Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

King Vidor

THE TEXAS RANGERS (1936, King Vidor)

THE TEXAS RANGERS (1936, King Vidor)

Poco conocida incluso para los seguidores de su realizador –y de entre los que la conocen, no son muy positivas precisamente las referencias que de ella han ofrecido-, THE TEXAS RANGERS (1936) es uno de los títulos en la filmografía de King Vidor –más abundantes de lo que pudiera parecer a primera vista- que se suele dejar de lado llegado el momento de ofrecer un recorrido de su andadura cinematográfica. Sin embargo, y pese a su aparente corto alcance, lo cierto es que se encuentran en su metraje no solo los suficientes elementos para detectar la personalidad de su artífice –que también ejerció como productor-, sino que en sí misma resulta un film de suficiente entidad, que además apuesta por el avance de un género –el western-, que aún entonces no había logrado su definitiva madurez como tal vertiente cinematográfica.

 

Cierto es que las primeras imágenes, que ilustran pasajes de la labor de los denominados Texas Rangers, y el molesto acompañamiento de una voz en off apologética, nos pueden inducir a lo peor. Sin embargo, dejando de lado este breve prólogo, Vidor apostará por una fuerte presencia del elemento de comedia en la singladura de tres amigos, compañeros en robos a diligencias. Es así como se nos presentará a estos tres personajes –Jim Hawkins (Fred MacMurray), cerebro del grupo, Wahoo (Jack Oakie) y Sam (Lloyd Nolan)-. Su modus operandi consiste en el camuflaje de Wahoo como conductor de caravanas, mientras sus dos compañeros acosarán a estas en el trayecto, robando sus pertenencias. Tras uno de dichos robos, ambos se verán en la tesitura de huir entre la noche, encontrándose tiempo después en Texas. Una vez allí, una caprichosa decisión les llevará a formar parte de los rangers, aunque inicialmente lo hagan para tener una base que les permita sentirse integrados en la sociedad de allí, y al mismo tiempo proseguir con sus ideas de rapiña. Sin embargo, poco a poco, nuestros protagonistas irán descubriendo en el entorno de esta agrupación una cierta familiaridad, que correrá de forma paralela con el progresiva concienciación que estos van apercibiendo, especialmente al lograr resistir y contraatacar el acoso de los indios –que es mostrado además en la película con un elemento de violencia francamente inhabitual. Al mismo tiempo, Jim y Wahoo se harán cargo de un niño que ha quedado huérfano tras un ataque de los indios, trasladándolo a la vivienda del mayor Bailey (Edward Ellis). También tras la audacia de ambos, que daría como fruto una nueva ofensiva contra los indios, Wahoo quedará herido de una pierna, lo que le obligará a residir en la casa de los Bailey. Será en dicho hogar donde este irá viviendo una transformación interior, que llegará a comentar a su fiel amigo, al indicarle que en donde está tienen amigos y los tratan bien, siendo esta una oportunidad para reconducir sus vidas. Jim sin embargo se muestra reacio a abandonar un mundo en el que siempre ha estado inmerso, y esa misma sensación de no pertenencia a alguien, es la que le llevará a despreciar de manera casi infantil las atenciones que le brinda la joven Amanda (Jean Parker), hija de Bailey. Por ello, el joven viajará hasta un territorio en el que impera una ausencia absoluta de seguimiento a la ley. Teniéndolo todo en contra, Hawkins llegará a detener y condenar a un asesino, algo en lo que inesperadamente ha contado con la ayuda de Sam. En esos momentos, Jim se confiesa ante Sam, diciéndolo que prefiere vivir como una persona íntegra, pidiéndole a su amigo que no se vuelvan a ver. Así sucederá, pero muy pronto una plaga de robos de considerables botines en asaltos a trenes, pronto inducirán pensar a Hawkins y Wahoo en que Sam sea el autor de todos estos robos. El mayor ofrece a Jim encabezar el proceso para capturar a los bandidos, y este pide no asumir la misión, llegando incluso a dimitir de su cargo. En ese momento, Bailey arrestará a nuestro protagonista, al haber tenido testimonios que hablan de su pasado delictivo. Evidentemente, Wahoo se moverá en el sentido de reencontrarse con Sam y poder capturarlo, pero la triste realidad será que este lo mate al sentirse traicionado. Será ese el detonante para que Jim reconsidere su decisión inicial y sea liberado de la celda en la que se encontraba arrestado, teniendo permiso por parte del mayor para acabar con Sam de la manera que sea.

