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CINEMA DE PERRA GORDA

Mervyn LeRoy

GOLD DIGGERS OF 1933 (1933. Mervyn LeRoy) Vampiresas 1933

GOLD DIGGERS OF 1933 (1933. Mervyn LeRoy) Vampiresas 1933

Considero que el paso de casi nueve décadas no ha resuelto aún la debida significación, desde que la irrupción de la figura de Busby Berkeley brindara no solo pasos de avance en la configuración del musical americano sino, sobre todo, la singularidad de todo un mago visual, capaz de ofrecer ante la pantalla una serie de fantasías visuales que puede decirse que no han podido tener continuidad. Pero esa distancia, que al tiempo que permite separar el componente kitsch de las mismas de la verdadera personalidad desprendida, ha sabido analizar las concomitancias transgresoras a nivel sexual e incluso social que emanaban de sus propuestas. Y también nos debe hacer reconocer que su reiterado aporte se ofrecía en propuestas de las que por lo general él no era responsable completo, sino tan solo de sus recordadas fantasías musicales. Es más, recuerdo con no demasiado entusiasmo el ya lejano visionado de THEY MADE ME A CRIMINAL (1939) en la que no solo se acreditaba como único realizador, sino que sobre todo se postulaba en una crónica de gangsters de marcado alcance social, en la que quizá -y tendría que revisarla para matizar o no esta aseveración- se dejaban entrever las limitaciones de dicha mirada crítica y su entronque con otras vertientes cinematográficas alejadas de la más practicada y reconocida en su obra.

Sea como fuere, a partir del éxito logrado con 42th STREET (La calle 42, 1933. Lloyd Bacon), la astucia de los hermanos Warner les lleva a probar fortuna de nuevo con una propuesta musical enmarcada en el propio mundo de la escena newyorkina, pero introduciendo en ella un claro matiz que ligue su base argumental con los primeros pasos del new deal roosweltiano, de los cuales los mandatarios del estudio fueron desde el primer momento auténticos fervorosos -y buena parte de este sentimiento se puede detectar en la producción del estudio durante esta década, marcada por una evidente inclinación social, más allá de la mayor o menor enjundia de sus rápidos productos-. A estas premisas se unirá el seguimiento de una lejana comedia vodevilesca originaria de Avery Opwood -a mi modo de ver, lo más caduco del conjunto-. Fruto de esta mixtura, nos encontramos con un conjunto extraño, atractivo e incluso experimental en sus mejores momentos, con un primer tercio magnífico, una excesiva dependencia en su parte central de una trama de comedia de muy cortos vueltos y escaso interés, por más que en su momento albergara cierta audacia ante los públicos de la época. Todo ello, en cierta medida, quedará elevado en su parte final con la presencia casi consecutiva de dos de las mayores aportaciones de Berkeley en el seno de la misma, recuperando en sus minutos finales ese alcance crítico que se vislumbraba en tono cínico en sus primeros minutos. Y buscando, casi a contrapelo, un sorprendente alcance épico y reivindicativo de un cercano hecho de la vida social norteamericana, ligado a la I Guerra Mundial.

GOLD DIGGERS OF 1933 (Vampiresas 1933, 1933. Mervyn LeRoy) se inicia con la primera aportación de Berkeley en el glamouroso “We’re in the Money”, en el que destacará con ironía ese canto a la supuesta superación de la Gran Depresión que emana de las optimistas coristas que lo interpretan, con la progresiva introducción de la realidad del mismo. Un plano de ruptura del productor -Barney Hopkins (Ned Sparks)-, nos permite comprobar que nos encontramos ante el ensayo de vestuario de la producción, de repente interrumpido por la autoridad judicial que certifica el embargo de la producción y, con ello, impidiendo el estreno del espectáculo. Con una ajustadísima sucesión de planos, LeRoy acierta a describir un marco de miseria generalizada, que se centra en las tres protagonistas femeninas. Estas son Polly Parker (Ruby Keeker), Carol King (Joan Blondell) y Trixie Lorraine (Aline MacMahon), ambas condenadas a penosas condiciones laborales y económicas, aunque la primera de ellas al menos amortigüe su ansiedad con el creciente cariño que siente ante el joven Brad Roberts (Dick Powell), un emprendedor y amable compositor en apariencia sin fortuna, que aparece como vecino en el edificio de apartamentos.

De manera inesperada retornará Barney ante la posibilidad de producir un nuevo espectáculo ambientado en el citado entorno de la Gran Depresión, pero se topará ante la ausencia de los necesarios fondos, contando con la sorprendente posibilidad de la obtención de Brad de los quince mil dólares necesarios para iniciar el mismo. El promotor quedará gratamente sorprendido de las posibilidades del muchacho como compositor, pero también de sus aptitudes como cantante, aunque este se niegue por completo a exhibirse públicamente en el mismo. Reiterará dichas reticencias cuando en los ensayos se evidencie la incapacidad del actor elegido. Sin embargo, cando minutos antes de la función de estreno este se encuentre incapacitado para actuar, a Brad no le quedará finalmente más remedio que actuar en una función que resultará un gran éxito, y en la que casi de inmediato se descubrirá el origen aristocrático del muchacho. Por ello, su hermano mayor -Lawrence Bradford (Warren William)-, acompañado de su abogado -Faneul Peabody (Guy Kibbee) intentarán hacer desistir a este del compromiso anunciado con Polly. Para su desgracia, se toparán de manera equivocada con Carol y también Trixie, quienes intentarán jugar con ambos, sin sospechar unos y otras la inesperada llegada del amor.

GOLD DIGGERS OF 1933 se dirime en su casi totalidad en secuencias de interiores, casi como si se apostara por una voluntaria desdramatización de un relato que, en sus mejores momentos, apuesta por una deliberada y personalísima pátina surrealista emanada de la creatividad de Berkeley. Por el contrario, y es curioso señalarlo, en aquellas secuencias centradas en potenciar el banal seguimiento por la comedia de equívocos, es cuando el film de LeRoy adquiere un sesgo más teatral, por más que se advierta una cierta ligereza con la cámara. Por el contrario, dentro de esa vertiente no musical, conviene recordar que el director se encontraba en el que quizá fuera el mejor momento de su carrera, acertando en esa mirada social de marcado alcance crítico, que en no pocos momentos de la película se encuentra presente.

En cualquier caso, para bien y para mal, nos encontramos ante un producto propio de su tiempo concreto. Algo que en su vertiente más caduca se muestra además en los galanteos exteriorizados por la pareja formada por Powell y Keeler -aunque en ellos se siga desprendiendo un cierto e ingenuo encanto-. Retengamos la contundencia y casi perfecta estructuración de sus primeros cuarenta minutos, en los que junto a esa mirada siempre irónica sobre las estrecheces del periodo vivido, disfrutaremos de la escenificación del estreno de la nueva producción, por medio del deslumbrante “Pettin’ in the Park”, a mi modo de ver el episodio más glorioso de los cuatro aportados por la creatividad de Berkeley, en el que su desbordante imaginación logra convertir casi sin sucesión de continuidad, una aparente mirada social generacional, en un entorno que se dirimirá en una progresiva mirada revestida de desbordante sexualidad -en la que la presencia del pícaro Billy Barty simulando ser un pícaro bebé resultará fundamental-, que aún sigue sorprendiendo al lograr sortear una censura muy poco después más estricta. Serán unos minutos ante los que el espectador asiste a una casi incesante sucesión de momentos divertidos, burbujeantes, irónicos y siempre creativos, hasta el punto de ratificar una de las muestras más rotundas del surrealismo cinematográfico emanado desde Hollywood en dicha década.

