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CINEMA DE PERRA GORDA

Martin Ritt

THE SPY WHO CAME IN FROM THE COLD (1965, Martin Ritt) El espía que surgió del frío

THE SPY WHO CAME IN FROM THE COLD (1965, Martin Ritt) El espía que surgió del frío

El cine británico y, por extensión, el cine mundial, quedó anegado por la irresistible -por mí no tanto- influencia de la presencia cinematográfica de James Bond y su múltiple descendencia. Sin embargo, dentro de un contexto donde la eclosión del Swinging London se encontraba en su pleno apogeo, THE SPY WHO CAME IN FROM THE COLD (El espía que surgió del frío, 1965. Martin Ritt), planteaba un nuevo prisma dentro del cine de agentes secretos, que al mismo tiempo ofrecía una mirada sombría y desasosegadora en torno a esa Inglaterra que aparecería en pantalla, desprovista del glamour que se vendía de ella mundialmente. Es una vertiente que ya había aparecido en títulos del relieve de THE SERVANT (El sirviente, 1963. Joseph Losey), en la coetánea y casi olvidada FOUR IN THE MORNING (1965, Cuatro de la madrugada. Anthony Simmons), y tendría una destacada prolongación muy pronto después, con ejemplos como el que proporcionaría THE WHISPERERS (1967, Bryan Forbes).

Y es que, si algo destaca en el film de Ritt, es esa aureola desencantada, casi existencial, que rodeará la figura del espía Alec Leamas. Un hombre escéptico y hastiado de la vida, que no cree ni en Papa Noel, ni en Dios ni en Karl Marx, y que quizá haya encontrado el caldo de cultivo, para situar esa mirada casi existencial, a partir de esa azarosa experiencia como grís agente secreto, de cuyo pasado apenas sabemos nada más, que esa sensación de vacío emocional que impregna la cotidianeidad de su mediocre vida. Primera adaptación cinematográfica, del mundo literario de John le Carré -de cuya producción, apenas un año después, surgiría el igualmente brillante THE DEADLY AFFAIR (Llamada para un muerto, 1966), dirigida igualmente por realizador un norteamericano, aunque en este caso, más familiarizado con la producción, inglesa, como fue Sidney Lumet.

La película de Martin Ritt, se iniciará con una grúa tensa, imbuida de una cierta aura mortuoria, casi premonitoria, que nos lleva a la frontera de Berlín, presentándonos a Leamas (un maravilloso Richard Burton, en uno de los mejores papeles de su carrera), esperando la llegada de un espía colega, que se dispone a traspasar la misma desde el Berlín oriental. Una espera que al parecer ha mantenido durante bastante tiempo, y que culminará con el ametrallamiento de este, cuando se dispone a acceder a la zona. En el fondo, no será más que una advertencia, una temprana catarsis, para un hombre hastiado, en cuya vertiente vital, la película parece ‘pintar’ un Londres despojado del más mínimo glamour, de los Beatles, de las faldas de Mary Quant y, en cambio, extrañamente descrito, combinando la sinuosa y descriptiva cámara de un inspirado Martin Ritt, realzada por la excepcional iluminación en blanco y negro de Oswald Morris, y convirtiendo la primera mitad de THE SPY WHO CAME IN FROM THE COLD, en un extraño ‘paseo por Londres y en la antesala de la muerte’. Será el deambular de un hombre sin asideros emocionales. Del que desconocemos cualquier elemento de su pasado o relación sentimental, que durante mucho tiempo ha vivido, única y exclusivamente, el indigno, absurdo e inopinado mundo del espionaje. Una actividad alienante, entendida esta sin el más mínimo sentido del espectáculo, desprovista en el fondo de la más mínima lógica, siempre a cargo de las misiones que le ha encomendado Control (el siempre excelente Cyril Cusak), viviendo una vez más, otro juego de cajas chinas, encomendándose en un doble e incluso triple juego, y encubriendo su presteza a esa constante carambola, deambulando una personalidad hosca y desabrida, en la que su alcoholismo y carácter pendenciero, destacará por encima de todo. Sin embargo, y durante el desempeño de uno de sus efímeros trabajos -ayudante en una biblioteca-, conocerá a la amable Nan Perry (magnífica Claire Bloom), con la de manera inesperada congeniará, aunque ella sea una ferviente comunista y pacifista, y él siga apareciendo como un descreído en cualquiera de las crédulas trampas proporcionadas por la existencia. A partir de ese momento, y tras una pelea con un tendero, que le llevará brevemente a la cárcel -una estrategia preparada por Control-, Alec se prestará para contactar con unos enviados del otro lado del telón de acero, ejerciendo como enlace el extraño Ashe (un Michael Hordern en estado de gracia). Será todo ello, el resultado de un plan preparado de antemano, que permitirá desde las fuerzas británicas, eliminar a un reconocido espía inglés infiltrado en tierras orientales, que al parecer se ha cambiado de bando. A partir de ese momento, Leamas se insertará en una aventura en apariencia rutinaria, pero que, de manera paulatina, al margen de revestir un creciente peligro, no solo evidenciará el absurdo y lo inhumando del mundo del espionaje y, sobre todo, la insensibilidad de los gobiernos e instituciones que lo alientan, a modo de frío e inexpugnable tablero de ajedrez de las vanidades del poder. Más allá de eso, y ante la inesperada presencia de Nan en ese peligroso marco, hará aflorar en el espía británico, quizá por vez primera en su vida, una serie de sentimientos, tanto de protección como de auténtico cariño, hacia ella.

La primera mitad de la película de Martin Ritt es, sencillamente, admirable. Bajo una extraña cadencia, tan serena como ritual, asistimos a esa sucesión de las oscilaciones de carácter, y las propias rutinas del protagonista, en medio de un Londres casi fantasmal, dominada por la pesada aura de una vida urbana. Las estancias en los cafés, la rutina de la tienda en donde Alec escenificará una bravuconada, la grisura de los parques, la frialdad de la oficina de empleo, o el silencio de esa biblioteca que ordena volúmenes de extrañas temáticas, conforman a un contexto sencillamente desalentador, en donde solo aparecerá el oasis de la calidez de la inicial amistad y, poco después, la relación, establecida por la amable Nan. Todo ello, se describirá con una extraña serenidad, huyendo Martin Ritt de esa querencia por lo enfático, que debilitó buena parte de su obra. Hay en este larguísimo fragmento, una casi perfecta gradación entre lo cotidiano, lo sombrío, y lo existencial, transpirando sus imágenes un grado de desasosiego nunca subrayado y, por ello, dominado por un enorme grado de verdad cinematográfica.

