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CINEMA DE PERRA GORDA

Robert Mulligan

A 5 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXIX) DIRECTED BY... Robert Mulligan

A 5 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXIX) DIRECTED BY... Robert Mulligan

A la derecha de la imagen, el realizador Robert Mulligan, junto al actor Gregory Peck, en un descanso del rodaje, de la inolvidable TO KILL A MOCKINGBIRD (Matar a un ruiseño, 1962)

 

ROBERT MULLIGAN... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(7 títulos comentados)

FEAR STRIKES OUT (1956, Robert Mulligan) El precio del éxito

FEAR STRIKES OUT (1956, Robert Mulligan) El precio del éxito

Desde inicios de la década de los cincuenta -y ahí se encuentran exponentes filmados por Fred Zinnemann, para ratificarlo-, se va asentando en el cine norteamericano, una corriente que ponía el foco de su mirada, en esas sombras del gran sueño americano. Historias cotidianas, o incluso centradas en figuras que fueron de gran relieve, que sufrieron en sus carnes y en sus ámbitos, la consecuencia de la presión de una sociedad, que caminaba en la búsqueda del éxito, pero que no dejaba de mostrar su egoísmo y su insolidaridad, con aquellos cadáveres que iba dejando por el camino. Seres que aparecían inadaptados a dichos esquemas, padeciendo las consecuencias de la alienación y la búsqueda ansiada por el triunfo. Fue algo que se manifestó en numerosos títulos con el paso de los años. Ejemplos como NO DAWN PAYMENT (Más fuerte que la vida, 1957. Martin Ritt), MONKEY ON MY BACK (1957, André De Toth), BIGGER TAHN LIFE (1957, Nicholas Ray)… o como FEAR STRIKES OUT (El precio del éxito, 1956), que supuso el brillante debut de Robert Mulligan, imbuido en aquellos años en una sólida andadura televisiva, de cuya generación emergió como uno de sus más distinguidos representantes.

Hay una constante en los títulos que he citado, e incluso algunos otros que les acompañaron en temáticas. En su mayor parte, o no se estrenaron en su momento en nuestras pantallas, o bien han tenido que transcurrir varias décadas, para haber sido considerados en su oscilante grado de valía. En el caso del film de Mulligan, sí que gozó de estreno comercial en España, pero es claro exponente de película, que pese a haber transcurrido más de seis décadas desde su rodaje, se encuentra casi por completo oscurecida y olvidada, sin que sus cualidades hayan sido valoradas como merece. Pero, al mismo tiempo, sin que el transcurso de tantos años, haya hecho en absoluto mella en su conjunto. Digámoslo ya. FEAR STRIKES OUT aparece en nuestros días como una obra magnífica, que sabe orillar los riesgos inherentes a un relato autobiográfico, a la truculencia que puede traducirse una anécdota argumental proclive a excesos dramáticos, y un rasgo ejemplarizante, que no dudo podría ofrecer una base argumental de superación que, al fin y a la postre, propondría la autobiografía planteada por la estrella de beisbol Jimmy Piersall. En su oposición, la película de Mulligan -producida por el posterior realizador Alan J. Pakula, fiel mecenas de los primeros títulos del firmante de la memorable TO KILL A MOCKINGBIRD (Matar a un ruiseñor, 1962)-, brilla por el admirable equilibrio del despliega en el conjunto de su metraje, al tiempo que sabe plasmar un relato que funciona a diferentes niveles, y que tiene en la enorme convicción narrativa con la que despliega su trazado narrativo, así como la sinceridad de su enunciado, la auténtica columna vertebral, que emana en torno a la vigencia de su conjunto. Es más, tengo la convicción de que, pese a situarse en una historia muy alejada en apariencia, de la que protagonizara Gregory Peck, en el título más famoso de su filmografía, Robert Mulligan ya plantea en esta película, no pocos de los elementos que configuraron esa peculiar poética, presente en lo mejor de su cine.

FEAR STRIKES OUT es, de entrada, una propuesta que funciona con voz callada, buscando orillar en su mirada los momentos más importantes y significativos, de la andadura de su protagonista; Jim Piersall (Anthony Perkins). Sus primeros instantes, describen con trasparencia, el contexto de limitaciones en que vive la familia del entonces niño Jim, en la que destaca, por encima de todo, el carácter dominante del padre de familia -John Piersall (Karl Malden)-. Y es que, en realidad, la auténtica entraña de esta espléndida película, reside esa mirada crítica en torno al patriarcado, representado en la figura de ese progenitor dominante que, con la mejor de sus intenciones, no desea más que transmitir su frustración personal, en torno a ese hijo, al que durante varios años ha estado forzando hasta el límite, para lograr convertirlo en una estrella del beisbol. Un deseo que ha intentado que prevalezca en todo momento, sin que para ello contara con las auténticas intenciones de su hijo, que siempre, siempre, ha estado sometido a sus deseos, en buena medida, dada su incapacidad de revelarse a él. Esa será la auténtica alma de una propuesta, que discurrirá siempre con una querencia por la serenidad y el realismo, ayudado por la magnífica fotografía en blanco y negro de Haskell Boggs, y las virtudes visuales emanadas por el uso de la VistaVisión de la Paramount. Todo ello, confluirá en un muy fluído melodrama, sin acusar paches en su desarrollo, que describirá la tormentosa andadura existencial de Piersall ya en su juventud -ya encarnado por Perkins-, cuando desarrolle su peaje durante dos temporadas por ligas menores, hasta alcanzar un puesto -este no deseado-, en el prestigioso equipo de los Red Sox. Todo ello, mientras en su vida persona se producirá su encuentro y rápido enamoramiento con la joven enfermera Mary (Norma Moore), con quien se casará y pronto tendrá descendencia. Siguendo esa antes señalada tendencia por parte de Mulligan, este se detendrá de manera muy especial, en las secuencias ‘a dos’ entre la joven pareja, desprendiendo las mismas una pasmosa sensación de verdad cinematográfica. En su oposición, optará por dejar en el off narrativo, la plasmación de momentos supuestamente importantes, como podría ser la boda o la llegada del pequeño de la familia.

