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CINEMA DE PERRA GORDA

King Vidor

BARDELYS THE MAGNIFICENT (1926, King Vidor) El caballero del amor

BARDELYS THE MAGNIFICENT (1926, King Vidor) El caballero del amor

Dos son los elementos externos que han permitido con el paso del tiempo mantener una cierta memoria en torno a BARDELYS THE MAGNIFICENT (El caballero del amor, 1926) dentro del periodo silente de King Vidor. El primero de ellos, es la irónica alusión que sobre esta misma película, formulaba el propio Vidor en la posterior y excelente SHOW PEOPLE (Espejismos, 1928) en aquella secuencia en la que Marion Davies y William Haines ironizaban sobre la en teoría escasa valía y superficialidad de esa película que se estaba proyectando en la pantalla en la que se encontraban. A ese apunte distanciador habría que añadir el hecho de que nos encontramos ante el título que precedió en la obra de Vidor al de su obra cumbre, y que siempre referiré como una de las cimas de la Historia del Cine. Me refiero, por supuesto, a THE CROWD (…Y el mundo marcha, 1928). Pero unido a estos dos aspectos, cabría señalar algunos detalles complementarios y no menos relevantes, como el escaso aprecio que su realizador formuló a la película en su libro de memorias, de la que tan solo destacaba su justamente célebre episodio romántico –que intentó trasladar al que fue su último largometraje SOLOMON AND SHEBA (Salomón y la Reina de Saba, 1959), llegándolo a rodar antes del inesperado fallecimiento de Tyrone Power-. La película se encontró durante mucho tiempo en el largo catálogo de títulos perdidos del cine silente, encontrándose finalmente una copia, de la que le falta parte de un rollo, que actualmente es suplido con la incorporación de fotos fijas, en el que se describe el viaje del protagonista hasta los territorios de la familia Lavedan –opositores del rey Luis XIII, encarnado por el posterior director Arthur Lubin-. Será un fragmento en realidad de poca importancia, dentro de esta insólita incorporación de Vidor en el ámbito del cine swashbuckler, siguiendo el sendero de las producciones que ene aquellos años capitalizaba Douglas Fairbanks en obras firmadas habitualmente por Allan Dwan, asumiendo la adaptación de una obra de uno de los escritores indispensables en ese subgénero; Rafael Sabatini.

Así pues, BARDELYS THE MAGNIFICENT aparece desde el primer momento como un producto liviano y destinado al gran público de su tiempo, que desde sus primeros instantes brinda la baza de la perfecta definición de sus protagonistas. De forma lúdica, un travelling lateral nos ubicará en el entorno femenino de la corte francesa dieciochesca, describiendo las habladurías de las muchachas de la misma en torno a la figura de Bardelys (un magnífico John Gilbert), a quien comprobaremos con que habilidad sale de una situación comprometida al tener en sus brazos a una de sus amantes, al llegar el esposo de esta. Muy pronto, otro travelling en sentido contrario, nos revbelará los insólitos métodos de este amante profesional, que a todas sus destinatarias ha entregado presuntos fragmentos de su cabello –en realidad cortados de una peluca-, que estas portarán con emocionada prestancia en sus camafeos. Dicho movimiento de cámara hacia la derecha nos mostrará de nuevo a estas muchachas portando arrobadas dicha peculiar “reliquia”, mientras que al mismo tiempo se describe la singular “factoría” creadoras de estas. Será un inicio sin duda atractivo, que de forma paralela nos mostrará los intentos del odioso Chatellereault (Roy D’Arcy), empeñado en casarse con Roxalanne (admirable Eleanor Boardman, entonces la esposa de Vidor), la hija del señor de Lavedan (Lionel Belmore). Caracterizada por su franqueza, la muchacha rechazará las pretensiones de matrimonio del poco recomendable caballero, dentro de la habitual tradición del subgénero, estableciéndose una curiosa disputa entre Bardelys y Chatellereault –quien desde el primer momento se ha destacado en su nada solapada envidia ante los constantes éxitos centran la vida del personaje encarnado por Gilbert. Por ello, apuesta con él la posibilidad de conquistar a Roxalanne, poniendo ambos en disputa todas sus posesiones, e introduciendo en el relato un elemento de intriga hasta entonces diluido en el aspecto descriptivo e incluso festivo del mismo.

Bardelys viajará hasta los terrenos de Lavedan, y las circunstancias del destino le harán toparse con un enemigo del monarca que se encuentra a punto de morir. El trágico encuentro servirá a nuestro protagonista para suplantar su identidad e integrarse con ella en el ámbito de la familia en la que se encuentra Roxalanne. Será a partir de dicho instante, cuando la gradación dramática del film de Vidor vaya ganando en espesura y densidad. Lo hará a partir de la química que se establecerá entre los dos seres, a lo cual ayudará de forma poderosa la intensidad brindada por unos intérpretes que captarán a la perfección aquello que sus roles demandan. Pese a la ficción que encarna Bardelys al asumir un personaje que no es él, se incorporará en dicha mascara la autenticidad de unos sentimientos hasta ahora inéditos en su personalidad hedonista a la hora de entender el hecho amoroso. La integridad de la hija de los Lavedan supondrá para él el amanecer de una nueva concepción existencial, sabiendo Vidor hacer discurrir esa evolución en una historia que se había iniciado de manera frívola y festiva.

Poco a poco, aflorarán entre ellos unos sentimientos tan sinceros como intensos, que del mismo modo supondrán para el infatigable conquistador la asunción de un revulsivo en una personalidad que hasta ese momento se ha caracterizado por una huída hacia adelante sin pensar ene modo alguno en las consecuencias de sus acciones. Ese sentimiento se extenderá en un ya casi inevitable encuentro amoroso entre los dos, que se manifestará de forma pasmosa en una de las más hermosas secuencias románticas de todo el cine de Vidor. La misma se describirá en el paseo por el lago de los dos ya entregados amantes en un pequeño barco, siendo acariciados por una cada vez más densa espesura de vegetación, que ayudará a conformar una sensación de intensidad que quedará exquisitamente resuelta por un Vidor ya experto en la plasmación de inolvidables fragmentos amorosos. Por medio de una planificación y un montaje que acentuará la sensación de dos seres que se aman sin cortapisa alguna, se sucederá un fragmento memorable ante el cual el espectador quedará noqueado al percibir casi a flor de piel la sinceridad de unos sentimientos sellados con la fuerza del amor.

