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CINEMA DE PERRA GORDA

King Vidor

WINE OF YOUTH (1924, King Vidor)

WINE OF YOUTH (1924, King Vidor)

Apenas un año y tres títulos antes de la admirable THE BIG PARADE (El gran desfile, 1925), se encuentra WINE OF YOUTH (1924), uno de los exponentes del periodo silente, dentro de la filmografía de King Vidor, de los que apenas se ha comentado nada, incluso en estudios y publicaciones monográficas. Y ello sucede, por el sencillo hecho de que, durante décadas, esta ha resultado invisible. Es más, la copia que he podido contemplar es manifiestamente mejorable. Sin embargo, la espera ha merecido la pena, ya que bajo esta insólita combinación de comedia y drama, no solo se puede percibir la pericia del cineasta en el segundo de los géneros -fruto de la cual, emergería cuatro años después, la extraordinaria SHOW PEOPLE (Espejismos, 1928)-, sino que en las costuras de lo que aparece una pequeña película, se percibe con nitidez, la visión del mundo que el joven Vidor iba preludiando, y que en las postrimerías del periodo silente, concluiría en ese inmarchitable poema social, urbano y existencial, que brindaría THE CROWD (… Y el mundo marcha, 1928).

Adaptada de una obra teatral de Rachel Crothers, plasmada en guion cinematográfico por el experto Carey Wilson, WINE OF YOUTH se inicia de manera ingeniosa, brindando una triple mirada, en torno a la evolución en la vivencia de la diversión y los ritos sociales de la juventud, de tres periodos generacionales. Lo hará en el mismo salón de una amplia vivienda, plasmando en primer lugar un baile de finales del siglo XIX, con una orquesta tocando una polka, y mostrando con brevedad los usos y costumbres de las maneras de ejemplificar la pasión amorosa, en los antecedentes de la familia Hollister. A continuación, se sucederá otro baile inserto en un periodo posterior, a principios de siglo, donde se interpretará un vals, contemplando los lances amorosos de la madre de la protagonista, a la hora de elegir su esposo. La acción, se insertará finalmente en los felices años 20, donde la fiesta se llenará de sonidos de jazz y de charleston. En un decorado de marcado carácter modernista -atención al uso dinámico que se ofrece de sus elementos y barandillas-, girará la mirada, en torno a la joven y desinhibida Mary Hollister (una espléndida Mary Bordman, casada con el propio Vidor un par de años después ¿Cuándo se le hará justicia, como una de las mejores y más modernas actrices del periodo silente?). Con su energía y desbordante y alegre personalidad, será la auténtica líder de un círculo de amigos, para los que la juventud se desarrolla entre fiestas, exteriorizando su desapego por las convenciones sociales, y su mirada distanciada en torno al matrimonio. Sucede que Mary tiene dos jóvenes que no dejan de cortejarla, componentes ambos de ese grupo de amigos, que se disputan su amor sin cesar. Uno de ellos es el atractivo, alegre y arrollador Hal Martin (el tan excelente como olvidado William Haines, que retornaría con Vidor en la ya citada SHOW PEOPLE). El otro, más educado y sensible, Lynn Talbot (Ben Lyon). Y a partir de esta interacción, se sucederán divertidas andanzas, ante las cuales, Vidor demostrará una constante inventiva cinematográfica, pensando que nos encontramos en 1924, y que la propia configuración de la comedia, se encontraba aquel tiempo, dominada por las grandes propuestas de los autores del slapstick cómico, y alejados por completo de la evolución posterior del género. Por ello, sorprende gratamente encontrarse ante un conjunto que, sobre todo en su primera mitad, destaca por ese aire jubiloso y lleno de frescura, tan acertado, a la hora de expresar lo burbujeando de unos años, que muy pocos años después, tendrían su dramática ruptura con el crack financiero de 1929. Por momentos, uno parece percibir que nos encontramos ante un largo fragmento, en el que se ausenta la más mínima base argumental, apareciendo por un lado como el disfrute de unas vivencias y, sobre todo, un estado emocional, dominado por el vitalismo. Hay instante, en los que uno parece situarse como un lejanísimo precedente del contexto que presidía THE PARTY (El guateque, 1968), la obra maestra de Blake Edwards. Esa sensación de que, en su aparente superficialidad, las secuencias de estas fiestas juveniles, están dominadas por una ausencia de progresión narrativa y, en su oposición, aparecerán descritas por inventivas peripecias, como esa ducha que una de las jóvenes vivirá en el interior de la edificación, permitiendo que al salir de la fiesta, el suéter que porte, se le vaya encogiendo, hasta dejarla prácticamente desnuda, para regocijo de algunos de los muchachos. O la reacción de otra de las jóvenes ante la borrachera que sobrelleva, que le hará contemplar el baile, bien de manera acelerada, o, en su oposición,  a cámara lenta -recursos muy poco habituales en aquellos años-. O las tácticas del hermano de Mary -Bobby (Robert Agnew)-, acelerando su vehículo, y deteniéndolo con presteza delante de un árbol, para llamar la atención de sus compañías femeninas. Ello sin olvidar la divertida insistencia de la abuela de la protagonista, censurando hasta el límite, lo que para ella supone una deriva hacia la perdición de su nieta, que encontrará en la madre de la muchacha, una mirada más condescendiente.

WINE OF YOUTH se dividirá en dos partes, iniciándose la segunda de ellas, una vez el grupo de amigos se decida a acometer esa acampada sugerida por Mary a sus amigos, sobre todo para conocer más en la cotidianeidad a sus dos competidores amorosos, Hal y Lynne. La idea, dará pie a una serie de peripecias, hasta que esta simule desmayarse, entendiendo que la excursión no da más de sí. No obstante, dicha ausencia, habrá sido la suficiente, para que su familia se encuentre del todo punto alertada. Será el punto de partida, para que la película varíe de registro por completo, insertándose de manera pasmosa, en los recovecos del más intenso drama psicológico. Aun cuando la joven ha regresado al hogar, sin que sus progenitores ni su abuela lo perciban, escondida, al igual que su hermano, tendrá que contemplar con enorme dolor, una discusión iniciada por sus padres, que irá derivando en un duro enfrentamiento, en el que la veterana pareja, exteriorizará todos los resentimientos que han ido acumulando en su larga convivencia, en un extenso episodio, que llegará a resultar tan doloroso en su articulación dramática, como deslumbrante en su configuración cinematográfica. No será habitual, en el cine de 1924, encontrarse ante unos pasajes de tanta dureza, en el que se ponga en tela de juicio el matrimonio con tanta contundencia, y en los que la frontera del amor y el resentimiento, se encuentre planteada, en una incómoda combinación de sinceridad y tempo dramático. Es evidente que, en este episodio, culminado con un supuesto intento de suicidio por parte de la madre de Mary, encontramos no pocas de las claves, de esa crisis que vivirá -en un contexto de mayor juventud-, el inolvidable matrimonio Sims, en la ya mencionada THE CROWD -en el que incluso no faltaba otro intento de suicidio, en este caso por parte del esposo-.

