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CINEMA DE PERRA GORDA

Steven Spielberg

A 16 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XIL) DIRECTED BY... Steven Spielberg

A 16 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XIL) DIRECTED BY... Steven Spielberg

Steven Spielberg, en el centro de la imagen, entre Jude Law y Haley Joel Osment, en el rodaje, de la que considero su obra cumbre; A. I. ARTIFICIAL INTELLIGENCE (A. I. Inteligencia Artificial, 2001)

 

STEVEN SPIELBERG... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(8 títulos comentados)

E.T. THE EXTRA-TERRESTRIAL (1982, Steven Spielberg) E.T. El extraterrestre

E.T. THE EXTRA-TERRESTRIAL (1982, Steven Spielberg) E.T. El extraterrestre

Transcurridas más de tres décadas de su realización, y aún cuando Steven Spielberg ha rodado numerosos títulos de superior entidad, lo cierto es que E.T. THE EXTRA-TERRESTRIAL (E.T. El extraterrestre, 1982) supera de entrada cualquier consideración, para haber ingresado por derecho propio en la mitología del Cine –señalado como elemento icónico-, generado en el último medio siglo. Todavía recuerdo el tremendo impacto generado en el momento de su estreno –cuando aún el rito de acudir a la gran pantalla formaba parte de nuestra sociedad-. Aún habiendo sucedido títulos tan o más taquilleros que el que comentamos, es difícil de describir el impacto mediático que supuso el estreno de E.T. en aquel 1982, erigiéndose sin duda en el acontecimiento cinematográfico más importante de la década en este aspecto concreto –no entramos a valorar la calidad de su resultado-, y quizá la última ocasión en la que el espectador pudo asistir a una visión del hecho fílmico como cita social ineludible, ene este caso destinada de entrada al público infantil, pero en el fondo abierta a todo tipo de edades. Se que se han sucedido exponentes como TITANIC (1997, James Cameron), diversas variantes del cine de superhéroes o las ineludibles –para sus seguidores- citas con el personaje de James Bond. Sin embargo, creo que con E.T. se cerró una manera de entender el cine espectáculo, y es por ello que al intentar proponer una visión más o menos inocente ante esta ya legendaria obra de Spielberg, resulta algo difícil y complejo intentar recorrer senderos no manidos, ante una obra sobre la que se han escrito auténticos ríos de tinta.

Pero lo cierto es que una mirada desprejuiciada sobre la película, ha de valorar de entrada la sencillez que preside su configuración general, y hay que señalar que su coste de producción se ciñó a diez millones y medio de dólares. Y desde los propios títulos de crédito –simples, y punteados por una oscura sintonía de John Williams, quien por otra parte se convertirá en aliado de primer orden en la película con una partitura especialmente inspirada-, nos inserta en la presencia de una extraña nave espacial, que está siendo perseguida por una serie de humanos –a los que nunca veremos el rostro-, elevándose hacia el cielo sin advertir -¿O sí?-, que han dejado una de sus criaturas en tierra. Poco antes contemplaremos el interior del vehículo espacial, poblada por extraños seres que contemplaremos en penumbra, rodeados además de una extraña vegetación, y conformando con ello un aspecto de extraño alcance bizarro. Será el inicio de la andadura de ese extraño ser, que gracias a la confluencia de un diseñador como Carlo Rambaldi, se configuró con una extraña humanidad, hasta erigirse como una criatura que el mismísimo Tod Browning hubiera aplaudido de haberla podido contemplar. La belleza interior de la aparente fealdad, se manifiesta en un ser que el director tomará su tiempo en mostrar, hasta hacerlo en un momento oportuno en el que la inquietud se da de la mano con la hilaridad del cartoon. Y en cierto modo, la entraña de E.T. reside ahí. En la de transmitir un cuento centrado en la evolución de un niño que se encuentra traumatizado por el divorcio de sus padres –vive con su madre y dos hermanos, mientras su progenitor reside en Méjico-, encontrándose por tanto un poco al margen de la relación que comporta su familia. Spielberg expresa con brillantez ese estado de alejamiento, sin cargar las tintas, con breves pinceladas –un comentario en el desayuno servirá para aclarar al espectador dicha circunstancia-, hasta confluir en el encuentro con esa criatura que modificará el futuro de su vida.