Ello no nos debe permitir dejar de reconocer la enorme valía de las dos últimas escenificaciones que, de manera casi consecutiva, se insertarán en su parte final. La primera de ellas será “The Shadow Waltz”, destacada por la inmensa y originalísima escenografía décó, y la utilización de elementos luminosos fluorescentes, dentro de una puntual oscuridad que se planteará en sus instantes más sorprendentes. Y para coronar su conjunto, GOLD DIGGERS OF 1933 ofrecerá el sorprendente -por su dramatismo- “My Forgotten Man”. En ambos casos, el aporte que brindarán los claroscuros de la iluminación en blanco y negro de Sol Polito devendrá fundamental, y este sorprendente episodio de clausura -de menor efectividad a nivel coreográfico- destaca por la contundencia con la que evoca el drama de los parados combatientes en la I Guerra Mundial, dentro de unos minutos caracterizados por su aura sombría, y que en su momento recordaban una protesta brindada por miles de ellos en Washington que fue salvajemente reprimida por fuerza gubernamentales poco meses antes del rodaje de la película.

Que duda cabe que esta mixtura de elementos, desconciertan, pero, a fin de cuentas, en su conjunto, brindan la singularidad de una película caracterizada por sus altibajos y por ondear por senderos en ocasiones incluso contrapuestas. Pero también por su riesgo y atrevimiento, más allá de su común apreciación dentro de la evolución del cine musical. Algo que incluso excede su desigual resultado final, y nos permite paladear sus bloques más perdurables con verdadero placer.

Calificación: 2’5

ANTHONY ADVERSE (1936, Mervyn Leroy) El caballero Adverse

ANTHONY ADVERSE (1936, Mervyn Leroy) El caballero Adverse

El caso de Mervyn LeRoy, es uno de los más desconcertantes del Hollywood clásico. Y no porque, en su dilatada andadura como realizador, se viera en él un profesional dotado de una gran personalidad. Por el contrario, durante muchos años, se le tuvo -lo tuvimos-, como el epítome de director plúmbeo, convencional, reaccionario y servil al mandamiento de la industria. Era algo que ejemplificaban sus títulos más conocidos y comerciales, ligados en su mayor parte al estudio convencional y poumpier por excelencia; Metro Goldwyn Mayer. Sin embargo, el paso del tiempo, nos ha ido permitiendo ir redescubriendo su obra -aún parcialmente-, demostrando que en la misma aparecen no pocos exponentes de gran valía, situados en su mayor parte en la década de los años 30 del pasado siglo. Es cierto que aparece como título mítico el magnífico I AM A FUGITIVE FROM A CHAIN GAING (Soy un fugitivo, 1932) pero, a mi modo de ver, el explosivo alegato antirracista THEY DON’T FORGET (1937), la supera en cualidades. Realiza varios estupendos y avanzados melodramas en aquellos años. O aparece en 1939 uno de los primeros relatos antinazis con ESCAPE (1939). O a inicios de los 60, rueda una fresca comedia con WAKE ME WHEN IT’S OVER (1960). Eso si, todo ello, en medio de un considerable conjunto de títulos inocuos, varios de los cuales pueden situarse sin desdoro, entre la producción más kitsch de su tiempo.

Con ANTHONY ADVERSE (El caballero Adverse, 1936) nos encontramos con un exponente de manual, avalando esas constantes contradicciones en el cine de LeRoy, proponiendo un relato folletinesco, en medio de un ámbito de producción, en el que se encuentran algunos de los mejores exponentes de su filmografía. Adaptación de la popularísima novela de Hervey Allen, ANTHONY ADVERSE adopta, desde sus primeros compases, los estilemas del folletín más desaforado, narrándonos la azarosa vivencia de un niño, fruto de una relación adúltera entre Marie Bonnyfather y Denis, un joven oficial, en la Italia de finales del siglo XVIII. Esta se encuentra casada con don Luis (Claude Rains), un acaudalado y poco recomendable noble español que, en un enfrentamiento a espada, eliminará al oficial, deshaciéndose del muchacho ilegítimo, una vez ha muerto su madre en el parto, y entregándolo anónimamente en un hospicio., Una vez Anthony Adverse -llamado así por su desdichada circunstancia personal- cumpla los 10 años de edad, será entregado al bondadoso John Bonnyfeather (Edmund Gwenn) quien, de manera inesperada, descubrirá que se encuentra ante su nieto, aunque jamás revele dicha condición al muchacho. Ello será el inicio de toda una serie de aventuras y vivencias, presididas en todo momento por un destino lleno de penalidades, en el que el ascenso económico y profesional de Adverse -por más que varios años de su vida los dedique en África al esclavismo-, en ningún momento se traduzca en una estabilidad personal.

Hace muchos años, en la revista Dirigido por… el llorado José María Latorre destrozaba literalmente la película, definiéndola en pocas palabras como un título anacrónico, con claras reminiscencias de las peores rémoras del periodo silente sin, por el contrario, albergar la grandeza que dicho marco, aportó a buena parte de su producción. Sin ser tan duro en, suscribo aquella lejana afirmación, en la medida que nos encontramos ante una película sin vida. No es que ANTHONY ADVERSE pueda ser acusada de folletinesca. Ha habido muchos títulos de peor inclinación a dicho subgénero, pero supieron subvertirlo, mediante una puesta en escena convincente, que trascendiera la pobreza y esquematismo de su material de base. El problema del film de LeRoy, es que carece de vida. Delimitado por una serie de rótulos que, en otro contexto, habrían podido ser suprimidos con facilidad, en realidad la película, revestida de ampulosidad, no ofrece más que la sucesión de una serie de cuadros plásticos y estampas visuales, sin el menor nexo o densidad entre ellas. Así pues, ambientados por una estridente banda sonora de Korngold, iremos contemplando los diferentes episodios de la vida de Adverse que, al estar dominados por esa carencia total de ligazón dramática, aparecen desprovistos de emotividad. Hay excepciones, como ese travelling frontal que se acerca al pequeño protagonista, cuando es intuida la ligazón familiar con el veterano Bonnyfeather, en donde la película, parece adquirir una cierta emotividad. Sin embargo, abunda en la morosa sucesión de estáticos episodios, una sensación de abuso en las ‘casualidades’ inherentes en todo folletín -ese tan poco creíble encuentro de Adverse con su amigo Vincent (Donald Woods), cuando ha sido detenido por las fuerzas napoleónicas, salvándole de una prisión segura-, impidiendo que su desarrollo, pueda ahondar en una mínima credibilidad.

Es por ello, que sus episodios se van sucediendo de manera apática, en medio de una sobrecargada y al mismo tiempo eficaz diseño de producción, pero eso sí, teniendo en todo momento la sensación de asistir a un relato desprovisto de vida, de emoción, de personajes creíbles y bien perfilados, y que parece asumir en sus costuras, los vicios más superficiales de un cine mudo ya sobrepasado, sin atesorar, por el contrario, las mejores cualidades de un periodo irrepetible del séptimo arte.

Calificación: 1’5

I FOUND STELLA PARISH (1935, Mervyn LeRoy) Su vida privada

I FOUND STELLA PARISH (1935, Mervyn LeRoy) Su vida privada

Durante muchos años, los espectadores hemos tenido la definición del norteamericano Mervyn LeRoy, como un realizador pétreo, convencional, ligado al área más reaccionaria de la Metro Goldwyn Mayer, y solo ocasionalmente capaz de proponer alguna obra de interés. El paso del tiempo, me ha permitido descubrir incluso en sus últimos años, propuestas de insólito atractivo, como la comedia WAKE ME WHEN IT’S OVER (1960) pero, lo que ha supuesto una enorme sorpresa, es ratificar el vigor que desplegó durante la década de los años treinta, en su vinculación con la Warner Bros. Más allá del muy reconocido I AM A FUGITIVE FROM A CHAIN GANG (Soy un fugitivo, 1932), nos encontramos con ingeniosas estructuras narrativas, como las que vehiculan THREE ON A MATCH (Tres vidas de mujer, 1932), diatribas en torno al poder manipular de la prensa, como la que propone FIVE STAR FINAL (Sed de escándalo, 1931), o miradas demoledoras en torno al racismo de la sociedad norteamericana, como las que preside THEY WON’T FORGET (1937) -que por cierto, me parece la mejor de las numerosas películas suyas que he visto hasta la fecha-.

