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CINEMA DE PERRA GORDA

FATHER BROWN (1954, Robert Hamer) El detective

FATHER BROWN (1954, Robert Hamer) El detective

Deliciosa. Es la primera palabra que me viene a la mente para describir la mayúscula sorpresa que me ha producido FATHER BROWN (El detective, 1954), a la que no dudo en considerar –ahora que mi perspectiva sobre la materia es lo suficientemente amplia-, como una de las tres mejores comedias que el cine inglés produjo en la década de los cincuenta –las otras dos serían los logros de Alexander Mackendrick para los estudios Ealing con THE MAN IN THE WHITE SUIT (El hombre vestido de blanco, 1951) y THE LADYKILLERS (El quinteto de la muerte, 1955)-. No es la primera vez que traigo a colación la admiración que Mackendrick sentía hacia la figura de su director, Robert Hamer, a quien consideraba el mejor director de su generación –distinción que si mereció alguien fue el propio realizador de MANDY (1952), por supuesto-. Y señalo esa intriga, en la medida que sin dejar de reconocer un cierto nivel en los títulos de Hamer –de no muy amplia filmografía- que he logrado contemplar, no se podía dejar de constatar la existencia de ciertos desniveles o ausencia de ambición en su cine. Es más, y aún apreciando dentro del lejano recuerdo que tengo de ella, KING HEARTS AND CORONETS (Ocho sentencias de muerte, 1949), considero que se trata de una comedia quizá algo sobrevalorada, y quizá la cima de la sensibilidad de su obra se encontrara en la apenas conocida TO PARIS WHIT LOVE (A parís con el amor, 1955).

 

Se trata de una intuición que, de alguna manera, he visto ratificada al contemplar esta adaptación de una de las obras del escritor católico G. K. Chesterton. Son muchas las cualidades que emanan tanto en el excelente film que sirve como marco de estas líneas, como en la anteriormente citada comedia de ambiente británico desarrollada en tierras parisinas. En ambos referentes se da cita una mirada revestida de hondura y sinceridad en torno a los sentimientos más profundos del ser humano, que bien pudieran ser de alguna manera la expresión de la personalidad que Hamer quisiera manifestar a través de su cine, aunque en pocas ocasiones pudiera trasladarlas de manera adecuada. Y señalo estas apreciaciones, porque jamás podría imaginar encontrarme con una película revestida de una sensibilidad tan especial, modulada con un timming tan personal, acreedora de una de las cualidades más difíciles que hay de encontrar en el cine; la de parecer que su imágenes fluyan, sin importar en ellas cualquier inflexión dramática. En efecto, en FATHER BROWN se produce ya desde su inicio una extraña sensación de serenidad, que no abandonarán sus poco más de ochenta minutos de duración. Es una opción que estoy convencido se deberá encontrar a la hora de buscar un sentido a la adaptación de la obra original del conocido escritor –que, como siempre, confieso no haber leído-, y que en la película queda manifestada con una seguridad admirable, insertando además en la anécdota argumental una especie de apólogo moral, que quizá en otras manos podría haber incurrido en el peor de los sermones moralizantes, pero que estimo en esta ocasión reviste no solo coherencia sino, sobre todo, calidez, y la sensación de que no podría haber concluido de otra manera.

 

En realidad, FATHER BROWN plantea dos dilemas incardinados con una sencillez pasmosa. Uno de ellos sería el del atractivo que el mal puede ejercer en una persona caracterizada por su búsqueda casi obsesiva del bien, y el otro una batalla por acceder a la inteligencia o la sabiduría como referente máximo del sentido de la existencia. Es algo que se planteará en primer lugar con la presentación del personaje del sacerdote protagonista, ese Brown (una superlativa creación de Guinness) que no duda en inmiscuirse en la labor delictiva de un parroquiano suyo, siendo detenido cuando se dispone a devolver el botín del robo que este ha cometido, y que en sus sermones deja entrever esas inquietudes que combinan su labor pastoral con sus veleidades detectivescas. De la noche a la mañana se le planteará una oportunidad para poner en práctica esa obsesión que siempre ha mantenido, pero que hasta entonces solo han anidado en su mente. Lo hará a partir de la orden recibida por parte de sus superiores eclesiásticos de coordinar el traslado de una antigua y sencilla cruz que perteneció a San Agustín, para participar en un congreso eucarístico. Este desplazamiento alerta el previsible interés que en su robo podría tener un conocido y reputado ladrón a quien nadie conoce físicamente, llamado Flambeau. Será la circunstancia propicia para que nuestro protagonista exteriorice esa inclinación natural de contemplar desde fuera la fuerza del mal –en este caso manifestada a través del robo-, insertándose en unos terrenos harto peligrosos e intrigantes, y al mismo tiempo proporcionando a la función una fuente constante de placer. Ya lo había ofrecido un nunca más inspirado Hamer al describir con tanta sensibilidad el personaje de esa aún joven viuda y fiel parroquiana Lady Warren (exquisita Joan Greenwood) –a la que poco después recuperará ligándola con agudeza al en el fondo solitario ladrón-, integrando al espectador en un auténtico duelo de serena audacia y agudeza, mostrado entre las formas sencillas y amables del sacerdote y la elegancia casi felina de Flambeau, a quien un ya consolidado Peter Finch proporciona un empaque magnífico. Será la contraposición de dos personalidades a primera instancia opuestas, pero que en su intersección emergerán con una química casi milagrosa –es algo que probablemente ya se encontraba en el relato de referencia- la base sobre la que Robert Hamer acertará al trasladar dicha relación con un constante sentido de la mesura y, precisamente por ello, con una rara sensación de verdad cinematográfica.