E.T puede seer entendida de diferentes maneras. Una de ellas es la de proponer una extraña parábola crística –el propio cartel puede contemplarse como una metáfora, a modo de simbólica traslación de la “Creación” de Miguel Ángel, ante la comparación de la figura del extraterrestre como un enviado a la tierra, tocando con su dedo mágico el humano de Elliot (magnífico Henry Thomas, de quien nunca jamás se volvió a saber). Hay secuencias en los que esa acepción se refuerza, como aquella en la que los tres hermanos –cual sorprendentes reyes magos- son mostrados en contraplano desde el punto de vista de Et, teniendo como fondo una estrella de decoración, la propia “resurrección de la criatura”, o el instante final en el que esta vuelve a su nave y asciende al cielo, delante de todos aquellos que ha ido configurando como sus auténticos seguidores –incluido el científico que encarna un joven Peter Coyote-. Es indudable que son episodios que podrían revolver el estómago de más de un dogmático, como lo pudo suceder aquellos que en décadas precedentes repudiaron joyas como THE SONG OF BERNADETTE (La canción de Bernadette, 1943. Henry King) o el admirable díptico de Leo McCarey formado por GOING MY AWAY (Siguiendo mi camino, 1944) y THE BELLS OF ST. MARY’S (Las campanas de Santa María, 1945). Sin embargo, a estas alturas de la vida, creo que el análisis del hecho cinematográfico nos ha permitido dejar de lado esas anteojeras, y valorar lo que tiene la obra cinematográfica en su propia escritura y sensibilidad. Y es a partir de esas premisas, cuando hay que valorar el logro de E.T. como una magnifica y equilibrada propuesta de Steven Spielberg que –aquí si-, logró un largometraje en el que predomina la voz callada, la apuesta por la cotidianeidad y el intimismo, e incluso un grado de sensibilidad hasta entonces poco presente ene el conjunto de su obra. Es más, estoy por señalar que cuando casi dos décadas después puso en marcha el proyecto de ARTIFICIAL INTELLIGENCE (A. I. Inteligencia Artificial, 2001) –que sigo considerando la obra cumbre de su realizador, y una de las cimas de la ciencia –ficción fílmica de todos los tiempos-, nuestro cineasta tuvo como referente esta aventura quizá en su momento no demasiado bien entendida, y ahogada por el estruendoso éxito comercial y la condición de clásico “familiar” que ha ido adquiriendo con el paso de los años.

Sin embargo, el paso de esos mismos años ha sentado de forma magnífica una película que destaca precisamente por su capacidad para introducirse en el ámbito de la falsa inocencia de la infancia, y de entender la misma como un mundo mágico y ensoñador, en el cual los adultos parecen incapaces de poder entender la época más hermosa de su pasado como seres humanos. Es algo que reflejará en ese maravilloso cuarto de juegos –iluminado por fuertes rojos-, y en el que se insertarán algunos de los instantes más hermosos al tiempo que divertidos del film –el momento en que E.T. se encuentra escondido entre los juguetes, para evitar ser encontrado por la madre. Y es que, en definitiva, la obra de Spielberg se revela como una nada solapada lucha entre la inocencia y la autenticidad de los sentimientos –por muy extraños que puedan aparecer entre la criatura y el niño protagonista- y la insensibilidad de la condición humana –representada en el creciente acoso de esos adultos que se van aproximando a la casa, o la repentina invasión de agentes espaciales-, introduciendo en el tercio final del metraje un componente dramático que rompe de manera abrupta con esa sensación de extraña armonía mantenida hasta entonces.