Sin embargo para que estos quedaran definitivamente fraguados, Bardelys deberá despojarse de esa máscara de suplantación de otro ser que ya ha desaparecido y, ante todo, revelar su autentica identidad, aspecto este que en el fondo le intimida. Sin embargo, y como suele suceder en estas historias en las que el componente melodramático proporciona elementos y sucesos que modifican repentinamente sucesos pillados casi al límite de lo verosímil, Bardelys será capturado entendiendo las fuerzas reales que se trata el rebelde buscado. Este confiará en que quien comanda las mismas y lo va a juzgar –retornará la siniestra figura de Chatellereault-, revele su autentica identidad. Sin embargo este no dudará en mostrar su lado más cruel ocultando la misma y condenándolo con presteza a ser ejecutado en la horca por supuesta traición, logrando con ello eliminar a su eterno rival amoroso, sin que le valga el reconocimiento tácito de este al reconocerse perdedor en la apuesta firmada –que daba un plazo de tres meses para que Bardelys conquistara a Roxalanne-. Nuestro héroe será encerrado y presto a la ejecución, no valiendo tampoco la promesa de la prometida de casarse con Chatellereault si salva de la muerte a quien todavía no conoce como Bardelys. La ejecución asumida de este parecerá un hecho, hasta que Vidor inserte de manera inesperada otro extraordinario tour de force, plasmando la tan inverosímil como admirable fuga de este al borde de la horca. Un fragmento en el que el dinamismo de su montaje y la imaginación con la que es plasmada dicha huída, deslizándose entre lianas, cortinas estratégicamente situadas, y ubicándose casi al borde de las enormes paredes exteriores del palacio… formarán un fragmento digno de figurar en cualquier antología del cine de capa y espada, sobre todo en el que en aquellos años protagonizara el ya citado Fairbanks. Será una liberadora catarsis para el espectador. Una ruptura con el dramatismo que ha impregnado la parte central del film, y que tendrá su climax con el enfrentamiento final con Chatellereault –que a última hora se ha casado con Roxalane, engañándola con la falsa promesa del indulto de su amado-, finalizando con la inevitable muerte del villano, y el reencuentro de Bardelys con un mandatario real que en algunos momentos ha desconfiado de este, pero que siempre lo ha encontrado divertido –en contraste con el tedio que le rodea en su corte-. Precisamente la llegada del monarca hasta el entorno donde se encuentra el reo, propiciará una secuencia tan divertida al tiempo que enervante, como la descripción del discurrir de su comitiva, dictando órdenes a sus súbditos de ir más o menos rápido en función de su mayor o menor aburrimiento.

Despachada durante mucho tiempo como un título menor –o incluso ignorado- a la hora de revisar la obra vidoriana, lo cierto es que la posibilidad de contemplar BARDELYS THE MAGNIFICENT, además de permitirnos pulsar otro peldaño más para completar la misma, nos permite disfrutar de una propuesta que mantiene intacta su frescura en la combinación de elementos que inserta bajo su apariencia convencional, demostrando en sus momentos más intensos y arriesgados no solo la huella indeleble del cineasta, sino al mismo tiempo su versatilidad a la hora de adentrarse en diversas vertientes genéricas, que asumió y trató por lo general aportando su capacidad de inspiración.

Calificación: 3

LA BOHÈME (1926, King Vidor) La bohème

LA BOHÈME (1926, King Vidor) La bohème

Rodada tras el admirable éxito –en su momento y en la actualidad manteniendo sus excelencias- de THE BIG PARADE (El gran desfile, 1925. King Vidor), podemos señalar sin temor a equivocarnos, que LA BOHÈME (1926) –titulada del mismo modo en el momento de su estreno comercial en España, aunque editada digitalmente con el título de VIDA BOHEMIA-, es una película que bebe a partes iguales de la personalidad de su realizador y la impronta de la figura que en realidad impulsó el proyecto; Lillian Gish. Convertida quizá desde sus intensos trabajos de la mano de David W. Griffith en la primera gran estrella femenina de la pantalla, la Gish supo a partir de ese momento elegir sus propios proyectos, intentando en ellos aplicar sus características como intensa y al mismo frágil intérprete, en los cuales tenía de su mano la elección de los realizadores que consideraba más adecuados para los mismos. Es por ello que al contemplar unos rollos de la citada THE BIG PARADE –que aún no se encontraba conclusa-, en un pase privado de la Metro Goldwyn Mayer, decidió que su siguiente proyecto contara con Vidor como realizador, y con John Gilbert en calidad de oponente masculino. Esta circunstancia es la que proporciona a esta película sus límites, quizá limitando un tanto el torrente que podía emanar de un director en aquellos años en estado de gracia –un par de años después filmaría su obra cumbre; THE CROWD (… Y el mundo marcha, 1928)-, pero del mismo modo habla de la capacidad de plasmar un título atractivo, apasionante incluso por momentos, en el que la inteligencia de una de las mejores actrices que ha proporcionado la pantalla desde que se creara el cine, habla bien a las claras de una extraña compenetración entre intérprete y director, tal y como ambos posteriormente destacaron en sus respectivas memorias.

LA BOHÈME –que con facilidad se aprecia en su división en tres actos-, se desarrolla en el Barrio Latino del Paris de 1830. Muy pronto conoceremos al grupo de artistas que se reúnen en una habitación de un vetusto edificio. Todos ellos sueñan con la fama en la práctica de sus respectivas parcelas artísticas, pero en la realidad están en la práctica miseria, casi sin poder comer, y sin dinero para pagar el alquiler correspondiente. Sin embargo, nada de ello enturbia sus sueños, viviendo esa extraña bohemia que se describe como un modo de vida en el que el apego hacia lo material se transforma en un sueño anhelado por el triunfo a través del arte, aunque este siempre se escape por completo en esas vidas pese a todo regocijantes. Vidor muy pronto nos introducirá en el ámbito de nuestros protagonistas, tras unos breves planos de la capital del Sena nevada en invierno, mostrándonos también la llegada del casero, lo que servirá como hilo conductor para acercarnos a otra inquilina de aquella indigna vivienda. Se trata de la joven y sensible Mimi (Lillian Gish), una bordadora que vive en condiciones miserables, y que se encuentra sin el suficiente crédito para pagar ese alquiler que le impida ser desahuciada. Así como esos vecinos que no conoce logran salir adelante del atolladero, ella no podrá lograr el importe ni siquiera empeñando lo que posee en la casa de Paris –en una secuencia llena de triste vitalidad, que nos describe la miseria de sus clientes-. Sin embargo, esta circunstancia permitirá el conocimiento entre la joven y Rodolphe (espléndido John Gilbert), el aspirante a escritor del grupo de vecinos amigos, pero que apenas obtiene recursos enviando indeseadas columnas en un pobre periódico que detesta. Entre ambos muy pronto se establecerá una sincera relación amorosa, que coincidirá con el encuentro entre Mimi y el poco recomendable Vizconde Paul (Roy D’Arcy), que se encontrará con la muchacha en la puerta de su miserable vivienda, haciéndole numerosos encargos que servirán para que esta subsista con una relativa estabilidad. Esos ingresos, junto a la intensidad del amor que se produce entre Mimi y Rodolphe, serán los elementos que permitirán que el segundo se dedique a la creación de su primera obra teatral, mientras que su amada pondrá en práctica una mentira piadosa, ya que las crónicas que lleva de su adorado escritor, han sido rechazadas en el periódico, cuyo irascible director ha despedido a este por su rebeldía e inconstancia. Por ello, el dinero que le entregue partirá del que reciba de los encargos de D’Arcy, quien en realidad solo pretende conseguir a la sensible bordadora.

A partir de estas coordenadas, en las que inicialmente se ofrece un matiz de comedia –aspecto este que Vidor ya expresaría en varios de los episodios iniciales de la citada de THE CROWD y la posterior SHOW PEOPLE (Espejismos, 1928), nos revela su capacidad para crear una atmósfera ligera –por instantes, las actitudes de los cuatro artistas bohemios en su compartido apartamento, me aparecen como ligero adelanto de la aún lejana screewall comedy-, que de manera paulatina irá inclinándose hacia una visión sincera del hecho amoroso, especialmente centrada en la pareja protagonista, y manifestada en esa excursión campestre que realizarán junto con el resto de amigos. Entre la humilde bordadora y el aspirante a escritor se ha expresado de manera admirable esa sensación de inmediato amor, que quizá en él adquiera un ascendente especialmente posesivo, lo que le llevará a asumir unos excesivos celos al contemplar a D’Arcy desde su ventana. Será en un instante en el que una aparente seducción de este a Mimi –basada en la explicación de esta al diletante aristócrata de las cualidades de la obra de su amado-, provocarán las iras de Adolphe, aunque no conozca la intención de su amada de llevar dicha obra hasta el director de un teatro que conoce.

