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CINEMA DE PERRA GORDA

Robert Hamer

IT ALWAYS RAINS ON SUNDAY (1947, Robert Hamer)`[Siempre llueve en Domingo]

IT ALWAYS RAINS ON SUNDAY (1947, Robert Hamer)`[Siempre llueve en Domingo]

Pocas películas inglesas de su tiempo, y estamos hablando de un ámbito tan extenso como definido por la densidad de sus planteamientos temáticos y cinematográficos, albergan una mirada revestida del pesimismo, e incluso el aura existencial, de IT ALWAYS RAINS ON SUNDAY (1947). Nos encontramos con una de las primeras realizaciones de Robert Hamer, la segunda en solitario, y en donde el realizador inglés logra trasladar a la pantalla una extraña simbiosis que podría resumirse en una actualización del universo dickensiano, las consecuencias que la cercanía de la II Guerra Mundial mantenía con las clases populares del East End londinense, e incardinando con ello una mirada global en la que el alcance existencial, lega por momentos a hacerse tangible en la pantalla. Lo logrará con la precisa, física e intensa puesta en escena dispuesta por un Hamer entregado por completo a un tratamiento argumental de base coral, que le permite extender su radio de acción en un marco espacio temporal de reducido ámbito –una jornada lluviosa de domingo- A partir de ahí, centrará su mirada en las relaciones, los comportamientos y, ante todo, en esa expresión colectiva de desencanto, que se manifestará desde una sumisión de raíz obrera, hasta su expresión dentro del ámbito delictivo. Todo ello, pasando por la expresión de comportamientos y actitudes de marcado acento primitivo, dominadas por la mezquindad y el egoísmo.

La película se enriquece por la prodigiosa implicación del operador de fotografía Douglas Slocombe, que logra con su contrastada iluminación en blanco y negro, erigirse como uno de sus principales valores, aliándose con las intenciones del realizador, para potenciar todos sus meandros visuales. Añadamos a ello la anuencia de un reparto perfecto, en el que se llega a olvidar que estamos ante intérpretes, como sería habitual en buena parte del cine de las islas. Lo cierto es que IT ALWAYS RAINS ON SUNDAY –una de las numerosas películas de los Ealing Studios que no se estrenó comercialmente en nuestro país, probablemente por sus implicaciones sexuales, en torno a la relación de la protagonista con el preso evadido-, aparece revestida de una severidad, que no por compartida con otros exponentes de la producción de un estudio más conocido por sus justamente célebres comedias, acentúa esa carga sombría que aparece en todos y cada uno de sus planos y disgresiones. Se trata de una producción que si bien no llega a apurar ese alcance existencial –probablemente dada su condición de obra destinada a estratos populares del momento-, no por ello deja de lado su condición de sombría plasmación de un universo que todavía rezuma una sociedad convulsa. Es cierto que títulos posteriores aventurarían dicho sendero –el propio realizador lo abordaría en la magnífica THE LONG MEMORY (1953)-, pero resulta evidente que en los instantes más intensos del film de Hamer, aparecen no pocos resabios que lo emparentan con el expresionismo alemán, o incluso con la cercanía y ecos muy evidentes de las corrientes neorrealistas en plena vigencia en aquel 1947, en el que Roberto Rossellini estrenaría el inmortal GERMANIA ANNO ZERO.

Así pues, tomará como eje central la sencilla calle –que es mostrada en numerosas ocasiones apoyando la pretendida cotidianeidad de su mirada inicial-, en donde se encuentra la vivienda de la familia que centrará la acción central del relato. Es la de la familia Sandigate, situando la acción en la matriarca, Rose (extraordinaria Googie Withers). Casada con George (Edward Chapman), que ya vivió un anterior matrimonio que le legó dos hijas ya adultas y un niño, y que cuenta con bastantes años por encima, ha brindado a Rose estabilidad y cariño, aunque en el interior de una mujer aún deseable anide la insatisfacción. Será algo que reverdecerá cuando conozca la noticia de la fuga de Tommy Swann (John McCallum), condenado en prisión por un atraco, y que acudirá a refugiarse de la huida en el trastero de la vivienda familiar, siendo descubierto por Rose. Desde ese momento intentará ayudarle, venciendo con ello las dificultades que alberga ocultarlo ante su propia familia, y la creciente inquietud que aparece en el entorno, al conocerse la huida de alguien ligado a dicho entorno. Sin embargo, con ser considerables dichas dificultades, más supondrá para Rose recordar el pasado amoroso que le ligó a Tommy, que tuvo incluso un momento de especial incidencia cuando este le entregó un anillo de compromiso que aún conserva. Es decir, para ella se planteará de nuevo el debate entre la pasión y la rutina. Sin embargo, pese a plantearse la posibilidad de proporcionar un giro a su vida, Rose percibirá que en Tommy no queda nada de aquel hombre romántico que fue –ni recuerda que le regaló aquel anillo que para ella significó tanto-, por lo que se resignará a prolongar su vida con ese hombre ya veterano, que al menos la ha respetado.