Otro de los aspectos en los que E.T. ha logrado mantener e incluso elevarse con el paso del tiempo, es en su condición de cuento feérico. Lo acentuarán las secuencias desarrolladas en el bosque, los planos generales con la luna al fondo, incluso aquellos que muestran la nocturnidad de la ciudad, o las divertidas secuencias de la celebración de halloween –en la que el camuflaje de la criatura proporcionará momentos entrañables-. Todo ello está orquestado por Spielberg sabiendo casi en todo momento mantener un equilibrio entre lo entrañable y lo sensible, sin concesiones apenas a esa sensiblería que sí se introdujo en otros de sus títulos. Es llegado a ese punto, donde momentos tan recordados como la primera vez que Elliot se eleva con Et en bicicleta por encima del bosque, adquiere una irresistible querencia fantastique. Y hay que señalar, que como buen amante del cine que Spielberg fue y sigue siendo, podemos detectar en la película no pocas referencias de otros títulos señeros. Las vivencias de los pequeños hermanos, en no pocas ocasiones me recordaron a las de los niños de TO KILL A MOCKINGBIRD (Matar a un ruiseñor, 1962. Robert Mulligan). Hay instantes donde cierto alcance maligno me permite intuir referencias de THE NIGHT OF THE HUNTER (La noche del cazador, 1955) de Charles Laughton, unos instantes concretos de Elliot manejando la linterna e iluminando su rostro en medio del maizal de noche, parecen resultar una derivación infantil de la mítica secuencia de I WALKED WITH A ZOMBIE (1943) de Jacques Tourneur o, en definitiva, los mismos pequeños, aludirán en las primeras secuencias, en las que intentan descubrir a la criatura, a la serie The Twlight Zone. Pero al mismo tiempo, el film de Spielberg se erige como clareo referente de tantos y tantos títulos posteriores, e incluso algunos tan cercanos. El que podría representarse en la extraordinaria WALL-E (WALL-E. Batallón de limpieza, 2009. Andrew Stanton) a la algo previa SIGNS (Señales, 2002. M. Night Shyamalan) –esta adquiriendo matices sin duda más sombríos, pero manteniendo ese alcance de sugerencia que comparte con el referente que comentamos-. No voy a citar la considerable cantidad de títulos, en general de escaso alcance, que fueron surgiendo al socaire de un éxito tan estruendoso como el generado por nuestro director. Un Spielberg que atesora la alquimia de saber apostar por “lo maravilloso”, en secuencias tan hermosas como la del inesperado vuelo que provoca la criatura con unas bolas de plastilina, intentando explicar sus orígenes planetarios, en montaje paralelo una asombrosa ligazón entre la secuencia de amor cumbre de la fordiana THE QUIET MAN (El hombre tranquilo, 1952) con la que Elliot logra expresar con su pequeña novia –una set pièce de asombroso equilibrio, en medio de una invasión de ranas-. Fragmento este último como culminación a un admirable episodio en el que se muestra con un asombroso sentido del humor, la consecuencia de la telepatía que liga a E.T. con un Elliot que se encuentra en plena clase. Esa capacidad para alternar lo tierno con lo divertido, para articular un dominio de las relaciones humanas, para insertar en suma una extraña y profunda relación de amistad –inolvidable el primer plano de un Elliot transformado con el que culminará la película-, es el que conforma un título al que hoy día hay que mirar despojándose de las anteojeras con las que se contempló en el momento de su estreno, erigiéndose por derecho propio como una de las aportaciones más valiosas de su realizador dentro del terreno del fantastique.

Esa capacidad de atrapar al espectador en sus primeros minutos de metraje –casi sin diálogos-, la atmósfera que esgrime durante todo su conjunto, sabiendo alternar al mismo tiempo secuencias cotidianas y otras más definidas en el terreno de la particular visión del fantástico emanada por su realizador, y que en pocas ocasiones como la presente se me aparecen tan logradas. La clara apuesta por un relato que se articula en voz baja, con humanidad, con una realización en la que constantemente encontramos instantes y matices repletos de sutileza, personalmente creo que solo se interrumpen en la –por otra parte necesaria- persecución de las autoridades a los chavales –entre los que encontraremos a un jovencísimo C. Thomas Howell- que, montado en bicicleta, intentarán proteger a esa criatura que ha encontrado ya el sendero para poder regresar a la nave que le espera. Un episodio algo mecánico, pero que nos proporcionará el placer de ese mágico vuelo colectivo de los mismos, en una apoteosis que culminará con ese ascenso de resonancias bíblicas que, lo confieso, no solo mantiene su vigencia, sino que quizá se erija en uno de los fragmentos más memorables del cine de su autor –dejo de lado a quienes sigan considerándolo sensiblero-. Esa capacidad para mostrar la evolución de un niño trastornado en un joven que en apenas pocos días ha aprendido tantas cosas de la vida, por la llegada de esa criatura “en la que creerá siempre”, supone una de las parábolas más hermosas de la obra de Steven Spielberg.

Con E.T., su director exteriorizó ese niño que llevaba dentro y su pasión por la fantasía. Es por ello que, en definitiva, lo más valioso de la película se encuentra en la sencillez y, al mismo tiempo, hondura, de esos planos / contraplanos que en momentos muy especiales, proporcionan al relato una dimensión de emotividad plena. No cabe duda que E.T. no es la obra cumbre de Steven Spielberg, pero sí una magnífica obra, que no solo ha resistido muy bien sus tres décadas de existencia, sino que contemplada hoy día se nos antoja casi imprescindible para entender la evolución del cineasta, que iría madurando a pasaos agigantados, hasta ir introduciéndose en ámbitos más sombríos, aquí aún apenas esbozados.