Y es que una de las grandes virtudes de esta injustamente olvidada película, reside en esa mirada naturalista. En esa capacidad de Mulligan por apelar a la sensibilidad de sus personajes. A penetrar en la entraña de sus sentimientos, prolongando de manera inesperada, una corriente del melodrama, que podría retrotraernos a las propuestas silentes de Frank Borzage o, incluso al Murnau de SUNRISE…… (Amanecer, 1928). Dentro de dichos parámetros, no olvidará en ningún momento, una mirada en torno a las complejidades del mundo del beisbol -un deporte tan lejano a mis entendederas, como puede ser el tan cercano fútbol-, en la que se huye de resultar tan complaciente como, en el lugar opuesto, ofrecer sobre el mismo una mirada crítica o distanciada. Y es que, en realidad, no es ese el objetivo de nuestro cineasta, que optará desde el primer momento por centrarse en la figura de ese joven sensible y atormentado, al que Anthony Perkings brinda una performance realmente antológica, que logra transmitir al espectador, el complejo mundo interior que alberga su alma. No me cabe duda, que a la hora de ser reclamado por Alfred Hitchcock, para que protagonizara la película que marcó la cima de la carrera del intérprete -y, a mi modo de ver, del maestro británico; PSYCHO (Psicosis, 1960)-, tuvo muy en cuenta el admirable trabajo que brinda, tomando también la presencia del estupendo Adam Williams, uno de los posteriores villanos de NORTH BY NORTHWEST (Con la muerte en los talones, 1959). Este último, encarnará en esta ocasión, el rol del doctor Brown, especialista en enfermedades de la mente, encargado e interesado en resolver la esquizofrenia que se adueñado de la personalidad de Piersall, una vez este ha logrado resolver exteriormente, las posibilidades de su valía como jugador de beisbol -descrita en la película, en un episodio revestido de una fuerza visual y una emotividad admirable-.

Esa capacidad para alternar la sinceridad, a la hora de describir los momentos en apariencia intrascendentes, sobre todo entre Jim y la que se convertirá en su esposa. Esa ausencia del énfasis. Esa destreza en el manejo del plano largo y la grúa. Esa mirada que transmite verdad en todos y cada uno de los fotogramas de la película. Esa apelación a la esperanza, que describen esos últimos minutos, en los que el protagonista se reconcilia con su padre, casi como una necesidad, para poder ser de verdad, aquello que él mismo desea, y que se plasmará en esa conclusión, en la que los metafóricos claroscuros que se desarrollan desde el interior del vestuario del estadio, desde donde va a protagonizar, animado por si esposa, su retorno al beisbol, en realidad aparece como una llamada a la propia existencia, ya al margen de esa frustrante y traumática ligazón con su referente patriarcal. No olvidemos que poco más de un año antes, el cine USA había estrenado EAST OF EDEN (Al este del edén, 1955. Elia Kazan), con un histriónico James Dean encarnando ese muchacho enfrentado a su padre. Frente a la misma, EAST STRIKES OUT resultó un éxito de crítica, más no de público. Quizá por que su mirada resultada demasiado cercana, creíble, y desprovista de épica. Quizá, por eso mismo, sigue siendo una magnífica película en nuestros días.

Calificación: 3’5

TO KILL A MOCKINGBIRD (1962, Robert Mulligan) Matar a un ruiseñor

TO KILL A MOCKINGBIRD (1962, Robert Mulligan) Matar a un ruiseñor

Hay ocasiones en las que el recuerdo cinematográfico puede proporcionarte con el paso del tiempo visiones contrapuestas. Se dice que las películas envejecen o renacen, cuando estas permanecen iguales en su existencia, y somos los espectadores y las modas en los gustos y edades, los que modificamos dichas percepciones. En el caso de TO KILL A MOCKINGBIRD (Matar a un ruiseñor, 1962), mi percepción era casi completamente opuesta al a que ha ido generando la que sin duda es la obra más reconocida de Robert Mulligan. Mi recuerdo se remontaba a un pase televisivo allá por 1983, en donde he de reconocer que la película no me provocó excesivo entusiasmo. Cierto es que en estas tres décadas, el prestigio de la misma solo ha ido en aumento, hasta erigirse casi como un mito dentro de esa frontera que se estableció en el cine norteamericano entre el final del periodo clásico, y el desmonte del cine de estudios. Dentro de ese limbo que ocupó un radio de acción de pocos años, se insertaron algunos títulos extraordinarios, que con el paso del tiempo han ido consolidándose como auténticos clásicos. Hoy, treinta años después de haberla contemplado por vez primera, me rindo con placer a la evidencia de considerar esta adaptación de la única novela de Harper Lee como una más de aquellas obra maestras surgidas en el seno del cine USA de inicios de los sesenta.

Analizando ya con la perspectiva de una obra completa y conclusa, la filmografía de Robert Mulligan (1925 – 2008) se extendió en una veintena de largometrajes para la gran pantalla de desigual calado –en la que lamento no haber podido contemplar aún su debut con FEAR STRIKES OUT (El precio del éxito, 1957) y la muy posterior BLOODBROTHERS (Stony, sangre caliente, 1978)-, en la que se alternan exponentes valiosos con otros más o menos discutibles e incluso alimenticios –especialmente en sus últimos años de andadura profesional, pero también en los primeros, con propuestas tan olvidables como COME SEPTEMBER (Cuando llegue Septiembre, 1961)-. Sin embargo, en su filmografía se encuentran dos vetas en las que se podía enracimar lo mejor de su cine. Por un lado su querencia por el género Americana, que brindó títulos tan interesantes y poco reconocidos como BABY THE RAIN MUST FALL (La última tentativa, 1965), o la adscripción de extrañas mixturas de género como THE GREAT IMPOSTOR (El gran impostor, 1961), THE NICKEL RIDE (El hombre clave, 1974)  –dos enormes desconocidas de su cine-, THE STALKING MOON (La noche de los gigantes, 1968). Junto a ello, se inserta una cierta querencia por el mundo infantil o el paso  a la adolescencia, que tuvo un exponente más o menos prestigiado con THE OTHER (El otro, 1972) –que tendría que revisar para comprobar el alcance de su valía o si ha envejecido visualmente-. Lo cierto y verdad es que el que fuera uno de los representantes más menguados de la denominada “Generación de la televisión”, tuvo en uno de los primeros instantes de su obra, la inmensa suerte de encontrar ese grado de inspiración suprema que en ocasiones tan inesperadas se trasladan a los hombres de cine. En especial cuando asumen un proyecto con la perfecta combinación de intensa implicación y humildad.

De entrada, TO KILL A MOCKINGBIRD viene a servir de prolongación a una serie de títulos, sin cuya presencia dudo mucho la película sería como es. Por fortuna, el progresivo conocimiento que se puede adquirir con el paso del tiempo sobre exponentes durante largo tiempo ocultos, nos permite insertar su presencia habiendo tomado como referencia ilustres ejemplos previos como INTRUDER IN THE DUST (1949, Clarence Brown), STARS IN MY CROWN (1950, Jacques Tourneur), THE NIGHT OF THE HUNTER (La noche del cazador, 1955. Charles Laughton), o las más recientes ANATOMY OF A MURDER (Anatomía de un asesinato, 1959. Otto Preminger), e incluso la británica THE INNOCENTS (¡Suspense!, 1961. Jack Clayton). Creo que de todas ellas toma algo la película de Mulligan, transformada en forma de guión cinematográfico por Horton Foote, prolongando de esta manera una de las corrientes más hermosas del cine de su país, en la que se entremezcla la importancia de la evocación y la mirada de la infancia, la descripción de un periodo de enorme dureza para su historia, como fue la Gran Depresión, en especial para su enrono rural o, en definitiva, la latente presencia racista en la sociedad sureña de su tiempo… que con facilidad se podría extender hasta nuestros días. Sin embargo, de entrada el film de Mulligan presenta algo muy especial. No soy persona que disfrute de la lectura de literatura –y es algo de lo que no me puedo enorgullecer precisamente-, pero al contemplar las imágenes y la cadencia de esta obra maestra, uno siente la tentación de sumergirse en las páginas que sirvieron de base a la misma, en las que Harper Lee utilizó la narración en primera persona en off ya siendo mayor, para describir esa infancia difícil en ese entorno rural que casi se puede palpar en sus fotogramas. La escritora se transfigura en el relato en la pequeña Scout (Mary Badham), el más pequeño de los dos hijos de Atticus Finch (un excepcional Gregory Peck, en el papel de su vida), joven abogado viudo que padece también estrecheces por la crisis, caracterizado por su talante dialogante y la abierta educación que ha formulado a sus hijos –que le llaman “Atticus” en vez de papá-. El otro hijo de Finch es Jem (Phillip Alford), formando junto a un tanto repelente compañero de vivencias veraniegas, un trío de muchachos que no dejarán de vivir el inmarchitable encanto de la infancia, aún en el seno de un entorno y una sociedad rural hostil.

