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CINEMA DE PERRA GORDA

THE SPIRAL ROAD (1962, Robert Mulligan) Camino de la jungla

THE SPIRAL ROAD (1962, Robert Mulligan) Camino de la jungla

No puede decirse que THE SPIRAL ROAD (Camino de la jungla, 1962) sea un título destinado a librepensadores como el polémico Richard Dawkins, aunque no oculto que desde hace bastante tiempo tenía una especial curiosidad de poder contemplar el exponente que precedió al célebre TO KILL A MOKINGBIRD (Matar a un ruiseñor, 1962) en la filmografía de Robert Mulligan. Y ese interés no estaba centrado en el hecho de que su planteamiento pudiera llegarme muy hondo, pero he de reconocer de antemano que me interesan esas propuestas que abogan por un determinado grado de trascendentalismo. Propuestas que por lo general incurren en excesos de brocha gorda, pero de las que en algunas ocasiones el cine se he enriquecido con ejemplos inolvidables –que van desde ORDET (La palabra, 1955. Carl Theodore Dreyer) a THE INCREDIBLE SHRINKING MAN (El increíble hombre menguante, 1957. Jack Arnold)-. Y pese a la intuición que albergaba sobre dicha inclinación, sobre todo dado en un cineasta tan extraño, discursivo y desconcertante como Mulligan, he de reconocer que siempre he sentido curiosidad por poder acceder a esta extraña mezcla de cine de aventuras, envuelto bajo los ropajes de la conversión trascendental de un joven médico, declarado ateo fundamentalmente debido a la férrea y nunca justificada actitud educación que le fue impuesta por su padre, un pastor protestante.

Nos encontramos en 1936, en las Antillas Holandesas. Hasta allí llegará un nuevo envío anual de voluntarios de medicina para atender las múltiples demandas existentes entre los habitantes de las tribus allí diseminadas. Entre ellos, se encuentra el joven, prestigioso y ambicioso Dr. Anton Drager (Rock Hudson). Con el bagaje académico que atesora, en su interior no se encuentra otro objetivo que acercarse a la figura del veterano Dr. Brits Jansen (un espléndido Burl Ives, más comedido que en otros cometidos suyos de similares características). Jansen se ha convertido en un experto en el estudio de la lepra, aunque se haya mantenido celoso a la hora de divulgar sus conocimientos. Es por ello que Drager logrará con considerable facilidad ser trasladado junto al veterano médico, y de forma también rápida logre establecer una cordial relación con él, aunque muy pronto se ponga de manifiesta la existencia de dos puntos de vista absolutamente contrapuestos entre ambos. De un lado el que representa Drager; el hombre individualista, seguro de sí mismo, que renunció desde joven a cualquier atavismo –especialmente al de índole religiosa-, y por otra el pragmatismo puesto en práctica por el veterano Galeno, que ha logrado establecerse como una auténtica autoridad entre sus habitantes, sabiendo sortear sus singularidades y, llegado el caso, integrarse en ellas. Solo tendrá, en este sentido, la competencia de la casi paródica figura de un supuesto “sultán” (Edgar Stehli), con el que juega partidas de billar. La llegada de Drager, coincidirá con el combate con una plaga de peste, al tiempo que permitirá que ambos doctores se vayan conociendo y compartan sus respectivas psicologías. Y es en ese punto donde, más allá que en el ateísmo del joven doctor, se observará el inicio de una desconfianza hacia él por parte del experto en lepra, a la hora de hacer públicas sus intenciones y, ante todo, despreciar el modo de sobrellevar las costumbres en un terreno que en realidad desconoce, y en donde pretende aplicar unos modos sin duda más avanzados, pero quizá poco adecuados en una zona tan peculiar.

A todo este sustrato dramático, se añadirá la llegada de la prometida del joven doctor –Els (Gena Rowlands)-, con quien contraerá nupcias –en una ceremonia en la que Drager hará manifiesta su renuencia a utilizar la denominación de Dios-, estableciéndose un contexto dramático, en el que destacará de manera muy poderosa la fuerza que alcanzan esos exteriores pantanosos, que casi logran trasladar la pantalla y adherirse a la piel del espectador. Y es que, a fin de cuentas, más allá del inocente juego en torno a la prueba que Drager tendrá que sufrir en su propia piel, y que le harán renunciara a sus postulados iniciales, el valor que finalmente esgrime esta discreta pero no despreciable propuesta de Mulligan se centra en ese proceso evolutivo de nada desdeñable calado dramático. Un cineasta que acaba de filmar la que sin duda fue la peor obra de su periodo inicial –COME SEPTEMBER (Cuando llegue Septiembre, 1961)- pero anteriormente nos había ofrecido ya una insólita comedia –THE GREAT IMPOSTOR (El gran impostor, 1961)- dejando ante todo una extraña sensación de desconcierto, que hay que reconocer se fue prolongando a lo largo de toda su obra. Envuelta en bellos y tropicales colores, obra de Russell Harlan –fueron aquellos unos años donde se prodigaron este tipo de producciones-, THE SPIRAL ROAD destaca por el mantenimiento de su constante melodramática y la contundencia del recorrido de sus aventuras, albergando un metraje de cerca de dos horas y cuarto de duración –cierto es que un cierto recorte en dicha duración no le hubiera venido mal-. Sin embargo, a medio siglo vista, ese alcance discursivo que podría proponer su propuesta en realidad se diluye, ya que tiene su incidencia en su tramo final. Hasta llegado ese fragmento –en el que se combinarán aspectos ligados al fantastique, como la presencia de esos representantes tribales que practican la magia negra –la impagable reiteración de esos pequeños lagartos clavados en el suelo como señal de negros augurios y rodeados de sangre-, lo cierto es que el film de Mulligan se encierra ante todo en el desarrollo de un melodrama de aventuras, en el que se oponen métodos de trabajo opuestos, donde la experiencia y el ímpetu de la juventud se contraponen en dos claros representantes, e incluso en el que no se ausentan claros detalles humorísticos –todo aquello que compete al personaje del “sultán”-. Es por ello que quizá sería hasta cierto punto adecuado dejar de lado esa catarsis con la que culmina el relato –sin ella, ciertamente la película no hubiera perdido nada, y se hubiera visto alejada de esa sensación discursiva que, por otro lado, he de reconocer, no se me hizo molesta-, dejándonos llevar por una producción que lleva el claro marchamo de la Universal de aquellos primeros años sesenta. Para ello, se contó con el aún considerable tirón de un Rock Hudson, que sabe ofrecer en un rol de complejos matices, el suficiente grado de carisma, contrapuesto a la intensidad interpretativa de Ives y, a la sencilla belleza de la Rowlands, todavía lejos de sus intensas performances junto a su esposo Cassavetes.

Calificación: 2

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