Esa contundencia e intimismo emocional, justo es reconocer que desciende de nivel, una vez que Leamas inicia la misión encomendada y, sobre todo, se relaciona con la figura de Fielder -pese a la notable performance de Oscar Werner-. Es el momento en que la película abandona esa aura reflexiva y descriptiva al mismo tiempo, para insertarse en elementos de acción -más o menos eficaces- y otros discursivos -sobre todo las conversaciones de ambos personajes-, que deben situarse entre los menos valioso de una película, con todo, espléndida. Y ese cierto desequilibrio se plasmará en esa desasosegadora vista, en la que se pondrá al descubierto el sucio juego de falsedades y medias verdades que, en definitiva, supondrá el preludio de la catarsis, en la dolorosa nocturnidad del Muro de Berlín, entre la cual ni Nan ni, especialmente, Leamas, evidenciarán que no encuentran su lugar en el mundo. Casi como un sacrificio, en busca de una imposible redención, en medio de un entorno irrespirable, y cerrando el círculo, de esa mirada fría y desesperanzada a la condición humana, que es, en definitiva, THE SPY WHO CAME IN FROM THE COLD.

Calificación: 3’5

NO DOWN PAYMENT (1957, Martin Ritt) Más fuerte que la vida

NO DOWN PAYMENT (1957, Martin Ritt) Más fuerte que la vida

Si en nuestros días, la figura de Martin Ritt representa uno de los cineastas –sino el que más- olvidados de la reivindicada “Generación de la televisión”, incidiendo aún más en dicha vertiente, tendremos que reconocer que el título que apareció como su debut en la pantalla grande; NO DOWN PAYMENT (Más fuerte que la vida, 1957), quizá sea uno de los menos conocidos de su desigual filmografía. No es el único ejemplo dentro de sus compañeros de generación –tenemos el que brindó Franklin J. Schaffner con la casi ignota THE STRIPPER (Rosas perdidas, 1963)-, pero en el caso de Ritt, lo cierto es que nos encontramos con una película, que solo de manera tímida, se acerca a los modos retóricos y discursivos que harían más o menos popular su cine. Entiéndaseme bien. Durante la primera década de andadura de Ritt, se alternaron exponentes de nivel con otros totalmente prescindibles, al tiempo que aparecían películas más o menos cercanas a sus “constantes” por así denominarlas, junto a otras de plasmación narrativa más convencional. No siempre el mayor o nivel de cada uno de dichos títulos, tenía que ir aparejado con una supuesta mayor cercanía visual o temática del cineasta, a quien con la distancia que proporciona el paso del tiempo, no veo más que un artesano con cierta debilidad por lo discursivo, que si quizá en su momento le permitió un cierto reconocimiento por una crítica de guión de raíz progresista, no solo situó sus tiros de forma periclitada, si no que hoy día, desde una mirada más global, ha permitido que sean desatendidos títulos como el que comentamos, en absoluto desprovisto de interés.

De entrada, hay que reconocer que NO DOWN PAYMENT, en absoluto vaticina el giro posterior que iba a manifestar el devenir cinematográfico de Ritt. Sus imágenes son –por fortuna- muy deudoras de la iconografía de la 20th Century Fox de su momento, e incluso sus títulos de crédito, vaticinando una crónica urbana amable, casi parecen inducirnos a pensar en disfrutar de una comedia. El look visual en blanco y negro del gran Joseph LaShelle, o la propia configuración en CinemaScope, con esa visión del joven y atractivo matrimonio formado por David (Jeffrey Hunter) y Jean Martin (Patricia Owen), mientras con ironía contemplan esa sucesión de rótulos invitando a comprar viviendas en acomodadas urbanizaciones en Los Angeles, nos hace pensar en ello, al tiempo que nos entrecruza con varias de las familias que se inmediato formarán la coralidad del relato, mientras salen del servicio religioso dominical. Los Martin se han mudado a una de dichas viviendas, siendo enseguida invitados por los que aparecerán como sus vecinos más directos; Herman (Pat Hingle) y Betty Kreizer (Barbara Rush, curiosamente, ya entonces ex esposa de Hunter en la vida real). Por su parte, en la barbacoa a la que serán invitados, conocerán a sus otras dos parejas de vecinos; la tensa formada por Troy (Cameron Mitchell) y Leola Boone (Joanne Woodward), y el no menos inestable de Jerry (Tony Randall) e Isabelle Flagg (Shree North).

En realidad, pronto comprobaremos que lo que nos ofrece Ritt –en una película que acusa de manera evidente, los modos de ese excelente productor que fue Jerry Wald-, es una crónica de costumbres, que fue uno de los subgéneros más atractivos del cine norteamericano de la segunda mitad de los cincuenta e inicios de los sesenta, con títulos que podrían ir desde el Nicholas Ray de la extraña BIGGER THAN LIFE (Más poderoso que la vida, 1956), al doloroso romanticismo de la casi mítica STRANGERS WHEN WE MEET (Un extraño en mi vida, 1961. Richard Quine). Es decir, nos encontramos con una serie de dramas urbanos, destinados a  mostrar las fisuras de ese inoculado American Way of Life, presente en tantas y tantas producciones. En este caso, dicho cuestionamiento se hará extensivo en el dispar fracaso existencial, expresado en cuatro matrimonios de configuración complementaria, apariencia intachable, aunque compartiendo en el fondo su generalizada insatisfacción, en buena medida debido al servilismo a unos convencionalismos sociales y económicos, que les imposibilitan realizarse tanto como personas, como en su propia relación de pareja. Así pues, mientras David es un joven universitario empeñado en realizarse profesionalmente como ingeniero industrial, Herman ejerce como propietario de un establecimiento, Troy es un antiguo voluntario de guerra contra los japoneses que trabaja de encargado de una gasolinera, aspirando a ejercer como jefe de una comisaría de policía, y finalmente el patético Jerry, completamente dado a la bebida, fracasado en su intención de triunfar como comercial en la venta de coche. Una galería de personajes masculinos dominados por la insatisfacción y el resentimiento, en la que tendrán como elemento de presión el peso de unas mujeres, en general más inclinadas a someterse a los designios de las convenciones sociales. Habrá una excepción entre ellas, la que proporcione Leola, quien en el fondo acompaña a Troy, debido a que se trata de una mujer tan inestable como el hombre con el que ha decidido compartir su vida, pese a que en el pasado viviera un extraño episodio, que le motivara a dejar el hijo de ambos en adopción, dado que el padre en ese momento no estuviera con ella.