El gran milagro de TO KILL A MOCKINGBIRD ya se intuye en esos títulos de crédito que casi parecen abrirnos al arcano de un recuerdo añorante, que se potenciará cuando escuchemos ya de adulta la voz en off de la pequeña, describiendo con detalles precisos la indolencia de esa reducida población, en apariencia dominada por la placidez y la relación entre todos su vecinos, pero en realidad anidando en sus habitantes el latente fantasma del racismo. Sin embargo, Mulligan –ayudado por la mágica textura que brinda la fotografía en blanco y negro de Russell Harlan, o el acierto de la prestación de Elmer Bernstein en su banda sonora-, logra componer un mosaico revestido de magia. Como si nos adentráramos en una especie de extraño cuento, aunque en realidad se narre algo establecido en un marco espacio temporal preciso, en el que lo hermoso y lo terrible casi se da de la mano. Un relato en el que la espesura del bosque adquiere de un instante a otro un aspecto ensoñador o amenazador. En el que incluso se invocan elementos ligados al cine de terror, sobre todo al centrar algunos de sus rasgos a la vivienda que se encuentra muy cerca de los Finch, en donde está confinado un joven enfermo mental del que se narran terribles circunstancias familiares. La capacidad que ofrece la película de incardinar a la perfección la mirada de esos niños revueltos en sus travesuras, sus comentarios y sus vivencias y aventuras diarias, desarrolladas para salir de la rutina, el recuerdo de su madre muerta –los pocos obsequios que el padre conserva de la misma y que en el futuro legará a sus hijos-, o la placidez casi pictórica que parece desprenderse de aquel remanso de entorno en el tiempo parece detenerse. Todo ello tendrá su contraposición con el encargo ofrecido a Atticus de ejercer como abogado defensor de Tom Robinson (Brock Peteers), un joven negro abusado de haber golpeado y abusado de una blanca de familia claramente desestructurada. Pese a los inconvenientes que sabe seguro le va a proporcionar aceptar dicha defensa, Finch no dudará en asumirla casi como un reto personal. Como si en ella se reflejara la oportunidad que tiene para reafirmarse en unos ideales de tolerancia aún carentes en la sociedad que le tocaba vivir. Lo admirable del relato, reside en que Mulligan en ningún momento carga las tintas en la vertiente discursiva que plantea el film. Es cierto que la película se divide en tres partes claramente diferenciadas. Una primera mitad en la que tienen especial protagonismo las andanzas e incidencias planteadas desde la mirada de los niños. Y tras ella la segunda se dividirá en dos fragmentos. El primero de ellos nos narrará el desarrollo del juicio –atención a las miradas de los niños, en especial de Jem-, mientras que la parte final nos relatará, meses después, el descubrimiento de la realidad de aquel suceso –en el que se inculpó injustamente a un hombre por su raza-, ligándolo con el descubrimiento de ese misterioso Boo Radley (Robert Duvall), que en el fondo ha sido el referente que han querido descubrir los niños a lo largo de estos dos veranos, y que en el último momento se erigirá como el salvador de los dos hijos de Finch.

TO KILL A MOCKINGBIRD es una película de infinita delicadeza. Delicadeza que se encuentra en el instante en el que Jem muestra a su hermana la caja en la que enseña los objetos que ha encontrado a lo largo del tiempo en el recoveco de un árbol –que en un momento dado el padre de Boo sellará con cemento-. Delicadeza a la hora de presentar ese granjero pobre que paga a Finch su defensa mediante los productos que cultiva –y que en un momento dado tendrá que dejar de lado esos instintos racistas que se adhieren en su personalidad por la presión de sus vecinos-. Pundonor en la manera con la que Finch explica su alegato final de defensa, en el lenguaje corporal y las miradas que Peck ofrece en el desarrollo de la vista, en la dignidad que los negros que se encuentran en la planta superior del recinto judicial manifiestan al despedir en pie al letrado hasta que este abandona pesaroso el mismo después de la adversa sentencia. Dolor contenido cuando conoce la huida desesperada del acusado que provocará su muerte, dignidad que apenas contiene su justa ira, cuando Finch es escupido por un impresentable miembro de la comunidad, sabiendo la muerte de Robinson.

El film de Mulligan aparece provisto de esa extraña sensación de estar rodado como predestinado a resultar algo más que una obra maestra. Como un retazo de vida ya pasada que es narrada con mirada nostálgica, al tiempo que vitalista y melancólica, por la que fuera una niña atrevida y valiente, ya convertida een mujer. Las escasas ocasiones en las que aparece dicho relato evocativo son de una gran belleza, y sirven al mismo tiempo para entrelazar los diferentes fragmentos en los que se divide su estructura. Todo ello adquiere una extraña cadencia, una sensación de melancolía por momentos infinita. Parece increíble como un realizador de medianas características pudo llegar a tal grado de inspiración. Pero esa es la grandeza del cine; que permite aflorar entre lo más humilde en ocasiones sus exponentes más grandiosos. TO KILL A MOCKINGBIRD –cuya referencia señala el hecho de no matar nunca una especie de ave como referencia bíblica de tolerancia-, culmina con un episodio admirable, magistral, en el que la atmósfera de cine de terror da paso a unos momentos de estremecedora comprensión. Me refiero sin duda al descubrimiento entre la penumbra del joven Boo –la expresión de Duvall en su debut ante la pantalla es conmovedora hasta extremos insospechados-. A partir de ese momento, los dos hijos de Finch tendrán un nuevo amigo en ese joven sin habla, que con su mirada parece encontrar en ellos ese amigo que siempre ha buscado –las dos muñecas de jabón que les realizara y les dejara en el árbol-.

Lo reconozco. Llegados esos momentos, las lágrimas casi me impiden escuchar los últimos comentarios de añoranza de la ya adulta Scout. Hacia mucho, mucho tiempo, que una película no me llegaba tan hondo. Que una atmósfera me resultaba tan cercana en su lejanía. Que unas simples andaduras de chavales me resultaban tan creíbles y reveladoras. Que un personaje como Finch aparece con tanta dignidad contenida. TO KILL A MOCKINGBIRD es una obra maestra de un clasicismo tardío y, sobre todo, y eso es lo más difícil, una película que llega al corazón con absolutos tintes de nobleza fílmica.