Esa capacidad para ir modulando la gradación dramática, de una película que inicialmente surgirá alegre y festiva, hasta sumergirse en las cenagosas aguas del resentimiento por una convivencia fracasada, en la que sin embargo hay amor por medio, supone sin duda un enorme logro, para esta película, en apariencia pequeña y, fundamentalmente, olvidada, a la que solo tengo que objetar que, finalmente, nuestra protagonista, decida de manera abrupta, elegir el amor del insípido Lynn ¿O, en el fondo, es la ironía final de Vidor, al mostrar como Mary apuesta por la mediocridad, antes que por el riesgo y la aventura que le brindaría Hal? Estamos en un terreno, que adelanta casualmente, la propuesta de Edgar Neville ‘La vida en un hilo’. Lo que sucede, es que en la película de Vidor no hay, como en Neville, posibilidad de poder imaginar lo que ‘podía haber sido’. Y lo que hay, en este caso, es una magnífica película, en la obra de un cineasta, que ya en aquel tiempo, se acercaba a ser un gigante.

Calificación: 3’5

A 21 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXVII) DIRECTED BY... King Vidor

A 21 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXVII) DIRECTED BY... King Vidor

El maestro King Vidor (segundo por la izqda.), mirando con orgullo al actor James Muirray, de trágico desenlace, y su gran descubrimiento en la sublime THE CROWD (... Y el mundo marcha, 1928).

 

KING VIDOR... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(18 títulos comentados)

A MIRACLE CAN HAPPEN (1948, King Vidor & Leslie Fenton) [Una encuesta llamada milagro]

A MIRACLE CAN HAPPEN (1948, King Vidor & Leslie Fenton) [Una encuesta llamada milagro]

Hay no pocas ocasiones en la historiografía cinematográfica, en la que aparecen títulos cuyas circunstancias de gestación o de propio origen de su propia existencia, deviene más importante que los propios resultados obtenidos. El caso de A MIRACLE CAN HAPPEN (1948, King Vidor & Leslie Fenton), es uno de esos ejemplos paradigmáticos de conjunción de talentos, puestos al servicio de un producto insólito, por momentos brillante e incluso sorprendente, y en otros quizá irregular, conformando ante todo una de esas rarezas surgidas en el seno de la United Artists, generalmente amparadas bajo iniciativas de intérpretes. Es algo que, punto por punto, aparece en esta comedia de episodios, en la que aparecen como productores el actor Burgess Meredith y la mítica figura de Benedict Bogeaus, uno de los últimos reyes de la serie B. Pero no acaban ahí los ingredientes de partida de esta singular comedia, en la que destaca el aporte de un insuperable reparto, en una película que asimismo asume en su propuesta argumental, con figuras como el escritor John O’Hara o el aún poco reconocido Arch Oboler.

Pero más allá de su punto de partida, hay otra extraña circunstancia en torno a su exhibición, ya que la copia que comentamos, jamás estrenada comercialmente en España, supone la que se estrenó inicialmente, muy pronto modificada en el primero de sus episodios, por otro protagonizado por Dorothy Lamour, titulando el producto final expuesto ON OUR MERRY WAY. Extrañeza tras extrañeza, en un conjunto que indudablemente acusa una cierta irregularidad, que no siempre alberga un necesario equilibrio, pero que aparece como una extraña apuesta de comedia, en unos años donde el género vivía una cierta transición, tras la culminación del periodo Screewall, hasta que años después emergiera la renovación que culminó en el último periodo dorado para la misma. A MIRACLE CAN HAPPEN, versa fundamentalmente en torno a la influencia de la presencia del niño en la vida de los adultos, plasmada a través de tres historias plasmadas en la pantalla, en torno a la azarosa historia de Oliver Peasse (Meredith), un pobre hombre urbano, que bien podría ser uno de los muchos herederos del James Murray de THE CROWD (…Y el mundo marcha, 1928. King Vidor). Casado con Martha (Paulette Goddard), engaña a esta sobre la auténtica realidad de su paupérrima profesión, señalando que es periodista, aunque en el rotativo que trabaja, se encarga del anónimo departamento de objetos perdidos. Su disyuntiva se planteará en la posibilidad de convertirse, al menos por un día, en el denominado “reportero errante”, convenciendo al director del rotativo, para que encuentre una de serie de experiencias personales, que servirán para ratificar una pregunta que le ha sugerido su esposa, destinada a revelar la importancia que la presencia de un niño, haya podido tener en su vida.

King Vidor es el realizador de estas secuencias de enlace, caracterizadas por una planificación ágil y siempre revestida de un matiz irónico, en las que estará presente la complicidad de Meredith, llegándose a utilizar en diversas ocasiones la mirada del intérprete a cámara, buscando una identificación con el espectador, y distanciándose al mismo tiempo del supuesto dramatismo de una situación, que la intención del cineasta potencia en su mirada desenfadada, quizá en algunos instantes con cierta sequedad, y acompañado de roles secundarios de marcado alcance caricaturesco –ese gangster que sigue a Oliver para cobrarse una deuda de carreras que mantiene-. La casi angustiosa situación que vive, le hará ir buscando testimonios, al objeto de encontrar en ellos diferentes respuestas a la pregunta planteada. La primera de dichas historias, nos trasladará al entorno de dos arruinados componentes de una banda musical –encarnados por James Stewart y Henry Fonda-, que intentarán ver en la figura del atolondrado hijo del alcalde de la población a la que han recalado con su desvencijada tartana, con el objeto de que el padre convoque un concurso musical de talentos, concluido en otorgarle el premio al vástago y, con ello, alcanzar la estabilidad laboral de la que hasta el momento carecen. Durante muchos años leí que el episodio estaba firmado por King Vidor, aunque informaciones más recientes, señalan que fue realizado por George Stevens e incluso con escenas firmadas por John Huston, ambos sin acreditar. Y la verdad es que resulta creíble dicha afirmación, si recordamos que Stevens –diestro en el aporte con la comedia-, fue uno de los realizadores que se familiarizó en el rodaje de títulos protagonizados por la inmortal pareja de Laurel & Hardy. Es algo que podemos percibir en la propia configuración de su pareja protagonista, en la que la semejanza con la idiosincrasia con el célebre dúo cómico es más que notoria. Ello propiciará una segunda parte realmente divertida, descrita en el desarrollo del concurso, donde todos los trucos dispuestos por los músicos para evitar que gane una lanzada y atractiva trompetista, no dejarán de provocar carcajadas, en la más estricta estela Slapstick.