Todo ello llevará a la posteriormente conocida catarsis melodramática del género, que sin embargo en aquellos tiempos tan solo había sido puesta en práctica con intensidad por Griffith. Y es quizá por ello, que la impronta que la película brinda –aunado por la siempre admirable labor de la Gish-, permite emparentar esta película con ciertos momentos intensos del drama griffithtiano. Nada de malo hay en ello en un relato que adquiere una adecuada progresión desde su ligereza inicial, hasta ir profundizando mediante la presencia de un amor intenso, hasta un grado sombrío e incluso finalmente trágico. La huída de Mimi del alcance de Alphonse, trabajando en los suburbios de Paris hasta dejarse la salud, mientras que su amado logra triunfa con esa obra que ella logró sacar a la luz, será mostrada con un excelente sentido del montaje, planteándose una de esas consustanciales casualidades que desde siempre fueron norma de fábrica en el drama cinematográfico, al coincidir la última noche de la vida de Mimi –ha caído derrotada en la fábrica textil en la que trabaja en condiciones infrahumanas-, con la del triunfo de su amado, que ella desconoce. Por un lado, mientras Adolphe recibe los aplausos del aforo, insertando Vidor oportunos primeros planos de su amada, que tiene en todo momento presente en esos instantes tan emocionantes. Por su parte, Mimi escapará del camastro en el que está confinada, discurriendo casi sin fuerzas por el exterior de las murallas de Paris –en unas secuencias de concepción arquitectónica de ciertos ecos langianos-, hasta llegar incluso con la ayuda del apoyo de carruajes, hasta la que fuera su humilde vivienda, que la encargada le ha dejado tal cual la dejara.

Será el momento de esperar la llegada de su muerte, y será del mismo modo el instante del reencuentro con el hombre que ha amado –admirable la expresión de Gilbert al verla postrada-. Secuencias o episodios como este, son los que acreditaban la capacidad de Vidor para extraer la fuerza y pasión amorosa de sus personajes. No será el primer momento en que ello se produzca –contemplaremos un hermoso travelling en pleno campo donde esa sensación de amor absoluto adquiere un lirismo casi absoluto. Por otra parte, conviene incidir de nuevo en esa simbiosis que supone esta película, en la que por cierto la protagonista femenina ofrece la suficiente inteligencia como para no imponer en exceso su presencia en pantalla. Con ello logra demostrar que un personaje puede poseer más fuerza en el off narrativo, al tiempo que incidir en el dominio de los primeros planos –en especial los dedicados a ella, capaz de extraer de su rostro una extraordinaria gama de matices repletos de inocencia y candor-, aunque también ellos permitan a John Gilbert llevar a cabo uno de sus mejores trabajos para la pantalla. Esa sensación de que nos encontramos ante una extraña mixtura fílmica, en modo alguno limita el alcance de su resultado, atractivo, capaz de ofrecer una evolución dramática impecable, y al mismo tiempo siendo consciente de que no nos encontramos ante un título rodado con más ambición de la necesaria. Desde esa humildad y sencillez, es cuando mejor se aprecian sus cualidades. Destacar por último la presencia de un jovencísimo Edward Everett Horton, encarnando a uno de los bohemios personajes de esta interesante propuesta silente.

Calificación: 3

THE WEDDING NIGHT (1935, King Vidor) Noche nupcial

THE WEDDING NIGHT (1935, King Vidor) Noche nupcial

Por encima de cualquier otra consideración y de un análisis más pormenorizado, al algo define prácticamente desde sus primeros instantes THE WEDDING NIGHT (Noche nupcial, 1935), es ser una película con alma. Por más que en ella se alineen casi a la perfección la dualidad de suponer una producción de Samuel Goldwyn y estar firmado por el gran King Vidor –aspectos ambos que se enriquecen en una singular simbiosis-. Percibiendo con nitidez –como pronto comprobaremos-, los estilemas que forjaban la personalidad cinematográfica de Vidor, al tiempo que atisbando la concepción del melodrama que definía la política de producciones de Godlwyn, no cabe duda que es el realizador de THE CROWD (… Y el mundo marcha, 1928) el que consigue asumir la parte del león a la hora de definir uno de los dramas más atractivos que firmara en la década de los años treinta, fértil dentro de su producción, generalmente definida dentro de los encargos de estudio, de los que supo adueñarse e imbricar en su mundo personal.

En esta ocasión, y partiendo al parecer de un lejano eco biográfico sobre la figura del conocido escritor Francis Scott Fitzgerald, THE WEDDING NIGHT se inicia de forma seca y concisa, mostrándonos en la trastienda de una fiesta, la crisis creativa sufrida por el escritor Anthony Barrett (Cary Cooper), que ha entregado una obra que será rechazada por su editor, al que proporcionó un no muy lejano gran éxito. Barrett confiesa estar hastiado del ambiente frívolo que destila su modus operandi social, aunque por el contrario, su esposa Dora (Helen Vinson) se encuentre en el mismo como pez en el agua. Pese a las reticencias de esta, Barrett viajará hasta la vieja casa de campo que posee en Connetticut, de la que se encontraba por completo alejado, y siendo acompañados ambos por su fiel criado oriental. Este nuevo modo de vida no dejará de plantearles dificultades insospechadas, pero al mismo modo aportará un soplo de aire fresco para nuestro escritor, aunque no pueda ser mantenido por una esposa acostumbrada a ambientes más mundanos, lo que le llevará a abandonarle temporalmente al regresar a New York. Sin embargo, en ese momento, este ya habrá encontrado un inesperado asidero emocional, desde el primer encuentro que mantenga con la joven Manya Novak (Anna Sten), quien junto a su padre ofertará la compra de los terrenos que el escritor poseía en su propiedad, y a los cuales accederá en vender. No será ello más que el inicio de una solapada pero creciente relación establecida entre ambos, por más que Manya esté destinada a contraer matrimonio –según el rito polaco- sin que ella participe en la decisión de su padre, que la enlazará con Fredrik Sobieski (Ralph Bellamy). Mientras la muchacha casi emergida de la naturaleza se erige como objeto de una inesperada inspiración literaria para Anthony, la lectura de la obra que refleja esa sincera relación y la lejanía de la que mantenía con su esposa, será percibida por ambas cuando accedan a ese libreto que, más que una obra literaria, parece erigirse como la traslación de un sentimiento vital.

Hay muchas maneras de percibir la sensibilidad que King Vidor aporta en esta magnífica THE WEDDING NIGHT. Entenderla como la búsqueda de la inspiración creativa a través de la sinceridad, la búsqueda de la autenticidad en la experimentación plena de la propia existencia, la eterna contraposición vidoriana entre campo y ciudad o, en definitiva, la imposibilidad existente en el ser humano de asumir la felicidad, en un mundo o en ese compendio de experiencias que conforma lo que denominamos vida. Todo ello se plasma de forma sensible, adoptando una voz callada, dividiendo la película en una primera mitad escorada a una sencilla vertiente de comedia, mientras que su segundo tramo adquiera unos rasgos más intensos. Pero, ante todo, el film de Vidor destaca por el intimismo que desprenden sus secuencias, por la intensidad y pudor que reviste el uso de los primeros planos de los actores –especialmente el joven Gary Cooper y la poco conocida Anna Sten-. Será esta una faceta en la que destacarán momentos tan ejemplares como el que muestra el rostro emocionado de Manya cuando alcanza a leer los primeros capítulos de la novela que ha inspirado, reconociéndose en ella, y al mismo tiempo asumiendo con toda su alma el amor que Barrett le profesa. En un sentido contrario, y cuando acceda tras su regreso a leer la novela ya terminada, su esposa advertirá que no tiene ningún futuro su matrimonio, aunque no deje de reconocer en ella una obra magnífica. Y es que por momentos, uno tiene la sensación que el Gary Cooper de THE WEDDING NIGHT bien pudiera erigirse como una versión juvenil y menos perfilada, del individualista arquitecto que una década después interpretara en la excelente THE FOUNTAINHEAD (El manantial, 1949). Ese concepto de la individualidad, de intentar transitar por senderos personales guiados por su intuición y su deseo de acceder a la verdad a través de su conducta, está magníficamente expresado en una película que no olvida sus apuntes humorísticos –sobre todo trazados en el rol del criado oriental; impagable la manera con la que abandona la vieja casa de Barrett-, pero que se centra ante todo en el dominio de la construcción de los planos y la fuerza expresiva mostrada por sus actores, en especial los dos protagonistas.