Un clásico inmarchitable.

Calificación: 5

THE SPIRAL ROAD (1962, Robert Mulligan) Camino de la jungla

THE SPIRAL ROAD (1962, Robert Mulligan) Camino de la jungla

No puede decirse que THE SPIRAL ROAD (Camino de la jungla, 1962) sea un título destinado a librepensadores como el polémico Richard Dawkins, aunque no oculto que desde hace bastante tiempo tenía una especial curiosidad de poder contemplar el exponente que precedió al célebre TO KILL A MOKINGBIRD (Matar a un ruiseñor, 1962) en la filmografía de Robert Mulligan. Y ese interés no estaba centrado en el hecho de que su planteamiento pudiera llegarme muy hondo, pero he de reconocer de antemano que me interesan esas propuestas que abogan por un determinado grado de trascendentalismo. Propuestas que por lo general incurren en excesos de brocha gorda, pero de las que en algunas ocasiones el cine se he enriquecido con ejemplos inolvidables –que van desde ORDET (La palabra, 1955. Carl Theodore Dreyer) a THE INCREDIBLE SHRINKING MAN (El increíble hombre menguante, 1957. Jack Arnold)-. Y pese a la intuición que albergaba sobre dicha inclinación, sobre todo dado en un cineasta tan extraño, discursivo y desconcertante como Mulligan, he de reconocer que siempre he sentido curiosidad por poder acceder a esta extraña mezcla de cine de aventuras, envuelto bajo los ropajes de la conversión trascendental de un joven médico, declarado ateo fundamentalmente debido a la férrea y nunca justificada actitud educación que le fue impuesta por su padre, un pastor protestante.

Nos encontramos en 1936, en las Antillas Holandesas. Hasta allí llegará un nuevo envío anual de voluntarios de medicina para atender las múltiples demandas existentes entre los habitantes de las tribus allí diseminadas. Entre ellos, se encuentra el joven, prestigioso y ambicioso Dr. Anton Drager (Rock Hudson). Con el bagaje académico que atesora, en su interior no se encuentra otro objetivo que acercarse a la figura del veterano Dr. Brits Jansen (un espléndido Burl Ives, más comedido que en otros cometidos suyos de similares características). Jansen se ha convertido en un experto en el estudio de la lepra, aunque se haya mantenido celoso a la hora de divulgar sus conocimientos. Es por ello que Drager logrará con considerable facilidad ser trasladado junto al veterano médico, y de forma también rápida logre establecer una cordial relación con él, aunque muy pronto se ponga de manifiesta la existencia de dos puntos de vista absolutamente contrapuestos entre ambos. De un lado el que representa Drager; el hombre individualista, seguro de sí mismo, que renunció desde joven a cualquier atavismo –especialmente al de índole religiosa-, y por otra el pragmatismo puesto en práctica por el veterano Galeno, que ha logrado establecerse como una auténtica autoridad entre sus habitantes, sabiendo sortear sus singularidades y, llegado el caso, integrarse en ellas. Solo tendrá, en este sentido, la competencia de la casi paródica figura de un supuesto “sultán” (Edgar Stehli), con el que juega partidas de billar. La llegada de Drager, coincidirá con el combate con una plaga de peste, al tiempo que permitirá que ambos doctores se vayan conociendo y compartan sus respectivas psicologías. Y es en ese punto donde, más allá que en el ateísmo del joven doctor, se observará el inicio de una desconfianza hacia él por parte del experto en lepra, a la hora de hacer públicas sus intenciones y, ante todo, despreciar el modo de sobrellevar las costumbres en un terreno que en realidad desconoce, y en donde pretende aplicar unos modos sin duda más avanzados, pero quizá poco adecuados en una zona tan peculiar.

A todo este sustrato dramático, se añadirá la llegada de la prometida del joven doctor –Els (Gena Rowlands)-, con quien contraerá nupcias –en una ceremonia en la que Drager hará manifiesta su renuencia a utilizar la denominación de Dios-, estableciéndose un contexto dramático, en el que destacará de manera muy poderosa la fuerza que alcanzan esos exteriores pantanosos, que casi logran trasladar la pantalla y adherirse a la piel del espectador. Y es que, a fin de cuentas, más allá del inocente juego en torno a la prueba que Drager tendrá que sufrir en su propia piel, y que le harán renunciara a sus postulados iniciales, el valor que finalmente esgrime esta discreta pero no despreciable propuesta de Mulligan se centra en ese proceso evolutivo de nada desdeñable calado dramático. Un cineasta que acaba de filmar la que sin duda fue la peor obra de su periodo inicial –COME SEPTEMBER (Cuando llegue Septiembre, 1961)- pero anteriormente nos había ofrecido ya una insólita comedia –THE GREAT IMPOSTOR (El gran impostor, 1961)- dejando ante todo una extraña sensación de desconcierto, que hay que reconocer se fue prolongando a lo largo de toda su obra. Envuelta en bellos y tropicales colores, obra de Russell Harlan –fueron aquellos unos años donde se prodigaron este tipo de producciones-, THE SPIRAL ROAD destaca por el mantenimiento de su constante melodramática y la contundencia del recorrido de sus aventuras, albergando un metraje de cerca de dos horas y cuarto de duración –cierto es que un cierto recorte en dicha duración no le hubiera venido mal-. Sin embargo, a medio siglo vista, ese alcance discursivo que podría proponer su propuesta en realidad se diluye, ya que tiene su incidencia en su tramo final. Hasta llegado ese fragmento –en el que se combinarán aspectos ligados al fantastique, como la presencia de esos representantes tribales que practican la magia negra –la impagable reiteración de esos pequeños lagartos clavados en el suelo como señal de negros augurios y rodeados de sangre-, lo cierto es que el film de Mulligan se encierra ante todo en el desarrollo de un melodrama de aventuras, en el que se oponen métodos de trabajo opuestos, donde la experiencia y el ímpetu de la juventud se contraponen en dos claros representantes, e incluso en el que no se ausentan claros detalles humorísticos –todo aquello que compete al personaje del “sultán”-. Es por ello que quizá sería hasta cierto punto adecuado dejar de lado esa catarsis con la que culmina el relato –sin ella, ciertamente la película no hubiera perdido nada, y se hubiera visto alejada de esa sensación discursiva que, por otro lado, he de reconocer, no se me hizo molesta-, dejándonos llevar por una producción que lleva el claro marchamo de la Universal de aquellos primeros años sesenta. Para ello, se contó con el aún considerable tirón de un Rock Hudson, que sabe ofrecer en un rol de complejos matices, el suficiente grado de carisma, contrapuesto a la intensidad interpretativa de Ives y, a la sencilla belleza de la Rowlands, todavía lejos de sus intensas performances junto a su esposo Cassavetes.