A continuación, el interés de la propuesta se elevará considerablemente, con el episodio protagonizado por Charles Laughton, encarnando a un sacerdote que percibe el rechazo de sus cada vez más escasos feligreses, al no conseguir empatizar con ellos. Fruto de una enorme desazón decidirá renunciar a su puesto, abandonando el mismo dejando una carta, e insertándose en medio de una tormenta. En la misma, contemplará repentinamente a un extraño niño, que le avisará de la necesidad de su ayuda, en la casa donde vive. Allí será recibido por su ama de llaves, llevándole hasta el dormitorio de un hombre irascible, que al parecer se encuentra sometido a la angustia de un cercano fallecimiento, pero que en todo momento mostrará su rechazo hacia el hecho religioso. La actitud decidida del pastor, brindará en el enfermo una insólita catarsis, que surtirá incluso efectos terapéuticos, y una extraña sensación de placidez espiritual. Ello servirá el religioso como elemento para confirmar su vocación, acrecentada al conocer realmente quien era el niño que se había encontrado unos minutos antes. Nos encontramos ante un relato admirable, descrito en voz callada, tan solo perjudicado por algunos excesos en el –por otra parte- valioso trabajo de Laughton –los instantes en que da rienda suelta a su lectura de las sagradas escrituras-. Vidor logra describir una pieza que alberga ecos de Americana, preocupado por los gestos de sus personajes, dentro de una modulación intimista, que revalida la sensibilidad de un cineasta, que supo entender la entraña interior de un pequeño relato, en el que los pequeños gestos y la modulación de sus personajes, parecen adquirir por momentos una extraña mezcla de cotidianeidad y trascendencia.

Tras la excelencia del segundo episodio, es indudable que el último de ellos –dirigido por Leslie Fenton-, se caracterice por una ostensible merma en su interés. Su planteamiento parece retomar el universo del escritor O. Henry, al describir las penalidades de dos ex reclusos –Fred McMurray y William Demarest-, que para su mala fortuna se toparán con un insoportable niño que no dejará de someterles a crueles bromas. De nuevo aparecerá esa querencia por el Slapstick, con momentos divertidos, personajes hilarantes –el desquiciado tío del muchacho- y una inesperada conclusión. Sin embargo, echaremos de menos una realización menos plana, que pudiera potenciar ese caudal de nonsense que alberga su premisa argumental.

En cualquier caso, con A MIRACLE CAN HAPPEN, uno se queda con la extraña sensación de asistir a una rareza. Un producto tan desigual como atractivo, que aparecían entonces casi como extremos en medio de una producción de Hollywood aún encaramada en el seno de las majors. En su oposición, nos encontramos ante una propuesta colectiva, equidistante entre la serie B y la pura experimentación, en la que el aporte de su cast deviene elemento esencial de su propia existencia.

Calificación: 2’5

BIRD OF PARADISE (1932, King Vidor) Ave del Paraíso

BIRD OF PARADISE (1932, King Vidor) Ave del Paraíso

Durante largo tiempo, BIRD OF PARADISE (Ave del Paraíso, 1932), ha venido sufriendo los vituperios, sobre todo de los más cercanos seguidores de la obra vidoriana. No está en mi ánimo hacer una defensa numantina de una propuesta directamente surgida de la mente del tycoon David O’Selznick, que aparece como otra muestra de ese intermitente interés de Hollywood, por desarrollar historias ligadas al género de aventuras, desarrolladas en escenarios exóticos. Un año antes, Murnau y Flaherty rodaron el canónico TABU: A STORY OF THE SOUTH SEAS (Tabú, 1931), y también surgía otro exponente de enorme importancia, como fue TRADER HORN (Idem, 1931. W. S. Van Dyke). Y estoy seguro que ambos referentes, fueron la base tomada para dar vida esta historia amorosa entre un aventurero y una indígena, que tuvo su “remake” en 1951 de la mano de Delmer Daves. Y como en buena parte de dichas experiencias, despojándonos ya de un estricto seguimiento de la personalidad del cine de Vidor, para bien y para mal, nos encontramos ante una propuesta arquetípica, que tendría una especie de prolongación inesperada años después de la mano de John Ford, cuando acometiera el rodaje de HURRICANE (Huracán sobre la isla, 1936). Es decir, nos encontramos con propuestas livianas en el género de aventuras, combinando en la levedad de sus bases dramáticas, líneas románticas, exóticas, y la presencia de una determinada catarsis que trascienda y contraste con la placidez antes contemplada.

Todo ello, punto por punto, se desarrolla en BIRD OF PARADISE, que plantea una historia romántica en la que se contrasta primitivismo y civilización. Un elemento en buena medida desaprovechado, en detrimento del desarrollo de una desigual y arquetípica línea amorosa, descrita en un ámbito físico de marcado exotismo, que justo es reconocer que en determinados pasajes, transmite al espectador una sensación de inmediatez, y un cierto alcance telúrico. Lo percibiremos en los primeros minutos del relato, descritos en la costa donde circulará el velero en el que forma parte Johnny (Joel McCrea) como parte de la tripulación que comanda Mac (John Halliday). Serán unos pasajes donde Vidor logrará transmitir la fisicidad y el aliento aventurero al que se enfrenta el muchacho, mediante una planificación tomada en buena medida desde la propia superficie del mar. Una situación accidentada –se engancha en su pierna una maroma con la que Johnny pretendía arponear a un tiburón-, le pondrá en contacto con Luana (Dolores del Río), una bella nativa, hija además del rey de la tribu. Será el inicio de un romance que oscilará entre lo idílico y lo tumultuoso, dentro de un ámbito tribal que considera pecaminosa la elección que dicta el corazón de Luana, entregada por completo con ese joven, inocente y atractivo, que ha conquistado su corazón. Todo ello, dentro de un idílico ámbito natural, dende se esconderá ese aroma sombrío y siniestro, dominado por las autoridades que dominan el poder de la tribu.

