GOLD DIGGERS OF 1933 (1933. Mervyn LeRoy) Vampiresas 1933
Considero que el paso de casi nueve décadas no ha resuelto aún la debida significación, desde que la irrupción de la figura de Busby Berkeley brindara no solo pasos de avance en la configuración del musical americano sino, sobre todo, la singularidad de todo un mago visual, capaz de ofrecer ante la pantalla una serie de fantasías visuales que puede decirse que no han podido tener continuidad. Pero esa distancia, que al tiempo que permite separar el componente kitsch de las mismas de la verdadera personalidad desprendida, ha sabido analizar las concomitancias transgresoras a nivel sexual e incluso social que emanaban de sus propuestas. Y también nos debe hacer reconocer que su reiterado aporte se ofrecía en propuestas de las que por lo general él no era responsable completo, sino tan solo de sus recordadas fantasías musicales. Es más, recuerdo con no demasiado entusiasmo el ya lejano visionado de THEY MADE ME A CRIMINAL (1939) en la que no solo se acreditaba como único realizador, sino que sobre todo se postulaba en una crónica de gangsters de marcado alcance social, en la que quizá -y tendría que revisarla para matizar o no esta aseveración- se dejaban entrever las limitaciones de dicha mirada crítica y su entronque con otras vertientes cinematográficas alejadas de la más practicada y reconocida en su obra.
Sea como fuere, a partir del éxito logrado con 42th STREET (La calle 42, 1933. Lloyd Bacon), la astucia de los hermanos Warner les lleva a probar fortuna de nuevo con una propuesta musical enmarcada en el propio mundo de la escena newyorkina, pero introduciendo en ella un claro matiz que ligue su base argumental con los primeros pasos del new deal roosweltiano, de los cuales los mandatarios del estudio fueron desde el primer momento auténticos fervorosos -y buena parte de este sentimiento se puede detectar en la producción del estudio durante esta década, marcada por una evidente inclinación social, más allá de la mayor o menor enjundia de sus rápidos productos-. A estas premisas se unirá el seguimiento de una lejana comedia vodevilesca originaria de Avery Opwood -a mi modo de ver, lo más caduco del conjunto-. Fruto de esta mixtura, nos encontramos con un conjunto extraño, atractivo e incluso experimental en sus mejores momentos, con un primer tercio magnífico, una excesiva dependencia en su parte central de una trama de comedia de muy cortos vueltos y escaso interés, por más que en su momento albergara cierta audacia ante los públicos de la época. Todo ello, en cierta medida, quedará elevado en su parte final con la presencia casi consecutiva de dos de las mayores aportaciones de Berkeley en el seno de la misma, recuperando en sus minutos finales ese alcance crítico que se vislumbraba en tono cínico en sus primeros minutos. Y buscando, casi a contrapelo, un sorprendente alcance épico y reivindicativo de un cercano hecho de la vida social norteamericana, ligado a la I Guerra Mundial.
GOLD DIGGERS OF 1933 (Vampiresas 1933, 1933. Mervyn LeRoy) se inicia con la primera aportación de Berkeley en el glamouroso “We’re in the Money”, en el que destacará con ironía ese canto a la supuesta superación de la Gran Depresión que emana de las optimistas coristas que lo interpretan, con la progresiva introducción de la realidad del mismo. Un plano de ruptura del productor -Barney Hopkins (Ned Sparks)-, nos permite comprobar que nos encontramos ante el ensayo de vestuario de la producción, de repente interrumpido por la autoridad judicial que certifica el embargo de la producción y, con ello, impidiendo el estreno del espectáculo. Con una ajustadísima sucesión de planos, LeRoy acierta a describir un marco de miseria generalizada, que se centra en las tres protagonistas femeninas. Estas son Polly Parker (Ruby Keeker), Carol King (Joan Blondell) y Trixie Lorraine (Aline MacMahon), ambas condenadas a penosas condiciones laborales y económicas, aunque la primera de ellas al menos amortigüe su ansiedad con el creciente cariño que siente ante el joven Brad Roberts (Dick Powell), un emprendedor y amable compositor en apariencia sin fortuna, que aparece como vecino en el edificio de apartamentos.