Calificación: 2

THE PURSUIT OF HAPPINESS (1970, Robert Mulligan) Buscando la felicidad

THE PURSUIT OF HAPPINESS (1970, Robert Mulligan) Buscando la felicidad

THE PURSUIT OF HAPPINESS (Buscando la felicidad, 1970) se inserta en el que quizá sea el periodo más compacto de la filmografía del desconcertante realizador norteamericano Robert Mulligan. Y señalo esos dos términos, en la medida que Mulligan ya había dejado exponentes valiosos en la década precedente –su título más perdurable; TO KILL A MOCKINGBIRD (Matar a un ruiseñor, 1962), y el previo y poco conocido, pero estupendo THE GREAT IMPOSTOR (El gran impostor, 1961)-, pero cierto es que estos se insertaron en un corpus irregular rodeado de films poco perdurables. Por el contrario, cuando firma el título que nos ocupa, nos encontramos con unos modos visuales y narrativos bastante personales, que si bien en algún momento le pudieron traicionar por estar muy configurados y datados en su tiempo, no es menos evidente que en bastantes ocasiones logró atraerlos para manifestar un flujo narrativo hasta cierto punto inquietante, y en este caso más centrado en reincidir en historias centradas en esa América contracultural, que ya había mostrado en la previa UP THE DOWN STARCAISE (1967). En una u otra vertiente, lo cierto es que si algo caracterizó al Mulligan de estos años, es una innegable capacidad para la observación, que en títulos como el que centran estas líneas se ofreció en una mirada más o menos crítica en torno a la realidad manifestada por una sociedad en la que bullían elementos contradictorios entre su visión tradicional, y los nuevos vientos generacionales que se vislumbraban en su seno. Por otra parte, el director también logró introducir esa mirada en otros de los títulos que se insertan en este periodo, en el que me gustaría destacar el insólito western THE STALKING MOON (La noche de los gigantes, 1968), o el no menos fantasmagórico THE NICKEL RIDE (El hombre clave, 1974) –que hoy por hoy considero su propuesta más valiosa-.

Dentro de dicho marco genérico, lo cierto es que THE PURSUIT OF HAPPINESS, es una muestra más de la introducción de una mirada crítica a un periodo convulso de la sociedad norteamericana. El desencanto sufrido a finales de los sesenta, o la presencia de los movimientos pacifistas y contraculturales que emergieron a partir del conflicto del Vietnam, favoreció la presencia de no pocos films, que llevaban en su seno el marchamo de expresión de dichas circunstancias. Serían exponentes que podríamos delimitar desde las experiencias extremas –y caducas- dirigidas por Dennis Hopper, o la aportación brindada por el habitual actor Paul Newmann con su díptico RACHEL, RACHEL (Raquel, Raquel, 1968) y THE EFFECT OF GAMMA RAYS ON MAN-IN-THE-MOON MARIGOLDS (El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas, 1972) entre otros muchos. Fue moneda corriente encontrarse, desde finales de los sesenta a principios de la década siguiente, numerosas apuestas cinematográficas insertas dentro de este capítulo, algunas de las cuales nacieron viejas ya desde el momento de nacer, aunque en su momento y aún hoy sigan en algunos casos manteniendo la vitola del clásico; es el caso de la mediocre MIDNIGHT COWBOY (Cowboy de medianoche, 1969. John Schlesinger).

Analizada dentro de dicho conjunto de producción, y también atendiendo a su inserción dentro del conjunto de la obra de Mulligan, hay que reconocer que THE PURSUIT OF HAPPINESS se mantiene con mayor grado de interés que otras propuestas coetáneas, por más que la misma no adquiera una especial perdurabilidad, erigiéndose en una más de aquellas propuestas sobre la llegada de la forzada madurez, que caracterizaron el cine de su tiempo –otro ejemplo sería ADAM AT SIX A.M. (Adam a las seis de la madrugada, 1970. Robert Scheerer)-. En esta ocasión el entramado de esta curiosa tragicomedia, se centra en el joven William Popper (Michael Sarrazín), joven perteneciente a una acomodada familia protestante, quien ha preferido abandonar las prebendas de su entorno social, dedicándose a los estudios viviendo de manera alternativa, y teniendo como principal apoyo en su novia –Jane (Barbara Hershey)-, así como su extravagante y diletante amigo Melvin (Robert Klein). Una noche lluviosa, cuando se dispone a visitar a su padre –a quien tenía bastante abandonado-, atropellará y causará la muerte accidental a una anciana. El trágico e inesperado incidente, se erigirá como catalizador de esa nueva perspectiva que tendrá que asumir nuestro joven protagonista, rompiendo con la visión idealista de la vida que hasta entonces ha presidido su comportamiento. Así pues, su pacífica rebeldía contra el sistema no dejará de encontrar escollos, que partirán desde su propia familia, y tendrán su prolongación legal en el proceso que vivirá y lo condenará finalmente a un año de prisión por homicidio involuntario. En la cárcel tendrá como compañero de celda a un conocido ejecutivo encarcelado por turbias decisiones, y trabará una superficial amistad con otro recluso negro de declarada homosexualidad. Su muerte en una refriega contra su amante en prisión, llevará a William de nuevo al estrado, en donde actuará como testimonio voluntario, aunque el mismo contradiga los términos que le ha transmitido su tío, quien no desea que se vea de nuevo implicado en elementos que puedan retrasar su cercana puesta en libertad. En medio de la kafkiana situación, este aprovechará la situación y emprenderá una fácil huída, dedicándose a buscar la ayuda de su novia –y la económica de su familia- para escapar no solo de su prisión física, sino sobre todo romper amarras con un modelo de sociedad en el que no se sentirá cómodo ni deseará establecer su futuro.

Se puede admitir que la conclusión de THE PURSUIT OF HAPPINESS deviene bastante recurrente en el conjunto de títulos que se insertaban en dicha corriente. Y ello aunque resulte atractiva visualmente esa huída en un sencillo avión hacia México, discurriendo por la inmensidad de la urbe neoyorkina, y culminando la película por ese congelado de imagen en un primer plano sobre la estatua de la libertad. Hasta llegar ese instante, la peripecia de Popper nos llevará a una asumida pero pacífica rebeldía con esa sociedad que contempla con desaprobación su ateísmo, describe los modos de funcionamiento de una sociedad en su aspecto legal, de la que será conocido representante su beligerante tío, que se erigirá como símbolo de todos aquellos rasgos que el joven protagonista rechaza con tanta sinceridad como ausencia de beligerancia. Ese carácter pasivo será potenciado por la habitual inexpresividad de Michael Sarrazín, a la cual le seguirá la callada dignidad de su padre –el siempre estupendo Arthur Hill, intérprete bastante recurrente en este tipo de producciones-, teniendo el divertido contrapunto con la matriarca de la familia –magnífica Ruth White- que con fortaleza, ingenio y conocimiento de los recovecos de la vida, no duda en utilizar sus recursos para salvaguardar el buen nombre y el poder de la familia. Pese a la suma de todos estos elementos, no cabe duda que en la película interesan más los acertados modos narrativos esgrimidos por el cineasta, antes que la recurrente base argumental, tomada del libro de Thomas Rogers. Es por ello que Mulligan desplegará esa ya señalada capacidad de observación manifestada a través de una narrativa bastante funcional, que si bien en algunos instantes cede a ciertos efectismos visuales –el teleobjetivo y el zoom utilizado en la muy cursi secuencia en la que los dos novios se bañan en pleno campo, que permitirá un efímero destape de ambos-, en líneas generales se centra en un eficaz tratamiento cinematográfico, esgrimiendo los rasgos de una tragicomedia narrada en voz callada, con un consistente sentido de la cotidianeidad, quizá demasiado deudor de la introducción de un fondo sonoro –obra de Dave Grusing-, indudablemente ligado a su tiempo y, por ello, considerablemente envejecido.