En buena medida, I FOUND STELLA PARISH (Su vida privada, 1935), aparece como una magnífica mixtura, en torno a los rasgos generales de los títulos citados anteriormente, y otros que pueblan su producción en aquel tiempo. Es cierto que todos ellos, plantean inquietudes extensibles a la producción marcadamente social del estudio, pero me inclino a pensar que aparece en LeRoy, una serie de reiteración de contantes, tanto temáticas como narrativas, que me hacen pensar en un realizador dotado de no poca inventiva. En su discurrir, encontramos un muy ingenioso melodrama, que vehicula en su entorno una mirada en torno a la relatividad de la identidad y el juego de las apariencias, al tiempo que describe una mirada de duro calado, en torno a la sociedad norteamericana de su tiempo, incluyendo en dicha inyectiva, una nada complaciente visión del mundo periodístico.

La película se inicia describiendo el extraño atractivo que en Londres ejerce la actriz Stella Parish -unas mujeres de humilde extracción social se encuentran guardando cola, para lograr entradas en el estreno de la última obra que va a representar la actriz-. Muy pronto nos adentraremos ante el tan cómodo como cerradísimo entorno privado de la protagonista -encarnada por una magnífica Kay Francis-, en donde solo se encuentra su pequeña hija Gloria (Sybil Jason), y la veterana e incondicional sirvienta Nana (Jessie Ralph). La conversación que contemplamos, describe apuntes de un secreto que apenas se nos atisba, en el que se encuentra implicada la pequeña. Pero al mismo tiempo ya se iniciará el juego de las representaciones, que se irá extendiendo durante el devenir del relato, en el que todos sus personajes se empeñarán, casi en contra de sí mismos, a representar otros roles, opuestos a los que realmente pertenecen. Un nuevo y rotundo éxito se ofrecerá a la actriz, siempre servido de la mano de su mecenas y productor, el amable Stephen Norman (excelente Paul Lukas), que reiteradamente se ofrecerá a Stella para casarse con ella, sin obtener la respuesta positiva por su parte. Sin embargo, y pese al absoluto recelo de la actriz de hacer vida social, logrará que acuda a una fiesta montada en su honor. La presencia de un personaje en el camerino -del que solo contemplaremos su sombra-, supondrá para la protagonista, el reencuentro con un pasado que ha querido dejar atrás en todo momento. Ello hará que no solo no acuda a la celebración, sino que envíe una carta a Stephen, señalándole que abandona la obra y la profesión. Tan insólita decisión, llamará la atención del recién regresado y mundano periodista británico Keith Lockridge (notable Ian Hunter), quien decidirá seguir los pasos de la actriz, descubriendo que se he embarcado con su hija y su asistencia, en un barco con destino a Nueva York. En el desplazamiento, Stella se maquillará pareciendo una mujer de mayor edad, logrando acercarse a ella y a la niña -que dice ser su sobrina-. Una vez en tierras americanas, el periodista logrará trabar relación con la propia Stella -ya dejando atrás la identidad de la tía suya-, iniciándose por parte de ella un proceso de confianza, hacia ese hombre, del que desconoce tanto su profesión, como las reales intenciones que sobrelleva. Este, poco a poco, irá descubriendo el secreto que ha albergado la actriz, narrando tal circunstancia al rotativo londinense para el que trabaja, apenas poco antes de que Stella le declare su amor, y él mismo descubra que dicho sentimiento es compartido por su parte.

Una vez devuelta su vida a la actualidad de los periódicos, decidirá separarse de inmediato de su hija y su asistenta, iniciando una decreciente carrera, vendiendo su turbio pasado en escenarios de entidad cada vez más menguada, con el único objeto de lograr dinero suficiente para salvaguardar la educación de su hija. Lockridge no podrá acercarse a ella, aunque siga muy de cerca su triste degradación, logrando que Stephen Norman viaje a USA, llegando al oscuro cabaret donde trabaja, y proponiéndole que regrese a Londres con la obra que representó en una sola ocasión. Pese a las reticencias iniciales, la jugosa propuesta económica que le plantea le hará recapacitar. Una vez de retorno en Inglaterra, se iniciará una enorme polémica en torno a su presencia en la escena newyorkina, recriminándole su oscuro pasado. Keith intentará mover apoyos entre la prensa, pero la inseguridad se abatirá en la actriz, incapaz de desarrollar su demostrada profesionalidad. Llegará el momento del estreno, ante una Stella absolutamente hundida. Sin embargo, por una vez, lo mejor de su pasado, acudirá a su lado, para lograr encarrilar su futuro.

Iniciada con destellos de comedia romántica, desde el primer momento veremos en I FOUND STELLA PARISH, su voluntad de jugar con el artificio de la representación. La pequeña hija que desea ser actriz. La misma Stella, actriz consumada, que quiere ocultar su pasado, asumiendo otra identidad, o el propio periodista que ocultará la suya para acercarse a ella. Esa querencia por el juego de falsas identidades, se apreciará incluso, con ese coqueteo con los espejos, que tendrá su ejemplo más preciso en el momento, inserto a los pocos minutos del metraje, en que Stephen le propone en matrimonio. La reiterada negativa de ella, filmándose a la pareja desde su reflejo en un espejo, dejará constancia de lo formulario de una petición, que se ha ido reiterando en numerosas ocasiones. Al mismo tiempo, nos encontramos ante una intrigante estructura narrativa, en la que lo que se encuentra en el off narrativo, proporciona un plus de interés, sobre lo que contemplamos. El guion del experto Casey Robinson, basado en una historia de John Monk Saunders, está repleto de esas audaces piruetas argumentales, realzadas con un esplendido montaje, que sabe jugar con recursos habituales en aquel tiempo -sobreimpresiones de titulares de prensa-, logrando que en ningún momento, la película tenga la más mínima mengua en su ritmo e interés.

Pero unido a ese conjunto de cualidades, hay dos que me interesan de manera muy especial. La primera, es la mirada devastadora que brinda de la Norteamérica de su tiempo. Ese país que, según las propias palabras de Stella, es el ideal para perderse. Un entorno en el que la actriz, para sobrevivir y lograr un dinero rápido, no dudará en ofrecerse como una freak, vendiendo su sórdido pasado vital, ante la propuesta de un avispado y poco escrupuloso empresario de espectáculos. El rápido y contundente montaje, nos describirá ese progresivo descenso a los infiernos de la actriz, en un insólito marco para trasladar a su través, el palpitar de una ciudadanía que no duda en disfrutar de los elementos que en apariencia cuestionan -algo que, por cierto, sigue completamente vigente, y no solo en USA-.

En un ámbito complementario, es evidente que LeRoy demuestra su notable veta como cineasta romántico. Será algo que tendrá dos pasajes que lindan con lo conmovedor. Uno de ellos, la secuencia en la que Stella confesará su amor a Mark -inmediatamente después de que este haya enviado su crónica al rotativo inglés, revelando el pasado de la actriz-. Una secuencia en la que Ian Hunter plasmará en su semblante hundido, el error irreparable de su acción. La otra, como no podría ser otra manera, la secuencia final, en donde la sincera emoción de sus elementos, proporcionando una nueva oportunidad a una mujer coherente en sus sentimientos, casi, casi, obligan a la apuesta por el Happy End.