 

Ni que decir tiene que el film de Vidor centra su desarrollo dramático –en el que el propio realizador participó como argumentista-, trasladando un proceso de transformación que guiará fundamentalmente a los dos personajes protagonistas. La singularidad en este caso, está centrada bajo mi punto de vista en el enfoque de comedia que aplica a buena parte de su metraje. En este sentido, no sería nada de extrañar que para ello se hubiera tomado el referente de la pareja formada por Stan Laurel y Oliver Hardy, ya que las andanzas y aventuras que viven los personajes que encarnan con gran complicidad MacMurray y, muy especialmente, el estupendo Jack Oakie, asumen los modos y maneras de los célebres cómicos. Nada hay de malo en ello, por otra parte, puesto que además el realizador norteamericano da nuevamente la medida de sus facultades para la comedia, mostradas ya previamente en diversos de sus títulos precedentes, sin olvidar que algunos años atrás rodó una de las mejores comedias de las postrimerías del mudo –SHOW BOAT (Espejismos, 1928)-, e incluso con posterioridad al título que nos ocupa ratificaría esas cualidades en la hoy muy olvidada y divertidísima COMRADE X (Camarada X, 1940). En este contexto, lo cierto es que ese prolongado aspecto de comedia por un lado sirve a la película para contrastar el carácter envarado que define la propia existencia como colectivo de los rangers. Tal circunstancia nos llevará a acentuar la validez de ese proceso de acercamiento, ya que según nuestros protagonistas van integrándose en su seno, ese contrapunto se verá más mitigado y, en definitiva, más creíble, inclinándose el relato a una vertiente melodramática. En cualquier caso, cierto es que la vigencia de THE TEXAS… como comedia, es notable. Ello se manifestará en momentos tan divertidos como las reticencias de Wahoo a que se culmine el asalto de la diligencia que porta y que dirige un adusto ranger, las secuencias en las que se insinúa Amanda a Jim, o las propias del juicio que se celebra y que finalmente condenará a un bandido de la localidad a la que ha acudido Jim, y en la que, por vez primera, este siente en su interior que algo se ha transformado en su personalidad –un momento magníficamente expresado en la pantalla-. Será a partir de dichos instantes –e incluso antes, al intentar Wahoo transmitir ese estado de ánimo que él mismo ha asumido-, cuando la película vaya girando hacia un terreno más dramático, aunque dicho proceso esté graduado con encomiable sencillez y eficacia.

 

Por otra parte, nos encontramos con una película en la que se integran diversos de los elementos temáticos que poco a poco se harían familiares en el género. En este sentido, la película supone un auténtico catálogo en el que veremos los enfrentamientos de indios y colonos –dicho sea de paso, tratando a los primeros con un sonrojante simplismo-, el choque entre primitivismo y progreso, la colectividad y el individualismo, la lucha contra la corrupción y el crimen, el peso de la amistad en el Oeste, la presencia del ferrocarril… Todo un catálogo temático que, preciso es reconocerlo, Vidor maneja con destreza, logrando un conjunto notable del que cabe destacar esos momentos e instantes donde se revela  la raza de su modo de concebir el cine. Citemos alguno al respecto, más allá de esa ya señalada crueldad en la auténtica batalla que se mantiene entre rangers e indios; la concisión en la secuencia en la que los protagonistas asisten a un matrimonio asediado por los indios, del que finalmente tan solo quedará con vida su pequeño hijo; los disparos de Sam que acaban con quienes desean asesinar a Jim en el juicio; el asesinato de Wacoo por parte del mencionado Sam –que ha descubierto el juego de este para lograr entregarlo a los rangers- o, finalmente, la lucha casi metafísica que se establece entre los dos amigos –Sam y Jim-, en la que dos modos de entender la existencia resuelven su permanencia en medio de un escenario agreste y rocoso.

 

A la hora de disfrutar de las numerosas virtudes que acompaña la aparente modestia de THE TEXAS RANGERS –un título a tener en cuenta al analizar la evolución de madurez del western en el cine norteamericano de los años treinta-, olvidémonos del citado prólogo y epílogo. En su lugar, es preferible adentrarse en una historia bien trabada y con personajes y sentimientos en juego, lo que nos permitirá disfrutar de un relato más que atractivo.