En buena medida, ahí se centra el contraste entre las moderadas cualidades y las considerables limitaciones, que encierra el film de Vidor. De un lado, lo más atractivo de la película se centra –con todas sus limitaciones y no poca blandura-, en la descripción de ese romance en medio de la naturaleza que muestran sus imágenes. La descripción de ese ámbito telúrico, dejar en un segundo término la presencia de diálogos –esa incomunicación entre Johnny con los nativos propiciará dicha circunstancia-, la imbricación del relato en parajes naturales, en los que Vidor parece sentirse muy a gusto –ese travelling lateral en medio del follaje de la selva, que describe en sus primeros minutos la belleza del lugar donde se desarrollará la acción-, o la fuerza erótica que revisten algunos de sus instantes. Llegados a este punto, justo es reconocer que McCrea brinda esa mezcla de valentía e inocencia, que prolongaría con más carisma en la inminente THE MOST DANGEROUS GAME (El malvado Zaroll, 1932. Irving Pichel). Por el contrario, no cabe duda que un considerable lastre de la película, reside en la insoportable presencia de una histérica Dolores del Río, incapaz en ningún momento de empatizar con el espectador. Y en cierto modo, portadora de una de las grandes rémoras de la película; la representatividad que esta brinda a las convenciones que con el paso de los años, más ha lastrado este tipo de subgénero; el servilismo proporcionado a los acartonados personajes de la tribu y, fundamentalmente, ese recurso en la inserción de danzas y rituales, que en la mayor parte de los casos, no hacen más que ralentizar una base dramática como la presente, ya de por sí dominada por su escasa enjundia –de hecho, Vidor en su autobiografía, señalaba que asumió la película sin la existencia de guión-.

Así pues, BIRD OF PARADISE discurre sin densidad, ondeando intermitentemente entre sus dos ámbitos argumentales y alcanzando, eso sí, cierto pathos, en el bloque casi de conclusión, en el que la pareja protagonista es raptada por parte de los componentes de la tribu, siendo atados y torturados –sobre todo Johnny-, y describiendo dicho episodio una notable fuerza erótica y dramática, utilizando para ello la cercanía de sus cuerpos inmovilizados y dispuestos para el sacrificio. Es en instantes como esos, cuando el film de Vidor levanta el vuelo, mostrando las posibilidades dramáticas de una base dramática hasta entonces revestida de blandura. Cierto, no se puede pedir más de un resultado estimable, a mi juicio más defendible de lo generalmente considerado, aunque dominado por una serie de convenciones, que se han venido prolongando con el paso de los años.

Calificación: 2

SO RED THE ROSE (1935, King Vidor) Cenizas de la guerra

SO RED THE ROSE (1935, King Vidor) Cenizas de la guerra

Dejando al margen los títulos apenas explorados de su periodo silente, es probable que SO RED THE ROSE (Cenizas de la guerra, 1935) sea la película menos recordada en la filmografía de King Vidor. Una curiosa circunstancia que no obedece, en modo alguno, a su carencia de interés. Por el contrario, intuyo que tal desconocimiento se debe a una circunstancia muy prosaica, centrada en determinadas dificultades, que han limitado su difusión durante décadas –personalmente, he accedido a un visionado, a partir de una copia de pésima calidad-. Y es sorprendente que dicha circunstancia no solo se haya producido, sino que me temo que vaya a seguir teniendo recorrido en el futuro, ya que nos encontramos ante una producción Paramount, que no solo supone un sensible y valioso melodrama, desarrollado en la guerra civil norteamericana sino, lo que es más importante, prolonga algunos elementos temáticos ya presentes en su obra precedente y, lo que es más importante, anticipa algunas cuestiones temáticas, que el propio Vidor plantearía, dos décadas después, en WAR AND PEACE (Guerra y paz, 1956).

Es cierto que nos encontramos en un marco ambiental totalmente opuesto, del planteado en la obra de Tolstoi. SO RED THE ROSE se describe esencialmente en el entorno de una enorme plantación, comandada por la familia Bedford, y enmarcada en el Sur norteamericano. Los primeros pasajes de la película, aparecen casi como una mixtura de referencias vidorianas, que podrían establecerse en el universo sumiso de los esclavos negros que habían aparecido en la no muy lejana HALLELUJAH (Aleluya, 1929), así como esa mirada sobre la colectividad, inherente a la visión del realizador, mostrada una vez más en la casi inmediata OUR DAILY BREAD (El pan nuestro de cada día, 1934). Ello sin apelar a esa reflexión en torno a la brutalidad de la guerra, tema central de la maravillosa THE BIG PARADE (El gran desfile, 1925). La plantación parece dirimirse en un cierto aroma de placidez, comandada por el veterano y bondadoso Malcolm Bedford (Walter Connolly), aunque muy pronto se harán presentes entre sus moradores los ecos de la contienda, con la llegada de diversos invitados, planteándose entre ellos la necesidad de implicarse activamente en la defensa del Sur en su lucha con los unionistas. En medio de dicha circunstancia, y adelantándose a la Audrey Hepburn y Henry Fonda de la citada WAR AND PEACE, nos encontramos con el enfrentamiento que se brinda entre Valette Bedford (Margaret Sullavan), la hija de los dueños de la plantación, en esa latente relación mantenida con su primo Duncan Bedford (Randolph Scott). Mientras que la primera no deja de alternar en su personalidad un aura amable y condescendiente, con el influjo sudista de su familia, Duncan destacará por su abierto pacifismo, que en su entorno no dejará de percibirse como una muestra de cobardía. La llegada del joven George Pendleton (Robert Cummings), favorecerá un cierto galanteo con Valette, decidiendo este atender a la llamada de voluntarios, para participar de manera activa en la contienda civil. Será el indicio de una espiral trágica, que de manera progresiva se irá apoderando del alma de la plantación, viendo como varios de sus componentes son engullidos por la tragedia de la guerra, mientras que los propios esclavos negros se sublevarán contra su dominio, ambicionando la llegada de Lincoln.