Con ser importante este epicentro dramático, articulándose las diversas subtramas de la película a través de los diversos componentes de la familia Sandigate, creo que la amargura que desprenden todos y cada uno de los planos de IT ALWAYS RAINS ON SUNDAY, aparece por un lado en la negrura que desprenden los exteriores fotografiados, pero también en los interiores de las viviendas completamente degradados, en esos exteriores urbanos embrutecidos –mercados, aglomeraciones-. En la sensación de rutina que desprenden sus imágenes –los ritos en las tabernas-. Pero, sobre todo, el film de Robert Hamer despliega una de las galerías humanas más desoladoras de toda la historia del cine británico. Nos encontramos sin ningún personaje que proporcione el menor asidero al espectador, quizá con la intención de potenciar al de Rose, que al menos aparecerá en todo momento, y hasta su decisión final de intentar suicidarse, como el más coherente de todos. Su marido quedará descrito como un ser sin personalidad. Sus dos hijastras se caracterizan por sus devaneos. Incluso el muchacho adoptará aíres picarescos. Pero es que junto a ellos aparecerá Morry, el dueño de una tienda de música, que le será infiel a su mujer, ligándose a una de las dos jóvenes hijastras de Rose. Aparecerá también el hermano de este hombre licencioso –Lou-, caracterizado por sus prácticas mafiosas, y tres miserables que han realizado un asalto a un furgón de patines, que finalmente malvenderán a un siniestro estraperlista que esconde su condición bajo una fachada de religiosidad. Incluso contemplaremos a un periodista bastante impertinente, que tendrá un papel de especial importancia en el giro final del relato, obteniendo la información de la posible procedencia del fugado mediante el chivatazo realizado por una camarera del pub en donde trabajó Rose en el pasado, intentando quizá con ello vengarse de ella. Asistimos en conjunto el devenir de una fauna en la que apenas tenemos el más mínimo asidero emocional, y en la que las pesquisas, grises y funcionales, del sargento Fothergill (Jack Warner), aparecen dominadas casi como un oasis de cordura, en medio de un océano dominado por los más bajos instintos de la condición humana.

El film de Hamer se acrecentará con un admirable episodio final, en el se describirá el intento de fuga de la población de Swann, siendo acorralado en un viejo andén dominado por la noche –estremecedor el instante en el que deseará ser atropellado por un tren, antes que ser capturado por la policía-, y la capitulación final al conformismo de Rose, superada por los acontecimientos y resignándose al cariño de un hombre mucho mayor que ella, mientras que el espejismo de una vida diferente y más emocionante, se ha revelado infructuoso. Conclusión nada conformista y si bastante amarga, para uno de los retratos más nihilistas que el cine de las islas brindó en aquellos años tan intensos para su expresión fílmica.

Calificación: 3’5

THE LONG MEMORY (1953, Robert Hamer)

THE LONG MEMORY (1953, Robert Hamer)

Haber tenido la oportunidad –eso sí, muy fragmentada en el tiempo- de acceder a la casi totalidad de la filmografía del británico Robert Hamer –he contemplado hasta la fecha nueve de sus once títulos-, me sigue manteniendo un claro interrogante que no logro resolver. Una apreciación que se basa en el enrome respeto que poco a poco ha ido conciliando su figura –no me cansaré de señalar que su compañero Alexander Mackendrick lo consideraba el mejor director de su generación-, y que en algunos ámbitos le ha venido concediendo la siempre esquiva y compleja consideración de “autor”. Tendría que recuperar el visionado de aquellos títulos cuyo recuerdo tengo más lejano, pero lo cierto es que mi impresión personal me indica que en su obra se detecta un hombre de cine competente y en ocasiones incluso con resultados magníficos, pero que la personalidad de su obra no alcanza los rasgos de personalidad que sí poseían, por ejemplo, el citado Mackendrick, el tandem formado por Michael Powell y Emeric Pressburger o el mismísimo Alberto Cavalcanti, por citar algunos ejemplos. Ello no nos debe hacer menospreciar su aportación fílmica –como la de Charles Crichton, David Lean, Basil Dearden, los hermanos Boulting, Sydney Gilliat, Frank Launder y otros numerosos realizadores, entre los que ya se agazapaba la figura de un emergente Terence Fisher-. Digámoslo ya, es en el contexto de la producción destinada al gran público de los cines inglés e italiano de las décadas de los cuarenta y cincuenta, donde se puede apreciar y valorar más una labor de grupo, atendiendo sobre todo a las cualidades de las propias películas entendidas como hecho individual. Y valga este largo preámbulo, para destacar la valía de la magnífica THE LONG MEMORY (1953), que no dudo en considerar una de las obras más valiosas de Robert Hamer –quizá solo superada por la inmediatamente posterior THE DETECTIVE (El detective, 1954)-, y en la que sobre todo cabe valorar y destacar su conexión con diferentes corrientes ligadas al cine inglés de su tiempo. Unas conexiones estas que no impiden que su resultado adquiera personalidad propia, erigiéndose como un producto contundente, sombrío y abierto a múltiples lecturas e influencias.