Calificación: 2’5

THE GREAT IMPOSTOR (1961, Robert Mulligan) El gran impostor

THE GREAT IMPOSTOR (1961, Robert Mulligan) El gran impostor

Entre los primeros pasos de la filmografía de Robert Mulligan, es más que probable que THE GREAT IMPOSTOR (El gran impostor, 1961) no solo sea uno de sus títulos menos conocidos, sino incluso el más ignorado. En las no muy abundantes referencias sobre su obra, apenas se cita esta su tercera película, y sucede un poco como la que supusiera el debut en estas tareas de su compañero de “generación de la televisión”, Franklin J. Schaffner, con THE STRIPPER (Rosas perdidas, 1963). La razón no es otra que la dificultad de poder contemplar estas y otras películas, siendo mucho más fácil dejarlas de lado cuando no se tiene ocasión de poder acceder a sus imágenes. Y en este caso, realmente tal omisión o dificultad ha sido una pena, puesto que de manera sorprendente asistimos a una extraña combinación de drama y comedia, establecida con tal convicción y singularidad por el realizador, que le convierten no solo un título atractivo en sí mismo, sino con probabilidad en una de las obras más logradas de la filmografía del autor de TO KILL A MOCKINGBIRD (Matar a un ruiseñor, 1962). Esa capacidad para alternar lo cotidiano y adentrarse en personajes individualistas, o la mirada a una Norteamérica más o menos alejada de los grandes eventos, momentos y lugares, alcanza en esta película una extraña mixtura con los tintes de comedia que ofrecen episodios incluso delirantes, integrándolo con los nuevos modos que el género venía ofreciendo en aquellos años, alcanzando en esa insólita combinación un oportuno contrapunto que evita incurrir en excesos ternuristas o, de otro modo, las facilidades que podía proporcionar insertar esta misma historia en un contexto más centrado en la comedia. Es por ello, que el devenir de THE GRAT IMPOSTOR alcanza un extraño equilibrio, trasladando de manera progresiva al espectador una sensación de armonía que es, a fin de cuentas, la que predominará en esa insólita visión de diferentes aspectos de la vida USA del momento.

 

La película se inicia ya en su secuencia de genéricos, con la detención de un maestro que en el primer momento ha dejado bien clara su actitud ante la vida; la de vivir engañando y subvirtiendo las normas y esquemas que la sociedad viene imponiendo al individuo. Este es Ferdinand Waldo Demara Jr. (Tony Curtis), un auténtico “rebelde sin causa” que ha decidido desde pequeño asumir un modo de vida que sublime la grisura de su existencia, aunque ello le lleve de forma paralela a esforzarse en una superación basada en la adecuación en cuantos roles inventados asuma en su existencia. El falso profesor es detenido por agentes del F.B.I., siendo trasladado en barco para ser sometido a juicio en calidad de desertor de la Marina. Será el punto de partida que nos permitirá conocer la apasionante aventura vital de este personaje real, que en una existencia azarosa pero enriquecedora en lo personal intentará pasarse por oficial de Marina, desertar de la misma, probar fortuna como monje trapense, pasar una temporada en prisión y lograr en la misma ver reducida su condena, convertirse en un falso oficial de prisiones, posteriormente enrolarse en la Marina Canadiense, en donde incluso llegará a ejercer como cirujano... Todo un cúmulo de falsas identidades y nombres, que en la realidad le llevarán a enriquecer una existencia que siempre vivirá en el filo de la navaja, con la que subvertirá las normativas y estereotipos existentes, pero que también dejará por el camino un buen número de personas agradecidas por su comportamiento y profesionalidad.

 

De alguna manera, el tono del film de Mulligan podría emparentarse con otra producción de la Universal también protagonizada por Tony Curtis. Me estoy refiriendo a MISTER CORY (El temible Mister Cory, 1957), una de las primeras realizaciones de Blake Edwards. Pero si el interesante título del autor de la posterior BREAKFAST AT TIFFANY’S (Desayuno con diamantes, 1961), se integraba de lleno dentro del look de producción asumido por la productora en aquellos tiempos –uso del color y formatos panorámicos, cierto lujo en su dirección artística-, el film de Mulligan adquiere por el contrario una asumida modestia, que se advierte ya en la utilización de ese realista blanco y negro de Robert Burks, contrastando con la familiar sintonía que nos proporcionará un Henry Mancini a punto de saltar a la gloria –y que en ciertas secuencias ya ensayará los pentagramas dramáticos que llevará a la práctica poco después en EXPERIMENT IN TERROR (Chantaje contra una mujer, 1962. Blake Edwrads). A partir de ese contraste, la película nos ofrecerá un auténtico muestrario de ámbitos y situaciones, elemento que probablemente marcara un especial interés en el ya experimentado Mulligan –sobre todo en su faceta televisiva-, que le permitirá trasladar al espectador un viaje iniciático por una sociedad que se expresa entre el apego a su pasado, el respeto a ciertas instituciones y su proyección de futuro. Con tanta naturalidad como contundencia, THE GREAT... logra combinar episodios dominados por un notable dramatismo, con otros en los que predomina el elemento de comedia. Y si bien esa dualidad está expresada de manera un tanto tosca -los acercamientos en zoom al rostro de Curtis-, no es menos cierto que se torna efectiva, e incluso intensa, en episodios como el que describe la estancia de Demara como falso directivo de prisión, quien sin embargo logrará un objetivo que ni los más veterano oficiales de la misma jamás habían soñado: humanizar la galería de presos peligrosos.