Al mismo tiempo, su discurrir resalta en la fisicidad con la que muestra esa llegada del frío, que tanta importancia tendrá en el devenir de su conclusión, en la descripción de las iniciales torpezas esgrimidas por el escritor, acostumbrado a la vida de ciudad, acentuando un rasgo de desvalidez que, en un momento dado, supondrá un acicate para que Manya –pese a mostrarse reticente en algunas ocasiones con él-, no dude en ampararlo y protegerlo de la adversidad del modo de vida en aquella zona. Y es precisamente en el progresivo acercamiento de esos dos seres, rompiendo para ello los elementos que puedan erigirse en obstáculos para ambos –la condición de casado de él y el compromiso de boda cerrado por parte del padre de la muchacha-, donde se percibirá esa casi inaccesible búsqueda de una felicidad, que solo podrán sentir de manera efímera, y que finalmente descansará en la que, presumiblemente, se erigirá como la obra más perdurable de ese escritor que, debido a una crisis creativa, ha podido no solo crear arte a través del amor sino, fundamentalmente, sentir que en una vida llena de prejuicios y frivolidades, puede haber motivo para el sentimiento más supremo y, sobre todo, la verdad del ser.

Apenas evocada en nuestros días, THE WEDDING NIGHT es sin duda una de las muestras más perdurables, sensibles, pudorosas y valiosas del melodrama cinematográfico norteamericano de los años treinta. Una década en donde dicho género adquirió uno de sus periodos más brillantes y prolíficos, y en los Vidor aportó entre ellos exponentes de notable interés como el que comentamos.

Calificación: 3’5

THE STRANGER’S RETURN (1933, King Vidor)

THE STRANGER’S RETURN (1933, King Vidor)

THE STRANGER’S RETURN (1933) se encuentra inserta en un periodo poco citado a la hora de tratar la de por sí demasiado ignorada andadura del gran King Vidor; la primera mitad de la década de los treinta. Pero a ello cabe unir que se trata de un título nunca estrenado en nuestro país, y del que solo se recuerda un lejanísimo pase televisivo en los inicios de la década de los ochenta. Con ese exiguo grado de conocimiento, y dada la pereza cada día más manifiesta a la hora de indagar en el bagaje oculto ofrecido por los cineastas más reconocidos, no es de extrañar que nos encontremos con un título casi ignoto –incluso su referencia internacional en IMDB revela que escasísimos espectadores la han contemplado-, aunque su visionado despierte no pocas sorpresas, erigiéndose como una serena y plácida combinación de drama y comedia, en la que se encuentran presentes no pocas de la obsesiones que hicieron de Vidor un primerísimo cineasta. Y es que, en última instancia, THE STRANGER’S… encierra en su aparentemente leve discurrir dramático, una dualidad integrada con la misma serenidad en su entramado dramático. Por un lado, el eterno contraste entre campo y ciudad que se extendería en buena parte de la filmografía vidoriana, y por otra la posibilidad de un amor que pueda emerger entre los convencionalismos y las instituciones que oprimen al individuo –en este caso, el matrimonio. En definitiva, y en ello tendrá una presencia predominante la propia configuración que muestra el escenario central de la acción, la oposición entre la verdad y la convención.

La película se inicia describiendo el contexto de la familia Storr. En ella, el patriarca es el veteranísimo abuelo encarnado por Lionel Barrymore, quien a sus ochenta y cinco años se atreve a llevar la contraria a los componentes de su familia política, todos ellos hijastros y consortes procedentes de sus diversos matrimonios. En concreto, la granja se encuentra poblada por Beatrice (Beulah Bondi), que se erige como inopinada ama de llaves de la vivienda, poblada además por Thelma (Ayleen Carlyle) y Allan (Grant Mitchell), un abogado de poca monta. A ellos hay que sumar a Simon (Stuart Erwin), un empleado del recinto, que sin ser de la familia demuestra un perfecto conocimiento de la entraña de la misma, además de aunar en su personalidad su condición de simpático amante de la bebida. Ya en sus instantes iniciales, Vidor sabrá describir el contraste existente entre la hipócrita actitud descrita por la familia del patriarca, que se disponen a preparar un desayuno, y la autenticidad que muestra este cuando hace acto de presencia, decidiendo tirar a las gallinas –descrito en un largo “travelling” lateral que posteriormente se muestra en orden inverso- la comida vegetal que le han ofrecido sus familiares, siguiendo los consejos médicos. Desde el primer momento el cineasta sabe expresar cinematográficamente ambas actitudes ante la vida, la vitalista del anciano, y la de sus descendientes, quienes con mal disimulado deseo tan solo desean heredar las propiedades de su predecesor. Todo ello quedará puesto en tela de juicio con la inesperada llegada de Louise (una estupenda Miriam Hopkins, bastante alejada de los excesos histriónicos que caracterizaron su andadura posterior como actriz). Esta es la nieta del anciano granjero, quien después de un divorcio en New York ha decidido recalar en el lugar del pasado de su familia, con la intención de encontrar allí un remanso de paz en su agitada vida. La joven supondrá en la realidad un auténtico revulsivo en la rutina existente en el entorno rural de los Storr, como una bocanada de aire fresco que contará con el progresivo rechazo de los herederos políticos de la misma y, por el contrario, percibiendo el creciente aprecio de su abuelo, de Simon –sobre quien se advertirá inicialmente una cierta atracción hacia la recién llegada- y, sobre todo, del joven vecino Guy Crane (Franchot Tone). Este es el propietario de la granja vecina, casado con Nettie (Irene Hervey), fruto de cuyo matrimonio tienen un niño. La cercanía que la recién llegada propiciará con Crane favorecerá el inicio de una relación adúltera –no olvidemos que la película se rodó poco antes de que el “Código Hays” se implantara en las pantallas norteamericanas-. Sin embargo, ni en las intenciones de Vidor –ni supongo en la novela original de Philip Strong- se acentúa ese condicionante en teoría audaz para el año de producción del film. Por el contrario, estimo que su resultado se centra más en un marco de extraña placidez, a partir del contraste de la presencia de una muchacha que aporta vida a un contexto protagonizado por un patriarca que ve consumir los últimos momentos de su existencia, y por un hombre aún joven que, poseyendo en apariencia un marco de vida sólido y seguro, en realidad se encuentra interiormente insatisfecho al haber desaprovechado su formación universitaria, que en un pasado más o menos cercano ejecutó con el deseo de sobrellevar una vida urbana. Ese marco de conflicto, será el eje sobre el que gravitará la estancia de Louise, quien así mismo irá percibiendo la hostilidad que rodea todo lo que rodea junto a estos dos elementos vectores.