THE LONG MEMORY narra la historia de un deseo de venganza. El protagonizado por un condenado inocente –Philip Davidson (un excelente John Mills)- por un crimen que no cometió, y que unos testimonios falsos llevaron a doce años de cárcel. La película se inicia con un plano general de tenebrosa fisicidad, mostrando una zona costera en panorámica, sobre la que se ubican los restos de barcas ruinosas que se encuentran dispuestos como esqueletos de madera. Hasta allí llegará Davidson cuando aún no le conocemos como personaje, buscando instalarse en una de ellas, y mostrando su carácter taciturno cuando un mendigo que vive entre dichos barcos intenta entablar una relación de amistad con él. Será la oportunidad para que el espectador conozca las circunstancias que le llevaron a sufrir esa injusta condena, en la que intervino incluso la que entonces era su novia –Fay (Elizabeth Sellars)-, que por proteger a su padre en una pelea que costó la muerte a una persona, testificó en contra de la verdad, facilitando la pasión del protagonista. La acción volverá al momento presente, percibiendo el espectador el deseo de vengarse de todos aquellos que forjaron su injusta reclusión. Un deseo que no podrá ya manifestarse en el padre de Fay, que murió en el transcurso de los años, pero sí en Pewsey (John Slater), el atolondrado ayudante que ratificó los testimonios de padre e hija, y de la propia Fay, que en el transcurso del tiempo se casó con el inspector Bob Lowter –precisamente quien comandó las investigaciones que condenaron a Davidson-, convirtiéndose en una respetable mujer de familia con un hijo. Para ambos la noticia del regreso del ex convicto, supondrá ante todo un revulsivo, la obligación de recordar un hecho oscuro de su pasado que se encontraba en apariencia olvidado. Pero al mismo tiempo supondrá en Phillip la casi atávica necesidad de buscar en esa intención de vengarse, la necesidad de reivindicarse como ser humano. Sin embargo, ese odio generado con mayor o menor justificación, encontrará en el protagonista un elemento inesperado que –aunque en un primer momento lo rechaze- poco a poco irá abriendo en sus perspectivas la posibilidad del encuentro con un sentimiento casi olvidado en su corazón; el amor. Este se presentará en una joven caracterizada por un pasado traumático, que trabaja en una lúgubre taberna ubicada en medio de esas lagunas resecas, y rodeada –como ella misma señalará- por hombres malvados. Será Ilse (Eva Bergh), quien desde el primer momento percibirá la nobleza que se esconde en el interior de Davidson, por más que este intente encubrirla dentro de su instinto de venganza. Será algo que logrará exteriorizar en un instante memorable –quizá el mejor de la película-, cuando en el interior de esa barcaza por fin este se decida a besar a la muchacha –excepcional la expresión de Mills-, dando rienda suelta a ese deseo hasta entonces dominado en él.

Basado en una novela de Howard Clewes –a partir de la cual el propio Hamer y Frank Harvey fueron los responsables de su guión-, THE LONG MEMORY interesa en la precisión de su relato, pero lo logra quizá aún más en la hondura psicológica con que son tratados sus personajes. Será algo que apreciaremos no solo en los principales, sino incluso en aquellos que tienen una presencia secundaria –el mendigo de mente ida que en los últimos instantes será capital para salvar la vida del protagonista; el estraperlista que sobrevivió en su momento y modificó su identidad, custodiado por un ayudante en el que se presupone una extraña relación homosexual, los desalmados que pueblan la sucia taberna en la que trabaja Ilse-. Se percibe en la película una sensación de hastío casi existencial, a través de una mirada coral en la que parece escenificarse la oposición de un pasado sombrío –en el que las huellas de la II Guerra Mundial casi aparecen como perceptibles- y un futuro –el vivido por Lowter y su interesada y atormentada esposa- donde se adivina una etapa de prosperidad para la sociedad inglesa. Dentro de ese marco físico, espléndidamente matizado por la oscura fotografía en blanco y negro de Harry Waxman, Hamer logra proponer una extraña mixtura de referentes dramáticos, que por momentos nos insertan en un thriller y en otros se plantea con elementos dramáticos. En algunas ocasiones aparece con tintes románticos, alienta aspectos realistas consustanciales al cine inglés y, y esta es quizá la influencia más sorprendente, en ciertos de sus episodios parecen adquirir ciertas concomitancias con el western. Será algo que quedará ligado con la propia presencia de ese sentimiento de venganza, pero que tendrá su expresión narrativa más evidente en la excelente secuencia en la que Davidson, los oficiales de policía y el periodista que formula el seguimiento del caso, se ubicarán en el exterior de la vivienda donde se encuentra Pewsey –junto a su amante-. La propia disposición de la planificación, parece evocarnos una tradicional secuencia de tensión westerniana, aunque traslada a un contexto británico de clase obrera. En otros momentos, la propia planificación e iluminación del discurrir del protagonista por las oscuras calles, parecen ofrecernos un curioso precedente del Robert Mitchum de THE NIGHT OF THE HUNTER (La noche del cazador, 1955. Charles Laughton).