A partir de dichas premisas, se plasmará una planificación relajada, que en esencia combinará secuencias corales, con otras planificadas “a dos” –en donde a mi modo de ver se encuentran los momentos más valiosos de su conjunto-, y siempre teniendo una especial significación la escenografía de interiores de esas modernas e impersonales edificaciones, que en no pocos momentos aparecen casi una especie de prisión doméstica. A partir de dichas premisas, NO DOWN PAYMENT afina bastante su elemento de denuncia de un ámbito muy concreto, oscilando en dicho contexto entre lo discursivo y lo intenso. Hay que reconocer que el guión del prolífico Philip Yordan sabe extraer las previsibles sugerencias de la novela de John McPartland, brindando una mirada crítica bastante poco complaciente, en torno a un modo de vida en teoría dominado por la comodidad, aunque no es menos cierto que la misma queda dominada por estereotipos melodramáticos, que sin embargo adquieren una cierta veracidad, fundamentalmente debido a la sobriedad de la puesta en escena de Ritt y, en modo muy destacado, a la impecable labor de un cast perfecto. Hay en la película dos elementos temáticos a mi juicio de especial relevancia. Uno será la plasmación de la problemática surgida por el japonés Iko (Aki Aleong), el fiel empleado de Herman, discriminado por su condición a la hora de poder adquirir una vivienda en la urbanización donde viven nuestras parejas protagonistas, y que traerá a colación uno de los dramas más duros que trajo la II Guerra Mundial, como fue la humillación sufrida por los japoneses residentes en USA –algo que se expresaría en toda su magnitud, en el posterior drama bélico HELL TO ETERNITY (Del infierno a la eternidad, 1960. Phil Karlson), curiosamente, protagonizado por Jeffrey Hunter-. El otro, tratado con menos hondura, la incidencia de la influencia religiosa, en el personaje de Betty.

Por lo demás, NO DOWN PAYMENT proporciona una mirada bastante desencantada en torno a ese gran sueño americano –esos picados exteriores, que muestran esa abundancia de viviendas unifamiliares de planta baja, describiendo sutilmente esa aura de alienación colectiva que les caracterizan, la presencia siempre en segundo término del receptor televisivo, la hipocresía que se despliega en las fiestas nocturnas celebradas, la tentación consumista descrita en la operación de venta de coche llevada a cabo por Jerry con un matrimonio de maduros cocineros-, surgido a partir de la generación heredera de la de la II Guerra Mundial –algo a lo que se aludirá en las reflexiones de algunos de sus personajes-. Todo ello en una película en la que lo auténtico y lo convencional, casi se da de la mano de una secuencia a otra, en la medida que lo que en aquel momento podría establecerse como audaz, el paso del tiempo ha diluido en parte su carga crítica, o incluso su atrevimiento en materia sexual –el ataque de Troy a Jean-. Es por ello que, sin dejar de valorar lo que tiene, esa mirada ácida a esa nueva sociedad que aparecía como ejemplar en la vida americana –y que ningún género como la comedia, supo desmontar con tanta eficacia-, uno se queda precisamente con aquellos instantes intimistas, herederos del melodrama clásico, en donde Martin Ritt da la medida de sus posibilidades como realizador. Es por lo general en dichos pasajes, a través de una intensa gradación de la pantalla ancha, centrada en la labor de sus actores, cuando sus imágenes adquieren una mayor contundencia dramática. Y llegados a ese punto, quizá sería muy fácil elegir alguno de esos momentos caracterizados por su intensidad, en donde se plasman con especial intención facetas de esas crisis existenciales, larvadas en cada una de dichas parejas. Sin embargo, no dudaría en quedarme con ese largo, casi extenuante, primer plano compartido por unos magníficos Joanne Woodward y Jeffrey Hunter, donde con tanta fuerza como determinación dramática, se plantea una insinuación erótica entre ambos, como desahogo a una frustración emocional que, por diferentes razones, asumen interiormente.

Un pasaje magnífico pero al mismo tiempo de breve duración, en una relato coral en el que –¡Ay!-, no se descarta la debilidad de incluir un apólogo moralista, en torno al personaje más en apariencia cuestionable de la función, mientras su esposa abandone un ámbito de residencia en el que no encaja, y el resto de parejas no dudarán en acudir al servicio religioso dominical, como prueba de integración en un ámbito en el que ya han sido domesticados. Uno echa de menos una mayor virulencia en ese contraste que marca la tristeza de Leola, al abandonar en taxi aquel contexto, tras la trágica muerte de su esposo, aunque dicha limitación no quepa omitir valorar en la medida que merece, este intento, entre melodramático y honesto, de poner el tela de juicio una supuesta sociedad feliz, y que solo por permanecer durante décadas en el olvido más absoluto, nos obligue a concederle una adecuada atención.

Calificación: 2’5

THE BLACK ORCHID (1958, Martin Ritt) Orquídea negra

THE BLACK ORCHID (1958, Martin Ritt) Orquídea negra

A partir del inesperado éxito de MARTY (1955, Delbert Mann), el cine norteamericano descubrió que una de las armas más seguras y rentables a la hora de combatir con la creciente influencia que la televisión tenía de cara a la reducción de la importancia de su industria, era potenciar el rodaje de pequeños melodramas que permitieran que esas historias que la pequeña pantalla ofrecía de manera aún tosca, pudiesen ser contempladas en las grandes pantallas con acabados mucho más loables. Era precisamente el elemento opuesto de las grandes superproducciones –que quizá tuvieron su mayor exponente en las firmadas por Cecil B. De Mille- que junto a la legada del CinemaScope y otros adelantos técnicos –como el Todd-Ao-, intentaron incidir en el cine como elemento de espectáculo. La historia ya ha cubierto con bastantes décadas atrás dicha etapa, y nos vamos a detener en esos melodramas intimistas que –a partir de los guiones de Paddy Chayeffsky y, posteriormente, de la mano de dramaturgos como Wiliam Inge-, ofrecieron toda una gama de películas caracterizadas por el tratamiento de personajes y ambientes definidos por su cotidianeidad. Obras que en su mayor parte fueron avaladas por la firma de aquellos directores que formaron la –en su momento- denostada “generación de la televisión”-, formada por el ya citado Delbert Mann, Sidney Lumet, Daniel Mann, John Frankenheimer, Robert Mulligan o –más en un segundo plano- Fielder Cook o Joseph Anthony. Alabadas en líneas generales en su tiempo, muy pronto este conjunto de realizaciones fueron relegadas del respeto de la crítica, y no ha sido hasta hace pocas décadas, cuando la importancia de los primeros pasos de dicha generación –con la irregularidades que se le quieran objetar-, han comenzado a ser valorados, en la medida de su relativa valía.

Y es que no podemos hablar en conjunto de grandes aportaciones, pero sí de la presencia de una serie de exponentes de agradable prestancia, que más de medio siglo después, cuando el lenguaje cinematográfico se ha degradado tanto, creo que han superado con algo más que un aprobado la prueba del paso del tiempo. Es por ello, y pese a la mala fama que alberga buena parte de la obra de Martin Ritt –centrada en el carácter enfático de su cine-, no deja de resultar interesante contemplar un melodrama de las características de THE BLACK ORCHID (Orquídea negra, 1958), en el que de entrada se observa el esfuerzo del productor italiano Carlo Ponti por consolidar el estrellato de su esposa Sofia Loren en la industria norteamericana. Lo hizo por medio de esta producción de la Paramount, que ya de entrada cuenta a su favor con un magnífico y creíble diseño de producción, acentuado por la fuerza que le imprime el formato en VistaVision, y la contrastada y al mismo tiempo nebulosa fotografía en blanco y negro de Robert Burks –PSYCHO (Psicosis, 1960. Alfred Hitchcock)-.