De manera inesperada retornará Barney ante la posibilidad de producir un nuevo espectáculo ambientado en el citado entorno de la Gran Depresión, pero se topará ante la ausencia de los necesarios fondos, contando con la sorprendente posibilidad de la obtención de Brad de los quince mil dólares necesarios para iniciar el mismo. El promotor quedará gratamente sorprendido de las posibilidades del muchacho como compositor, pero también de sus aptitudes como cantante, aunque este se niegue por completo a exhibirse públicamente en el mismo. Reiterará dichas reticencias cuando en los ensayos se evidencie la incapacidad del actor elegido. Sin embargo, cando minutos antes de la función de estreno este se encuentre incapacitado para actuar, a Brad no le quedará finalmente más remedio que actuar en una función que resultará un gran éxito, y en la que casi de inmediato se descubrirá el origen aristocrático del muchacho. Por ello, su hermano mayor -Lawrence Bradford (Warren William)-, acompañado de su abogado -Faneul Peabody (Guy Kibbee) intentarán hacer desistir a este del compromiso anunciado con Polly. Para su desgracia, se toparán de manera equivocada con Carol y también Trixie, quienes intentarán jugar con ambos, sin sospechar unos y otras la inesperada llegada del amor.
GOLD DIGGERS OF 1933 se dirime en su casi totalidad en secuencias de interiores, casi como si se apostara por una voluntaria desdramatización de un relato que, en sus mejores momentos, apuesta por una deliberada y personalísima pátina surrealista emanada de la creatividad de Berkeley. Por el contrario, y es curioso señalarlo, en aquellas secuencias centradas en potenciar el banal seguimiento por la comedia de equívocos, es cuando el film de LeRoy adquiere un sesgo más teatral, por más que se advierta una cierta ligereza con la cámara. Por el contrario, dentro de esa vertiente no musical, conviene recordar que el director se encontraba en el que quizá fuera el mejor momento de su carrera, acertando en esa mirada social de marcado alcance crítico, que en no pocos momentos de la película se encuentra presente.
En cualquier caso, para bien y para mal, nos encontramos ante un producto propio de su tiempo concreto. Algo que en su vertiente más caduca se muestra además en los galanteos exteriorizados por la pareja formada por Powell y Keeler -aunque en ellos se siga desprendiendo un cierto e ingenuo encanto-. Retengamos la contundencia y casi perfecta estructuración de sus primeros cuarenta minutos, en los que junto a esa mirada siempre irónica sobre las estrecheces del periodo vivido, disfrutaremos de la escenificación del estreno de la nueva producción, por medio del deslumbrante “Pettin’ in the Park”, a mi modo de ver el episodio más glorioso de los cuatro aportados por la creatividad de Berkeley, en el que su desbordante imaginación logra convertir casi sin sucesión de continuidad, una aparente mirada social generacional, en un entorno que se dirimirá en una progresiva mirada revestida de desbordante sexualidad -en la que la presencia del pícaro Billy Barty simulando ser un pícaro bebé resultará fundamental-, que aún sigue sorprendiendo al lograr sortear una censura muy poco después más estricta. Serán unos minutos ante los que el espectador asiste a una casi incesante sucesión de momentos divertidos, burbujeantes, irónicos y siempre creativos, hasta el punto de ratificar una de las muestras más rotundas del surrealismo cinematográfico emanado desde Hollywood en dicha década.
Ello no nos debe permitir dejar de reconocer la enorme valía de las dos últimas escenificaciones que, de manera casi consecutiva, se insertarán en su parte final. La primera de ellas será “The Shadow Waltz”, destacada por la inmensa y originalísima escenografía décó, y la utilización de elementos luminosos fluorescentes, dentro de una puntual oscuridad que se planteará en sus instantes más sorprendentes. Y para coronar su conjunto, GOLD DIGGERS OF 1933 ofrecerá el sorprendente -por su dramatismo- “My Forgotten Man”. En ambos casos, el aporte que brindarán los claroscuros de la iluminación en blanco y negro de Sol Polito devendrá fundamental, y este sorprendente episodio de clausura -de menor efectividad a nivel coreográfico- destaca por la contundencia con la que evoca el drama de los parados combatientes en la I Guerra Mundial, dentro de unos minutos caracterizados por su aura sombría, y que en su momento recordaban una protesta brindada por miles de ellos en Washington que fue salvajemente reprimida por fuerza gubernamentales poco meses antes del rodaje de la película.
Que duda cabe que esta mixtura de elementos, desconciertan, pero, a fin de cuentas, en su conjunto, brindan la singularidad de una película caracterizada por sus altibajos y por ondear por senderos en ocasiones incluso contrapuestas. Pero también por su riesgo y atrevimiento, más allá de su común apreciación dentro de la evolución del cine musical. Algo que incluso excede su desigual resultado final, y nos permite paladear sus bloques más perdurables con verdadero placer.
Calificación: 2’5