 

Calificación: 3

THE BIG PARADE (1925, King Vidor) El gran desfile

THE BIG PARADE (1925, King Vidor) El gran desfile

No cabría afirmar con propiedad que THE BIG PARADE (El gran desfile, 1925. King Vidor), es el primer gran film bélico producido en la historia del cine. Pese a su lejanía en el tiempo, Griffith ya había ofrecido algunos años atrás HEARTS OF THE WORLD (Corazones del mundo, 1918), una película realmente magnífica que debe inscribirse con derecho propio entre los grandes exponentes de la historia del género. Sin embargo, es indudable que el título que nos ocupa debe incluirse como un referente canónico en el devenir del melodrama bélico, incluyendo entre sus propuestas –argumentales y específicamente cinematográficas-, numerosos elementos imitados a lo largo de posterior desarrollo. Títulos como ALL QUIET IN THE WESTERN FRONT (Lewis Milestone, 1930), BROKEN LULLABY (Remordimiento, 1932. Ernst Lubitsch), A FAREWELL TO ARMS (Adiós a las armas, 1932. Frank Borzage) o la muy posterior A TIME TO LOVE AND A TIME TO DIE (Tiempo de amar, tiempo de morir, 1958. Douglas Sirk), con todas sus excelencias, estoy convencido que siguen la estela del magnífico film de Vidor, sabiendo combinar la sensibilidad de una historia de amor en el contexto de un panorama de contienda totalmente desolador. Solo por eso cabría recordar la vigencia de esta superproducción de la Metro Goldwyn Mayer. Pero es que en sí mismo, este resulta un producto admirable, que en su momento supuso un auténtico hito cinematográfico –su éxito de público y crítica rompió los límites establecidos hasta la fecha-, y que en sus fotogramas iniciales ya describe esa enorme capacidad descriptiva, esa capacidad para lograr en muy pocos instantes fraguar un fresco social, que Vidor llevó a su máxima expresión en la mayestática THE CROWD (… Y el mundo marcha, 1928).

En esta ocasión, los planos de apertura de THE BIG PARADE nos evocan un ambiente ciudadano norteamericano de 1917. Mientras los alemanes asolan Europa en la I Guerra Mundial, contemplamos un entorno urbano caracterizado por el progreso industrial. Del mismo emergerán los tres personajes que vivirán juntos la experiencia de la guerra, y que a dos de ellos les costará la vida. Y el único que finalmente sobrevivirá a la contienda, será el que inicialmente había evidenciado una trayectoria vital basada en la indolencia y ausencia de trabajo dentro del seno de una familia acomodada. Se trata de Jim Apperson (una magnífica labor de John Gilbert, provista de una sorprendentemente modernidad), un joven ocioso que está a punto de verse expulsado de su casa por sus padres, y que de buenas a primeras –tras un casual encuentro de amigos-, se afiliará como voluntario, lo que le llevará a viajar hasta Francia, logrando con ello que sus padres feliciten su iniciativa.

Hasta entonces, las imágenes del film de Vidor oscilan entre la crónica social, integrando el individualismo de sus personajes dentro de un marco colectivo definido con precisión –es magnífica la manera con la que se describe el repentino interés del protagonista, imbuido en el falso oropel del patriotismo, por aliarse-. Unos fragmentos en los que el elemento de comedia se muestra de forma clara, incorporándose situaciones realmente divertidas –como la forma con la que Jim conoce a la joven Melisande (Renée Dorée), mirándola desde el agujero de un tonel que ha portado para que sirva de ducha a los soldados-, e iniciándose los escarceos románticos entre nuestro protagonista y Melisande, mientras el primero no deja de atormentarse. También en este fragmento, la visión del hecho bélico será mostrada con una cierta condescendencia. Tal es así que los propios soldados sienten que este largo viaje ha supuesto fundamentalmente unas extrañas vacaciones y un marco propicio para juergas, tropelías y compañerismos. Y también para el amor, representado en la pareja protagonista, que logran revertir la tensión de los preparativos de batalla, para estrechar los elementos que los unen, teniendo Jim que confesar a su amada –con gran dolor de esta y partiendo de la base del escaso conocimiento que los dos tienen de su respectivo amante-, que en su país dejó una novia.