 

Esa dualidad de drama y comedia, esa mirada naturalista a una realidad tan codificada como, en definitiva, fácil de subvertir, es la que poco a poco va prendiendo en el espectador, que de forma muy rápida empatizará con el personaje que encarna por un Tony Curtis ya cualificado como intérprete de comedia, pero que sin embargo alcanza una mayor hondura en su personaje, cuando este se inserta bajo tintes dramáticos –faceta en la que ya había demostrado su capacitación varios años antes, en títulos como SWEET SMELL IN SUCCESS (Chantaje en Broadway, 1957. Alexander Mackendrick)-. Así pues, sin alterar su tono, el film de Mulligan irá conformando una extraña coherencia, llegando a alcanzar su máximo grado de efectividad, en el episodio desarrollado en el buque de la marina canadiense que va a trasladarse a la Guerra de Corea, donde nuestro protagonista ejercerá como falso médico e incluso quirúrgico. Será un fragmento que ofrecerá la que supone una de las secuencias más asombrosas y menos conocidas de la comedia norteamericana de la década –digna del mejor Jerry Lewis-, en la cual el falso galeno tendrá que operar a su superior en el buque –encarnado por un magnífico Edmond O’Brian-, sacándole una muela y llegando a paralizar a este con el abuso de la anestesia. Un episodio supremo de slow burn, que de manera insospechada está ejecutado con un tinte de realismo insólito en sus características. A este fragmento cómico, se sucederá otro de especial dramatismo, de similar efectividad, en el que este logrará operar a un amplio grupo de coreanos heridos.

 

Se aprecie más o menos la obra de Mulligan, aún reconociendo en ella una clara irregularidad, es indudable que en THE GREAT IMPOSTOR hay más del director que en aquellos años había ofrecido obras como su debut con FEAR STRIKES OUT (El precio del éxito, 1957) o poco después brindaría la citada y célebre TO KILL A..., que el mismo responsable de brindado títulos insustanciales como COME SEPTEMBER (Cuando llegue Septiembre, 1961). Se percibe en las imágenes de esta película asumida una mirada que oscila entre el sarcasmo y la autenticidad, que no impedirá asistir a una ingeniosa conclusión incorporada como una auténtica trompe d’oil, e incluso como auténtica transgresión a ese postulado sentimental que parecían preludiar sus últimos instantes. Acompañada por un notable elenco de secundarios –a los ya citados cabe añadir Karl Malden o Raymond Massey-, el film de Mulligan queda como una insólita y atractiva comedia dramática, que merece ser reseñada por derecho propio dentro de cualquier antología del género.

 

Calificación: 3

THE MAN IN THE MOON (1991, Robert Mulligan) Verano en Lousiana

THE MAN IN THE MOON (1991, Robert Mulligan) Verano en Lousiana

Aún en vida y con sus ochenta años de edad, Robert Mulligan ha sido un realizador indudablemente irregular, emergido casi por la puerta pequeña de entre la denominada “generación de la televisión”, pero que quizá en su momento realizó una película que –sobre todo en Estados Unidos- está considerada como un clásico intocable. Me estoy refiriendo a MATAR A UN RUISEÑOR (To Kill a Mockingbird, 1962), a la que reconozco le debo una revisión, pero que en un primer acercamiento no me pareció más que pequeño y sensible film de carácter sureño. Con un andadura cinematográfica prácticamente circunscrita a una veintena de títulos, se han dado de la mano en ellos de lo mejor a lo peor. Desde títulos intimistas hasta otros exclusivamente realizados de forma alimenticia, hacen que la valoración de su aportación como director quede bastante mitigada. En cualquier caso, en la obra de Mulligan quedan elementos, ambientes y situaciones, que el realizador ha sabido trasplantar de un film a otro, brindando al menos unas constantes u obsesiones personales y estéticas. Desde el gusto por las atmósferas malsanas –EL OTRO (The Other, 1972), EL HOMBRE CLAVE (The Nickel Ride, 1974)- hasta una especial insistencia en utilizar en sus películas niños, adolescentes y estudiantes en buena parte de sus obras, mostrando una convicción y destreza en la aplicación en la pantalla de sus complejas personalidades.

Buena parte de ello se da cita en THE MAN IN THE MOON (1991) –en su casi ignorado estreno en España VERANO EN LOUSIANA- que tendrá sus primeros fotogramas en una panorámica nocturna describe la imagen de la luna hasta el porche en el que hablan las dos hermanas protagonistas de la película. Esta apertura ofrecerá en la conclusión del film la oportuna simetría a la película, ya esta se cerrará con otro movimiento similar en sentido contrario. Y en su desarrollo, la que ya prácticamente se puede considerar el título postrero de Mulligan se puede decir que constituye una película coherente con algunos de sus títulos más conocidos y exitosos a nivel popular, al tiempo que un compendio de sus virtudes cinematográficas y –a partes iguales- los vicios y tendencias que a mi juicio impidieron que el norteamericano alcanzara más entidad como realizador pero que, al mismo tiempo, le proporcionaron sus mayores éxitos comerciales.

Y creo que estas afirmaciones son fáciles de ratificar al destacar con facilidad los ecos que en el título que nos ocupa existen sobre el conocido VERANO DEL 42 (Summer of 42, 1971). Unas semejanzas que van desde el tema elegido –el paso de la adolescencia a la madurez en el terrenos sexuales y el de la propia personalidad- hasta el modo visual con que son expresadas estas. Y es en esta segunda vertiente donde más elemento de polémica ha podido encontrar el método elegido por el norteamericano, valorado por algunos comentaristas por su sensibilidad y al mismo tiempo denostado por otros al señalar que abraza abiertamente la cursilería. En una opinión absolutamente personal, quizá precisaría de ambas opiniones contrapuestas, puesto que considero que si bien encontramos elecciones narrativas y cinematográficas absolutamente esteticistas y cercanas en ocasiones a una retórica cercana a la cursilería, no es menos cierto que THE MAN IN THE MOON logra en su plácido discurrir una mirada sensible hacia un mundo adolescente y describe con intimismo la llegada de la primera pasión juvenil, el dolor del amor rechazado y finalmente la trágica ausencia de esa pasión inicial.

No es fácil acceder a esa receta en la mirada, en la observación de momentos cotidianos, en la captación de la aparente intrascendencia en el despertar a la vida, a la sexualidad, de la pequeña Dani (una Reese Witherspoon que ya empezaba a patentar el muestrario de mohines que la han llevado al estrellato), tras conocer al joven y apuesto Court (Jason London). Una relación que se produce de forma casual, que aborda la amistad y que en un momento está a punto de abordar la frontera de la sensualidad, hasta que la presencia de la hermana mayor de Dani –Maureen (Maureen Trant)- se interpone entre ella y un Court –cuatro años mayor que Dani- que finalmente tiene su primera y definitoria experiencia con la más adulta de la hermanas. La decisión provoca en Court el tener que ver a Dani simplemente como una amiga y a esta el dolor de tener que renunciar a su primer amor, precisamente entrando en pugna con su hermana. La inesperada llegada de la tragedia convertirá lo que hasta entonces era una pelea entre hermanas en un abismo aparentemente insondable y para ambas la llegada de una situación que las abocará inesperadamente a la madurez de forma repentina.