Calificación: 3’5

WAKE ME WHEN IT’S OVER (1960, Mervyn LeRoy) [Despiértame cuando te hayas acostado]

WAKE ME WHEN IT’S OVER (1960, Mervyn LeRoy) [Despiértame cuando te hayas acostado]

Cada vez tengo más claro que en la figura de Mervyn LeRoy, se encuentra uno de los realizadores más desconcertantes del cine americano. Y lo digo por que años atrás era fácil despacharlo como uno de los exponentes más reconocidos de un determinado conservadurismo cinematográfico hollywoodiense. Un modo de hacer cine destinado a las convenciones más acusadas, inserto además en un contexto dominado por el reaccionarismo. Pero he aquí que cuando uno va escarbando en los meandros de su copiosa filmografía -cerca de ochenta títulos-, encuentra un periodo de gran brillantez en los lejanos años treinta. Pero incluso en su posterior devenir, la producción de LeRoy alterna con enervante constancia lo atractivo con lo caduco ya desde el propio momento de su rodaje. Y hete aquí, que viviendo un periodo especialmente desconcertante en Hollywood, y en el que el director pareció prolongar ese desequilibrio consustancial a su cine, se incorporó con acierto a las nuevas corrientes de comedia imperantes en el cine norteamericano de su tiempo. Lo alcanzará de manera impecable con WAKE ME WHEN IT’S OVER (1960) -jamás estrenada comercialmente en nuestro país-, con la que se incorporará a un contexto no muy frecuentado dentro del mismo, como fue el que determinaba un cierto desmonte del ámbito militar. Fue, sin embargo, un pequeño grupo, en el que con el paso del tiempo, apostarían nombres señeros como Stanley Donen -KISS THEM FOR ME (Bésalas por mí, 1957), Richard Quine -OPERATION MAD BALL (1957), Blake Edwards -OPERATION PETTICOAT (Operación Pacífico, 1959); WHAT DID YOU DO IN THE WAR, DADDY? (¿Qué hiciste en la guerra, papi?, 1966)-, o Joshua Logan -ENSIGN PULVER (Valiente marino, 1964)-, al margen de producciones nada desdeñables protagonizadas por Jerry Lewis. Hubo más apuestas en este sentido, pero de entrada la propuesta de LeRoy sorprende por su frescura, aunque ello no nos debería extrañar, en la medida que nos encontramos ante uno de los dos codirectores -junto a John Ford- de la muy popular MISTER ROBERTS (Escala en Hawai, 1955).

Sin embargo, en este caso estamos en un contexto más cercano a las propuestas de Edwards o Quine antes señaladas, y que si bien su mirada cuestionadora en torno a la rigidez castrense no resulta especialmente disolvente -no olvidemos el conservadurismo de LeRoy-, es cierto que combina con acierto su inserción en aquellos parámetros del género vigentes en aquel momento, al tiempo que lo inserta en el seno de los melodramas que aquellos años aún se venían realizando, con punto de partida en la presencia norteamericana en tierras orientales. De cualquier manera, WAKE ME WHEN IT’S OVER se inicia dentro de un ámbito de suspense, introduciendo una polémica judicial. ¿Quién es Gus Brubaker (Dick Shawn), que tanta expectación y rechazo suscita? Se trata de un joven casado de clase media, que en la II Guerra Mundial actuó como voluntario, viviendo una insólita situación; por avatares del destino, dispone de dos números de alistamiento diferentes. Presionado por su esposa, se inscribirá para obtener un seguro médico -la pareja no destaca por su desahogo económico-, lo cual no supondrá más que una decisión letal, que le llevará de manera indeseada e inesperada, a una pequeña base militar dispuesta en una olvidada isla japonesa -Shima-. Allí todo el personal se encontrará a cargo del carismático e imprevisible capitán Charlie Stark (Ernie Kovacs), viviendo en realidad un microcosmos de rutina, aislado del mundo. Con gran agudeza, Gus intuirá las posibilidades de aquel contexto, proponiendo la descabellada idea de construir un hotel, utilizando para ello restos de artefactos y utillajes, amontonados en las inmediaciones. Contra todo pronóstico, la iniciativa se llevará a cabo, con gran éxito, siendo aceptada entre los habitantes de la población, llegando a disponer la colaboración activa de sus jóvenes muchachas. Debido al gran éxito, el entorno de Shima será visitado casi como un lugar de moda, suscitando la queja de un iracundo y conservador senador, que promoverá una investigación, que a punto estarán de superar. Sin embargo, la involuntaria declaración de Ume Tanaka (Nabu McCarthy), secreta enamorada de Gus, provocará que se realice un juicio en las propias instalaciones del hotel. La acción volverá al momento inicial de la película, describiendo la hostilidad con la que el estamento militar acoge la supuesta malversación de fondos para crear el original establecimiento y, de manera más puritana, poner en tela de juicio la imagen de explotación de las jóvenes nativas.

En realidad, el film de LeRoy prosigue el sendero común a este tipo de subgénero. Es decir, introducir un elemento que subvierta la normalidad establecida. Para ello, se eligió una novela de Howard Singer, transformado en guion por parte del experimentado libretista de la Fox, Richard L. Breen. Y es que WAKE ME WHEN IT’S OVER es una producción destacada en su expresión visual en su adscripción con dicho estudio. Desde la apuesta por el formato panorámico, que nuestro realizador maneja con inusual dinamismo, sus imágenes destacarán por la impronta cromática brindada por el gran Leon Shamroy, integrándose con precisión en las constantes plásticas y estéticas que definían buena parte del mundo iconográfico del género, con esa querencia por los colores saturados y tutti-frutti. Esa vinculación por los postulados de la comedia de su tiempo, se extiende en los componentes de su reparto, permitiendo el debut del en esta ocasión comedido y convincente Dick Shawn -al que Edwards utilizará en la ya citada WHAT DID YOU DO IN THE WAR, DADDY?-, o el irresistible Ernie Kovacs -que también formó parte con anterioridad, en la mencionada OPERATION MAD BALL de Quine-, a quien una triste e inesperada muerte por accidente un par de años después, dejó a las puertas de una gloriosa carrera como comediante, que se empezaba a vislumbrar. Serán los mimbres de un reparto que albergará característicos tan estupendos como Jack Warden -familiar en el cine de Sidney Lumet muchos años después-, o divertidos actores cómicos, hoy día olvidados, como Robert Strauss o Don Knotts. Con todo ello, LeRoy -también ejerciendo como productor-, en una comedia que respira frescura, proporcionando un extraño giro argumental -no demasiado bien aprovechado, a efectos de resaltar el absurdo cómico de la misma- a partir de la extraña dualidad vivida por la datación del militar, que le llevará a un indeseado destino. Por el contrario, el veterano director apela a una mirada cercana e incluso entrañable en torno a la fauna humana desplegada -adelantando un poco al Robert Altman de M*A*S*H (M.a.s.h., 1972)-, describiendo la capacidad de reacción de un puñado de desarraigados, dominados por comportamientos casi estrafalarios, que se empeñarán en llevar a cabo un sueño, a partir del uso de materiales desechables. Con ello, llevarán a cabo ese hotel de atractivo diseño, en el que los desechos de paracaídas servirán para realizar sus cortinas, y que en su propia y atractiva configuración, no dejan de proporcionar una mirada irónica en torno a los excesos en torno a esos nuevos modos que parecen trasladar esas inesperadas instalaciones hoteleras, que por momentos parecen prefigurar el mundo escenográfico de THE PARTY (El guateque, 1968. Blake Edwards). Como no podía ser de otra manera, WAKE ME WHEN IT’S OVER despliega sus armas más críticas -tal y como sucedería en la posterior HOW TO MURDER YOUR WIFE (Como matar a la propia esposa, 1965. Richard Quine)- al describir la vista que llevará visos de condenar irremisiblemente a Gus, como responsable único del supuesto desaguisado, y en la que su compañero Doc Farrignton (Warden), ejercerá como esforzado defensor. Serán unos minutos hilarantes, en donde destacará con fuerza un eminente Robert Burton, encarnando al coronel Dowling, actuando como juez de la vista militar. Al final, tras una serie de divertidas incidencias, todo se delimitará a partir de un descuido recordado por Doc. Ello posibilitará que el acusado se vea en la misma e insólita situación que le llevó allí -su dualidad en el número de alistamiento-. Sin embargo, ello no nos evitará una conclusión melancólica, bellísima, en la que Ume verá alejar a aquel hombre al que ha amado secretamente, siendo su figura engullida por esa bandera americana que preside el pequeño velero en que Gus se despide de aquel paraíso perdido. Una conclusión en la que LeRoy muestra fugazmente su veta romántica, que cuatro años después le haría concluir su filmografía, con la tan irregular como, por momentos, fascinante, MOMENT TO MOMENT (Momento a momento, 1965).