El impacto de este anuncio quedará de alguna manera mitigado con la llegada del frente activo en la guerra. Todos los grupos, batallones y destacamentos se preparan para una ofensiva de inmediato, y ello permitirá un interludio admirable en la película con la secuencia de la partida del protagonista, combinada con el reencuentro y la despedida de los dos amantes. Tal y como está mostrado por la cámara del realizador, eliminando todo punto de encuentro entre ambos –no se muestra ninguna referencia que sitúe a los personajes-, provoca una sensación de desamparo en el espectador, que permite que el encuentro final y la esperanzadora despedida de ambos, haya que situarla entre las cumbres del cine silente. Es a partir de esa medida y al mismo tiempo intensamente romántica secuencia, cuando el crescendo de la película llega a un altísimo nivel que, por fortuna, jamás descenderá, finalizando la sucesión de sensaciones con el plano general y simétrico de la hilera de vehículos militares dirigiéndose hasta el frente –en los compases finales este plano se reiterará con un desfile de ambulancias-, y fundiendo con la imagen solitaria en el camino de Melisande hundida en el camino, pensando en la promesa de regreso de su amado. No se puede decir más y mejor con la imagen.

THE BIG PARADE se introduce a partir de ese instante en una nueva vertiente que muestra el verdadero rostro de la guerra. Lo que realmente ofrece su existencia para todo aquel que a ella se acerca; muerte y destrucción, horror sin límite. Es algo que se describe de forma admirable con el avance de las tropas americanas, en medio de un bosque tras el que se asientan escondidas las tropas alemanas. No cabe más que espanto ante lo que se expresa y admiración para la maestría cinematográfica con la que esta auténtica danza de la muerte la misma está definida. Mientras los americanos avanzan al ritmo de una mortuoria musicalidad situados dentro de un entorno arbolado que nos remite a reminiscencias arquitectónicas, van cayendo compañeros de Jim en el avance, y también soldados alemanes dispuestos en las copas de los árboles. Los cuerpos irán cayendo sin cesar, con una macabra cadencia –que es muy bien punteada por los compases musicales ofrecidos por el oportuno Carl Davis en su fondo sonoro-.

De esa atmósfera se evadirán momentáneamente los tres compañeros de escuadrón, refugiándose en una trinchera donde se guarecen del ataque alemán. Allí permanecerán hasta que uno de ellos demande el contraataque al frente germano, cayendo abatido una vez estaba a punto de cumplir su misión, y provocando el estallido de la furia contenida de Jim y su otro compañero. Ambos avanzarán de forma casi suicida al tener la certeza de la muerte del amigo de ambos, cayendo el segundo de ellos, y avanzando el protagonista hasta que resulte herido en una pierna. La escenificación de las secuencias bélicas sigue siendo uno de los aspectos más sorprendentes de THE BIG PARADE. Pese a los años transcurridos estas permanecen inalterables en su verosimilitud. Una reconstrucción impecable, la aplicación de una iluminación que subraya en su contraste el dramatismo de las escenas nocturnas –el impacto del disparo de las bengalas-, la magnífica dirección de actores, o el impecable montaje, son elementos que Vidor sabe orquestar con la sabiduría y la intuición de un artista sensible. Un hombre que muestra como en muy pocas ocasiones se había hecho hasta entonces en la pantalla, el verdadero rostro que se escondía bajo la visión que hasta entonces se había ofrecido de la guerra, envuelta en falsos mensajes de camaradería y romanticismo –tal y como refleja la primera mitad del film-. Vidor se cuestiona cualquier implicación en ese mensaje universal transmitido por cualquier contienda, que ahogan la personalidad del individuo y que, tal y como proclama Jim desesperado en la trinchera, prefieren obedecer una orden antes que salvar un amigo. Una secuencia inmediatamente posterior incidirá en esa vertiente; Jim caerá en otra trinchera en la que se resguarda aparentemente insolente –una fría sonrisa así lo parece indicar- un joven soldado alemán. Tras el aparente odio del inesperado reencuentro, se desvela la verdadera faz del mismo; el enemigo inicial se encuentra gravemente herido, es un joven en realidad desorientado y demudado por el dolor. Nuestro protagonista le brinda un cigarrillo, que este apenas podrá exhalar; en un instante conmovedor el joven alemán fallecerá ante la mirada horrorizada del americano.