Serán todo ello elementos que utilizará de manera encomiable Martin Ritt, a partir de un texto de John Stephano –también guionista de la obra maestra de Hitchcock-, que se inicia logrando de entrada una admirable atmósfera mortuoria al describir el funeral que en el barrio newyorkino italiano, vivirán la que fuera esposa del asesinado Tony. Ella es Rose Bianco (Sofia Loren), acompañada de su pequeño Ralphie (Jimmy Baird). La secuencia está provista de una adecuada temperatura emocional –desarrollada además con el discurrir de los títulos de crédito- y por momentos me recordó aquella inolvidable del entierro de la niña atropellada en la excepcional THE CROWD (… Y el mundo marcha, 1928. King Vidor). Al paso del escueto cortejo, la policía va abriendo al tráfico y devolviendo la normalidad ciudadana, plasmando la efímera importancia de ese delincuente que ha sido asesinado supuestamente por los componentes de su gang. Una vez se oficie el funeral, Ritt no resistirá la ocasión de insertar unos breves, molestos e innecesarios flash-backs, reflejando la supuesta felicidad que unía a Rose y Tony, en lo que será sin duda la elección formal más prescindible y chirriante del relato. Sin embargo, este muy pronto cobrará una adecuada tonalidad cotidiana, contemplando como la viuda se ha autorecluido, dedicándose a confeccionar flores artificiales y artesanales para ganarse la vida, mientras su pequeño se encuentra trasladado a una granja de trabajo, hasta donde lo visita todos los domingos, y de donde ha protagonizado algunos intentos de espada que le han llevado a la puerta de un reformatorio. Por su parte nos encontramos con Frank Valente (contenido Anthony Quinn), un viudo que vive con su hija Mary (Ina Balin), joven temperamental que se encuentra a las puertas de un matrimonio con Noble (Peter Mark Richman), obligándoles a desplazarse de ciudad de residencia para poder él mantener su ocupación. En medio de dicha coyuntura, y pese a las iniciales reticencias de Rose, de forma tan rápida como sutil se irá iniciando la relación entre ambos, casi como si de parte de los dos existiera una necesidad de encontrar una nueva oportunidad a sus vidas.

Ese proceso está alcanzado con un considerable grado de sensibilidad por parte de Ritt, mediante secuencias en la que la puesta en escena al servicio de los actores, logra episodios revestidos de tanta sensibilidad como aquel que se desarrolla en una taberna italiana, donde Frank se declarará abiertamente ante Rose, el detalle previo de esta de esperar su llegada al autobús, en la primera ocasión en que este la acompañará hasta el lugar donde se encuentra su hijo. Del mismo modo, destacará el episodio del encuentro de Frank con el pequeño Ralphie, llevándolo a solas y pidiéndole su aprobación para casarse con su madre y, con ello, poder sacarlo de donde se encuentra recluido y vivir con ellos en una casa de campo que piensa comprar. Es en esos pasajes donde se destila un cierto aroma de felicidad cotidiana, de complicidad plena con aquel ser en el que se ha depositado el cariño y la esperanza por una nueva oportunidad vital, donde Martin Ritt logra que THE BLACK ORCHID alcance sus mayores cuotas de vigencia. Lo hará igualmente cuando describa a toda esa galería de personajes secundarios que pueblan la zona italiana neoyorkina, o en la ajustada descripción de entornos y lugares en donde se desarrolla la acción.

Sin embargo, en última instancia, la película se erige como una nada solapada metáfora en torno al egoísmo de los sentimientos. Será algo que se encuentre especialmente representado en la figura de Mary, cuyo temperamento le acarreará no pocos enfrentamientos con su futuro esposo, quizá evocando un hecho determinante en la familia,; el hecho de que su madre viviera durante diez largos años una enfermedad mental que finalmente acabó con su vida. Quizá ese elemento dramático se inserte en la película rompiendo el aura de sensibilidad de que goza en sus mejores momentos. No me cabe duda que era necesario para compensar y dotar de espesor y conflicto al conjunto del mismo. Sin embargo, lo que en definitiva se ofrece como un contrapunto que aparece casi como insoslayable, es lo que ha impedido que el film de Ritt alcance un mayor grado de atractivo del que, con todo, le preserva el paso del tiempo. Es más, uno se queda antes con un título del aparente corto alcance del que comentamos, que otros quizá más prestigiados –y también más cuestionables- de aquellos primeros pasos de una filmografía, apreciable y desigual, en donde el gusto por la retórica en ocasiones arruinaba parte de sus propuestas. Por fortuna, y más allá de incidir en ese aspecto egoísta de las relaciones humanas que, en definitiva, caracterizarán a los principales personajes del relato, lo cierto es que este concluirá con acierto retornando a ese grado de sensibilidad del que nunca debió salir, y al mismo tiempo orillando cualquier tentación sensiblera que su conclusión le hubiera permitido. Esa apuesta por la cotidianeidad, esa querencia por oscilar en buena parte del metraje en voz baja, el cuidado por una ambientación que parece “olerse” de los ambientes de los emigrantes italianos newyorkinos son los que, tantos años después, permiten que THE BLACK ORCHID quizá no sea una película memorable, pero sí un título humilde. Un film confeccionado con mimbres si no nobles, sí revestidos de una notable carga de honestidad dramática.

Calificación: 2’5

PARIS BLUES (1961, Martin Ritt) Un día volveré

PARIS BLUES (1961, Martin Ritt) Un día volveré

Aún contando con una espléndida ambientación –obra de Alexander Trauner-, una estupenda y verista fotografía en blanco y negro, responsabilidad de Christian Matras, e incluso reconociendo que la realización de Martin Ritt era menos enfática y efectista de lo habitual en él, hay que reconocer de entrada que PARIS BLUES (Un día volveré, 1961) es un título de una mediocridad apabullante. No vale que se inicie con una atrevida e incluso vibrante panorámica / vista general, combinada con un plano de grúa, para acercarse al estudio en el que conviven dos apasionados músicos norteamericanos, residentes en Paris por diferentes causas. Ellos son Ram Bowen (Paul Newman) y Eddie Cook (Sidney Poitier), y ambos tocan en una de las conocidas caves tan recurrentes en el Paris contracultural de la década de los cincuenta –la denominada Club De Marie-. Ram además es compositor, utilizando a Eddie como arreglista de las mismas. Este último huyó de su Norteamérica natal por problemas racistas, residiendo en Paris como un autoexiliado. Nuestros dos protagonistas vivirán de forma inesperada -coincidiendo con la llegada a la capital francesa de Wild Man Moore (Louis Armstrong)- una breve relación romántica con dos turistas que llegarán hasta la “ciudad del amor” ¡que curioso!, también una blanca y una negra. Ellas son la divorciada Lillian (Joanne Woodward) y Connie (Diahann Carroll) –ambas bastante más creíbles que sus compañeros masculinos- y, como es lógico suponer, de inmediato congeniarán con sus homónimos de raza, viviendo un extraño, fugaz y revelador romance, que de alguna manera servirá para que las dos efímeras parejas tengan un punto de partida para reconducir su futuro existencial.