Calificación: 3

FIVE STAR FINAL (1931, Mervyn LeRoy) Sed de escándalo

FIVE STAR FINAL (1931, Mervyn LeRoy) Sed de escándalo

No se si resulta pertinente señalar que es en la década de los años treinta donde se dan cita los mejores exponentes de la prolífica filmografía de Mervyn LeRey. Con sinceridad, creo que dicho enunciado es bastante ajustado, aunque cierto es reconocer que de manera intermitente se van sucediendo sus títulos de interés, dentro de una copiosa obra en la que, con más frecuencia de la deseada, se dieron cita títulos carentes de interés y, en no pocas ocasiones, merecedores de estar insertos por derecho propio en la galería del kitsch y la convención hollywoodiense. FIVE STAR FINAL (Sed de escándalo, 1931) es una muestra de la vitalidad de un LeRoy que en los primeros años del sonoro, aplicó su técnica narrativa a relatos directos y percutantes, por más que en esta ocasión la indudable eficacia y en ocasiones la fuerza de su enunciado, quede diluida en ocasiones por cierto sesgo teatral –su guión proviene del original escénico de Louis Weitzenkorn, al parecer experto conocedor de las interioridades del mundo periodístico-. Este “final de cinco estrellas” que reza su título inicial, resume de manera concisa el argumento de la película; la plasmación de esa deliberada diatriba en contra del sensacionalismo de determinada prensa –la película está datada en 1931, pero lo cierto es que sus enunciados podrían trasladarse a nuestros días, extrapolándolas al medio televisivo, sin que apenas variaran sus coordenadas de denuncia-. Y es en la visión que efectúa del traspaso de fronteras que con más frecuencia de lo deseado se realiza en las tareas informativas, donde hay que conceder una especial significación a esta película de Mervyn LeRoy, que hay que considerar como una de las primeras que abordaron con cierto rigor el mundo de la vocación periodística –es el mismo año en que Lewis Milestone firmara la primera versión de THE FRONT PAGE (Un gran reportaje, 1931), a partir de la obra de Ben Hetch y Charles McCarthur-.

FIVE STAR FINAL oscila en su tratamiento de cierto tono de comedia ácida –algo que la emparentaría con el citado referente de la obra de Milestone-, escorándose de manera paulatina por el sendero del cinismo, hasta abrazar de manera definitiva el ámbito de la tragedia. Todo ello en un relato dominado por dos instantes rotundos. El primero de ellos nos plasma –tras unos títulos de crédito en los que los intérpretes se muestran con el fondo del discurrir de las hojas impresas en la rotativa, sin más fondo sonoro que el de las mismas-, las artimañas de los matones enviados por el Gazette, para lograr que sea el que se muestre en los mostradores de los kioskos en un lugar de preferencia. No dudaran en inducir con violencia a uno de sus dueños, que se niega a ser coaccionado. Será la apariencia de que el film de LeRoy va a erigirse en una de esas crudas y duras crónicas que caracterizaron el cine de la Warner de los primeros años treinta. Lo cierto es que dicha premisa se brinda de manera intermitente, aunque nos permita una conclusión tan rotunda en su expresión visual como sencilla en su ejecución; el último plano del film será la visión del ejemplar del periódico en el que se relata el suicidio de los protagonistas, discurriendo tirado por los suelos de la noche urbana, y siendo retirado por los operarios de la basura entre los barros que discurren por la acera. Impactante conclusión para una película que narra la intención de Hinchercliffe (Oscar Apfel), máximo responsable del rotativo, para introducir en su línea un matiz sensacionalista que les permita aumentar su tirada. Para ello, encargará a su editor jefe –Randall (un fresco y magnífico Edward G. Robinson)- que recupere la investigación en torno a la figura de la entonces joven Nancy Woorhees (Frances Starr), quien dos décadas atrás fue absuelta de un asesinato cometido en torno a la figura de su entonces prometido, del cual quedó embarazada, y que actualmente se ha convertido no solo en una respetable mujer, casada con Michael Townsend (H. B. Warner), escondiendo su nombre de juventud y adquiriendo una deseada respetabilidad que le concedió además en el pasado una hija –Jenny (Marian Marsh)-, que casualmente se encuentra en la víspera de contraer nupcias con un conocido joven de la sociedad. Para ello enviarán en primer lugar al poco recomendable Isopod (Boris Karloff, a punto de encarnar a la criatura de Frankenstein), para indagar en el hogar donde reside Nancy, logrando mediante un error conocer la cercanía de las nupcias de Jenny. Será el inicio de una espiral que llevará la tragedia a una una familia que en modo alguno ni esperaba ni merecía.

FIVE STAR FINAL se erige como una crónica en ocasiones lúcida, en otras quizá carente de la necesaria hondura, pero siempre ofreciendo una denuncia de considerable alcance en torno a los excesos generados por los denominados medios de comunicación. En esta ocasión la diatriba se centra en el alcance de una redacción decrépita, caracterizada por profesionales dominados por el alcoholismo, y en donde la visión del mismo resultará bastante deprimente. En ella junto la ruindad de los componentes del mando empresarial del mismo, carente del más mínimo escrúpulo, encontraremos a la veterana secretaria de Randall, secretamente enamorada de él, y al mismo tiempo viendo con lucidez lo sórdido del contexto al que ha dedicado buena parte de su vida. Ese dibujo de caracteres se extenderá en la visión que se brindará en torno a los padres –en especial la madre- del novio de Jenny, quienes al conocer el pasado de su madre, invocarán a Nancy a que las nupcias no se celebren, apelando en ello cuestiones de supuesta dignidad. Estamos ante una visión poco halagüeña de la sociedad urbana norteamericana, en la que el juicio paralelo de la prensa no respetará ni siquiera un mandato judicial de veinte años atrás.

Combinando fragmentos en los que el elemento teatral condicionará de manera no demasiado ostentosa determinados pasajes del film, justo es reconocer que el film de LeRoy adquiere una considerable fuerza en su conjunto, que incidirá de manera especial en aquellos pasajes en donde predomine su fuerza visual. Es algo que se describirá con rotundidad en el pasmoso fragmento que escenificará –en el off visual- el suicidio del matrimonio Townsend por medio de un doble envenenamiento en el cuarto de baño, mediando en ello la visita de Nancy una vez la madre se ha matado y el padre ha descubierto su cuerpo, sin querer que ello sea descubierto por una joven que se encuentra a punto de contraer matrimonio. Minutos antes, y con un encomiable sentido de la modernidad, la película plasmará el que quizá sea una de las primeras pantallas divididas –split screen- del cine americano, con la que se describirá el angustioso intento de la ya madura Nancy por retener la cadena de relatos de la Gazette, llamando desesperada e infructuosamente a los despachos de Hinchercliffe y Randall. El fragmento se mostrará con tanta eficacia visual como hondura narrativa, en una película a la que se le pueden formular esos reparos en torno a su ocasional ascendencia escénica, pero cuya esencia como denuncia de los modos periodísticos sensacionalistas, siguen hoy por hoy, por desgracia, vigentes por completo.