Jim es ingresado en un hospital –impresionante el plano general del interior de las instalaciones-, donde comprobará el desolador panorama de enfermos desquiciados, y también podrá descubrir la actualidad mediante un joven interno que con amabilidad le informa. El americano escapa desesperado del lugar al descubrir que la localidad donde vive Melisande está siendo asediada. Acude hasta el ahora desolado entorno, donde vive en carne propia otro bombardeo. De allí es recogido nuevamente herido. Por su parte, su amada huye del lugar junto con otros habitantes; una siniestra intuición se cierne sobre ella. La acción avanza. Nuestro protagonista regresa a Estados Unidos. Lo contemplamos con el semblante serio en su rostro, mientras que su padre lo acompaña aparentemente satisfecho al comprobar la evolución de ese hijo al que tomaba como un diletante. Cuando este regresa a casa, comprobamos que ha perdido una pierna. Antes hemos contemplado como su novia americana en realidad ha perdido –como él-, el sesgo romántico que los unía, ligándose por el contrario con el urbano y apocado hermano de este. El reencuentro de Jim con su madre es desolador. Esta recuerda –las sobreimpresiones que Vidor inserta lo indican de forma conmovedora- el cariño que siempre se han profesado. En medio de un contexto de absoluta sinceridad, y tras antes haber despachado ásperamente la falsedad de la unidad familiar precisamente con su hermano, nuestro protagonista confesará a su madre la existencia de ese amor que ha dejado en Francia. Ella le animará a recuperarlo por encima de todo, y es lo que finalmente llevará a cabo Jim para recuperar su ilusión por la vida. Ni la pérdida de su pierna, ni el cambio brutal que se operará en su personalidad, podrán con la grandeza del amor encontrado, y finalmente reencontrado. El individuo logra revelarse contra la adversidad de lo establecido en la colectividad encontrando, al mismo tiempo, su lugar de relativa felicidad en el seno de esta. THE BIG PARADE es un clásico inalterable, un film modélico en su construcción, rico en matices, y desolador en sus momentos más terribles. Uno de los grandes títulos de la primera mitad de los años veinte, éxito atronador en su momento, y absolutamente vigente en nuestros días.

Calificación: 4

STREET SCENE (1931, King Vidor) La calle

STREET SCENE (1931, King Vidor) La calle

Es muy curioso a la hora de consultar diversos estudios sobre la obra de King Vidor, resaltar como STREET SCENE (La calle, 1931) es citada muy de pasada por el mero hecho de no haber tenido oportunidad de verla los firmantes de dichos acercamientos. Se la suele mencionar citando generalmente referencias de veteranos comentaristas, haciendo especial hincapié en el reto técnico que para Vidor supuso la adaptación de un material de base teatral, que no procuró disimular en ningún momento. Lo cierto es que la obra de Elmer Rice permite al realizador norteamericano reencontrarse con tipo de cine social ya practicado en su obra cumbre; THE CROWD (...Y el mundo marcha, 1928), aunque en esta ocasión se implicara en una adaptación de las reglas de base escénica que planteaba la misma: unidad de decorado, acción en un mismo día, etc. Todo ello se plantea en esta producción de Samuel Goldwin por medio de esa fachada de un edificio dentro del cual conviven una serie de personajes de variada índole, caracterizados por su desarraigo social y, en líneas generales, sobrellevar unas condiciones de vida no todo los deseables que ellos quisieran.

 

STREET SCENE se inicia de forma deslumbrante, como el mejor cine de Vidor. Un rápido montaje de planos urbanos nos va centrando en el marco en que se desarrollará la historia, describiendo además de forma muy expresiva la jornada de calor que se vive en la ciudad. Será ese precisamente el tema de conversación que plantearán inicialmente los vecinos de este inmueble a la hora de entablar una conversación intrascendente – convención por otro lado bien habitual en las rutinarias charlas veraniegas de cualquier lugar del mundo-. La reiteración en este elemento no es más que una señal de la ausencia real de amistad sincera definida en los vecinos, entre los que conviven judíos, librepensadores, conservadores, cotillas y toda una gama coral de habitantes, que van desfilando ante la pantalla rodeados de sus miserias y limitaciones.

 

Pero en la película adquiere una mayor importancia el personaje de Rose, encarnado con su acostumbrada sensibilidad por Sylvia Sidney, que es consciente de las infidelidades de su madre. Un adulterio en buena medida casi obligado, puesto que el padre y esposo de ambas es un hombre hosco y carente de sentimientos, que en modo alguno ha respondido a la sensibilidad de las dos mujeres que le rodean.