Lo más atractivo de THE STRANGER’S RETURN deviene en el hecho de que con un material de base proclive a un melodrama más o menos desaforado, es expuesto por Vidor con un extraño sentido de la serenidad, procurando no alzar nunca la voz y, lo que es más importante, apostando por una combinación de un naturalismo aún vigente, con la aplicación de elementos de comedia, que en algunos instantes devienen incluso francamente hilarantes –por ejemplo, la secuencia en la que Louise queda exhausta tras atender a los operarios de la recolección de la granja de su abuelo-. Es más, incluso incorpora una treta por parte del anciano propietario de la granja, simulando haber perdido el uso de la razón para observar la actitud depredadora de esos familiares políticos que le han rodeado durante todo este tiempo –en especial Beatrice-, quienes muy pronto revelarán sus garras para, por un lado, despojar a Louise de su ascendencia con la herencia, y por otro hacerse ellos con las responsabilidad de la misma. Sin embargo, si algo destaca en esta casi desconocida y estimulante propuesta de Vidor, es la sinceridad con la que se muestran los sentimientos, en esa delicadeza con la que es descrito el acercamiento de la recién llegada con su abuelo, o en esa casi inevitable ligazón que se establece entre Guy y Luise, que tendrá un momento de extraordinaria inventiva visual con el estallido en forma de beso que se expresa entre ambos, mostrado de manera admirable por el realizador, situando la cámara fuera del coche en que ambos no pueden ocultar más lo que sienten en el interior de sus almas. No será ese el único instante magnífico de una película –atención al instante en el que Beatrice descubre a Louise y Guy declarando sus sentimientos en el jardín- en la que se encontrará presente esa inquietud de Vidor por la fuerza de la tarea del hombre en la tierra –imágenes de la recolección agrícola-, y que concluirá de manera tan hermosa como casi imperceptible, con la expresión intuitiva de la inminente muerte del anciano patriarca, describiendo la misma de manera elíptica y, sin duda por esa misma elección, logrando que esa fusión del viejo hombre con la tierra, adquiera por un lado esa naturalidad consustancial a cualquier actividad vital, y no por ello pierda su rasgo de emotividad. Y todo ello, además, irá seguido de otra secuencia –que por momentos parece erigirse como una variante de la célebre conclusión de la muy posterior SPLENDOR IN THE GRASS (Esplendor en la hierba, 1961. Elia Kazan)-, en la que Guy anunciará a Louise que ha decidido aceptar una propuesta universitaria que le hará abandonar la granja. En realidad, ha sido la única situación posible a tomar ante la imposibilidad de resolver el drama sentimental que embarga a ambos, pero que atenaza sobre todo a esa familia que encabeza, y que ha de resolver por el camino de la renuncia a la autenticidad de sus sentimientos, siquiera sea apostando por la realización personal a través de sus inquietudes intelectuales. No cabe duda que casi ocho décadas después de su realización, en algunos pasajes se pueda detectar cierto apergaminamiento, pero considero que THE STRANGER’S RETURN emerge con la suficiente vigencia, por una sencilla razón –fácil de enunciar pero no tanto de trasladar a la pantalla-; se trata de una película que se realizó poniendo en ella alma emocional y sabiduría cinematográfica.


Calificación: 3

NOT SO DUMB (1930, King Vidor) Dulcy

NOT SO DUMB (1930, King Vidor) Dulcy

En el magnifico y poco referenciado libro que en 1997 dedicó a la obra de King Vidor el comentarista cinematográfico Carlos Señor, señalaba que NOT SO DUMB (Dulcy, 1930) le parecía el peor film sonoro de su realizador. Más allá de las puntuales discrepancias que pueda manifestar en la lectura de esta aportación por otra parte imprescindible y sincera, lo cierto es que poco me puedo desdecir al contemplar esta comedia sin chispa y, sobre todo, apagada y plana en su expresión específicamente cinematográfica. Algo impensable en la obra de un realizador que aunque ya en 1930 no hubiera realizado más cine, tenía ya ganado un lugar de honor en la imaginaria galería de grandes nombres que hasta entonces había legado el séptimo arte. Es más, aunque solo se planteara como un encargo –que así fue-, lo cierto es que nos encontramos con una película que a lo largo de sus poco más de setenta minutos, despliega una sensación de extrema teatralidad, acentuado por una galería humana por completo desprovista de atractivos y, por el contrario, ofrece menguadísimos elementos de interés.

 

Planteada al servicio de la vis cómica de Marion Davies –que permitió a Vidor ofrecerle dos comedias valiosas como la menospreciada THE PATSY (La que paga el pato, 1928) y la excelente SHOW BOAT (Espejismos, 1928)-, NOT SO… se plantea como el primer film auténticamente sonoro de Vidor, tras el experimento ofrecido por HALLELUJAH! (Aleluya, 1929). Puede ser, aunque cuesta creerlo, que el realizador se encontrara incómodo a la hora de plantearse su evolución al cine hablado –así lo manifiesta el propio Señor al mencionar la inmediatamente posterior BILLY THE KID (El terror de las praderas, 1930), que no he tenido oportunidad de contemplar-, y se trata de algo que quizá pueda intuirse en los momentos menos inspirados de la paradójicamente muy cinematográfica STREET SCENE (La calle, 1931). Sin embargo, es más que probable que la escasa enjundia del material de base –en el que por otra parte se encuentra un nombre tan prestigiado en la escena norteamericana como George F. Kauffman- sea el principal motivo de la ausencia de interés de la propuesta. Lo cierto es que asistimos a una película que se inicia de manera atractiva –el contraste del rótulo inicial que nos introduce en la “soleada California”, llevándonos hasta una estación en la que llueve de manera casi torrencial-, presentándonos un típico argumento de suplantación por parte de Dulcy Parker (la Davies), acompañada de su novio Grody Smith (el posterior realizador Elliot Nugent, que como intérprete no tenía precisamente mucho porvenir), para recibir y de alguna manera empujar al veterano industrial de bisutería –el Sr. Forbes (William Holden, no el que todos conocemos)-. La secuencia de llegada de este junto su esposa e hija, proporciona instantes más o menos divertidos, revelando la psicología de los personajes –el carácter charlatán y metomentodo de Dulcy, o las malas pulgas y la impavidez de Forbes-. Sin embargo, muy pronto el planteamiento se desinfla cuando los invitados llegan a la residencia familiar de nuestra protagonista, en la que se encuentra un extraño mayordomo ex convicto, y donde esta ha invitado a dos estrafalarios personajes para lograr con ello captar el interés de la hija de Forbes, y de manera subsiguiente consolidar los lazos comerciales de este con su novio, de los que depende su estabilidad y la posibilidad de casarse. No cabe duda que, pese a su alcance estereotipado, la fauna humana dispuesta podía permitir el desarrollo de una función posteriormente divertida y confiada en un timming más o menos desenfrenado –algo que por otro lado, sí que lograron otras adaptaciones cinematográficas de referentes teatrales de Kauffman-.

 

Lamentablemente, no es algo que suceda en NOT SO DUMB confiada a diálogos sin gracia, a situaciones desprovista de chispa alguna, y a interpretaciones francamente poco inspiradas –en las que se puede insertar incluso las del generalmente excelente Franklyn Pangborn.-. En definitiva, más allá de la eficacia de ese fragmento inicial, personalmente apenas me despierta del letargo de la función la divertida parodia que el citado Pangborn ofrece de los films de historias paralelas creados por Griffith –al estilo de INTOLERANCE: LOVE’S STRUGGLE THROUGHOUT THE AGES (Intolerancia, 1916)-, en su cansina narración ante todos los invitados y en calidad de atildado guionista-, los momentos en los que se da rienda suelta a la irrefrenable locuacidad de la Davies, o la cierta frescura que ofrece el por otro lado desaprovechado personaje recreado por el galán Raymond Hackett –el hermano díscolo de Dulcy-. En cualquier caso, y aún contando con el más o menos adecuado aprovechamiento escénico que Vidor brinda a la carpintería teatral del casi único escenario del relato, lo cierto que no nos redime ante la dura realidad de asistir a uno de los escasísimos títulos prescindibles en la filmografía de un cineasta realmente grande.