¿Para ese viaje hacían falta esas alforjas? Y es que PARIS BLUES, no es más que una de las mayores naderías contemplada en el cine USA de los sesenta. Como si quisiera encubrir los peores tópicos de la comedia turística, la película no ofrece otra posibilidad que la de servir de soporte a dos intérpretes de éxito, en especial a un Paul Newman que protagoniza otro de esos tantos vehículos insertos dentro del melodrama, generalmente incorporados junto a su esposa –siempre mejor actriz que él actor-, aunados en esta ocasión por el empujón para la figura del mediocre intérprete que siempre fue Sidney Poitier –un par de años después premiados sus servicios a la industria con uno de los Oscars más olvidados de su historia; el de mejor actor de 1963 por LILIES OF THE FIELD (Los lirios del valle, 1963. Ralph Nelson)-. En su conjunto, los cuatro ¿personajes? no dudan en pasearse por los rincones más chics –y también los más convencionalmente recordados- de la capital parisina. Eso si, con la imagen en blanco y negro y un presunto trasfondo dramático que permita encubrir –por así decirlo-, un recorrido argumental dominado por un cúmulo de convenciones y lugares comunes ¿Para eso hacía falta el concurso de tantos guionistas, incluyendo entre ellos alblackisted” Walter Bernstein? En poco se esmeraron a la hora de elaborar un rosario de frases huecas, situaciones presuntamente dramáticas sin calado alguno, confeccionar un entramado dramático tan endeble, tan archisabido, tan al servicio de sus dos stars masculinas –sin evitar ni siquiera que Newman aparezca con el torso desnudo en plan figura griega, como era habitual en sus películas de estos años-. Pero es que además, PARIS BLUES nos pretende mostrar el mundo dominado por los humos de los cigarros, las noches hasta el amanecer, o esa pretendida pasión que se establecía en esos lugares existentes en Paris, donde desde hace décadas se escuchaba música de jazz.

Lo cierto y verdad es que si algo puede permanecer como modelo en el título que comentamos, es el de servir como referente de lo que no se debe plantear como base dramática para elaborar una película. Cierto es que Ritt no fue precisamente un realizador caracterizado por una especial sutileza, y vuelvo a reiterar que en esta ocasión el efectismo del que hizo gala en otras ocasiones aparece más menguado ¡Pero es tan poco lo que puede hacer teniendo entre manos los endebles mimbres que tuvo en suerte! Todo ello está puesto al servicio de una inocua doble relación amorosa –es curioso observar como las dos parejas actúan por separado, encontrándose en algún momento de manera inverosímil-, que por lo general tiene sus “puntos álgidos” siempre delante de algún lugar emblemático de un París, al que intentarán fotografiar siguiendo el dictado que habían marcado las primeras muestras de la nouvelle vague. Y en medio de dichos fotogénicos enclaves, tendremos que escuchar frases mil veces oídas e insertadas en títulos precedentes. Todo un rosario de tópicos sobre la creación artística –en este caso la musical-, centrados ante todo en el rol encarnado por Newman –no faltará el encuentro con un empresario discográfico-, combinados con filmaciones de actuaciones de este y Poitier en el interior de la “cave” en la que habitualmente forman parte. Y, como no podía ser de otra manera, no faltarán los “numeritos” destinados al lucimiento de Louis Armstrong –tan gran trompetista como horrible presencia cinematográfica-. Permanecerá en pantalla en dos fragmentos que van desde la nada creíble bienvenida que se efectúa a su figura –vemos incluso admiradores con pequeñas pancartas-, como la sorprendente llegada de este con su pléyade de acompañantes, convirtiendo la actuación diaria de aquel recinto en todo un festejo merced a la gracia de su trompeta.

Entre ello, no faltará la pretendiente celosa de Newman al ver que este se relaciona con Woodward, se pondrán de manifiesto los temores latentes en la mentalidad de Eddie –sin duda debidos a algún suceso racista que marcó su personalidad y le hizo huir del país- y, por último, Bowen decidirá quedarse para intentar demostrarse a sí mismo sus posibilidades como compositor. Con franqueza, al lado del resultado de PARIS BLUES, un título también ligado al drama turístico como pudiera ser SUMMERTIME (Locuras de verano, 1955. David Lean), emerge casi como una obra maestra. Es más, con todos los servilismos y limitaciones que podría acarrear, no cabe duda que el posterior título de Martin Ritt –HEMINGWAY ADVENTURE’S OF A YOUNG MAN (Cuanto se tienen veinte años, 1962)- se eleva en sus resultados mucho más que esta mediocre y olvidable propuesta, en la que duele especialmente el hecho de estar filmada al menos con limpieza y un cierto atisbo de convicción.

Calificación: 1

HEMINGWAY’S ADVENTURES OF A YOUNG MAN (1962, Martin Ritt) Cuando se tienen 20 años

HEMINGWAY’S ADVENTURES OF A YOUNG MAN (1962, Martin Ritt) Cuando se tienen 20 años

Hay películas a las que desde el momento de su estreno la mala fama les ha acompañado, sin que este marchamo haya podido ponerse en cuestión –total o parcialmente- con el paso del tiempo. Uno de los ejemplos ilustrativos de este enunciado podría ser el que proporciona HEMINGWAY’S ADVENTURES OF A YOUNG MAN (Cuando se tienen 20 años, 1962. Martin Ritt). Es probable que para tal valoración se esgriman razones de peso; desde el escaso aprecio que se tiene a la andadura inicial del irregular realizador que fue Martin Ritt; la mitología existente en torno a la figura de Hemingway –y que ciertamente no ve correspondida su iconografía en esta película, centrando primordialmente sus esfuerzos en los ecos que ciertas adaptaciones cinematográficas de sus obras se venían adueñando de la imagen fílmica de la obra literaria del norteamericano, caracterizadas por cierta blandura; la presencia de Richard Beymer como protagonista…

 