Calificación: 3’5

LINCOLN (2012, Steven Spielberg) Lincoln

LINCOLN (2012, Steven Spielberg) Lincoln

Vayan por delante dos acotaciones personales a la hora de comentar LINCOLN (2012, Steven Spielberg). Se trata de una producción claramente auspiciada por la Dreamworks –el estudio rival del Miramax de Harvey Wenstein-, a la hora de luchar en la carrera de los Oscars 2013. No hay nada malo en ello, máxime cuando el propio Spielberg ha jugado en dichas batallas en diversas ocasiones. En unas con escasa fortuna –THE COLOR PURPLE (El color púrpura, 1985), y en otras logrando el éxito casi absoluto SCHINDLER’S LIST (La lista de Schindler, 1993). Puede decirse a este respecto, que el resultado no fue el apetecido –apenas dos estatuillas tras doce nominaciones-. Esa circunstancia permite que este tipo de producciones vaya adornada de una especie de aureola especial, que en el momento de su estreno condiciona  a la hora de su visionado, y quizá impida poder disfrutar de las mismas sin las casi inevitables anteojeras. Es precisamente al transcurrir la patina de unos pocos años, cuando estos pueden ser apreciados en toda su magnitud. Y es, llegados a este punto, y aún considerando la película un título magnífico, estoy convencido que el paso del tiempo –y no mucho tiempo, precisamente- otorgará a esta obra de Spielberg la vitola del clásico. Lo cierto y verdad es que, de entrada, el nudo argumental que desarrolla la película, se aleja por completo de la tentación –por otra parte permisible- de un biopic, para centrarse en su lugar en un periodo muy concreto de la andadura de tan emblemático personaje, poco después de que haya sido reelegido como máximo mandatario estadounidense. Nos situamos en 1865, cuando está a punto de finalizar la guerra civil americana. Es en un breve espacio de tiempo que apenas abarcará un mes, donde Abraham Lincoln (un inmenso y al mismo tiempo contenido Daniel Day-Lewis, en el rol de su vida) se plantea de manera revestida de agudeza pese a su aparente despreocupación, la importancia de introducir de manera rápida una enmienda en la constitución que consolide la abolición de la esclavitud –sería interesante recodar como este tema protagonizó otro título del realizador, a mi juicio injustamente menospreciado en su momento; AMISTAD (1997)-. Dicha intención ha de producirse precisamente antes de la rendición de los estados del Sur, que se encuentran dando casi sus últimos coletazos –una vez estos rendidos, sería casi imposible poder llevar a cabo dicho objetivo-. Para ello utilizará los servicios de su secretario de estado William Seward (magnífico David Strathaim), al objeto de analizar que porcentaje de votantes positivos mantienen a la hora de poder sacar adelante su ambicioso proyecto. De antemano, y no sin reticencias, Lincoln logrará el compromiso del líder del ala conservadora del partido republicano –Preston Blair (Hal Holbrook)-. Todo ello posibilitará un juego político en el que no se ausentarán los elementos de grueso calado insertos en una cámara aún no demasiado habituada a la hora de manejar con destreza el debate parlamentario. Por otro lado, para poder llevar adelante la enmienda, tendrán que captar necesariamente el apoyo de una veintena de parlamentarios demócratas –opuestos al abolicionismo-, para los que Seward encargará a dos de sus hombres de confianza.

A partir de dicha premisa, LINCOLN se desenvuelve evidenciando en casi todo momento la maestría de uno de los grandes narradores de nuestro tiempo. Ayudado por una excepcional fotografía del enorme Janusz Kaminski, del prodigio de matización que ofrece Day-Lewis en su personaje, del conjunto de un reparto excepcional, en el que no dudo en destacar a un Tommy Lee Jones en auténtico estado de gracia –encargado de asumir el rol de Thaddeus Stevens, el senador más implicado desde hace años en la lucha por tal objetivo-, Spielberg logra plasmarnos un retrato preciso de los primeros pasos de la formulación de la práctica política en unos Estados Unidos de América casi en formación. Como si asistiéramos ante un lejano precedente de la magna ADVISE & CONTENT (Tempestad sobre Washington, 1962), en un momento determinado, y cuando ya se ha conseguido alcanzar el objetivo deseado, Stevens marcará en su lúcida reflexión que se ha logrado el objetivo del siglo mediante la corrupción, y a través de la persona más honesta del planeta. Esa capacidad de mostrar el lado oscuro de una política americana que se encontraba entonces incapaz de articularse de manera totalmente civilizada, es mostrada por nuestro director con mano maestra, en unos debates en donde los gritos y la algarabía aparecen hoy día como dignos de seres sin civilizar, pero que en el fondo son la raíz de lo que hoy constituye la democracia más avanzada en el mundo.

Sin embargo, con ser importante este aspecto de la formación de una incipiente aunque ya organizada actividad política –Lincoln fue ya el dieciseisavo presidente de la nación-, la película no olvida el conflicto mantenido con su esposa Mary Todd (Sally Field), atormentada con la muerte de un hijo y por sus propios desequilibrios mentales, o las asperezas mantenidas con el hijo de ambos Robert (Joseph Gordon-Levitt), obstinado en alistarse en la lucha activa pese a las reticencias de sus progenitores. En especial de su padre quien, como general de las fuerzas armadas, tiene el poder absoluto para rechazar la petición. La película no desaprovechará la ocasión para mostrar pequeños pasajes revestidos de espeluznantes crudeza, como los que describen la batalla que inicia el relato, o el paseo del presidente por un campo hasta hace poco sudista, convertido en un auténtico reguero de cadáveres. Será la ocasión para que el joven Robert sufra la impresión de ver como en una fosa excavada, se tiran un sinnúmero de brazos y piernas amputados de las operaciones de urgencias realizadas.