 

Calificación: 1’5

THE PATSY (1928, King Vidor) La que paga el pato

THE PATSY (1928, King Vidor) La que paga el pato

Si comparamos el alcance de THE PATSY (La que paga el pato, 1928) con un título tan asombroso como THE CROWD (…Y el mundo marcha, 1928) o tan brillante como SHOW BOAT (Espejismos, 1928) –los que le anteceden y preceden en la obra del gran King Vidor-, es lógico que su magnitud aparezca como menor. Es probable que sea esta una de las razones de peso que han favorecido el escaso eco o incluso prolongado menosprecio que esta agradable comedia ha merecido incluso por reconocidos seguidores de la obra vidoriana. En cualquier caso, creo que pese a todas las objeciones que le puedan formular –que estimo suelen ser coincidentes en la escasa enjundia de su guión, obra de Agnes Christine Johnston, basado en una obra de Barry Conners, con títulos de Ralph Spence-, el título que nos ocupa quizá se presente como la primera demostración rotunda de las capacidades de Vidor en el terreno de la comedia –algo que ya se demostraba sobradamente en no pocos momentos de la mencionada THE CROWD, y que tendría su prolongación aún más inspirada en la igualmente señalada SHOW BOAT. Serían unas capacidades que Vidor manifestaría en otra comedia rodada bastantes años después, que igualmente jamás ha logrado el reconocimiento que merecería; COMRADE X (Camarada X, 1940)-. A partir de dicho punto de partida, hay que ser sinceros y reconocer el hecho de que su planteamiento argumental no es de excesiva hondura, e incluso se desarrolla partir de líneas convencionales vistas a nuestros ojos, e incluso ya arquetípicas en el propio momento del rodaje del film. Cierto es en este sentido que la descripción de ese matrimonio Harrington nada tiene que envidiar a cualquier descripción de espectáculo de revista, o incluso la atracción romántica que nuestra protagonista –Patricia (Marion Davies)- manifiesta a lo largo del metraje, se revela tan liviana como insustancial. Reconozcámoslo.

 

Sin embargo, partamos de una base ¿Cuántas comedias perdurables han logrado a través de la fuerza de su realización, sortear planteamientos limitados o convencionales? A mi modo de ver, esta sería una de ellas. Partiendo de la base de ser una producción de/al servicio de la estrella cómica Marion Davies, digamos en principio que nos encontramos con uno de tantos exponentes erigidos a partir del servicio de una personalidad ligada al género. Es algo que ha dado la génesis a títulos que oscilaron de lo detestable a la pura genialidad. En este sentido, no cabe señalar que la poca simpatía con la que el paso del tiempo ha definido a la actriz, a la que el paso del tiempo ha otorgado un recuerdo bastante negativo –el hecho de ser la protegida del magnate William Randolph Hearts, por cierto productor del título que comentamos, en una relación escenificada por Orson Welles en su reconocida CITIZEN KANE (Ciudadano Kane, 1941) estimo ha influido bastante en ello-, ha tenido su repercusión a la hora de aceptar que nos encontramos ante una actriz proclive a ciertos excesos histriónicos –justo es reconocerlo-, pero a la que no se le puede negar un timming cómico realmente brillante, muy superior incluso a no pocas estrellas del género de talento más menguado que esta. Lamentablemente, en bastantes ocasiones la comodidad en la valoración conlleva injusticias como la presente.

 

A partir de estas premisas, THE PATSY viene a resultar una pequeña variación de la cenicienta. En una familia formada por el ya veterano matrimonio Harrington, sus dos hijas comparten una vivienda típica. La madre –Marie Dressler- es una mujer dominadora y castrante que tiene a Grade (Jane Winton) como su protegida, mientras que Patricia queda como el auténtico patito feo del colectivo familiar. Solo el padre –Dell Henderson- mantendrá una actitud protectoria hacia esta última, aunque su personalidad débil quede apagada en todo momento por la de su esposa. De manera muy brillante, Vidor encuadrará a los componentes de la familia en un picado que, en escasos segundos, nos describirá la rutina de los Harrington en plena comida. Apenas mostrando la manera que tienen de comer una sopa con la cuchara –en una divertida e improvisada danza-, el realizador nos muestra el marco de actuación, provocando el interés del espectador, que muy pronto entrará en la eficacia de un juguete cómico puesto al servicio de las dotes de la Davies –en la que cuenta con un enorme apoyo con la veterana y magnífica Marie Dressler, y de manera más menguada con la pícara galanura de Lawrence Gray al dar vida a un playboy bromista y seductor-, servido por Vidor con un por momentos admirable sentido del timming. Cierto es que nos encontramos en ese 1928 en el que el cine mudo había llegado a unas cotas de madurez supremas, y esa misma circunstancia había fraguado en algunos de los más grandes títulos del cine cómico. El título que nos ocupa no se puede situar al mismo nivel, pero sí que es cierto que su alegre y liviano desarrollo se disfruta plenamente. Lo hace por el buen ritmo de su montaje, la realmente acertada planificación, el equilibrio con el que se intercala el elemento cómico con el sentimental en la pasión que Patricia demuestra por Tony Anderson (Orville Caldwell), pretendiente absorbido por su interesada hermana –ese primer contacto real de ambos en el inesperado paseo en la pequeña barca-, el apoyo cómico que proporcionan los diálogos y puntualizaciones mostradas en los rótulos, o el oportuno inserto de “gags” y situaciones que servirán como acicate cómico en la función. Sin ánimo de ser exhaustivos en este último aspecto, momentos como las bromas que Billy Caldwell ofrece a la matriarca de la familia en el club náutico –genial el gag del ramo de apio que cae en su escote-, el previo del espejo ante el cual se intentan probar el vestuario las féminas de los Harrington poco antes de acudir a dicha cita social, o las imitaciones de diferentes modelos de femme fatale que nuestra protagonista ofrecerá ante el borracho de Billy para atraer su atención –en un fragmento, por otra parte, no demasiado bien definido en sus intenciones-, son ejemplos pertinentes de una comedia que no cabe duda se planteó como un éxito coyuntural, pero que a mi modo de ver conserva el sabor de las brillantes muestras del slapstick que asumió una periodo especialmente dorado para el género. Una referencia que nos podría vaticinar algo que todavía pocos valoran como se debe: que King Vidor era un notable realizador para la comedia. Podría ser algo de perogrullo para uno de los grandes nombres del conjunto del cine americano, pero convendría señalarlo en más ocasiones de lo habitual y, bajo mi punto de vista, el ejemplo de THE PATSY es revelador de esas capacidades.

 

Una última matización. Resulta especialmente destacable el acompañamiento sonoro brindado por Vivek Maddala creado en 2004 con motivo de la restauración del film, en una partitura de tintes modernos que, sin embargo, sabe potenciar los elementos cómicos y románticos del relato.