Calificación: 3

MOMENT TO MOMENT (1965, Mervyn LeRoy) Momento a momento

MOMENT TO MOMENT (1965, Mervyn LeRoy) Momento a momento

No deja de resultar lógico que en el momento de su estreno, MOMENT TO MOMENT (Momento a momento, 1965) resultara un fracaso. En medio de unas corrientes cinematográficas que su director -Mervyn LeRoy- quiso imitar en la que sería su última obra, nos encontramos con una extrañeza a la que era más fácil proporcionar un portazo, que intentar apreciar pese a sus considerables deficiencias. No obstante, el paso de varias décadas a sus espaldas, unido al hecho de que la misma se haya vuelto casi invisible, le ha proporcionado un extraño culto para aquellos -que los hubo- que en su momento -nunca mejor dicho- quedaron presas de cierto hechizo ante esta hoy día irregular, por momentos anacrónica y, en otros, cautivadora combinación de melodrama y film de intriga, destinado ante todo a la entronización de la emergente Jean Seberg, como figura que pudiera competir dentro del drama de la época -no olvidemos su reciente encarnación del rol protagonista en la excelente LILITH (1964 Robert Rossen). Es decir, el film de LeRoy se plantea como una especie de puente en el género entre una versión actualizada de Lana Turner y una competidores de Audrey Hepburn. De entrada, lo cierto es que la actriz consigue superar con nota dicha prueba, erigiéndose con el suficiente carisma, elegancia -es vestida en la película por Yves Saint-Laurent- y fuerza dramática, a la hora de encarnar el protagonismo de esta historia urdida por Alec Coppel, y transformada en guión por él mismo junto al veterano John Lee Mahin.

MOMENT TO MOMENT se inicia dentro de una tormenta en una localidad de la costa azul francesa. Allí Kay Stanton (Jean Seberg), reclama ayuda desesperada a su amiga Daphne (Honor Blackman), describiéndole la presencia de un cadáver que se encuentra en su cocina, tras el disparo efectuado. La tremenda situación, escuchada tras los subuyugantes títulos de crédito -imitando el estilo del gran Maurice Binder-, y el sonido del bellísimo tema musical de Henry Mancini, nos traslada a un flashback que remonta la situación a a penas diez días atrás. Kay es la esposa de un prestigioso psiquiatra. Tiene un hijo y se encuentra en una acomodada situación. Sin embargo, la constate ausencia de este la mantiene en contante frustración, encontrando un día a un joven pintando junto a la costa. Se trata de Marc Dominic (el insípido Sean Garrison, pobre remedio en rubio de John Gavin), mecánico de un barco norteamericano que se encuentra varado en costa. Muy pronto se establecerá una corriente de simpatía entre ambos, aunque Key se muestre renuente al  más mínimo recelo ante su esposo. Sin embargo, la constante ausencia de este y la amabilidad de Marc facilitará una serie de encuentros, que en un momento dado, propiciará la infidelidad, que instantes después esta rechazará, provocando un inesperado rechazo por parte del marine, quien estallará en una hasta entonces oculta furia, culminando la situación el asesinato involuntario de este por parte de nuestra protgaonista.

La acción volverá a la situación de partida, brindándose una elipsis que nos llevará a cuatro días después del crimen. Será el instante en el que Kay comenzará a recibir las visitas de la investigación policial, encabezada por el inspector DeFargo (Grégoire Aslan), al tiempo que aparecerá el retorno de su esposo -Neil Stanton (Arthur Hill)-. Será el comienzo de un infierno para la joven, pensando en primer lugar de manera hipócrita y burguesa en la salvaguarda de su estabilidad familiar, y comprobando junto a su amiga como se van acercando los indicios para poder incriminarla. Sin embargo, todo ello cambiará por completo de perfil, cuando de manera inesperada aparezca junto a la policía y su propio esposo, el propio Marc ataviado con uniforme. El impacto inicial quedará diluido cuando compruebe que este no murió, sino que fue encontrado herido, padeciendo como consecuencia un schock de amnesia temporal desde el propio instante en que llegó a puerto, del cual lo está tratando Neil.

Ni que decir tiene que nos encontramos ante un planteamiento argumental revestido de artificio, que sería muy fácil desmontar. Es curioso como Tavernier y Coursodon, en su rememoranza del recorrido de la obra de este irregular y, por lo general, pesado cineasta, destrozaban la película, arguyendo a lo torpe de sus transparencias -es algo que se podría trasladar al cine de Alfred Hitchcock y otros cineastas con mayor pertinencia-. Es más, la irrupción del elemento de intriga aparece con rudeza en la película -ese molesto zoom de acercamiento hacia Marc cuando Kay lo contempla en su casa tras suponerlo muerto de sus disparos-. Sin embargo, y con todas sus insuficiencias, que no me voy a molestar en ocultar, no dejo de reconocer que MOMENT TO MOMENT me parece una simpática y por momentos intensa combinación de recetas clásicas del melodrama, insertas dentro de un contexto dominado entonces por cineastas como Blake Edwards, Stanley Donen o Richard Quine. En definitiva, el film de LeRoy se apresta como una llamada al disfrute de esos instantes de felicidad que la vida nos puede proporcionar por encima de cualquier convención o acomodamiento. Podríamos decir incluso -y sus pasajes finales así lo ratifican-, que esa búsqueda del disfrute de lo placentero, por muy evanescente que ello pudiera parecer, parece flotar por medio de estos cromáticos fotogramas bellamente iluminados por la experta cámara de Harry Stradilng.

Uno por momentos, en ese tercio inicial del relato, parece tener la sensación que ese recorrido por la costa francesa de Kay y su amigo americano, punteados por el inigualable sonido de la melodía de Mancini, aparecen casi como base, por así decirlo, de convencionalismos románticos, con los que Stanley Donen elaboró su obra cumbre, la excepcional TWO FOR THE ROAD (Dos en la carretera, 1965). Hay un elegante uso del crescendo dramático, hasta llegar al frgamento más bello del relato, la secuencia desarrollada en la terraza del restaurante donde Kay y Marc bailarán al compás del tema principal, apelando ella el disfrute de la fugacidad de la felicidad. Será el instante en el que se nos muestre el vuelo de gaviotas ante un mirador, destacando dos de ellas en compás enamorado, y fundiéndose sobre el fuego de una chimenea... Será el inicio de lo no deseado para ella, mostrado en una atractiva metáfora visual.

Y es una vez llegado el fragmento de intriga, cuando el film de LeRoy hay que mirarlo con tanta condescendencia, como si fuera una versión seria de las numerosas combinaciones entre comedia y policiaco, que el cine brindó en aquellos años. Desde CHARADE (Charada, 1963. Stanley Donen), PARIS WHEN IS-SIZZLES (Encuentro en Paris, 1964. Richard Quine) o la previa THE NOTORIUS LANDLADY (La misteriosa dama de negro, 1962, también de Quine). La diferencia estriba en que aquí la encontramos dentro de un drama químicamente puro, en el cual la presencia de Grégoire Aslan chirría de manera notable. No obstante, incluso asumiendo dicha circunstancia, lo cierto es dentro de dicho margen de extravagancia, MOMENT TO MOMENT no carece de interés, por más que sus costuras de suspenses aparezcan con escasa funcionalidad. La abrupta reaparición de Marc, y el hecho de que su esposo practique con él ejercicios mentales para que intente recuperar la memoria -al margen de que Arthur Hill era un intérprete muy adecuado para encarnar registros ambivalentes-, permiten al espectador tener la sensación de un doble juego, o incluso el hecho del que el propio Marc “se acuerda de más” de lo que aparenta recordar.

Es en dicha dualidad, donde los minutos finales del film de LeRoy vuelven a adquirir esa melancolía que habíamos hasta cierto punto disfrutado en su tercio inicial. El romanticismo perdido de aquella aventura pasajera que terminó mal, pero no tanto como ninguno de los dos fugaces amantes desearon, concluirá con una breve pero auténtica representación por parte de los principales actores del relato -Kay, Marc, Neil y el propio DeFargo-, que dará pie a que todos ellos puedan recuperar una normalidad deseada.

Tan caduca en apariencia como en ciertos momentos fascinante, cuidada en determinados momentos por el gusto en el detalle -ese juego que adquirirá Marc que tanta importancia tendrá en la conclusión del relato-, MOMENT TO MOMENT -auspiciada por una Universal que en aquellos años aún intentaba casi de manera desesperada mantener su hegemonía dentro del melodrama, y al que propuso títulos mucho menos valiosos como BACK STREET (La calle de atrás, 1961. David Miller) o MADAME X (La mujer X, 19666, David Lowell Rich), es un producto sin duda irregular y de atractivo limitado. Pero aparece, casi medio siglo después de ser realizado, como un curioso islote dentro del género, que al menos debería ser recuperado para comprobar la relativa vigencia de unas fórmulas que hoy día quedaron en el recuerdo. En definitiva, un anacronismo con cierta fuerza en sus entrañas fílmicas.