Y como en todo relato que articula la búsqueda de un objetivo, Spielberg articula el proceso de votación de manera magistral, alternando el anuncio de los sufragios –con crecientes sorpresas por parte de los demócratas, que incluso han intentado una argucia para detener dicha votación, argucia esta por cierto con base real que Lincoln sorteará con similar agudeza-, ante la tranquilidad con la que el presidente se encuentra en su residencia presidencial, en una semipenumbra que casi preludia un estado de paz espiritual. Será tras el triunfo, cuando la cámara se detendrá en el personaje de Stevens –quizá uno de los instantes más conmovedores del relato-, quien se llevará doblado el decreto de la enmienda, emocionado, descubriendo finalmente el objeto central de esa lucha tan oculta a favor de la abolición de la esclavitud.

Con ser una película magnífica, hay algunos elementos que personalmente me impiden considerarla ese logro absoluto que, no obstante, quizá pueda ser apreciado con el paso del tiempo. Desde la inserción de ciertos elementos de comedia que rompen de alguna manera el ritmo sereno del relato –la captura de los votos entre los representantes demócratas-, o lo innecesario que resulta invocar en la conclusión del film su asesinato –aunque para ello se ofrezca la originalidad de hacerlo desde un teatro diferente a donde se ha producido el crimen, en el que se encuentra el pequeño hijo de este-. En cualquier caso, hay una secuencia que revela bien a las calara la enorme complejidad que encerró ese empeño personal de una mente preclara como la de Lincoln. Me refiero a aquella en la que se encuentran reunidos sus más estrechos colaboradores, esgrimiendo cada uno de ello todo tipo de objeciones antes las intenciones del presidente. Objeciones que giran en cada uno de los casos defendiendo los intereses particulares del ámbito que representan cada uno de ellos. Será el único instante en el que el mandatario tenga que propinar un puñetazo sobre la meza, haciendo una llamada de atención al interés general que está propugnando. Esa magnífica secuencia, y la visión de un mandatario que ha envejecido prematuramente en poco tiempo tras la enorme y rápida negociación y logro alcanzado, serán pasajes de especial significación en una película que puede que inserte en su cómputo algunos de esos pequeños aspectos de desequilibrio, pero a la que estoy seguro el paso de unos años va a otorgar una creciente valoración, proponiéndola quizá como la mirada más atractiva sobre uno de los grandes personajes norteamericanos, junto a la brindada por el lejano John Ford de YOUNG MR. LINCOLN (El joven Lincoln, 193 9).