Alcanzando un delicado equilibrio entre lo íntimo y la incidencia del contexto social en que se insertan. Asumiendo el influjo de la contienda, descrita esencialmente en el off narrativo –lo que permitirá que sus escasas secuencias de guerra, adquieran una especial fuerza dramática-, SO RED THE ROSE es una muestra más del talento de Vidor, para trascender la base dramática de una historia que podía quedar engullida en los perfiles folletinescos de un melodrama sudista. Por fortuna, el cineasta encuentra en el mismo una sólida base para trasladar ese grito en torno al embrutecimiento del ser humano en el contexto de la guerra, contraponiéndolo con esa latente historia de amor que estará presente entre la hija de los Bedford y el reflexivo Duncan. Una vez más, el contraste entre individualismo y colectividad, inserto en un contexto convulso, que tendrá su epicentro en las estancias de la mansión familiar, beneficiada por un cuidadoso diseño de producción Paramount. En sus dependencias, Vidor logra articular una planificación de gran sensualidad, ayudada por el aporte de su banda sonora, siempre presta a una extraña musicalidad. Será el campo de cultivo de esa extraña danza de la muerte, que se cobrará tanto a Pendleton como el joven vástago de la familia, que será detectado de manera casi sobrenatural por su madre en la distancia del combate, percibiendo su muerte, y viajando junto a Duncan en carro hasta el dantesco fragor del combate, recuperando el cadáver del muchacho entre las nieblas y humos del combate, en uno de los pasajes más dolorosos del cine de Vidor en aquellos años. Poco a poco –también el patriarca se verá obligado a implicarse en el combate-, Duncan se verá en la obligación moral de sumarse al mismo, traicionando sus ideales. En su ausencia, la mansión será atacada por parte de unos soldados unionistas, quedando un joven de los mismos malherido y protegido por Valette. De manera repentina, regresará Duncan, convertido en mando confederado, y llevando en su actitud el embrutecimiento de alguien que se ha dejado por el camino esa alma sensible que le caracterizó. Al encontrar al soldado herido, no dudará en su decisión de denunciarlo para que sea ahorcado. Sin embargo, en el último momento volverá a su interior la humanidad que le caracterizó, permitiendo que el muchacho se salve de dicho castigo. No será más que una luz para la sensatez, que pronto quedará borrada en la catarsis que se producirá con el asalto de la edificación por parte de los unionistas, quienes no solo detendrán al confederado, sino que no dudarán en incendiar las dependencias, destruyendo con ello todo un mundo que ya se ha derrumbado y que hemos contemplado con toda su placidez en las imágenes iniciales de la película.

Seis meses después, el universo de la familia apenas alberga como supervivientes a su matriarca y la hermosa Valette. Han perdido toda su fortuna, y sus trabajadores negros cobraron la libertad. Su mundo aparece quizá tamizado con la posibilidad de un nuevo comienzo, integrado en los renovados y traumáticos tiempos sociales, y dominado por la modestia. Para la muchacha quedará la nostalgia latente de ese hombre que siempre ocupó su corazón, y que ahora añora de manera casi dolorosa. De repente, escuchará la voz de este llamándola, en una hermosa conclusión, con una sucesión de travellings en la frondosidad del bosque, hasta que sus deseos se conviertan en realidad, triunfando el amor por encima de las contrariedades y dificultades del mundo en que les tocó vivir.

Ayudada por el magnífico diseño de época, propio del estudio, una magnífica dirección de actores –destaquemos especialmente la veteranía de Walter Connolly y la sensualidad y frescura de Margaret Sullavan-, no cabe duda que SO BED THE ROSE merece una casi obligada reivindicación, como valioso exponente de la obra vidoriana. Es cierto que la mirada sobre el universo de los esclavos negros peca de cierto esquematismo, pero ello no evita disfrutar de un relato lleno de matices y, sobre todo, plenamente representativo de la obra de su realizador.

Calificador: 3

COMRADE X (1940, King Vidor) Camarada X

COMRADE X (1940, King Vidor) Camarada X

Eternamente calificada, como uno de los lunares en la filmografía de King Vidor, hasta el punto que por lo general queda oscurecida al analizar su obra, COMRADE X (Camarada X, 1940), aparece con probabilidad como consecuencia del éxito del NINOTCHKA (Idem, 1939) de Lubitsch. Sin embargo, no solo aparece inferior a dicho referente, sino que fundamentalmente, se expone como una muy extraña comedia, brindando en metraje planteamientos y texturas contrapuestas dentro del género, coincidiendo con un periodo, en el que Metro Goldwyn Mayer dejaba paso, dentro de la aparente convencionalidad de su producción, títulos o variaciones inclasificables, que a varias décadas vista, revelan hoy día su vigencia. Me estoy refiriendo a obras como ESCAPE (1940, Mervyn LeRoy), IDIOT’S DELIGHT (1939, Clarence Brown), o el delirante STRANGE CARGO (1940) de Frank Borzage. Curiosamente, hablamos de películas que jamás se estrenaron en nuestro país, dirigidas por hombres muy ligados al estudio, protagonizadas por sus estrellas más populares, y que en conjunto aparecen como insólitas variaciones en torno a algunos de los géneros más populares del momento –comedia, suspense, fantastique-. Es un contexto en el que entra esta obra de Vidor que, bajo una mirada disolvente en torno los modos y costumbres del comunismo soviético, no deja de aportar rasgos intrínsecamente ligados al mundo temático del cineasta, inserto en una comedia de aparente corto alcance y sorprendentes giros.

Nos encontramos en la Rusia estalinista, donde el control de la prensa lo asume el iracundo Vasiliev (Oscar Homolka). Este comentará a todos los corresponsales occidentales presentes para cubrir la actualidad, la existencia de alguien a quien denominará “Camarada X”, que cree es uno de ellos, dedicándose a enviar crónicas que ponen en mal lugar el régimen soviético. Muy pronto comprobaremos los métodos expeditivos del régimen, que se ha quitado de encima al antecesor de Vasiliev, por medio de una de sus habituales purgas, anunciando que murió en un accidente de tráfico. Al mismo tiempo, nos iremos familiarizando con el entorno periodístico allí presente –una de las facetas mejor cuidadas de sus primeros minutos-, hasta descubrir la identidad del buscado periodista, que no será otro que el norteamericano McKinley B. Thompson (Clark Gable), conocido por todos por ser un irresponsable bon vivant y un bebedor. Conoceremos su vertiente oculta, en una secuencia magnífica –digna del mejor Hitchcock-, que durante décadas se me ha quedado grabada. En la ceremonia fúnebre del antecesor de Vasiliev, este pronunciará unas palabras de recuerdo, mientras discurre la comitiva de otro entierro, en apariencia protagonizada por componentes de la iglesia ortodoxa. Del ataúd aparecerá, inesperadamente, una mano portando la pistola de Michael Bastakoff (Vladimir Sokoloff), para protagonizar antes de la huída de todos ellos, un atentado contra el comisario soviético, que solo accidentará su mano.

Será este el inicio del conflicto, puesto que cuando Thompson revele la imagen tomada y envíe la crónica, su fiel servidor, el atontado Vanya (Felix Bressart), conocedor de su identidad oculta, le forzará a abandonar Rusia junto a su hija –Theodore (Heddy Lamarr)-, dado que se trata de una comunista auténtica, algo que en una situación cmo esta, le llevaría incluso a temer por su vida dentro del régimen ruso. Sin tener opción alguna a zafarse del encargo, el americano conocerá a la fría hija de Vanya, viviendo una serie de azarosas situaciones, en las que incluso estarán a punto de ser ejecutados, junto con el padre de esta, mientras que en apenas horas se va fraguando una sincera relación entre la imposible pareja, poco después de que se hayan casado por conveniencia, y ante la decepción de Theodore, al comprobar como su antíguo maestro, Bastakoff, en realidad es otro corrupto más del régimen, aunque demuestre una considerable lucidez, a la hora de alcanzar los resortes del poder.