Calificación: 2

HOME BEFORE DARK (1959, Mervyn LeRoy) [Después de la oscuridad]

HOME BEFORE DARK (1959, Mervyn LeRoy) [Después de la oscuridad]

De entrada, puede parecer que HOME BEFORE DARK (1959) –jamás estrenada comercialmente en España, aunque editada digitalmente bajo el título DESPUÉS DE LA OSCURIDAD- aparezca como un título insólito, y en buena medida dicho aforismo tiene notables visos de realidad, cuando uno percibe los primeros fotogramas de esta producción de la Warner. Resulta de entrada extraño contemplar un inicio en el que su look casi pida a gritos el cromatismo que podría ser marca de fábrica en la Universal de la mano de Douglas Sirk, transmutado en un sombrío –y magnífico- blanco y negro, obra de Joseph F. Biroc. Ya desde esos exteriores bañados con la caída de la nieve, se adquiere la sensación de encontrarnos ante un mélo que va en la búsqueda de un cierto grado de personalidad propia. Y lo cierto es que lo consigue, desconcertando además que bajo su andamiaje se encuentre la zigzagueante figura de un Mervyn LeRoy ya en los últimos años de su andadura como realizador. Un hombre de cine caracterizado por una demostrada impersonalidad y reconocido conservadurismo, pero de cuyas manos emergieron títulos de la categoría de LITTLE CAESAR (Hampa dorada, 1931), I AM A FUGITIVE FROM A CHAIN GANG (Soy un fugitivo, 1932), o el menos conocido pero magnífico THEY WON’T FORGET (1937), exponentes ambos de un modo de narrar vibrante y de denuncia insólito en el cine USA de los años treinta. Los últimos pasos de LeRoy no son más que la continuidad de una filmografía desconcertante y, en líneas generales, poco alentadora, de la que esporádicamente emergían títulos dotados de interés. En definitiva, que en su figura encontramos algunos atractivos exponentes de mi siempre señalada “teoría de las películas”, que permitió extraer de realizadores más o menos grises, ocasionales productos de interés.

HOME BEOFRE DAWN es uno de ellos, ya desde sus primeros pasajes, en los que un respetable académico de mediana edad –Arnold Bronn (Dan O’Herlihy)-, se dispone a recoger a su esposa, que ha permanecido internada en una institución psiquiátrica estatal. Se trata de Charlotte (Jean Simmons), su joven esposa, quien presuntamente vivió una profunda crisis de la que apenas se acuerda. A su regreso a casa, se encontrará de nuevo con la presencia de su insoportable y posesiva madrastra –Inez (Mabel Albertson)- y su hermanastra Joan (Rhonda Fleming), percibiéndose con especial acierto un ambiente opresivo, en el que las disposiciones de los responsables médicos de que nuestra protagonista duerma en una habitación distinta, se ofrecerán como un elemento suplementario de intranquilidad, para una mujer que ha vivido un extraño, traumático y prematuro acceso a la madurez, mostrándose poco a poco más receptiva y suspicaz en torno al marco en el que vuelve a desarrollarse su vida diaria. No importa que su esposo en apariencia le prodigue atenciones. En realidad este apenas le dedica ese amor que ella desea, estando por contra enfrascado en la lucha por un ascenso laboral, del que se destilarán en sus comentarios ciertos elementos desasosegadotes –la utilización del antisemitismo-. Uno de sus compañeros de universidad –Jake Diamond (Efrem Zimbalist Jr.)-, se hospedará en la antigua habitación de Charlotte –agudo detalle que revelará la posterior relación de amistad que se establecerá entre ambos-, ejerciendo de manera sutil como un compañero ante la progresiva sensación de abandono que nuestra protagonista irá viviendo de manera creciente.

LeRoy plasma en la pantalla ese proceso con una gran capacidad descriptiva, ayudado en buena medida por la capacidad para la ambivalencia expresada en todo momento por la excelente Jean Simmons y un Dan O’Herlihy capaz casi de un plano a otro de aparecer como un ser sensible, a demostrar en su semblante un tinte amenazador. Y es que, en definitiva, HOME BEFORE DAWN brilla ante todo en esa capacidad para albergar diversos aspectos de dispar procedencia –el clasismo de la sociedad norteamericana, el proceso interior de Charlotte, en donde esta puede parecer cercana de nuevo a la locura, la opresión del matriarcado americano, las luchas laborales revestidas de elegancia social-, alternándolos con un encomiable grado de acierto. Lo íntimo –esos primeros planos en donde contemplamos la desnudez del drama interno de sus protagonistas- y lo exterior –la duda que siempre subyacerá en el espectador, de no saber si realmente nuestro personaje está recayendo en su locura al volver a sentir los síntomas previos a su ingreso o si, por el contrario, son los seres que le rodean los que en realidad están conspirando contra ella –sabremos en un momento dado, que goza de cuantiosos bienes materiales-. Sin embargo, contra todo pronóstico, el devenir del film de LeRoy –que parte de una novela de Eileen Bassing, autora asimismo del guión junto a Robert Bassing- orilla ambas vertientes, erigiendo su auténtica personalidad precisamente al proponer una determinada “tercera vía” en la que finalmente ese rasgo psicológico que podría adueñarse del metraje, ejerza como catarsis para que la recién retornada descubra la auténtica realidad del contexto que ha rodeado su existencia –la ausencia de amor por parte de su esposo, quien en el fondo siempre deseó a Joan-. Y como prueba evidente de esa opción casi sorpresiva, existe una circunstancia que nos podrá servir de pista; la incorporación de ese flash-back que nos retrotraerá al instante en el que Charlotte dejó de lado al extrovertido Hamilton Gregory (Stephen Dunne), esperando la declaración por parte de Arnold. Una vez más, la casualidad –ese elemento consustancial en el melodrama-, será la que de nuevo le reencuentre con este en un viaje a Boston con la enervante Inez. A partir de dicho encuentro, se producirá un intento de este por recuperar a la que fue el amor de su vida –en este espacio de tiempo se casó y divorció-, aunque nuestra protagonista rechace en principio el compromiso con este, convencida como se siente aún del amor que le profesa su esposo.

HOME BEFORE DAWN destaca por esa capacidad para la ambivalencia, por la utilización que se ofrece de unos primeros planos que inciden en dicha vertiente, por la tristeza que emana de esos exteriores urbanos mostrados con la patina de un blanco y negro que subraya su grisura y alienación. Es indudable que sus imágenes adquieren una gran densidad en las secuencias desarrolladas en el interior de esa pequeña mansión –propiedad de Charlotte-, que finalmente este se decidirá a cerrar, alejando de la misma a todos aquellos seres que la han estado oprimiendo durante años, entre ellos a su esposo. Sin embargo, una vez más, esa tercera vía se introducirá en las comisuras del relato, al optar esta retomar la relación con Hamilton –cuando todo hacía suponer que sería Jake el elegido-, iniciando con ello una nueva vida.

Señalaba al inicio de estas líneas la innegable singularidad del film de LeRoy. Sin embargo, dentro de la misma, no cabe duda que se pueden detectar influencias que hablan de una corriente inscrita dentro de dicha vertiente psicoanalítica inserta en el melodrama de aquellos tiempos. Uno de sus ejemplos más significativos podría ser THE COBWEB (Vincente Minnelli, 1956), aunque personalmente considere que la influencia más clara se encuentre en la estupenda y exitosa THE THREE FACES OF EVE (Las tres  caras de Eva, 1957. Nunnally Johnson), que intuyo supuso el eje de referencia más concreto. Sin embargo, y pese a dichas semejanzas, lo cierto es que HOME BEFORE DARK, debe ser reconocida por el propio hecho de que durante décadas apenas se haya hablado de su propia existencia, máxime cuando su resultado, su densidad y su capacidad crítica y narrativa, se sitúan a una altura considerable dentro del devenir del género en aquel periodo del cine norteamericano.