 

Calificación: 3

AN AMERICAN ROMANCE (1944, King Vidor)

AN AMERICAN ROMANCE (1944, King Vidor)

Rodada en un periodo de menguada actividad dentro de la filmografía de King Vidor, lo cierto es que AN AMERICAN ROMANCE (1944) supone una nueva vuelta de tuerca dentro de las obsesiones que hicieron del ya veterano pionero uno de los grandes nombres del cine norteamericano. En sus imágenes detectaremos –por encima de todo-, episodios magníficamente realizados –los primeros momentos de la película ya muestran ese aliento épico propio de su cine-, y junto a ellos asistiremos ante la sempiterna lucha entre individualidad y colectividad que ha supuesto uno de los ejes del cine de Vidor. Tanto como ese primitivismo consustancial a su obra o la inclinación por símbolos patrióticos o religiosos, de alguna manera representativos de ese universo vital consustancial a los pioneros norteamericanos. Dentro de ese contexto, la película muestra la aventura de la familia Dangos, creada a través de la llegada a Norteamérica del inmigrante ruso Steve Dangos (Brian Donlevy) –a quien, al llegar a la frontera de inmigración USA, han reducido su largo y complicado apellido original-. Acudiendo a la llamada que le formulara su primo –Anton (John Qualen)-, llegará hasta Minessota, donde muy pronto destacará por la incansable capacidad de trabajo desarrollada en las minas. Sin apenas aprendizaje del inglés, pronto trabará contacto con la joven maestra –Ann (Anne Richards)-. Día a día y con una enorme constancia, Steve irá progresando en sus capacidades hasta que finalmente decida trasladarse para trabajar en una factoría de fabricación de acero, desde donde iniciará su despegue profesional llevando hasta allí a Ann, con la que finalmente se casará, creando una numerosa familia. A partir de ese momento, la película oscilará en su narración en el devenir de sus hijos –uno de los cuales morirá trágicamente al actuar como voluntario en la I Guerra Mundial-, asistiendo a la consagración de Steve como magnate del automovilismo.

 

No se puede negar que AN AMERICAN… es un film que posee los suficientes atractivos como para no quedar ubicado como un film indigno de la filmografía de Vidor. La película ofrece un ritmo admirable, sabe utilizar las elipsis de manera más de adecuada procurando insuflar un ritmo acertado al relato, Vidor sabe incidir en el elemento cotidiano, dejando de lado de manera clara cualquier tipo de subrayado. Ello será evidente a la hora de plantear los instantes más proclives al sentimentalismo, como el terrible momento en el que los Dangos conocen la noticia de la muerte de su hijo primogénito –Vidor resuelve la secuencia con unos planos sostenidos, jugando con la incidencia de la iluminación y la sobriedad de sus intérpretes-. Al mismo tiempo, y tal y como años atrás sucediera con los títulos más característicos del realizador en su vertiente social, el director apuesta por un alcance didáctico insertando facetas y momentos –a modo de breves documentales-, en la que se muestran tanto los peligros de los trabajos desempeñados por Dangos, como los modos y dificultades de producción existentes –especialmente destacable es a este respecto la secuencia en la que este se escapa de milagro de una muerte segura, a consecuencia de la caída de un depósito lleno de acero incandescente-. Si a ello unimos esa general carencia de énfasis que preside la película, la singularidad de su fotografía en color, esa clara inclusión de su metraje dentro de un terreno de comedia amable, o su apuesta como una muestra de “Americana” en la que su conjunto queda claramente insertada, podremos hacernos una idea del conjunto de virtudes que atesora una película ambiciosa en sus planteamientos, pero en la que finalmente perdura esa capacidad para mostrar de la manera más cotidiana posible, toda una saga familiar que se prestaba para un relato previsiblemente dominado por los giros dramáticos más previsibles. Quizá esa apuesta por la narración en voz baja –que en modo alguno va unida con un desaliño en la realización; en todo momento AN AMERICAN… deja bien a las claras la raza de su realizador-, es la que finalmente permite que queden en un segundo término las debilidades que en su metraje se producen. Debilidades estas bastante visibles, y que en líneas generales han sabido detectar todos los que en su momento contemplaron sus imágenes. Con ello podría incidir en las insuficiencias que se detectan a la hora de la narración –consecuencia clara de los cortes que la película sufrió de manos de la Metro Goldwyn Mayer-, y que tienen especial incidencia en esa chapucera conclusión que dice bastante poco del conjunto del metraje y que, para más inri, proporciona a la película un alcance patriotero francamente risible, que hasta ese momento se había soslayado con habilidad. No cabe duda que los últimos minutos del film carecen de esa homogeneidad lograda en los dos tercios precedentes, acusando su conjunto de un desequilibrio si más no, sí de cierta importancia.

 

En cualquier caso, más allá de esta circunstancia –que en buena medida no debe ser achacable a las intenciones de su realizador-, lo cierto es cierto que a mi modo de ver el gran defecto de la película estriba en la adopción de una cierta blandura en su puesta en escena, que de alguna manera la aleja del vigor que definió el mejor cine vidoriano. En su oposición, sus imágenes estarán más cercanas a ese tipo de cine familiar tan practicado por el estudio del león en aquellos primeros años cuarenta –títulos como MEET ME IN ST. LOUIS (1944. Vincente Minnelli), rodado el mismo año, y tantos otros, serían ejemplos pertinentes al respecto-. Pese a la evidente destreza del realizador, la competencia del grupo de intérpretes –en la que hay que hacer mención a un Brian Donlevy en principio poco ajustado para el papel protagonista; Vidor siempre quiso contar para este papel con Spencer Tracy, pero quien ofrece un trabajo francamente esforzado, suavizando ese lado oscuro inherente a sus características como intérprete-, y la presencia de numerosos momentos que revelan el lirismo, la fuerza y la intuición del director –el plano secuencia inicial, en el que contemplaremos la destreza del protagonista, que le permitirá ser repatriado; el inicio de la educación del protagonista, ante la que posteriormente se convertirá en su esposa; el encuentro de Steve con su posterior socio; –Howard Clinton (Walter Abel), dentro de una inesperada reparación de su vehículo; la breve secuencia entre Ann y su pequeño hijo, delante del jardín de su casa, evocando el poder de Dios-, lo cierto es que una extraña sensación invade al espectador a la hora de contemplar la película. La de apreciar las virtudes que en bastantes momentos se insertan en ella, que llegados a un punto entran en colisión con esa cierta blandura o esas debilidades estructurales, que impiden que nos encontremos con esa rotunda propuesta de Americana que, solo en algunos momentos, alcanza a despuntar.

 

Calificación: 3

WILD ORANGES (1924, King Vidor) Flor del camino

WILD ORANGES (1924, King Vidor) Flor del camino

Hace ya bastantes años, en una ocasión el excelente comentarista Quim Casas hacía referencia –en el contexto de un análisis de la mayestática THE CROWD (…Y el mundo marcha, 1928)- la presencia dentro de la obra muda de su director, King Vidor, de una olvidada película calificada como uno de los títulos más radicales de su andadura silente. Era este WILD ORANGES (Flor del camino, 1924) que jamás pensé tendría oportunidad de contemplar, pero que finalmente he podido presenciar, merced a la infinita generosidad de un anónimo posteador a partir de una emisión en el canal televisivo TCM. El visionado ha tenido para mi un cierto inconveniente, en la medida que me cuesta bastante poder penetrar en la esencia de un film mudo que no vaya acompañado de fondo sonoro. Pese a ese matiz absolutamente personal, no se puede dejar de reconocer que nos encontramos ante un título magnífico, lleno de sugerencias estrictamente cinematográficas, dotado de un tercio final absolutamente arrebatador, que podría fácilmente quedar entroncada entre las conclusiones del cine de Griffith y el mismísimo GREED (Avaricia, 1924) de Strohëim. Personalmente, quizá opondría el entusiasmo que señalaba al inicio de estas líneas por parte de Casas, en la medida que creo que no tiene punto de comparación el alcance no solo de THE CROWD, sino incluso de THE BIG PARADE (El gran desfile, 1925), dentro de los escasos títulos de la obra muda de Vidor que he podido contemplar hasta el momento.