La película se beneficia de un férreo sentido de la progresión, unos giros en todo momento bien insertos en la narración y, ante todo, la capacidad expresada de integrar en un solo plano la fuerza física de su trazado con la hondura psicológica de sus personajes. Llegados a este punto, son numerosos los instantes en los que esta dualidad proporciona momentos magníficos. Será algo que se manifestará de forma poderosa en buena parte de las secuencias protagonizadas por Fay. Desde la soledad con la que se la encuadra en la cama, sintiéndonos partícipes de su remordimiento interior, las maneras exteriores con las que intenta plantear ante su marido una absoluta normalidad al conocer el regreso de Davidson, lo doloroso que le resulta la confesión a Bob del perjurio que cometió en el pasado –y del que su esposo sospechó desde el primer momento-, o el progresivo hundimiento que manifestará, y que estará a punto de cometer su propio suicidio. Pero junto a estos detalles, THE LONG MEMORY destaca por la mirada desoladora que ofrece sobre una sociedad en la que el embrutecimiento de las clases obreras, irá unido de la mano con la descripción física de unos exteriores tumefactos y cercanos a la ruina. Una decrepitud de un contexto urbano, que irá unida a la de unos habitantes condenados a sobrevivir en medio de un contexto hostil, y del que solo milagrosamente el antiguo convicto vuelto a la libertad, encontrará una segunda oportunidad existencial. Le costará llegar a ella, tras vivir un episodio final en las inmediaciones del lugar donde se encuentran esos ruinosos barcos, rodeados por barrizales, el que estará a punto de ser asesinado por parte de aquel hombre que se pasó por muerto en aquel traumático incendio que le costó su injusta condena, en el que por su extrema dureza y sordidez podemos detectar ecos del Erich Von Strohëim de GREED (Avaricia, 1924). El aparente happy end del film, tiene la virtud en esta magnífica película, de expresarse asi como la necesidad del reencuentro consigo mismo de un hombre necesitado de un aliento vital, de saborear simplemente algo que no sea sufrir un destino injusto, así como la búsqueda de la verdad por parte del atormentado inspector, aunque ello conlleve por parte de su esposa la asunción de la culpabilidad de su perjurio.

En definitiva, una vez más, la visión de THE LONG MEMORY nos ratifica en la necesidad de ratificar la valía del cine inglés, y nos emparenta con algunos rasgos consustanciales al cine de Hamer, como es esa capacidad descriptiva de alcance realista, o su apego a las historias criminales bajo las cuales se escondieran un entramado psicológico de raíz social. Cierto es que dichos rasgos no fueron exclusivos de su cine, y se extendieron en la obra de otros muchos realizadores. Sin embargo, la evidencia, lo que nos interesa a la hora de proyectar una mirada sobre una película sobre la que apenas existen referencias, es destacar su fuerza expresiva, la contundencia de su enunciado, y resultar muy superior a otros títulos de esta vertiente que, de manera incomprensible, gozan de mayor prestigio –es el caso de THE BLUE LAMP (El farol azul, 1950. Basil Dearden)-. Por ello, se impone su reivindicación, como con tantos otros exponentes de la producción británica, relegada al olvido durante décadas. A tiempo estamos de ello.

Calificación: 3’5

FATHER BROWN (1954, Robert Hamer) El detective

FATHER BROWN (1954, Robert Hamer) El detective

Deliciosa. Es la primera palabra que me viene a la mente para describir la mayúscula sorpresa que me ha producido FATHER BROWN (El detective, 1954), a la que no dudo en considerar –ahora que mi perspectiva sobre la materia es lo suficientemente amplia-, como una de las tres mejores comedias que el cine inglés produjo en la década de los cincuenta –las otras dos serían los logros de Alexander Mackendrick para los estudios Ealing con THE MAN IN THE WHITE SUIT (El hombre vestido de blanco, 1951) y THE LADYKILLERS (El quinteto de la muerte, 1955)-. No es la primera vez que traigo a colación la admiración que Mackendrick sentía hacia la figura de su director, Robert Hamer, a quien consideraba el mejor director de su generación –distinción que si mereció alguien fue el propio realizador de MANDY (1952), por supuesto-. Y señalo esa intriga, en la medida que sin dejar de reconocer un cierto nivel en los títulos de Hamer –de no muy amplia filmografía- que he logrado contemplar, no se podía dejar de constatar la existencia de ciertos desniveles o ausencia de ambición en su cine. Es más, y aún apreciando dentro del lejano recuerdo que tengo de ella, KING HEARTS AND CORONETS (Ocho sentencias de muerte, 1949), considero que se trata de una comedia quizá algo sobrevalorada, y quizá la cima de la sensibilidad de su obra se encontrara en la apenas conocida TO PARIS WHIT LOVE (A parís con el amor, 1955).