No seré quien lleve la contraria en el momento de plantear dichos argumentos… e incluso añadiría uno más: la extensa duración de la película –más de dos horas y cuarto-, que en su primera mitad se deja notar en demasía, y no precisamente en sentido positivo. En cualquier caso, asumiendo todos estos elementos que subrayan un título que arrastra una acogida negativa desde el preciso instante de su estreno, lo cierto es que el paso del tiempo y la degradación que en nuestros días registra el lenguaje cinematográfico, permite que películas llenas de debilidades e insuficiencias como la que comentamos, llegan a ser contempladas con cierta simpatía. Esta circunstancia nos permite incluso encontrar una serie de rasgos y características probablemente cuestionables en el momento del estreno del film, pero que hoy día pueden resultarnos hasta agradables. Prosiguiendo con esta línea, creo que lo habría que intentar dejar de lado es, precisamente, el objetivo central de la película: la narración de una sucesión de vivencias que forjaron la adolescencia del posteriormente prestigioso escritor Ernest Hemingway. En este sentido, más interesante resultaría contemplar esta película olvidando el referente que la sustenta, y atender ante todo a ese preciso look 20th Century Fox de las producciones que Jerry Wald auspició en los últimos años de la década de los cincuenta e inicios de los sesenta. En esta ocasión, y al igual que sucediera con, por ejemplo PEYTON PLACE (Vidas borrascosas, 1957. Mark Robson), contemplamos un diseño de producción aparentemente relajado, dominado por entornos mitad rurales mitad urbanos, en donde aparentemente el tiempo se detiene y el progreso no avanza como debería. En el lado positivo, la cercanía con la naturaleza, permitirá que sus personajes puedan desarrollar ante ella sus momentos más íntimos y personales, e incluso cuando estos revisten tintes de despedida, la pantalla recibirá la noticia con la presencia de vientos o expresiones metereológicas llenas de turbulencia.

 

En HEMINGWAY’S… todo ello se manifestará cuando el personaje protagonista Nick Adams (Richard Beymer), llegue al límite del hastío emocional que le produce vivir en una familia dominada por una madre excesivamente autoritaria, y en un entorno que prácticamente ahoga cualquier iniciativa que tome, encaminada a dirigir sus esfuerzos para perfeccionarse como escritor. La situación le forzará a abandonar su hogar ubicado a orillas del lago Michigan, iniciando una andadura vital que le llevará a ser expulsado de un tren en donde permanecía como polizón, conocer a un boxeador totalmente sonado, ayudar a un empresario de espectáculos, ser rechazado para ingresar en la plantilla de un periódico debido a su ausencia de experiencia, y finalmente alistarse como voluntario de la I Guerra Mundial a Italia, tras trabajar como camarero.

 

Será dicha experiencia la que marcará en el futuro la personalidad de Adams, descubriendo los horrores de la guerra, llegando a vivir una experiencia extracorporal cercana a la muerte, quedando inválido de las dos piernas, y mostrándose taciturno por lo que él mismo considera va a suponer el final de su vida activa. Afortunadamente, a su lado tendrá a la enfermera Rosanna (Susan Strasberg), la cual con su constante apoyo le permitirá recuperarse –aunque no totalmente- de sus lesiones. La relación entre ambos supondrá para nuestro protagonista un nuevo impulso en su vida, que estallará de la forma más trágica con la muerte de la muchacha a consecuencia de un bombardeo. Totalmente destrozado, retornará hasta su pequeña ciudad, donde ni siquiera un recibimiento tan triunfal como en esencia artificial, podrá devolverle la ilusión por la vida. Una ilusión que encontrará un nuevo elemento para el abatimiento al conocer la noticia del suicidio de su padre. Ello sin embargo no supondrá finalmente más que un revulsivo de cara a enfrentarse a la figura de su madre, y obtener la certeza de su vocación literaria, que entiende podrá poner en práctica al haber vivido en carne propia los principales sentimientos que puede albergar el ser humano.

 

Se ha dicho, no sin cierta razón, que HEMINGAWY’S ADVENTURE… reduce el referente en que se basa –una serie de relatos cortos de carácter autobiográfico trazados por el propio escritor-, a una amalgama blanda y necesariamente esquemática. Es indudable que algo hay en ello, pero creo que en ejemplos como el presente habría que intentar en un segundo término tal circunstancia, para poder disfrutar de las –moderadas- cualidades del título que nos ocupa. Cualidades que personalmente inclinaría en gran medida en la aportación de su productor, Jerry Wald, a cuyo look emanado por el propio estudio, responde especialmente la parte inicial desarrollada en ese ambiente entre plácido y provinciano de su primera parte, que podríamos prácticamente semejar al manifestado en el ya citado PEYTON PLACE, con el que comparte la producción de Wald y la presencia del excelente Arthur Kennedy en su reparto. Esa capacidad para describir un entorno de melodrama, con rasgos novelescos como la incidencia del tiempo a la hora de complementar la tensión que se establece en la ruptura que Adams ofrece con su novia del pueblo –Carolyn (Diane Baker)-, el peso que tiene la naturaleza –ese lago que sirve como espejo de la reflexión de nuestro protagonista-, o toda una serie de detalles que quizá puedan resultar trasnochados en nuestros días pero que, personalmente, uno no puede por menos que dejar de añorar.

 

Cierto es que el film de Ritt –que proporciona a la película una funcionalidad artesanal en su labor como realizador- a mi juicio tiene un elemento bastante molesto como es el episodio que protagoniza el encuentro de Adams con ese boxeador totalmente desahuciado que encarna Paul Newman. No digo que el relato en sí resulte en principio rechazable, pero si lo es centrarlo para que Newman lo encarne, realizando una de esas interpretaciones “rupturistas” que pretendían demostrar que la rutilante –y atractiva- estrella podía ser un intérprete camaleónico. Todos sabemos que Ritt utilizaría al entonces joven intérprete en numerosas ocasiones, pero no será esta, ni de lejos, la más afortunada, mermando la efectividad del relato. Un conjunto que, justo es señalarlo, adquiere su definitiva personalidad en el largo episodio que se desarrolla con el alistamiento del protagonista y su presencia activa como voluntario en Italia. Cierto es que estas secuencias toman claramente el referente de la discreta adaptación de A FAREWELL TO ARMS (Adios a las armas, 1957. Charles Vidor) auspiciada por Zanuck pocos años antes, pero no es menos evidente que todo este largo fragmento permite una mirada bastante lograda en la que la amistad, la camaradería, la presencia del amor, la muerte y la desesperación son conceptos que adquieren cierta presencia cinematográfica. Una combinación de rasgos que no evita la presencia de momentos entrañables, como la secuencia en las que los personajes encarnados por Ricardo Montalbán y Eli Wallach consiguen visitar al convaleciente Adams logrando con sus bromas elevar el abatimiento que siente este en su recuperación.

 

Un detalle para finalizar. Al principio señalaba que uno de los elementos en los que más se suele incidir al cuestionar esta película, es la presencia como protagonista de Richard Beymer. Es indudable que otro actor más vigoroso hubiera proporcionado al relato una fuerza suplementaria. Sin embargo, y aún estando de acuerdo en lamentar la generalizada blandura del intérprete –que podríamos definir como el Leonardo DiCaprio de la época, con la sola diferencia de que Beymer pronto pasó al merecido olvido, y DiCaprio sigue manteniéndose en el estrellato, recibiendo incluso reconocimientos por sus melifluas performances-, creo que es ese citado episodio en Italia, donde el intérprete llega a alcanzar una hasta cierto punto sorprendente fuerza como intérprete, que probablemente jamás manifestó en el resto de su fugaz andadura como intérprete juvenil.