Calificación: 3

ESCAPE (1940, Mervyn LeRoy)

ESCAPE (1940, Mervyn LeRoy)

Por más avezado que pueda ser cualquier aficionado al cine del periodo dorado de Hollywood, y más allá de que con el paso del tiempo uno se haya forjado un eje previsor de filias y fobias, en muchas ocasiones estas fallan. Y lo hacen tanto para mal como para bien. Por fortuna,  en la segunda de dichas vertientes se sitúa por derecho propio ESCAPE (1940, Mervyn LeRoy). De antemano, la conjunción de la major que menos me gusta de cuantas forjaron el cine norteamericano –Metro Goldwyn Mayer-, a un director tan acomodaticio con el mismo como LeRoy –aunque en su seno filmara un título tan magnífico como JOHNNY EAGER (Senda prohibida, 1941) o apreciable como RANDOM HARVEST (Niebla en el pasado, 1942)-, no me permitían esperar ningún producto halagüeño, aunque no dejara de producirme cierta curiosidad la incursión del realizador en el terreno del cine antinazi –que en el mismo año tendría una demostración más rotunda con THE MORTAL STORM (1940, Frank Borzage)-. De forma inesperada, cualquier prejuicio previo pronto me quedó disipado, ya que la película se erige como un relato muy bien construido, en el que esa vertiente crítica con el tremendo drama del nazismo, es mostrado en la pantalla con los ropajes de un melodrama de intriga, sin que ese elemento de denuncia se exprese en más límites que los que demanda la propia intriga del film, recreada por Arch Oboler y Marguerite Roberts a partir de la novela de Ethel Vance.

 

Es precisamente dicha novela, la que en el primer fotograma de la función –previo a los títulos de crédito- es extraída en la estantería de una biblioteca, junto a otras publicaciones que en aquel mismo tiempo fueron llevadas a la pantalla por el estudio –una curiosa manera de hacer publicidad implícita de la apuesta de la Metro por el prestigio que les suponían las adaptaciones literarias-. A continuación, la secuencia inicial de la película nos lleva a los alpes bávaros de 1936, donde en un siniestro hospital se debate entre la vida y la muerte una mujer de fuerte carácter. Se trata de la veterana y conocida actriz Emmy Ritter (encarnado con fuerza por la madura y mítica Alla Nazimova, retornando a la pantalla tras quince años ausente de la misma). Esta se encuentra detenida por las autoridades nazis, intuyendo el espectador que su final se encuentra próximo. La secuencia deja en el espectador una impresión incómoda, al observar la ambientación de ese oscuro recinto hospitalario, los rudos modales de la enfermera, y la ambigüedad que despliega el Dr. Ditten (espléndido Philip Dorn), quien no duda en hacer extensiva su condición de aliado de la causa nazi, pero al mismo tiempo a escondidas manifiesta cierta compasión por la enferma y condenada. Muy pronto sabremos que se encuentra detenida, juzgada y a punto de ejecución por traición al régimen –aunque ha vivido en Estados Unidos, nunca revocó su nacionalidad alemana, retornando allí para vender una vivienda-, viajando su hijo –Mark Preysing (Robert Taylor)- hasta Alemania, al objeto de buscar a su madre, de la que prácticamente ha dejado de tener noticias.

 

Desde el primer momento Mark encontrará en todo lo que visite, el marco de un pueblo temeroso, oprimido y dominado por las oscuridad en la libertad de sus habitantes. Todas las puertas a las que intenta buscar ayuda se le cierran, descubriendo que allí no solo es recibido con hostilidad, sino que incluso es vigilado. Dejando al lado un anacronismo que hay que asumir desde el primer momento –que un americano que en teoría solo habla el inglés, se comunique sin problemas con los alemanes-, lo cierto es que ese grado de opresión llega a resultar casi irrespirable en algunos momentos, revelando la implicación de LeRoy en una intriga magníficamente sobrellevada y dotada con un sentido de la progresión casi admirable. Es así como cuando este es evitado de resultar reconocido por su viejo amigo Fritz Keller (Felix Bressart), solo le quedará el encuentro de la sensible condesa Ruby von Treck (Norma Shearer) con la que poco a poco irá intimando, pese a que en ella siga pesando un miedo innato a despegarse de los límites del régimen, y se sienta unida a la figura del general Kurt von Kolb (impecable Conrad Veidt). No obstante, la atracción que va sintiendo por el norteamericano irá creciendo, siempre situando la misma en ese contexto de miedo que Ruby mantiene. Se trata sin duda de un sentimiento muy bien expresado en la pantalla, y aunque reconozco que ni Robert Taylor ni, sobre todo, la Shearer, nunca han sido santos de mi devoción, ambos trasladan una química muy especial a la pantalla, y en el personaje del recién llegado se incorporan elementos que humanizan su personaje y le dotan de una especial credibilidad –el hecho de que llore abiertamente cuando Ditten le comenta la situación de su madre-.

 

Una vez planteados todos los ejes del relato, lo cierto es que este discurre con una enorme eficacia. La creciente sensación de agobio de Preysing se manifiesta de manera espléndida en el casi insoportable –por su tensión- episodio en la taberna con los dos rudos oficiales de la policía política, o en todo el largo fragmento que describe el rescate del cuerpo de su madre, que ha sido preparado por Ditten con una droga muy especial que simulara su muerte. Y es precisamente el retrato que se ofrece de dicho personaje, el que personalmente me resulta más atractivo de la función en la medida que describe un representante nazi que, en su interior, se debate entre el respeto a sus consignas, y la ayuda que presta a estos americanos –“es para neutralizar el veneno que llevo en mi mismo” llega a manifestar a Mark, cuando este le pregunta por su actitud-.

 

ESCAPE combina con delicadeza los perfiles de la imposible relación romántica que se intuye entre Preysing y la condesa, mientras que anuda muy bien el desarrollo de una intriga que se despliega con un grado de eficacia realmente notable. No nos encontraremos en la película ninguna propuesta con el grado de abstracción y fatalismo del ciclo antinzai de Fritz Lang, ni el grado de desgarro romántico del ya mencionado THE MORTAL STORM, pero ello no nos impide reconocer en sus imágenes un ejercicio de suspense espléndidamente ejecutado, en el que quizá desentone un poco la facilidad con la que se resuelve la salvación de los protagonistas –sin obviar en ello un cierto grado de rendición marcado por el poco antes inflexible general amante de la condesa-. La utilización de la banda sonora como elemento de articulación dramática es un elemento magníficamente manejado –con especial incidencia en la discusión mantenida por Preysing y Ruby en los pasillos de un concierto, o la secuencia desarrollada en la taberna entre este y Ditten-, y la fuerza que adquiere el episodio del rescate del falso cadáver, adquiere unos tintes necrófilos de gran fuerza, hasta que nuevamente las lágrimas del cuerpo reanimado de la madre rescatada, den señales de la revitalización de su cuerpo.

 

Todo ello confluye en una pequeña delicatessen, demostrativa de la profesionalidad e inspiración que podían ejercerse en los modos de producción de aquel cine USA, incluso cuando nos encontráramos con un estudio poco dado a sutilezas y riesgos narrativos. Es probable que ESCAPE haya que encuadrarla en un periodo en el que el poco después muy reaccionario estudio se unió a la denuncia contra las atrocidades del régimen de Hitler. Esa circunstancia fructificó en títulos de interés, pero lo más valioso de todo ello reside en el hecho de que aunque en apariencia exageraran el grado de malignidad de su régimen, la realidad posterior revela que en última instancia se quedaron muy cortos en la valoración de su grado de atrocidad.

 

Calificación: 3