 

WILD ORANGES es una atractiva mezcla de melodrama con relato pasional de aventuras, que se inicia de manera deslumbrante. A partir del discurrir de una hoja de papel por el influjo del viento, provocará que un carruaje que porta a su tripulante y una joven se desboque en pleno campo. Un mero acontecer del destino que concluirá con la muerte de la muchacha y, con ella, la desolación de su marido –John Woolfolk (Frank Mayo)-. Se trata de un comienzo arrebatador que sumergirá al espectador en el contexto del drama, trasladando la acción tres años después, cuando nuestro protagonista llegará hasta las costas de Florida y se acercará hasta una vieja y casi fantasmagórica mansión sureña para repostar agua. En ella observará por prismáticos a una bella joven –Millie (Virginia Valli)-, aunque la realidad es que casi por encantamiento y sin él pretenderlo -ya que en modo alguno desea implicarse con ninguna mujer que le vuelva a devolver al ámbito de la tragedia personal-, se verá ligado a esta muchacha, que la película describe metafóricamente con la fuerza de una tela de araña. De este modo Vidor planteará la metáfora en una película pródiga en ellas, revelando la fuerza y la inocencia de un lenguaje cinematográfico en plena febrilidad de la eclosión de su madurez; la fuerza del viento arreciará sobre los ventanales de la mansión como modo de expresión de la relación amorosa entre Woolfolk y Millie, abriendo con ello el bloque final de la película, que por derecho propio debe considerarse entre los fragmentos más líricos, arrebatadores y vibrantes del cine de su realizador, o la representación de la pasión que nacerá entre la pareja, a partir de la prueba de esas naranjas silvestres que Woolfolk ingiere nada más se encuentra ante la joven, subrayando los subtítulos el extraño sabor que emana de dicha fruta; amargo en principio pero atractivo muy poco después.

 

Hasta entonces, la película se inserta dentro de la vertiente del cine de aventuras, logrando una atmósfera y la especial espesura del contexto costero, que interactúa en la narración como un personaje fundamental de la función. La decadencia de la mansión supondrá además un escenario casi fantasmagórico, que para nuestro protagonista tendrá otra expresión metafórica; esa mecedora situada en el patio de la misma, que él desengañado explorador encontrará en movimiento –es realidad la ha abandonado pocos instantes antes el viejo Litchfield, abuelo de Millie, quien con su nieta se refugió en este entorno tropical tras el impacto que en él provocó la guerra de secesión-. Será el indicio de un ámbito físico en la que la fuerza de la sensibilidad humana volverá para un hombre curtido en la adversidad  y la soledad –con la única compañía de su fiel compañero Paul (Ford Sterling)-. Será sin embargo un retorno de inmediato revestido en elementos inquietantes, en los que tendrá bastante que ver la presencia de un irascible y violento personaje que tanto Millie como su abuelo de alguna manera protegen –este será uno de los pocos flancos que en la película no revisten una excesiva convicción-. Se trata de Iscah Nicholas (Charles A. Post), un hombretón con resabios de niño e instintos progresivamente violentos, quien muy pronto nos revelará su personalidad psicótica al someter a Millie a una cruel tortura aislándola sobre un tronco y sometiéndola al acoso de los cocodrilos. Poco a poco el espectador intuirá la existencia de una extraña circunstancia que rodea el respeto y temor que abuelo y nieta sienten hacia este siniestro personaje, que en el fondo de su fiera personalidad siente un enorme cariño hacia la muchacha.

 

Pero esta desde el primer momento ha sentido en su interior la ligazón que le une a John, aunque en primera instancia tanto uno como otro se nieguen una nueva oportunidad en sus vidas. En la muchacha para evitar tener que dejar de lado la convivencia de su abuelo, y en el curtido explorador y marino por no tener que sufrir de nuevo el desconsuelo de ver trágicamente frustradas sus expectativas sentimentales. Sin embargo, el anhelo de uno u otro se someterá aprueba cuando Millie viva, inicialmente aterrorizada, una manera diferente de entender la existencia en una corta travesía en alta mar. Allí comprobará en carne propia una sensación de peligro amparada por la compañía y protección de una persona con la que se siente irresistiblemente atraída. King Vidor logra expresar esa pasión combinándola con la valoración de la libertad y un sentido inédito hasta entonces en la muchacha de lo que supone la concepción de su propia vida. Con tanta economía de medios como pasión melodramática, la película logra manifestar esta pulsión emocional que no solo a la muchacha le permite nacer a la vitalidad del amor, sino que a un hombre descreído de la felicidad le proporcionará una nueva oportunidad para sentir esa pasión. A ambos les costará salir de una cerrazón que nubla sus propias emociones. Especialmente a John, quien a punto se encontrará de dar de lado el sentimiento que dicta su corazón, aunque finalmente no pueda zafarse del mismo, propio de las naranjas amargas, que tanto regusto deja tras ser ingeridas por primera vez.

 

Será a partir de su retorno en la búsqueda de la joven, cuando la película alcance su paroxismo. Poco antes, tanto ella como su abuelo se revelarán contra la tiranía de Nicholas, intentando engañarle en sus intenciones de abandonar aquel turbio y desgastado lugar. Sin embargo, este advertirá la intención y se enfrentará con su viejo morador, matándolo, y reduciendo a Millie, a la que atará y amordazará en una cama. En medio de esa desoladora situación, John se adentrará en un marco que se revela especialmente peligroso, y que Vidor logrará destacar en ese matiz amenazante. Allí finalmente el curtido hombre de mar se enfrentará en una pelea de extraordinaria dureza. Una contienda de larga duración que quedará plasmada en la pantalla con una contundencia casi sobrecogedora, contrapuesta al montaje de los planos de Millie revolviéndose atada, o los del fiero perro que se encuentra sujeto por un collar de hierro en una caseta en la puerta de la vieja edificación. La pelea entre los dos contendientes adquirirá una fuerza inusitada, prolongándose de manera casi antinatural incluso cuando Millie logre librarse de sus ligaduras y ayudar a su enamorado. La fiereza casi imbatible del psicópata Nicholas se revelará como un elemento insalvable para los dos amantes, que huirán intentando llegar hacia un pequeño bote que los lleve a su velero y, con ello, alcanzar la libertad absoluta. A punto estarán de ello, aunque el enfermizo enamorado de Millie logre alcanzar a John en el pequeño muelle. De nuevo se recrudecerá la lucha, aunque los dos amantes logren zafarse del acecho. Sin embargo, Iscah aún les atacará disparando con la pistola que a Woolfolk se le ha caído en su visita a la mansión. Recrudeciendo los ataques de un sujeto que revela una vitalidad de instinto diabólico, un elemento finalmente decidirá el destino, esta vez a favor de la comprometida pareja de amantes. El fiero perro se logra soltar de sus ataduras, logrando atacar en su embestida al violento Nicholas –el plano en que se muestra el plano totalmente en negro con la sola iluminación de los puntos de los ojos encendidos del animal, acercándose hasta este, se erige como el más aterrador de la película-.

 

Después de la noche llega el día, de la tormenta la claridad parece concluir esta apuesta de Vidor por la fuerza del amor. Un título magnífico que en los primeros años veinte demostraba el magnífico pulso cinematográfico, de quien era considerado como un primerísimo cineasta. Aún lo sería bastante más, muy pocos años después.

 

Calificación: 3’5