 

Calificación: 2

THE MOLLY MAGUIRES (1969, Martin Ritt) Odio en las entrañas

THE MOLLY MAGUIRES (1969, Martin Ritt) Odio en las entrañas

Cuando en la trayectoria de Martin Ritt se vislumbraba una estela que combinaba algunos títulos más o menos interesantes, otros más bien limitados en su interés y, finalmente, un porcentaje más bien prescindible que hacía considerar al ya veterano realizador como uno de los “parientes pobres” de la denominada “generación de la televisión”, he aquí que con THE MOLLY MAGUIRES (1969) –ODIO EN LAS ENTRAÑAS en España- llegó una relativa sorpresa –tal y como brindaría igualmente John Frankenheimer, compañero de filas y director de trayectoria más brillante, firmando algunos de sus obras más estimulantes en aquellos años-. Es así como abandonando en buena medida la relativa retórica, el efectismo y el elemento discursivo que lastraban buena parte de sus películas, en esta ocasión Ritt decidió implicarse a fondo en una película que no abandona un elemento de denuncia y tiene un substrato claro, pero todo ello queda perfectamente tamizado por una sobria e intensa realización.

THE MOLLY MAGUIRES nos cuenta la lucha de un grupo de mineros en la Pensylvania de 1860, componentes de una sociedad secreta que se encarga de buscar con la lucha violenta la mejora de las condiciones a raíz de la indiscriminada explotación de los responsables de las minas. Conscientes de la incidencia de estos boicots, las fuerzas del orden deciden introducir un voluntario para que se introduzca entre los componentes de este grupo y pueda desarticularlos. En respuesta a esta llamada se ofrece como voluntario James McParlan (McKenna en su nombre falso a los mineros; Richard Harris). Este logra poco a poco introducirse en el grupo de violentos mineros de ascendencia irlandesa, que está comandado por el inicialmente desconfiado Jack Kehoe (Sean Connery). Pese a estas reticencias iniciales y dada la convicción con la que aparentemente se ve envuelto en conflictos con la policía –que ha preparado astutamente todo el proceso-, McParlan logra introducirse en la sociedad y transmite la oportuna información a Davies (Frank Finlay), el oficial de policía que ha sido su enlace. De todos modos su corazón se divide entre la lealtad hacia los que ahora son sus compañeros, al intentar de alguna manera justificar y apoyar sus actividades violentas y al mismo tiempo persistiendo en su intención inicial de delatarlos para lograr así un ascenso social en una trayectoria caracterizada por su pertenencia a la clase obrera.

Uno de los rasgos que mayor interés otorga a THE MOLLY MAGUIRES estriba en esa dualidad de mantener un discurso coherente en contra de la delación y en la defensa de los derechos obreros –supongo que estaría muy en las intenciones tanto de Martin Ritt como del guionista Walter Bernstein –conocido “hiblackisted”-, sin que ello ahogara el interés puramente cinematográfico de la propuesta. Por fortuna, en todo momento se muestra una ambigüedad en el punto de vista pero llama más la atención el especial cuidado puesto de manifiesto en la elaboración de la película, con una narrativa sobria y serena, caracterizada por el uso de planos generales, panorámicas bien elaboradas –como la que da inicio al film y que nos introduce con facilidad en el entorno en el que se centrará la acción-, desafíos narrativos como esos casi diez minutos iniciales que se muestran sin diálogo alguno y que por medio de miradas y la interrelación entre sus protagonistas, se describe a la perfección tanto el funcionamiento de este grupo de mineros como la propia unión de todos ellos.

No nota que la película se elaboró con un especial cariño por todos cuantos en ella colaboraron –es excelente y sobre todo sobria la labor de su reparto; impresionante la labor de James Wong Howe en una fotografía que sabe describir los interiores de las minas de una forma absolutamente física; la ambientación es creíble y no se deja llevar ni por preciosismos ni, en su oposición, miserabilismos; en todo momento nos sentimos partícipes de esa negrura del carbón que llega a impregnar incluso los bosques; la banda sonora de Henry Mancini es espléndida y demuestra, por si a alguien le cabía alguna duda, la versatilidad de uno de los grandes compositores cinematográficos contemporáneos-. En cualquier caso, es evidente que esa labor de equipo supo ser aglutinada por un Martin Ritt que en esta ocasión dejó de lado cualquier efectismo y adscripción a modas estéticas de la época –me viene a la mente recordar un film de periodo similar y ambientación cercana en el tiempo que, pese a sus cualidades sí cayó en esa trampa visual. Me estoy refiriendo a EL SEDUCTOR (The Beguiled, 1971)-. En su contraposición, la narrativa de THE MOLLY MAGUIRES es por momentos seca –el impactante asesinato de uno de los mineros y su esposa mientras descansan en la cama a manos de dos policías-, en otros elegíaca –las secuencias que se desarrollan en el bosque y junto al lago entre McParlan y Mary Raines (magnífica Samantha Eggar), que proporcionan un respiro visual e íntimo a una historia realmente opresiva y que personalmente considero las más hermosas de la película- a veces evocadora y finalmente lúgubre.

Según va discurriendo la historia, el espectador va adquiriendo una sensación de pesimismo, de inevitabilidad en el destino trágico del ser humano, en la sensación de que toda lucha es inútil pero al mismo tiempo necesaria como señal de rebeldía con aquellos elementos que oprimen al hombre –entre ellos es espléndida la forma con que se muestra la sempiterna ambigüedad que en realidad es servilismo con el poder establecido de la representación de la Iglesia-. Y esa sensación de fatum que de alguna manera envuelve a todos los personajes centrales que discurren por THE MOLLY MAGUIRES –pienso que todos tienen constancia del absurdo de sus acciones-. Finalmente lo que queda es un poso de luz entre tanto fatalismo; el innegable peso que en la persona tiene preservar su dignidad por encima de todo. Una dignidad que se llevarán los violentos provocadores de las minas al luchar por algo que entienden justo y que, en su oposición, jamás podrá alcanzar el delator Mcparlan, por más que en los planos finales busque la inútil compasión de Kehoe. El peso de esa delación no podrá abandonarle en el resto de una vida que ha buscado la comodidad a costa de la confianza de otros. Sin duda una parábola nada sibilina sobre un periodo que tanto Ritt como, fundamentalmente, Bernstein, vivieron en los años cincuenta –e incidirían en ello es posteriores colaboraciones cinematográficas-. Sin embargo en esta ocasión –y con la complicidad de la novela de Arthur H. Lewis-, lograron trasladar sus inquietudes en un resultado cinematográfico realmente brillante que se erige, sino en una obra maestra, sí una magnífica, dura y emotiva película en un periodo en el que el cine norteamericano ya había abandonado su clasicismo y estaba dando auténticos “palos de ciego”. Esta fue una hermosa excepción.