Calificación: 3’5

AMISTAD (1997, Steven Spielberg) Amistad

AMISTAD (1997, Steven Spielberg) Amistad

Sorprende, a una docena de años de su estreno, el rechazo con el que fue recibida AMISTAD (1997). Una hostilidad que incluso se extendió a seguidores acérrimos de su director -Steven Spielberg-, que en aquellos años había iniciado el definitivo periodo de madurez en su filmografía, con algunas excepciones en donde el realizador firmó títulos de clara adscripción comercial –aunque siempre puestas en marcha con una innegable profesionalidad-, y junto a buena parte de los mejores exponentes de su obra. No voy a señalar que el título que comentamos se encuentre entre ellos, pero con franqueza no la distingo entre el cómputo de cualidades que puede presentar la casi inmediata SAVING PRIVATE RYAN (Salvar al soldado Ryan, 1998). Partiendo de la dispar base histórica que describe a ambas, en realidad comparten más de lo que parece, sobre todo en la diestra mano como narrador que brinda en ambas ese cineasta que poco a poco ha ido sedimentando su progresión, hasta configurarse como uno de los grandes cineastas surgidos en el cine USA en las últimas décadas. En realidad, esa fría recepción que acogió AMISTAD, procede a mi modo de ver de una equivocada percepción en torno a  la base temática que ofrece el guión de David Franzoni. Una mirada más o menos simple, nos podría señalar que asistimos a una película más sobre el drama de la esclavitud. Y es cierto que su argumento en primera instancia se inserta dentro de ese contexto. Sin embargo, creo que pocos han sabido leer la verdadera esencia de la película. El film de Spielberg se presenta, bajo mi punto de vista, como un auténtico alegato en torno a la universalidad de la comprensión y el conocimiento, englobando ambos conceptos en ese contexto temporal convulso que sirvió para que la sociedad norteamericana se enfrentara con el fantasma del fin de la esclavitud. Si cualquier espectador pensaba que se iba a encontrar con el típico título “abolicionista” o sensiblero en dicha tendencia, creo que el vigoroso episodio inicial ya rompe con cualquier prejuicio al respecto, al tiempo que muestra una auténtica lección de cine. Ese capítulo de rebelión de los esclavos negros que se encuentran sometidos en la tripulación del navío español La Amistad, será una rebelión que comandará Cinque (Un poderoso Djimon Hounsou), al cual contemplaremos en los primeros instantes del film, intentando con absoluta intensidad sacar ese clavo que le mantiene ligado a las cadenas del navío, proporcionando con ello el inicio de una revolución que no obviará el matiz sangriento. Será el primer acierto de la película, mostrar la crudeza e incluso la primitiva animalidad de esos negros sometidos, bastante alejada a la visión reduccionista que el cine proabolicionista ha mostrado al respecto –no hace falta recordar la significación de figuras como Sidney Poitier o Harry Belafonte-. A partir de esa rotunda elección formal y psicológica, Spielberg despliega otra desconcertante elección formal; su deliberada huída de ese aspecto “épico” que pudiera aparentar la película a primera vista. Lo cierto es que el director apela en casi todo momento a insertar sus imágenes –dos horas y media de metraje que apenas registran bache alguno-, buscando un equilibrio entre el elemento sociopolítico en el que se integra la verdadera intención de la película, el trazado de sus personajes, la debilidad que en el proceso muestran algunos de ellos –destacar en este aspecto el abolicionista Tappan (Stellan Skarsgard), quien en un momento determinado flaqueará en la lucha, llegando a pensar que la muerte de los esclavos y su martiriología sería el elemento que más favorecería la causa que él defiende, aunque se quiera desatender de ese colectivo de negros sojuzgados y descritos en una auténtica “tierra de nadie” física y moral-. Serán, en definitiva, seres incómodos ante todos los poderes que, de una u otra manera, quieren en definitiva eliminarlos o aprovecharse de ellos.

A partir de esas premisas, Spielberg logra trazar esa epopeya que se niega a sí misma, ya que la esencia de AMISTAD se centra en el sendero del conocimiento, de la emoción que se produce en el difícil proceso que permite comunicarse a esos negros que hablan un idioma desconocido por los primitivos norteamericanos –oportuno el detalle que permite al abogado Baldwin (Matthew McConaughey) encontrar a un marino negro que conoce esa lengua que no puede descubrir y, con ello, comunicarse con Cinque-. Ese proceso, es el que en realidad importa al realizador norteamericano, el de buscar la comprensión entre seres humanos, que se encuentran en situaciones totalmente opuestas y, sobre todo, en clara desventaja. Es por eso que quizá en su momento la película fuera atendida y despachada con demasiado desdén. Cierto es que no todo en ella adquiere la necesaria consistencia, que la presencia de ese componente cristiano resulta algo forzado –la presencia de piadosos seres rezando por los negros apresados, la analogía del martirio de Cristo que asumirá con tanta resignación Cinque, aunque ello brinde un detalle visual magnífico en ese plano en el que los palos de las velas de un barco se ofrecen como metáfora de ese recuerdo de la crucifixión-. Sin embargo, esa misma circunstancia se revela cuidada como elemento de influencia de ese juez –interpretado por Jeremy Northam-, que finalmente apelando a su propio sentimiento católico, no dudará en desmontar los criterios gubernamentales por los que había sido designado en la segunda vista del caso.

Es en ese proceso intimista, en la tantas veces buscada –y por este rechazada-, aunque finalmente lograda colaboración del denostado expresidente John Quincy Adams (Anthony Hopkins), en la complicidad que poco a poco se va estableciendo entre el escéptico Cinque y el entusiasta Baldwin... Hay en todo el metraje del film de Spielberg, una subterránea corriente de comprensión mutua que, a fin de cuentas, es la que permite que emerja de su metraje una sensación de sinceridad y comprensión mutua entre sus principales personajes. Con todo ello, es probable que en el metraje de AMISTAD podamos detectar debilidades y fisuras. No lo dudo. Sin embargo, existe en sus imágenes una sensación de seguridad, de saber por que sendero tomar, e incluso sus secuencias saben incardinar el apunte sociopolítico, el detalle intimista –esas flores que cuida amorosamente Adams, y que contempla admirado Cinque-, la alternancia de puntos de vista, la acertada y creíble descripción de momentos algo incómodos –el fallo del jurado de la corte suprema, que se realiza en contra de sus propios principios-. Ni que decir tiene que todo ello queda resuelto en un magnífico diseño de producción, y que su cast deviene casi inmaculado. A este respecto, me gustaría destacar –por lo que supone de sorpresa-, la estupenda composición de McConaughey, quien logra no solo no achicarse ante los intérpretes más prestigiosos que comparten con él el plano, sino incorporar a su performance un extraño timming que lo sitúa entre los trabajos más valiosos de su carrera –y que conste que no se encuentra entre mis preferencias-.