 

Se trata de una intuición que, de alguna manera, he visto ratificada al contemplar esta adaptación de una de las obras del escritor católico G. K. Chesterton. Son muchas las cualidades que emanan tanto en el excelente film que sirve como marco de estas líneas, como en la anteriormente citada comedia de ambiente británico desarrollada en tierras parisinas. En ambos referentes se da cita una mirada revestida de hondura y sinceridad en torno a los sentimientos más profundos del ser humano, que bien pudieran ser de alguna manera la expresión de la personalidad que Hamer quisiera manifestar a través de su cine, aunque en pocas ocasiones pudiera trasladarlas de manera adecuada. Y señalo estas apreciaciones, porque jamás podría imaginar encontrarme con una película revestida de una sensibilidad tan especial, modulada con un timming tan personal, acreedora de una de las cualidades más difíciles que hay de encontrar en el cine; la de parecer que su imágenes fluyan, sin importar en ellas cualquier inflexión dramática. En efecto, en FATHER BROWN se produce ya desde su inicio una extraña sensación de serenidad, que no abandonarán sus poco más de ochenta minutos de duración. Es una opción que estoy convencido se deberá encontrar a la hora de buscar un sentido a la adaptación de la obra original del conocido escritor –que, como siempre, confieso no haber leído-, y que en la película queda manifestada con una seguridad admirable, insertando además en la anécdota argumental una especie de apólogo moral, que quizá en otras manos podría haber incurrido en el peor de los sermones moralizantes, pero que estimo en esta ocasión reviste no solo coherencia sino, sobre todo, calidez, y la sensación de que no podría haber concluido de otra manera.

 

En realidad, FATHER BROWN plantea dos dilemas incardinados con una sencillez pasmosa. Uno de ellos sería el del atractivo que el mal puede ejercer en una persona caracterizada por su búsqueda casi obsesiva del bien, y el otro una batalla por acceder a la inteligencia o la sabiduría como referente máximo del sentido de la existencia. Es algo que se planteará en primer lugar con la presentación del personaje del sacerdote protagonista, ese Brown (una superlativa creación de Guinness) que no duda en inmiscuirse en la labor delictiva de un parroquiano suyo, siendo detenido cuando se dispone a devolver el botín del robo que este ha cometido, y que en sus sermones deja entrever esas inquietudes que combinan su labor pastoral con sus veleidades detectivescas. De la noche a la mañana se le planteará una oportunidad para poner en práctica esa obsesión que siempre ha mantenido, pero que hasta entonces solo han anidado en su mente. Lo hará a partir de la orden recibida por parte de sus superiores eclesiásticos de coordinar el traslado de una antigua y sencilla cruz que perteneció a San Agustín, para participar en un congreso eucarístico. Este desplazamiento alerta el previsible interés que en su robo podría tener un conocido y reputado ladrón a quien nadie conoce físicamente, llamado Flambeau. Será la circunstancia propicia para que nuestro protagonista exteriorice esa inclinación natural de contemplar desde fuera la fuerza del mal –en este caso manifestada a través del robo-, insertándose en unos terrenos harto peligrosos e intrigantes, y al mismo tiempo proporcionando a la función una fuente constante de placer. Ya lo había ofrecido un nunca más inspirado Hamer al describir con tanta sensibilidad el personaje de esa aún joven viuda y fiel parroquiana Lady Warren (exquisita Joan Greenwood) –a la que poco después recuperará ligándola con agudeza al en el fondo solitario ladrón-, integrando al espectador en un auténtico duelo de serena audacia y agudeza, mostrado entre las formas sencillas y amables del sacerdote y la elegancia casi felina de Flambeau, a quien un ya consolidado Peter Finch proporciona un empaque magnífico. Será la contraposición de dos personalidades a primera instancia opuestas, pero que en su intersección emergerán con una química casi milagrosa –es algo que probablemente ya se encontraba en el relato de referencia- la base sobre la que Robert Hamer acertará al trasladar dicha relación con un constante sentido de la mesura y, precisamente por ello, con una rara sensación de verdad cinematográfica.

A partir de esa contraposición, la película discurrirá con esa ya señalada sensación de que sus imágenes fluyen –a lo que ayuda no poco la magnífica iluminación en blanco y negro proporcionada por Harry Waxman-, sin importar si las mismas se inclinan por la descripción de sus personajes, ese constante duelo entre sus dos antagónicos protagonistas, o bien esta se inclina por matices netamente humorísticos, tratados sin embargo con una sensación de naturalidad que logran incentivar en ocasiones su eficacia final. Por trasladar estas impresiones en ejemplos concretos, el film de Hamer ratifica de manera constante esa serenidad que esconde su inspirado tratamiento, y que se manifiesta en la sensación de amenaza que se logra trasladar a la pantalla cuando nuestro clérigo se encuentra en el vagón de tren al trasladarse en viaje portando en un paquete la deseada cruz, mientras los diferentes pasajeros que comparten su departamento –casi todos ellos clérigos, aumentan esa inquietud, siempre sin alzar la voz-. Será un contraste con el giro que adquirirá la acción cuando Brown y el posteriormente revelado como Flambeau –aunque el primero supiera desde el encuentro con este, que se encontraba con el reputado ladrón-, se paseen por los interiores de las catacumbas parisinas –una secuencia magnífica y al mismo tiempo sorprendente-. Pero esta singularidad que adquieren los encuentros entre los dos protagonistas –en el que cabría unir el episodio en el que el sacerdote logra visitar la impresionante galería de obras de arte que esta alberga como un supremo placer personal-, no impide que FATHER BROWN ofrezca algunas de las mejores secuencias de la comedia británica en la década de los cincuenta, revestidas además de una especial hilaridad precisamente por la sutileza con la que son mostradas. Buena prueba de ello nos lo ofrecerá el magnífico episodio de la subasta del ajedrez de Cellini propiedad de Lady Warren, propuesto para atraer el interés de Flambeau –que luego se comprobará era comprensible- y que se erige en un fragmento espléndido, hasta confluir en su casi delirante conclusión al mostrar –en off- la destrucción de un jarrón de la dinastía Ming. No será el único episodio glorioso dentro del ámbito de dicho género, como lo demostrará el encuentro de Brown con el especialista en heráldica  parisino Vicompte (el veterano y magnífico Ernest Thesiger), dotado de un fantástico crescendo cómico.