Calificación: 3’5

HOMBRE (1967, Martin Ritt) Un hombre

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Nos encontramos en el año 1967, época en donde la casi absoluta defunción de los  géneros tradicionales tuvieron su víctima más destacada con el que quizá sea más genuinamente cinematográfico: el western. Las –siempre a mi juicio- nefastas influencias del spaghetti italiano y la progresiva desaparición de los grandes especialistas del mismo, favorecieron que sus diferentes muestras fueron adentrándose en un autentico callejón sin salida. En medio de esa coyuntura se rueda esta producción de la 20th Century Fox –de apariencia extraña pero en el fondo más convencional de lo que pudiera parecer-, con la que Martin Ritt quizá quería reverdecer los laureles de la atractiva HUD (1963) y la aún muy cercana en su filmografía y a mi juicio mediocre THE OUTRAGE (Cuatro confesiones, 1964). De la primera retomaría esa extraña relación de amor – odio entre el personaje protagonista -interpretado en ambos títulos por Paul Newman- y una mujer de fuerte personalidad (Patricia Neal en HUD, Diane Cilento en HOMBRE),- mientras que del poco distinguido remake del RASHÔMON (1950) de Akira Kurosawa, asumía ese gusto por lo exótico y un alcance discursivo que impregna buena parte de las dos propuestas. Entremedias de ambas, HOMBRE (Un hombre, 1967) no alcanza a mi juicio la fuerza de Hud, pero sí está por encima de la citada THE OUTRAGE, definiéndose como un conjunto en el que quizá sus dos principales rasgos a destacar serían su atmósfera claustrofóbica –un elemento de especial interés si tenemos en cuenta que en su mayor parte está rodada en exteriores-, así como el aliento nihilista centrado en la figura del protagonista, aunque extendido en varios de sus personajes secundarios.

John Russell (Paul Newman) es un blanco criado en el seno de una tribu de apaches de Arizona. Tras la muerte de su padre ha heredado una vieja mansión que se dispone a vender, tomando contacto con la que ha sido su administradora –Jessie (Diane Cilento)-. Convertido en un ser tan curtido como escéptico ante el mundo, su educación dentro de la raza india le ha hecho mantener un considerable desprecio hacia los blancos, al comprobar el rechazo que estos han mantenido hacia su raza de adopción. Una vez llega hasta su nueva propiedad la vende con rapidez a cambio de una manada de caballos, regresando junto a un grupo de viajeros en una diligencia. En el trayecto podrá comprobar de nuevo el desprecio que se tiene sobre su raza adoptiva, en especial por personas de aparente educación, obligados a demostrar una mayor sensibilidad hacia el tema –el matrimonio formado por el dr. Favor (Fredric March) y su esposa, la arrogante Audra (Barbara Rush)-. Favor ha escondido en secreto en la diligencia una fortuna lograda de forma fraudulenta especulando con comercio de carne con los indios, siendo asaltados sus pasajeros por el bandido Grimes (Richard Boone) –uno de los que partirá al principio con ellos en el trayecto, tras conseguir de forma intimidatoria una de las plazas- y su grupo de esbirros. Una vez abandonados los ocupantes de la diligencia tras el atraco, aceptan que Russell asuma la responsabilidad para lograr salir del apuro y al mismo tiempo escapar del seguro acoso de los hombres de Grimes –temerosos de su regreso tras la huída-, que se han llevado como rehén a la esposa de Favor. La situación se va tornando cada vez más tensa entre los accidentados viajeros hasta que llegan a un viejo pozo abandonado, donde se desarrollará el clímax de la película. Allí quién había demostrado un mayor descreimiento tanto ante la vida como hacia sus propios compañeros –Russell- revelará su singular visión de la existencia, al tiempo que demostrará un sentido de la solidaridad que solo de forma secreta le había manifestado Jessie.

Basado en una novela de Elmore Leonard, HOMBRE es un film discursivo en la medida que los personajes que conforman buena parte de la película responden a unos estereotipos mil veces mostrados anteriormente en el cine. Martin Ritt no solo no se esconde en mostrarlos como tales sino que potencia tal “representatividad”. Quizá debido a ello estos queden faltos de entidad propia, por más que en líneas generales la labor interpretativa sea brillante –especialmente en el caso de Fredric March, Diane Cilento y Martin Balsam-, pero también bastante más ajustada en Newman que en otros cometidos suyos más dados al fácil histrionismo (como su bandido chicano en la ya citada THE OUTRAGE-. En el conjunto del metraje cabe destacar la excelente aportación de James Wong Howe con una fotografía en color caracterizada por sus tonos ocres y lúgubres, creando una atmósfera siempre sofocante y pesimista a tono con la propuesta dramática. Por supuesto, la película se integra dentro de la lista de exponentes antirracistas y proindios que se prodigaron en el cine norteamericano desde mitad de los años sesenta pero, al menos, cabe señalar que en este caso nos encontramos lejos de títulos de dicha vertiente tan lamentables como SOLDIER BLUE (Soldado azul, 1970, Ralph Nelson). En esta ocasión el realizador dota a su narrativa de un tono clásico –solo roto en dos innecesarios y zafios zooms dirigidos a  las muertes por disparo tras el asalto a la diligencia, y en algún reencuadre en teleobjetivo-, sabe componer en scope –ya lo había demostrado en numerosos ejemplos precedentes-, en determinadas secuencias traslada una sensación opresiva –como aquella en la que Grimes se enfrenta con un oficial por su puesto en la diligencia, o las que se desarrollan en el interior del recinto abandonado con la reunión de todos los personajes resistiendo el acoso de los bandidos- y, en líneas generales, su resultado brinda un resulta tan discreto como estimable.

No obstante, creo que no se puede negar que una película de estas características hubiera encontrado un mejor resultado no solo en las manos de un Anthony Mann, sino es especialistas como Budd Boetticher o John Sturges –señalo directores que la década anterior habían acometido películas cuya estructura se acerca a la que comentamos-. En su defecto, HOMBRE presenta en bastantes momentos de su dramaturgia la sensación de asistir a un cuidado producto dramático diseñado para televisión –no olvidemos la filiación de Ritt dentro de aquella popular generación de cineastas-. Pese a esta limitación, hay un elemento que permite que Un hombre alcance cierta altura; el existencialismo que en sus pasajes finales demuestran tanto Russell como el aparentemente despreciable dr. Favor. El primero resta importancia al propio hecho de morir, señalando cuando está a punto de acercarse a ella que todo es cuestión de encontrar el momento apropiado para el encuentro con el instante definitivo. Por su parte, el hasta entonces poco recomendable médico proyecta en los diálogos que pronuncia cuando se encuentra acosado en los pasajes finales, su negación de la existencia de Dios y la aceptación de la Nada de forma resignada. Son detalles como esos los que ofrecen en última instancia una notable extrañeza a una película en conjunto no especialmente destacable, pero sí merecedora de una mirada teñida de curiosidad.

Calificación: 2