Singularidades que definen, tanto en sus aciertos –más de los que se le han reconocido- como en sus limitaciones, en una película que, después de contemplarla, no puedo dejar de reconocer que fue injustamente tratada. Lo dice alguien que admira a Spielberg, sin haber sido nunca un incondicional de su obra en conjunto. Sin embargo, asistimos ante una película que baraja no solo materiales nobles, que apela al clasicismo y que, contrariamente a otros títulos suyos, no abusa de esa sensiblería que, por el contrario, invalidaba los logros de otros títulos suyos más reconocidos o populares.

Calificación: 3

INDIANA JONES AND THE KINGDOM OF THE CRYSTAL SKULL (2008, Steven Spielberg) Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal

INDIANA JONES AND THE KINGDOM OF THE CRYSTAL SKULL (2008, Steven Spielberg) Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal

Partamos de una percepción muy personal; jamás he sido demasiado devoto de las diversas aventuras cinematográficas del personaje de Indiana Jones. Siendo consciente de la generalizada percepción de RAIDERS OF THE LOST (En busca del arca perdida, 1981. Steven Spielberg) como uno de los últimos clásicos del cine de aventuras contemporáneo. Nunca he compartido dicha apreciación, sin por ello dejar de negar el impacto que tuvo en el momento de su estreno y su estimable grado de interés. Desde mi aversión –con el paso del tiempo atemperada- a Harrison Ford, hasta la fácil cinefilia que su propuesta presentaba –una mixtura entre la discreta SECRET OF THE INCAS (El secreto de los Incas, 1954. Jerry Hopper) y el díptico DEL TIGER VON ESCHNAPUR (El tigre de Esnapur) / DAS INDISCHE GRABMAL (La tumba índia), ambas rodadas conjuntamente en 1959 por Fritz Lang-, a pesar de sus moderadas virtudes, siempre me dio la impresión que RAIDERS OF… aparecía como un lujoso espectáculo de barraca de feria, una especie de larga promoción de uno de los parques temáticos que tanto proliferan en los últimos tiempos. Quizá es por ello que sus dos secuelas –en líneas generales peor recibidas-, me parecieron más o menos similares en sus virtudes y defectos. Cierto es que el paso de un par de décadas –casi tres en su título inaugural-, permite comprobar la evolución –y no para bien- que han seguido los parámetros del cine mainstream. Partiendo de esas comparaciones, cuando el panorama en este sentido está dominado por los Michael Bay o John Woo de turno, cuando el imperio del plano corto y la acción sin freno ni lógica impera como moneda corriente, es cuando quizá las propuestas de Steven Spielberg se pueden contemplar con un mayor agrado… aunque quizá quepa hacer otra lectura menos halagüeña; la de que de aquellos ríos vienen estos lodos. Quien sabe.

A partir de dichas elucubraciones, uno se enfrenta al visionado de INDIANA JONES AND THE KINGDOM OF THE CRYSTAL SKULL (Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, 2008) con un cierto temor teñido de relativa nostalgia. No una añoranza basada en un modelo que nunca tuve entre mis especiales preferencias, sino en el hecho de reencontrarse con una fórmula, que vista dentro de un marco de cierta degeneración dentro de los códigos del género, sin duda aparecen emergiendo con una mayor sensación de clasicismo. Si a ello unimos el hecho de que el cine de Spielberg ha conocido en sus últimos quince años, un innegable proceso de madurez, es por lo que de alguna manera la combinación de hallazgos y las limitaciones intrínsecas que este personaje –y su modo de plasmarse en la pantalla- ofrece en esta hasta el momento cuarta entrega, plantea un cierto grado de singularidad. Un rasgo centrado ante todo en el hecho de utilizar a un Harrison Ford con sesenta y seis años de edad, cuando su imagen cinematográfica se encontraba en el recuerdo del aficionado con un aspecto pletórico. Pero al mismo tiempo, el interrogante quedaba planteado en el hecho de si dentro del contexto de cine de aventuras de nuestros días, había un pequeño lugar reservado para la reválida de este ya veterano personaje. Pues bien, pienso que tal circunstancia se desarrolla con algo más que aprobado. En realidad, creo que esta última entrega no solo no desmerece de ninguna de las tres precedentes, sino que –y quizá pueda parecer una herejía afirmarlo en voz baja-, quizá me parezca –por puntos-, la más solvente de todas ellas. No con ello quiero pretender afirmar que nos encontremos ante un título de especial significación dentro del cine de aventuras, pero sí que es cierto que Steven Spielberg y George Lucas han sabido retomar al personaje, aportando en su “rentrée” una serie de matices que la dotan del suficiente interés. Todo ello pese a que, una vez más, la película se ofrezca dentro de una estructura de montaña rusa, donde momentos más o menos atractivos, un cierto sentido del humor y secuencias dominadas por su alcance “fantastique” e incluso bizarro, se alternan con sus clásicas set pieces. Un constraste que si bien en ocasiones funciona con la precisión de un mecanismo de relojería, en su mayor parte se me antoja de nuevo en esa inevitable tendencia al espectáculo de barraca de feria antes señalado, que no dudo apasionara a millares de seguidores en su momento –siempre aderezados con el conocido tema de John Williams-, pero personalmente siempre he considerado lo más prescindible de las aventuras cinematográficas del célebre personaje.