 

Pero con ser magníficos eos y otros episodios, conviene reincidir en esa constante sutileza, en esa capacidad para mostrar una mirada comprensiva sobre el comportamiento humano, que preside el conjunto del film de Hamer. Es algo que manifestará ese momento en que Flambeau devolverá a Lady Warren ese valioso juego de piezas de ajedrez, planificado e interpretado de tal manera que anuncia una atracción mutua entre ambos, o la lúcida conversación que mantendrán el ladrón de guante blanco y comprensibles razones, y ese sacerdote que desea, siempre con las armas de la razón, hacer que este produzca lo que lograra en los primeros instantes de esta magnífica película con aquel tosco delincuente que pronto logró revertir en chófer. Será algo que permitirá una hermosa conclusión dentro de la parroquia de Brown, en la que una extraña musicalidad dominará el pronunciar de la homilía de un sacerdote feliz, mientras entre los feligreses se encuentran dos personas a las que ha logrado unir. Unos instantes provistos de un alcance emocionante y casi conmovedor, en el que no me resultaron lejanos los ecos de nombres como Leo McCarey.

 

Lo dicho. Asumir placeres como el que me ha proporcionado FATHER BROWN, es quizá una de las mayores recompensas que puede proporcionar el compromiso del espectador cinematográfico.

 

Calificación: 4

SCHOOL FOR SCOUNDRELS (1960, Robert Hamer)

SCHOOL FOR SCOUNDRELS (1960, Robert Hamer)

Mientras las pantallas británicas, casi de la noche a la mañana se veían impregnadas del realismo impuesto por el Free Cinema, el arraigo popular –que no crítico en la ceguera de la época- de las producciones de Hammer Films, y los ya consolidados intentos de drama psicológico ofrecidos por un asentado Joseph Losey, también se alternaban en sus carteleras un conjunto de producción marcadamente popular, al que el paso de los años ha condenado a un bastante injusto olvido. Sigue pareciendo por ello vigente esa maldición implícita en torno a la pretendida carencia de interés del cine inglés, cuando incluso en este periodo, podemos encontrarnos con muestras más o menos interesantes, de mayor o menor calado, si me apuran incluso en algunas ocasiones olvidables, que a fin de cuentas sirvieron para que la industria británica mostrara su competencia profesional, y en algunos de los géneros abordados  -en especial el cine de terror, el policiaco y la comedia- demostrara una especial implicación.

 

Precisamente de la última de las vertientes citadas, en la confluencia de finales de los cincuenta y primeros sesenta, las pantallas inglesas se verán frecuentadas por comedias que en buena parte de sus ejemplos aparecían como exponentes tardíos de las muestras ofrecidas en los entrañables estudios Ealing. Es curioso, en ese sentido, consignar el hecho de que aquellas celebradas producciones en realidad no fueron muy numerosas, y quizá en algunos de sus exponentes su excesiva mitificación es la que ha ejercido como injusto elemento en contra a la hora de valorar títulos posteriores que, en algunos casos, gozaban de idénticas o incluso superiores cualidades que las que les sirvieron de referencia. Es algo para lo que, llegado el caso, llegaron a prolongar la andadura de algunos de los realizadores más significados en aquella vertiente, como fueron Charles Crichton –cuyo currículo laboral se extendió incluso hasta la década de los ochenta- o un Robert Hamer que, debido a su alcoholismo, falleció prematuramente sin haber llegado a consolidar una andadura, de la que Alexander Mackendrick llegó a señalar que era el director más aventajado de todos los de su generación –un arrebato habitual de la extrema modestia que siempre acompañó las manifestaciones del autor de MANDY (1952)-.