No se puede decir que nos encontremos con nada nuevo, y de la misma forma hay que señalar que, como ya sucedió en otros títulos de Mulligan, el realizador recurra a la constante implantación de una puesta en escena “bonita”, con la presencia de preciosismos –en los que la labor del gran operador de fotografía Freddie Francis atiende a los deseos del director-, postales paisajísticas, flous y contraluces, e incluso esos ralentis falsamente poetizantes que tanto se prodigaron en la ya mencionada SUMMER OF 42. Evidentemente, son todos ellos motivos para el ataque por parte de los detractores de Mulligan. No es mi caso. Pese a la inconveniencia y el amaneramiento de estas decisiones visuales, creo que coexiste una especial sensibilidad que no se llega a arruinar, y que de alguna manera ha recorrido buena parte de la trayectoria de este modesto director. Creo que con una mirada desapasionada que sepa separar el polvo de la paja, finalmente permitiría a cualquier espectador disfrutar de este pequeño relato, que entre fotograma y fotograma revela lo que puede coexistir de falsedad y afectación con destellos de sinceridad que se mantienen vigentes.

Calificación: 2’5

BABY THE RAIN MUST FALL (1965, Robert Mulligan) La última tentativa

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Desde finales de la década de los cincuenta hasta prácticamente la mitad del decenio siguiente, el cine norteamericano fue pródigo en películas que mostraban descripciones y conflictos desarrollados en el sur de su amplio país. Eran películas cuyas responsabilidades cinematográficas fueron de la mano de Elia Kazan, John Frankenheimer, Martin Ritt, Arthur Penn y tantos otros, con soportes literarios tan conocidos como los de William Faulkner, Tennesse Williams, William Inge o Horton Foote. Los títulos mostraban fundamentalmente ese contraste entre la Norteamérica profunda, cerrada en su primitivismo, con la llegada del progreso tanto a nivel de costumbres como de mentalidades. La amplia colección de este tipo de cine englobaba títulos considerados como clásicos, otros decididamente menores, algunos infravalorados –y confieso en este sentido mi absoluta devoción por SU PROPIO INFIERNO (All Fall Down, 1962), bajo mi punto de vista la obra cumbre de John Frankenheimer-, y finalmente un pequeño grupo que en el momento de su estreno no gozaron de demasiada estima, pero que con el paso del tiempo quizá han envejecido con mucha más fuerza que otros quizá más alabados en el momento de su exhibición inicial.

Esa es para mi la valoración que cabría formular a BABY THE RAIN MUST FALL (1964) –en España LA ÚLTIMA TENTATIVA-, que de forma sorprendente se erige en una película sólida, brillante en su delicadeza y alcance descriptivo, sutil a la hora de mostrar una comunidad aparentemente plácida pero en el fondo enormemente moralista y, fundamentalmente, sincera en la gradación de las relaciones que se establecen entre sus principales personajes.

LA ÚLTIMA TENTATIVA se inicia con una breve secuencia en la que comprobamos al extraña situación de dependencia que se establece entre Henry Thomas (Steve McQueen) por medio de una anciana recluida en su mansión –la Sra. Swing (Josephine Hutchinson)-, ya que esta apostó por el joven cuando Thomas se encontraba encarcelado, logrando para él la libertad condicional. Poco después llegará a esta pequeña localidad sureña la esposa del inconformista –Georgette (Lee Remick)-, acompañada por su hija pequeña Margaret Rose. La joven e ingénua esposa encontrará la ayuda del oficial de policía Slim (Don Murray), hombre viudo, amable, educado y que desde el primer encuentro muestra una especial implicación en la vida de Georgette, pero siempre intentando profundizar en la relación de amistad de forma sencilla y relajada –la gran interpretación que Murray confiere a su personaje, dota de unos registros que vistos en pantalla hablan de un joven solo ante la vida y que quizá ante la presencia de Georgette se pudiera vislumbrar en una nueva luz de su existencia-.

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Pero en ese entorno tranquilo y polvoriento pronto surgirán los conflictos, especialmente centrados en el carácter conflictivo de Henry. El joven actúa en un club nocturno –es lamentable la irritante sobreactuación que McQueen muestra a la hora de cantar sus canciones-, desoyendo los consejos de la persona que con cuyo apoyo le permitió salir de la cárcel. Esa Sra. Swing con la que casi no se atreve a conversar como si de ella se estableciera una relación de dominación sobre él, y a la que finalmente acompañará en la hora de su muerte al acudir a su mansión en sus últimos momentos de vida, aprovechando la anciana para recriminarle –en sus últimas palabras- que nunca llegaría a nada en la vida.

Mas allá y en los últimos compases, LA ÚLTIMA TENTATIVA tensa los mimbres de su drama, sin que este llegue a tintes trágicos. No es esa la intención de los responsables de esta película, que queda definida en el entorno liberal marcado por Mulligan como realizador y Alan J. Pakula como productor, en el cuidado marcado al equipo técnico –contrastada fotografía en blanco y negro de Ernest Laszlo, fondo sonoro de Elmer Bernstein, cuidada la elección de los numerosos actores de carácter que forman su reducido cast. Al mismo tiempo, y en un periodo en el que Mulligan alternaba títulos de prestigio –entre ellos el que mayor reconocimiento le proporcionó MATAR UN RUISEÑOR (To Kill a Mockingbird, 1962)-, con otros absolutamente alimenticios, podemos considerar LA ÚLTIMA TENTATIVA como un directo heredero de los mejores momentos y atmósferas ya registrados en la mencionada MATAR A UN RUISEÑOR –presencia de secretos ocultos, el retrato de un microcosmos lleno de caracteres puritanos, la presencia activa del niño como elemento liberador...-.

En cualquier caso, estimo que BABY THE RAIN MUST FALL queda como un título francamente logrado, que en líneas generales sobrevive con fuerza por su escaso interés en subrayar. Antes al contrario se ofrece como un relato en voz baja –el detalle en la secuencia inicial en el autocar, con Georgette mirando con sentido de culpa de campo de prisioneros, que nos indica que su esposo ha estado conviviendo con ese mundo; la primera reacción de Slim y todos los encuentros que este mantiene con Georgette, en los que hay una casi tangible sensación de atracción del agente a la joven esposa de Thomas-.

Detalles como ese se prodigan a lo largo de la película, que tienen incluso su elemento granguiñolesco con la circunstancia de Thomas y la Sra. Swing. Sin embargo, a la hora de mencionar elementos negativos. Uno de ellos sería la imposibilidad de haber aprovechado en mayor medida en la película la posibilidad de crítica de una sociedad aparentemente amable pero en el fondo caracterizada por su miedo a asumir el progreso no solo técnico, sino liberalizar sus restrictivas costumbres.

Peor aún que ello es el trato indigno y buena parte de la presencia que tiene el personaje de Henry Thomas a lo largo del film. Si a ello añadimos el torpe histrionismo que demostraba el ya incipiente divo llamado Steve McQueen, cabe señalar que los pasajes finales de su huída nos parezcan un tanto sonrojantes y de alguna manera anulen propuestas bien formuladas en el metraje anterior. En todo caso y pese a estos reparos, LA ÚLTIMA TENTATIVA es una película que merece ser recuperada y degustada con relativa placidez, demostrativa de relativo buen nivel que en ocasiones tuvo la filmografía de este extraño y zig-zagueante realizador, en un periodo especialmente crítico para el cine de los Estados Unidos.

Calificación: 3