 

Dentro de este contexto, por las manifestaciones del propio realizador y, sobre todo, la fuerza que proporcionan sus imágenes, en STREET SCENE el director norteamericano intentó en todo momento respetar la teatralidad de la propuesta, pero dotándola internamente de una planificación innovadora para la época y aún hoy día tan brillante como eficaz, en la que cabría destacar un uso de picados y contrapicados realmente arriesgados, que se integran con armonía en el conjunto de la película, y procurando que el encuadre de cada uno de ellos fuera diferente. Es decir, no se trataba solo de deslumbrar técnicamente, sino ser diestro en una narración personal que al propio tiempo responda a sus necesidades expresivas.

 

Como cualquier otra adaptación teatral, la película se divide en tres actos, de desigual duración. La primera de ellas –en la que prima el carácter descriptivo- ocupa más de la mitad de sus escuetos ochenta minutos de duración. Allí se desplegarán las relaciones, mezquindades y ruindades del grupo de vecinos que se encuentra ubicado en un barrio obrero de New York. Todo ello además servido por excelentes actores de origen escénico. Será sin embargo el segundo acto de la propuesta el que logre conmover, y de por sí pueda ser situado entre los mejores fragmentos jamás rodado por el gran realizador norteamericano. Son las secuencias en la que se gesta el doble crimen de la madre de Rose y su amante por parte del padre de esta. No se sabe que admirar más, si la forma en que se expresa cinematográficamente la confirmación de la sospecha por parte de ese insensible pero celoso esposo, o la forma de plasmar en off  la catarsis del doble asesinato. Pero es indudablemente esa asombrosa y lírica grúa de retroceso que describe la culminación del doble crímen, la que marca el punto más álgido de la película, integrándola dentro de una multitud que se despersonaliza dentro de una imagen cada vez más alejada de la acción; la que la tragedia que vive Rose se diluye en el conjunto de la masa. Una vez más, parece que nos encontremos con aquel célebre rótulo de THE CROWD: “la gente ríe siempre contigo, pero solo llora junto a ti durante un día”.

 

STREET SCENE culmina en un tercer acto definido en una escena de tintes sombríos sobre en la que se asoma un aire de esperanza. Otro magnífico movimiento de grúa describe la huída de Rose, de un entorno opresivo y que siempre estará dominado por la muerte de su madre y la detención de su padre –quien antes de ser llevado a la cárcel tras ser detenido, mostrará ante su hija un insólito semblante humano-.

 

Dentro de su brillantez, por un lado hay que señalar que la película de Vidor se distingue positivamente de otros interesante productos posteriores de Samuel Goldwin en los años 30 –pienso en DEAD END (1937. William Wyler)- pero al mismo tiempo creo que su relativo lastre teatral y, fundamentalmente, ciertos latiguillos de su texto, impiden que su resultado pueda ser ubicado entre las cumbres del cine de su autor. Con todo, se trata de un título de gran interés y del que especialmente cabría pedir una difusión más normalizada –y me refiero con ello a una necesaria edición en DVD o frecuencia en pases televisivos-, que cada día de forma creciente, supone la única posibilidad del aficionado para reencontrarse con títulos poco difundidos del cine clásico.

 

Calificación: 3’5

JAPANESE WAR BRIDE (1952, King Vidor) [Esposa de guerra japonesa]

JAPANESE WAR BRIDE (1952, King Vidor) [Esposa de guerra japonesa]

Tenía buenas referencias –algunas incluso excelentes-, de esta prácticamente ignorada obra del gran realizador americano King Vidor, jamás estrenada comercialmente en España y solo emitida en algún lejano pase televisivo. Me estoy refiriendo a JAPANESE WAR BRIDE (1952). La verdad es que las mismas en buena medida pueden ser ratificadas, puesto que la película se erige en sí misma como una de tantas singularidades que el cine norteamericano podía mostrar en la década de los cincuenta, y en sí misma es una estupenda película que aborda con tanta fuerza como sutileza el latente racismo innato en la aparentemente cómoda sociedad del american way of life. Para ello, la película se traslada inicialmente a la Guerra de Corea, que de forma muy sucinta es mostrada en todo su horror en esos infernales planos iniciales que en la inmensidad de la noche nos muestran numerosos cadáveres de soldados, de donde emergerá el protagonista de la historia –Jim Sterling (Don Taylor)-. Se trata de un soldado norteamericano que se enamorará de una sencilla muchacha japonesa –Tae (Shirley Yamaguchi)-, con la que de forma elíptica se casará tras un tan hermoso como inquietante encuentro con el abuelo de esta –en una secuencia caracterizada por la abstracción de sus decorados típicamente orientales-.