 

Precisamente fue SCHOOL FOR SCOUNDRELS (1960), la película que cerró prematuramente la filmografía del citado Hamer, tres años antes de su muerte, tras haber realizado una aportación el cine de suspense del que tengo un recuerdo decepcionante, salvo el atractivo envolvente de sus minutos iniciales –me refiero a THE SCAPEGOAT (Donde el círculo termina, 1959). Cuatro años antes, sin embargo, había dado vida una entrañable comedia –TO PARIS WHIT LOVE (A París con el amor, 1955)-, a medio camino entre el vodevil y ecos renoirianos, que no dudo en considerar entre sus obras más relevantes al tiempo que menos conocidas. En esta tesitura, oportuno será señalar que SCHOOL FOR... se define de manera muy sucinta como una comedia de alcance moralista, atractiva en sus inicios, irregular en su desarrollo, con algunos instantes realmente muy divertidos, y que asume buena parte de su eficacia en la confluencia de un reparto de segura eficacia, al tiempo que por último se rinda a la apuesta por algunos elementos de relativa modernidad cinematográfica, que más adelante comentaremos.

 

A grandes rasgos, lo que nos cuenta el film de Hamer –basado en una novela de Stephen Potter, traslada como guión a la pantalla por Patricia Moyes y Hal E. Chester (también coproductor, y entre cuyos créditos se encuentre NIGHT OF THE DEMON (La noche del demonio, 1957. Jacques Tourneur)-, es el proceso de recuperación de la autoestima por parte de un joven que, en apariencia lo tiene todo en la vida, pero al que la práctica no se le puede ofrecer más reveses. Se trata de Henry Palfrey (Ian Carmichael), un hombre dueño de una empresa, de condición más o menos acomodada, pero al que la vida le ha despojado de cualquier responsabilidad de decidir y, en definitiva, ser alguien con opinión propia en su entorno. Cansado de esta situación, acudirá a una extraña escuela comandada por el no menos estrafalario –aunque sabio en sus conclusiones- Mr. S. Poter (un muy divertido Alastair Sim), a quien se encomendará en la tarea de poder variar su personalidad de fracasado, y convertirse en el menor tiempo posible en el ejemplo de un triunfador. Una curiosa paradoja, que el experimentador dueño de dicha academia –a la que se llega por medio de un divertido sistema de señalizaciones ubicada en sus alrededores-, señala que en el fondo solo supone intentar situarse por encima de los demás.

 

Parte del metraje de SCHOOL FOR... se expresa en un flash-back en el que el atribulado protagonista relata sus decepcionantes experiencias laborales –en donde no es respetado por ninguno de sus empleados, e incluso resulta dominado por un veterano secretario que tomas las decisiones en su lugar-, amorosas –conoce a una muchacha, April (Janette Scott), precisamente al chocar con ella en la salida de un autobús, viviendo con ella humillantes experiencias al reservar una mesa en un restaurante, o cuando se encuentran con el avispado Raymond Delauney (Terry-Thomas), que muy pronto se convertirá en rival amoroso ante esta-. Será este un bloque bastante divertido, que además esconde una mirada revestida de cierta ternura ante un personaje tan bondadoso y confiado como falto de carisma, y del que todos, de una manera u otra, se quieren aprovechar. Especialmente sangrante resulta, en este sentido, la descripción que se ofrece de su contexto laboral, la humillación que ha de sufrir al ver negada su reserva en un restaurante al que acude con April –atención al impagable detalle del sonido del billete, que pronto llega a los oídos del maitre que encarna el hasta entonces impertérrito John Le Mesurier-, o la manera con la que es timado por unos vendedores de automóviles, que le endosan con facilidad un viejo cacharro.

 

A partir de un rápido aprendizaje –en el que se destilan algunos de los instantes más divertidos de la película-, muy pronto este experimentará el reverso de todo aquello que había sufrido hasta entonces. Logrará un inesperado respeto laboral, devolverá con habilidad el viejo vehículo comprado, cambiándolo por otro más moderno, e incluso logrando beneficio en el intercambio, humillará al insoportable Delauney –en uno de los fragmentos menos logrados y más pesados del metraje- y estará a punto de alcanzar la definitiva atracción por parte de April. Sin embargo, en un momento determinado rechazará seguir los consejos que le había brindado la singular academia de Poter, decidiendo de nuevo ser el mismo y, con ello, logrando recibir el sincero afecto de la muchacha. Una mirada que limita sin duda el alcance de una sátira que jamás llega a apurar, ni de lejos, el alcance disolvente de sus propuestas, pero que hemos de reconocer tiene una conclusión sorprendente y llena de complicidad; cuando la sinfonía de John Addison –que ya demostraba una destreza con la comedia que, años después, consolidaría con sus partituras en TOM JONES (1963) y THE LOVED ONE (Los seres queridos, 1965), ambas de Tony Richardson, o THE HONEY POT (Mujeres en Venecia, 1967. Joseph L. Mankiewicz)- parece sublimar el acercamiento amoroso de Palfrey y April, Poter mirará hacia la cámara directamente, invocando a los responsables de la película que supriman la contemplación de ese final tan enojoso. Un detalle lleno de ingenio que aún tendrá una conclusión posterior; Delauney retomará en los fotogramas finales el mismo sendero que hiciera Palfrey en el inicio de la película, siguiendo las señales que le dirigen a esa insólita academia que lleva camino directo al triunfo personal.