COMRADE X bebe, como señalaba al inicio de estas líneas, de diferentes resortes de la comedia. El elemento Screewall se encuentra presente en ese tercio inicial, en donde la descripción de las miserias periodísticas asume un alcance disolvente. No olvidemos a este respecto, la presencia como guionistas de Ben Hetch y Charles Lederer, cuya personalidad se percibe no poco al describir característicos tan divertidos como ese remilgado periodista alemán encarnado por Sig Ruman, o la avezada reportera americana que interpreta Eve Arden. Vidor se deja llevar por una escenografía como la del hotel, donde Gable tendrá que compartir su habitación con el alemán, en medio de situaciones divertidas, confusiones con el encargado del hotel, o el desplome de la puerta de la misma. Y ya en esos momentos, podremos comprobar como nuestro protagonista es, en esencia, otro más de los muchos individualistas que pueblan la obra del realizador. Capaz por ello de sortear con suficiente distancia un entorno autoritario y opresivo, que de alguna manera quedará puesto en entredicho cuando conozca a Theodore. Ello se manifestará en una bellísima secuencia romántica, descrita con un largo plano medio sostenido, donde Vidor echará el resto con la pareja central de la película, demostrando una vez más su destreza para expresar en la pantalla la esencia del amor.

A lo largo de COMRADE X hay una alternancia tonal, que sucederá pasajes decididamente escorados a la comedia, con otros en los que la contundencia dramática llega a aparecer incómoda, como es el episodio en el que nuestros tres protagonistas se encuentran encerrados, al igual que el resto de seguidores de Bastakoff, procediéndose a la ejecución –en off y mediante elipsis de casi todos ellos-, hasta que Thompson descubra que este ha asumido el mando del poder –como era de esperar, un “casual” accidente de tráfico, terminó con Vasiliev-. Esa mezcolanza de comedia de enredo, toques románticos y drama épico, alcanzará en el film de Vidor una sorprendente conclusión, ese impagable episodio final, donde Thompson, Theodore y Vanya huirán en un tanque, siendo perseguidos por una autentica flota de vehículos soviéticos, creyendo ellos que los siguen, aunque en realidad continúan el sendero por ellos abierto, ya que ocupan el vehículo del mando militar, a quien mantienen secuestrado. Un delirante pasaje, que es nonsense puro, solo por cuya presencia, esta comedia debería recibir un reconocimiento más generoso del alcanzado hasta el momento.

Calificación: 3

LIGHTNING STRIKES TWICE (1951, King Vidor) La luz brilló dos veces

LIGHTNING STRIKES TWICE (1951, King Vidor) La luz brilló dos veces

En la obra de todos los grandes cineastas norteamericanos clásicos, se encuentran títulos que por general suelen ser despachados con indiferencia, incluso con desprecio, en la medida de soportar el anatema de no ser dignos del nivel de sus artífices. Partiendo de la base de que como sujetos a las normas de su industria, y como profesionales sometidos a vaivenes de su inspiración, era y es del todo punto permisible la desigualdad, podríamos citar ejemplos concretos en la obra de Lang –SECRET BEYOND THE DOOR… (Secreto tras la puerta, 1947)- o Hitchcock –STAGE FRIGHT (Pánico en la escena, 1950)-, pero la lista sería interminable. Y cito ejemplos no al azar, relacionados con LIGHTNING STRIKES TWICE (La luz brilló dos veces, 1951. King Vidor), cercanos en el tiempo e incluso en algunos de sus elementos temáticos y / o de producción –la presencia de Richard Todd en el film de Hitchcock y el de Vidor-, en la medida que el paso del tiempo va disipando esos recelos, aunque ello no haya sucedido en el título que nos ocupa, que sigue gozando de una notable mala fama que nunca he compartido. Entendámonos, LIGHTNING STRIKES TWICE no emerge como ninguna de las cimas del cine de su autor, tiene defectos bastante ostentosos, pero al mismo tiempo resulta eficacísima como extraño melodrama de suspense, al tiempo que en la confluencia de sus limitaciones habría que contraponer el bagaje de elementos positivos, que siempre me han permitido contemplar la película con una nada oculta satisfacción. Es decir, nos encontramos ante una propuesta de la Warner enmarcada en un tipo de cine muy en boga en aquella época, que el autor de THE CROWD (…Y el mundo marcha, 1928) resuelve en todo momento con oficio, y en no pocas ocasiones con destellos de notable inspiración. Incluso me atrevería a señalar más. Es precisamente en ese desequilibrio y entramado de subtramas que se desprende en su metraje, donde se encuentra la parte más notoria de su atractivo.

El relato se inicia con un extraño golpe de efecto, a través del plano general nocturno de una penitenciaría, roto con la intensidad de un rayo. De inmediato la cámara se traslada el interior de la misma, donde se va a proceder a la ejecución de Richard Trevelyan (Richard Todd), acusado del asesinato de su mujer, asumiendo este con estoicismo el cumplimiento de su sentencia sin siquiera recibir al padre Paul (Rhys Williams), cuyo testimonio al parecer sirvió para ejecutar su condena. De repente esta quedará conmutada con la celebración de un segundo juicio –mostrando el detalle ingenioso del director de un rotativo que tiene preparadas sendas portadas a elegir si este es declarado de nuevo culpable o inocente-. En todo caso, ya percibimos una de las incongruencias de guión –obra de Lenore J. Cofee, basado en una novela de Margaret Echard- que plantea la película, en la medida de producirse un indulto por un voto femenino que rompió la mayoría… y que posteriormente veremos se trata de una persona muy cercana al acusado ¿Cómo pudo ser nombrada jurada? Sería este uno de los diversos elementos –y hay varios más-, que servirían a cualquier espectador para rechazar casi de plano la propuesta. No seré yo quien lo haga, en la medida que en ocasiones desprenden para mí más interés títulos imperfectos pero vivos, que otros de impecable ejecución despojados del menor grado de inspiración.