Ya desde el propio instante del retorno de Jim junto a su familia y en compañía de Tae, se detectarán sucesivos detalles casi imperceptibles y generalmente envueltos en la vida cotidiana de esta familia, que demuestran el rechazo que la nueva integrante de la familia provoca entre los componentes de la familia Sterling. Comentarios en la conversación entre las mujeres de la casa –inicialmente entre la madre de Jim pero más insistentes entre la cuñada de este, Fran (Marie Windsor); una mujer envidiosa que en ningún momento ha digerido el lejano rechazo de Jim –por el que siempre ha tenido una gran atracción-, que finalmente ha confluido en su encuentro con Tae.

Y es precisamente en ese constante y al mismo tiempo aparentemente inofensivo rechazo, donde se producen buena parte de los instantes más valiosos de JAPANESE WAR BRIDE. Desde los elípticos desprecios producidos en la propia llegada de Tae a la casa de los Sterling; la situación que se produce mientras la madre de Jim –que en ese momento sigue mirando con recelo a su nuera-, se encuentra junto a Fran y Tae en la cocina y a esta se le cae una taza, provocando la sensación de desaprobación de estas; la relativa reconciliación que con su suegra se produce cuando Tae logra aplicarle un masaje que calma sus molestias; la desasosegadora secuencia de la visita de Mrs. Shafer a la casa de los Sterling, el rechazo que provoca en ella la presencia de Tae –su hijo murió durante un bombardeo japonés-, la sorprendente reacción positiva de su hija –se muestra abierta con Tae pese a haber mantenido una relación previa con Jim-; la humillación que sufre Jim en una fiesta al recibir una paliza defendiendo a su esposa; o la que bajo mi punto de vista es la secuencia más incómoda de toda la película, como es la reunión de los Sterling en el patio de la casa, donde de forma muy sutil se va manifestando ese latente racismo existente en el conjunto de una familia plenamente representativa de la aparente libertad de pensamiento norteamericana.

En todos estos ejemplos la labor de puesta en escena de Vidor es espléndida, sabiendo ser preciso en la composición de los planos, la utilización de las miradas y el fuera de campo narrativo. El gran realizador sabe apurar una película que de forma manifiesta demuestra ser de escasos medios, pero para cuya resolución tiene los recursos suficientes a la hora de saber extraer todo el partido cinematográfico de un material evidentemente interesante, y al mismo tiempo demostrar su poderosa impronta tanto visual como temática. En efecto, JAPANESE WAR BRIDE se emparenta con varios de los melodramas firmados por Vidor en esta época, destacados al igual que este por la incorporación de algunos de sus principales personajes en atmósferas extrañas para ellos, y que se convertirán en auténticamente opresivas en su intento de convivencia. Al mismo tiempo, en muchas de sus secuencias se apuesta por esa integración de hombre y naturaleza, de integración en el esfuerzo colectivo, y la presencia de esos vibrantes instantes románticos –en este caso ejemplificados en el momento del encuentro de los dos protagonistas en el hospital japonés y el plano de conclusión del film-.

Ciertamente, nos encontramos con un título realmente lleno de fuerza, pero no se pueden dejar de detectar a mi juicio ciertos defectos. Uno de ellos es la blandura en la interpretación de Don Taylor –futuro realizador cinematográfico- pese a que ciertamente su personaje se caracterice por su pasividad, o la excesiva inquina demostrada en el de Fran, que incluso justifica excusas fáciles de guión para proseguir en sus planes de ataque de la nueva pareja –simula estar indispuesta para poder estar a solas con Jim; en otro momento contempla casualmente a Tae introduciéndose en la casa de unos vecinos japoneses, que propiciará que envíe un anónimo acusando a su cuñada de haber sido infiel a su esposo-. Pese a estos elementos un tanto recurrentes, es indudable que JAPANESE WAR BRIDE es una película que destaca por su singularidad, amplitud de miras y enésima demostración de la sabiduría cinematográfica de su director.

Calificación: 3’5