A partir de esa contraposición, la película discurrirá con esa ya señalada sensación de que sus imágenes fluyen –a lo que ayuda no poco la magnífica iluminación en blanco y negro proporcionada por Harry Waxman-, sin importar si las mismas se inclinan por la descripción de sus personajes, ese constante duelo entre sus dos antagónicos protagonistas, o bien esta se inclina por matices netamente humorísticos, tratados sin embargo con una sensación de naturalidad que logran incentivar en ocasiones su eficacia final. Por trasladar estas impresiones en ejemplos concretos, el film de Hamer ratifica de manera constante esa serenidad que esconde su inspirado tratamiento, y que se manifiesta en la sensación de amenaza que se logra trasladar a la pantalla cuando nuestro clérigo se encuentra en el vagón de tren al trasladarse en viaje portando en un paquete la deseada cruz, mientras los diferentes pasajeros que comparten su departamento –casi todos ellos clérigos, aumentan esa inquietud, siempre sin alzar la voz-. Será un contraste con el giro que adquirirá la acción cuando Brown y el posteriormente revelado como Flambeau –aunque el primero supiera desde el encuentro con este, que se encontraba con el reputado ladrón-, se paseen por los interiores de las catacumbas parisinas –una secuencia magnífica y al mismo tiempo sorprendente-. Pero esta singularidad que adquieren los encuentros entre los dos protagonistas –en el que cabría unir el episodio en el que el sacerdote logra visitar la impresionante galería de obras de arte que esta alberga como un supremo placer personal-, no impide que FATHER BROWN ofrezca algunas de las mejores secuencias de la comedia británica en la década de los cincuenta, revestidas además de una especial hilaridad precisamente por la sutileza con la que son mostradas. Buena prueba de ello nos lo ofrecerá el magnífico episodio de la subasta del ajedrez de Cellini propiedad de Lady Warren, propuesto para atraer el interés de Flambeau –que luego se comprobará era comprensible- y que se erige en un fragmento espléndido, hasta confluir en su casi delirante conclusión al mostrar –en off- la destrucción de un jarrón de la dinastía Ming. No será el único episodio glorioso dentro del ámbito de dicho género, como lo demostrará el encuentro de Brown con el especialista en heráldica  parisino Vicompte (el veterano y magnífico Ernest Thesiger), dotado de un fantástico crescendo cómico.

 

Pero con ser magníficos eos y otros episodios, conviene reincidir en esa constante sutileza, en esa capacidad para mostrar una mirada comprensiva sobre el comportamiento humano, que preside el conjunto del film de Hamer. Es algo que manifestará ese momento en que Flambeau devolverá a Lady Warren ese valioso juego de piezas de ajedrez, planificado e interpretado de tal manera que anuncia una atracción mutua entre ambos, o la lúcida conversación que mantendrán el ladrón de guante blanco y comprensibles razones, y ese sacerdote que desea, siempre con las armas de la razón, hacer que este produzca lo que lograra en los primeros instantes de esta magnífica película con aquel tosco delincuente que pronto logró revertir en chófer. Será algo que permitirá una hermosa conclusión dentro de la parroquia de Brown, en la que una extraña musicalidad dominará el pronunciar de la homilía de un sacerdote feliz, mientras entre los feligreses se encuentran dos personas a las que ha logrado unir. Unos instantes provistos de un alcance emocionante y casi conmovedor, en el que no me resultaron lejanos los ecos de nombres como Leo McCarey.

 

Lo dicho. Asumir placeres como el que me ha proporcionado FATHER BROWN, es quizá una de las mayores recompensas que puede proporcionar el compromiso del espectador cinematográfico.

 

Calificación: 4

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