Bajo mi punto de vista LIGHTNING STRIKES TWICE si la tiene, y una de ellas se basa en esa extraña combinación de géneros que comprende su conjunto. Una mezcla que en su primer tramo aborda los límites del cine de terror, en otras se comporta como un Neowestern, por momentos parece una muestra de Americana, mientras que en sus instantes más intensos destaca ese aliento romántico que fue una de las mayores cualidades del gran realizador. Muy pronto la película se centrará en la auténtica protagonista, Shelley Carnes (la siempre personalísima Ruth Roman), una actriz teatral –resulta interesante como es presentado su personaje en un viaje en bus, donde por vez primera toma contacto con el “Caso Trevelyan”- que ha decidido tomarse unas vacaciones de descanso tras una extenuante gira interpretando el papel de Desdémona –otra de la debilidades del film-, adentrándose en el desierto y llegando por medio de las argucias de Myra Nolan (Katrhryn Givney), hasta un entorno que le acercará a la figura del desaparecido Richard. El fragmento en el que, en medio de una tormenta –atención a esa insólita cortinilla inserta a modo de parabrisas horizontal-, la actriz se adentra en unas dependencias en las que se encuentra con este, supone uno de los más brillantes del film, siendo enmarcado dentro de esa antes señalada vertiente terrorífica, y delimitado por ese magnífico plano en el que, encuadrando la cámara teniendo por medio un cristal, en su exterior se encuentra Shelley completamente empapada y asustada, contempla el reflejo creciente del rostro de Richard iluminado por una vela. El misterio y la irresistible ligazón que ambos sentirán en ese primer instante, se exponen de manera magistral en un solo plano, dando pie a un episodio en el que la inquietud y ese atractivo que ambos –especialmente el misterioso absuelto- no podrán evitar, y en el que el uso de la oscuridad y las acciones de ambos, serán reveladoras de una pasión casi inevitable. Llegados a este punto, me gustaría desmarcarme de uno de los elementos que más apoyos han tenido a la hora de rechazar la película; el supuesto miscasting de Richard Todd en el rol de Trevelyan. Sin ser un intérprete de una gran trayectoria, creo que en estos años Todd logró aprovechar, siquiera fuera de forma efímera, su capacidad para crear personajes ambivalentes en los que la atracción y el rechazo formaban un conjunto bien engrasado –algo que Hitchcock aprovechó en la ya citada STAGE FRIGHT-. Junto a Ruth Roman despliega una extraña química, que tendrá un punto de inflexión magnífico en el episodio desarrollado en el denominado “Cañón de la luna”, a donde Shelley acudirá imbuida por un lado por la intuición de que Richard es inocente del crimen por el que finalmente fue indultado, y también por la pasión no reconocida que siente por él. Allí se lo encontrará reflexionando solitario, teniendo que sufrir los reproches que con inusitada dureza este le brinda –la película tiene en sus diálogos un considerable interés-. Sin embargo, el riesgo que la joven sufrirá de precipitarse al vacío al intentar marcharse humillada, provocará la intervención de este y la primera demostración del amor que ambos se profesan –Max Steiner puntea con brillantez este momento, dentro de un fondo sonoro bastante acertado-.

Ni que decir tiene que todo no se encuentra al mismo nivel en el film. Que están prendidos con alfileres determinados aspectos del comportamiento introvertido de Trevelyan –aunque en una conversación de Shelley con el padre Paul, este le comente con no poca sabiduría después de ensalzar al joven; “cada hombre tiene sus momentos oscuros y en la oscuridad de esos momentos está su salvación”-, que el personaje que encarna con convicción Mercedes McCambridge carece de la necesaria hondura… Pero al mismo tiempo, y aún recordándonos un poco su obsesión por Richard el hecho de que nos encontremos con una relativa revisitación de la maravillosa LEAVE HER TO HEAVEN (Que el cielo la juzgue, 1948, John M. Stahl) –y la presencia de Darryl Hickman en el reparto haciendo de su hermano tullido quizá no sea una casualidad-, no impide que su metraje esté dotado de un notable ritmo, que esa combinación de relato contemporáneo ambientado en un territorio anclado en el pasado funcione muy bien –la extrañeza que suponen las secuencias desarrolladas en la gasolinera o en la población, donde la entrada de Richard en uno de sus establecimientos provocará el recelo de sus clientes, y una secuencia estupenda en plano fijo, en la que Shelley, que allí se encuentra, es mostrada mirando al frente, sintiendo como este se aleja en el lado derecho del encuadre hasta salir, sin poder evitar finalmente mirar hacia atrás. Es en esos momentos, en el cierto misterio que adquiere la presencia del cuadro del extraño joven en la mansión de los Nolan –en una secuencia que utiliza con acierto un espejo-, es donde encuentro los suficientes alicientes –pese a lo poco creíbles que aparecen los temores de Shelley en su primera noche como sra. de Trevelyan- que me permiten valorar LIGHTNING STRIKES TWICE con bastante mayor aprecio de lo habitual, sin por ello considerar que se trata de un logro de gran alcance. Se trata de un producto con ingredientes no todos de primera calidad, pero que en su confluencia encierran no pocos motivos de interés.

Calificación: 3

SHOW PEOPLE (1928, King Vidor) Espejismos

SHOW PEOPLE (1928, King Vidor) Espejismos

1928 fue un año de excepcional brillantez en el cine norteamericano. Parecía que la inminente llegada del sonoro, unida a la creciente sensibilidad que registró el lenguaje fílmico, permitió el estreno de numerosas obras maestras. De entre ellas, la comedia registró brillantes exponentes, uno de los cuales –generalmente no suficientemente valorada- fue SHOW PEOPLE (Espejismos, 1928. King Vidor), que tomaba como marco la fascinación que entre la sociedad USA ofrecían los propios mecanismos de la fama cinematográfica. Y es que, poco a poco, Hollywood percibía que la mirada sobre su propio engranaje, era un terreno abonado para generar el suficiente interés en el espectador. El film de Vidor se incorpora a dicha vertiente, pero ello no evita consignarla como una propuesta excelente, en buena medida transgresora con ese mundo que en primera instancia parece sublimar y que el gran realizador conocía sobradamente. Una de las grandes virtudes de SHOW PEOPLE reside en la casi perfecta incardinación de objetivos que se aúnan en esta producción de la Metro Goldwyn Mayer, en la que la siempre menospreciada Marion Davies –amante de William Randolph Hearst- ejerció de forma paralela como protagonista y productora. Por su parte, el director recrea una comedia que parece emerger como el perfecto reverso y al propio tiempo complemento de la sublime THE CROWD (…Y el mundo marcha) rodada el mismo año. Al propio tiempo, sus imágenes brindan –en ocasiones dentro de la misma secuencia-, la deconstrucción de lo que propone el seguimiento de su base argumental, con el enfoque cuasi documental y en ocasiones amargo, de lo que supone la invisible pero inevitable arena movediza que envuelve la vivencia de la fama dentro de la meca del cine.

