole el primero poco a poco una serie de situaciones vividas, que harán al menos comprender a su subordinado en algunas de sus decisiones. El primero confesará al segundo la terrible situación que vivió su esposa, cuando decidió matar a sus dos hijos antes que dejar que fueran torturados por los indios, estableciéndose entre ellos un aura de relativa comprensión en la relación causa – efecto que guían las decisiones de ese mando que ejerce a pesar suyo, siendo consciente de que no cuenta con la estima de la gente que se encuentra a su mando. La película destacará por una espléndida galería de característicos, como ese herido que no deja de mostrar su temor ante su cercana muerte, o unos espléndidos diálogos, a los que cabe unir esa aura telúrica que se expresa en la elección de unos exteriores rocosos de los que Newman y su director de fotografía –Carl Guthrie-, saben potenciar en su sensación de agobio y aridez, que tendrá su justa correspondencia con el estado anímico de ese colectivo que se dirige hacia un fuerte por un recorrido que los soldados acatan pero entienden no supone más que un encuentro con una muerte segura. Será un sendero en el que encontraremos incluso aspectos casi fantasmales, como ese poblado que se encuentra horadado dentro de una gigantesca roca, donde se encuentran un viejo indio de pacíficos modales y su hija bautizada, en cuyo interior se establecerá la catarsis de un film digno de figurar de cualquier antología del género –pese a que no nos encontremos ante un resultado memorable- y que, ante todo, se erige como una pieza puente apenas conocida, dentro de los derroteros de un cine del Oeste, que iba dirigiéndose hacia exponentes extremos, revestidos de unos matices hondos, sombríos y casi con el único destino de una extinción anunciada. Una obra notable, que quizá tenga su elemento más memorable en el instante intimista que se establece entre Vinston y Travis, cuando el primero le pregunta al segundo si hubiera actuado igual que su esposa al matar a sus hijos en la refriega india que le costó la vida. El silencio de este, culminará con un fundido encadenado, reconociendo implícitamente las razones del odio que alberga ese sargento de impecables modales.

Calificación: 3

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