 

Divertidos instantes finales para una película tan discreta como simpática en líneas generales, en la que se acusa por un lado un determinado formulismo en sus líneas de aplicación de la comicidad y, por supuesto, un mayor arrojo en la realización, en el que podría definirse como un curioso precedente de la posteriormente exitosa, y hoy día también olvidada THE KNACK (Una chica con gancho, 1965. Richard Lester). Es decir, que el cambio de las estructuras del cine inglés, en realidad no afectó en demasía sus planteamientos de base.

                      

Calificación. 2

TO PARIS WITH LOVE (1954, Robert Hamer) A París con el amor

TO PARIS WITH LOVE (1954, Robert Hamer) A París con el amor

Todavía recuerdo cuando en una inolvidable entrevista que en 1988 realizó el crítico Antonio Castro para la revista “Dirigido por...”, el gran realizador Alexander Mackendrick calificó a Robert Hamer como el mejor director británico de su generación –afirmación especialmente centrada en el grupo que estaba inmerso en los estudios Ealing-. Mas allá de la enorme modestia procedente de quien sí se ha considerar uno de los más grandes directores británicos de todos los tiempos, aquella afirmación siempre la he tenido en mente, procurando contemplar todas aquellas películas firmadas por Hamer –por lo demás, de una trayectoria no muy extensa-. En cualquier caso, y pese a contarse entre ellas la divertida –aunque sobrevalorada- KIND HEARTS AT CORONETS (Ocho sentencias de muerte, 1949) o su no muy destacada participación en el brillante film fantástico colectivo DEAD OF NIGHT (Al morir la noche, 1945), lo cierto es que algunas otras películas suyas que he podido contemplar incluso me han llegado a parecer decepcionantes.

Es por ello especialmente gratificante el encontrarse con TO PARIS WITH LOVE (A París con el amor, 1954) que bajo su apariencia de comedia ligera y chispeante, ofrece un curioso enfrentamiento generacional revestido de una fina ironía, con una estructura dotada de cierta musicalidad y que al mismo tiempo se integraba y desmontaba los tópicos que podían proceder de sus orígenes flemáticos ingleses y los estereotipos turísticos emanados del lugar común que ofrece París y su eterna imagen de ciudad del amor.

TO PARIS WITH LOVE se centra en el viaje que realiza a la capital francesa el aristócrata escocés Sir Edgar Fraser (Alec Guinness). Fraser es un viudo cuarentón que aún conserva una enorme lozanía, pero ha decidido este viaje acompañado de su hijo –John (Vernon Gray)- un joven de veinte años, para que se abra al amor. Lo que no sabe el padre es que su vástago también está preocupado por la soledad de su progenitor. A partir de esta dualidad se producirá una irónica situación, ya que Sir Edgar comenzará a galantear con una joven venteañera –Lizette (Odile Versois)- en principio más adecuada a John, mientras este hará lo propio con una elegante dama inicialmente elegida para su padre –Sylvia (Elina Labourdette)-. El sorprendente planteamiento dará pie a situaciones divertidas, pero sobre todo primará en su conjunto una mirada entrañable y llena de cariño hacia unos personajes que buscan sinceramente amar o sentirse amados. Unos sentimientos que llegan a impregnar los fotogramas y se extienden hasta el espectador como si de un pequeño cuento moral se tratara. Y no busquen en esta película salida de tono alguna. Es precisamente esa ligereza y musicalidad, la que permitirá que la anómala situación  que se produce entre padre e hijo en base a sus respectivas compañías femeninas se asuma no solo con flema británica, sino entremezclada de esa especial sensación etérea que sobre el amor siempre han ejemplificado en la pantalla los ecos parisinos.

Insisto en que quizá precisamente la mirada distanciada de Hamer en la que logra un film que destaca por su luminosidad y vibrante cromatismo, pero que al mismo tiempo logra desmarcarse de los tópicos ingleses en este tipo de comedia ligera y de tintes vodevilescos –bastante habitual en aquellos años- y de igual modo no incide en exceso en el ya mencionado recurso a la postal turística de París.

Por todos estos detalles, la inteligente planificación de Hamer, su excelente dirección de actores, y la introducción de momentos indudablemente divertidos –el personaje del padre taxista de Lizette; la secuencia en la que John, en calzoncillos, se pelea con el novio de Lizette, mientras que su padre intenta defenderlo accidentadamente, ya que tiene los tirantes enganchados a la puerta (que se ha cerrado), quedando ambos ridículamente estancados en el pasillo; o el momento en que Sir Edgar está a punto de caer de un árbol al intentar recuperar un elemento de tenis que ha ido a parar allí-. Todo ello confluye en un producto tan ligero como hasta cierto punto elegíaco, de tan grato disfrute y al mismo tiempo reveladora en el terreno de las relaciones. Pese a ese punto de relativa decepción que quedará en Sir Edgar tras su experiencia con Lizette, al menos le quedará la satisfacción de ver como su hijo ha encontrado a su pareja en aquella joven que de niña le resultaba repulsiva a John. Con una mirada cómplice se marchará –Sylvia-, en este pequeño “cuento moral” realizado antes de que llegara Rohmer, y que hay que situar quizá entre las películas más brillantes y desconocidas que jamás filmara Robert Hamer.

Calificación: 3