Vislumbrar aquella circunstancia en 1928, debería suponer ya un motivo para apreciar en la medida que merece esta película, que se degusta con la placidez que proporcionaba la media hora inicial de la citada THE CROWD. Una sensación de placer que brindan ya sus primeros fotogramas –acrecentado por la hermosa melodía que incorporó Carl Davis en 1982, que ha pasado a constituir un motivo musical recurrente de los orígenes del cine-, cuando contemplamos la mirada admirativa que ofrece la joven Peggy Pepper (Marion Davis), quien acompañada por su padre viaja desde Georgia con la intención de convertirse en una estrella de cine. Un ágil montaje nos muestra diversos lugares de aquel Hollywood creciente hasta llevarnos a los estudios, en uno de los cuales intentará encontrar un puesto como extra. Será la primera decepción de una muchacha ingenua y chapada a la antigua, que vivirá su primera sorpresa al contemplar fugazmente a John Gilbert tomando un coche. Sin embargo, no será hasta su encuentro con el joven actor cómico Billy Boone (William Haynes), cuando este le proporcione sus primeras apariciones fílmicas, formando parte dentro de la compañía cómica que dirige un expresivo director (Harry Gribbon). Hay que admirar la capacidad de Vidor para transmitir ese estado de espontánea e intensa alegría que describen los ensayos interiores de dicho equipo –habría que esperar hasta SINGIN’ IN THE RAIN (Cantando bajo la lluvia, 1952. Stanley Donen & Gene Kelly) para sentir una sensación similar-, que concluirán con la inesperada lluvia de sifón y posterior batalla que vivirá Peggy convertida en cómica… y que de la noche a la mañana le llevará a llamar la atención, abriéndole las puertas para desarrollarse como actriz dramática. En buena medida, SHOW PEOPLE adelanta las bases argumentales que permitirían años después las diferentes versiones de A STAR IS BORN –la primera de ellas rodada en 1932 por George Cukor bajo el título WHAT PRICE HOLLYWOOD (Hollywood al desnudo)-. En esta ocasión la propuesta de Vidor destaca por la agilidad de su ritmo, la inocencia de su planteamiento, la perfecta incardinación de elementos de comedia con otros de tinte dramático y, como no podía ser de otra manera, su capacidad para insertar en sus imágenes intervalos románticos que aún, más de ocho décadas después de su filmación, adquieren una irresistible convicción.

Alternando esa mirada cómica sin abandonar junto a ella tintes amargos, en realidad SHOW PEOPLE habla bien a las claras –antes que lo propugnara Preston Sturges en su imprescindible  SULLIVAN’S TRAVELS (Los viajes de Sullivan, 1941)- sobre la necesidad que el cine tenía de servir como marco para el esparcimiento del espectador. Para ello, el director no dudará incluso en poner en tela de juicio su propio cine –el instante en el que Billy desprecia la proyección de BARDELYS THE MAGNIFICENT (El caballero del amor, 1926), que él mismo había rodado un par de años antes-, como tampoco desdeñará la ocasión para aparecer como el seguro referente de Frank Tashlin a la hora de insertar divertidos private jokes cinematográficos –uno de ellos ironiza sobre la propia Davies, en otro contemplaremos al mismísimo Charles Chaplin, Vidor aparecerá en los últimos minutos, dispuesto a rodar una secuencia que bien podría proceder de THE BIG PARADE (El gran desfile, 1925) , mientras que no evitará la ocasión de ofrecer esa ya conocida panorámica que muestra a las estrellas en pleno almuerzo –destacando en ella los juegos que efectúa Douglas Fairbanks Jr.-. Con ser muy atractivo todo ello, no cabe duda que SHOW PEOPLE destaca al servir como documental sobre los métodos de rodaje que ya formaban parte del cine en los grandes estudios. Esa inesperada invasión que Peggy –ya transmutada en su nombre artístico como Patricia Peppoire- sufre cuando se acomete en su primera escena dramática, rodada de maquilladoras, iluminadores, cámaras, estilistas… supone un instante todo lo cómico que se que quiera, aunque revelador de la tiranía de la política de la majors. Máxime cuando poco después la actriz se verá imposibilitada a llorar, teniendo para ello el equipo técnico a recurrir a mil argucias -¡incluso pelando una cebolla cerca de su rostro!-, hasta que una inesperada cita del realizador evocará en ella el recuerdo a ese Billy que la llevó hasta donde está, y al que ha abandonado envanecida por ese mundo tan falso como el primer actor que le acompaña –un falso aristócrata con el que estará a punto de casarse-, o los pomposos decorados de época que envuelven la película que interpreta.

En un conjunto magnífico en el que la mirada a la meca del cine se tiñe de nostalgia –sobre todo relativa al mundo del slapstick- y crítica a partes iguales, desarrollada en  una estructura a base de capítulos divididos que parecen adelantarse al Jerry Lewis de THE ERRAND BOY (Un espía en Hollywood, 1961), no puedo dejar de destacar algunos de sus instantes más memorables, casi todos ellos centrados en la relación que –aunque ella no lo admita-, mantendrá Peggy con Billy –interpretado con una desarmante naturalidad por el estupendo William Haynes, al que el reconocimiento abierto de su homosexualidad desplazó de ser una de las máximas estrellas masculinas de la Metro en aquellos años-. Entre ellos, resalta el encuentro con Charles Chaplin –magnífico en su breve cameo- tras la salida del estreno a la crítica de la película cómica que se acaba de proyectar, pidiendo un autógrafo a los dos intérpretes. Mientras Billy no da crédito a la situación, la muchacha no advertirá que se trata del astro, cayendo desmayada cuando descubra su identidad una vez se ha marchado. Pero mayor emotividad reviste la tristeza de Billy cuando comprende que él no ha sido seleccionado para asistir al High Art; la ya citada secuencia en la que Peggy llora desconsoladamente cuando evoca su pasado con el joven cómico, o la despedida previa de ambos cuando la actriz va a acudir a los nuevos estudios e iniciar su andadura dramática, que supondrá la primera demostración de amor entre ambos. Será un sentimiento que se reanudará inesperadamente para Billy en la secuencia final, en la que ataviado de soldado –ha sido reclamado por Vidor actor / director para ocupar un rol por recomendación de Peggy sin que él lo sepa-, se encontrará con ella en escena, fundiéndose en un largo abrazo que sobrepasará con mucho lo que demandaba el guión, dejando los técnicos solos a los dos amantes reencontrados. Una conclusión quizá demasiado inocente para un film admirable, que se erige como una de las primeras miradas críticas que Hollywood se planteó a sí mismo, al tiempo que ratifica la maestría que Vidor ofreció en cuantos géneros y facetas acometió a lo largo de toda su carrera.

Calificación: 4