Nos encontramos en 1957, donde Indiana Jones (Harrison Ford) y su ayudante Mac (Ray Winstone), se escapan de una refriega a la que son sometidos por unos estridentes agentes rusos que se han infiltrado, asesinando al personal de una base norteamericana ubicada en el desierto. Poco después será despedido de su puesto de arqueólogo y, de forma inesperada, se ve abordado por un joven arrogante llamado Mutt (Shia LaBoeuf). Este le reclama su atención para proteger la figura de un compañero suyo que se encuentra en una situación apurada, implicando en ello a un viejo colega –el profesor Oxley (John Hurt)-, y estando entremedias de ello una vieja amiga de Jones. Se trata de Marion (Karen Allen), viajando todos ellos hasta Perú, donde indagarán el misterio existente en torno a una leyenda que describe una calavera de cristal, en la cual han estado presentes las investigaciones del desaparecido Oxley. Será el comienzo de una alucinante aventura en plena selva, que llegará a ponerles en contacto con seres ultradimensionales, siendo seguidos siempre muy de cerca por el grupo de peligrosos guerrilleros soviéticos comandados por la sofisticada y letal Irina Spalko (Kate Blanchett)

De nuevo, la mente calenturienta de Steven Speilberg nos introduce por aventuras que entrarán de lleno en su parte final en el terreno del fantastique, ligando incluso determinados seres que aparecen en la misma con otros presentes en películas suyas precedentes. Nada hay de malo en ello, como tampoco lo es que se recurra a una argucia de guión para ligar la figura del joven Mutt –estupenda prestación de un Shia LaBoeuf, destinado a convertirse en una de las estrellas del futuro próximo, y que recuerda en su indumentaria al Marlon Brando de THE WILD ONE (Salvaje, 1953. Lazlo Benedek)-, como el hijo de Marion y el propio Indiana, revelándose tal parentesco en una insólita secuencia –en la que están apunto de perecer dentro de un contexto tragicómico Jones y Marion a partir de una especie de arenas movedizas-. En realidad, la película ofrece algo más que habilidad a la hora de integrar todas las piezas que forjaron el pasado del personaje –el recuerdo a la figura de Sean Connery, el pánico a las serpientes de Jones, su inquietud como arqueólogo…-, integrándolo en un ámbito en el que no faltarán secuencias cavernosas llenas de siniestros augurios y esqueletos por doquier –impagable el detalle del guerrero varios siglos embalsamado y convertido en apenas instantes en cenizas, que nos recuerda una bellísima secuencia del ROMA (1972) de Fellini-, la presencia de seres primitivos que parecen espectros, el inquietante fragmento en el que Jones recorre una ciudad fantasmal, con habitantes en forma de muñecos inanimados, estando a punto de perecer por una radicación, o el aterrador episodio de las hormigas gigantes –a mi modo de ver uno de los más impactantes del film, en el que se encuentra la referencia de la estupenda THE NAKED JUNGLE (Cuando ruge la marabunta, 1954. Byron Haskin)-, o todo el aparatoso pero muy atractivo fragmento final, en donde la acumulación de elementos y situaciones adentradas de lleno en un contexto fantastique, quizá proporcionen el mayor conjunto de efectividad de todo el ciclo en que se encontró el personaje de Indiana Jones en la pantalla –y que además en su diseño y plasmación de los extraños personajes, uno atisba una cierta influencia de la conclusión de la admirable QUATERMASS AND THE PIT (¿Qué sucedió entonces?, 1967. Roy Ward Baker)-.

Por desgracia, y como sucediera en las otras tres entregas precedentes –especialmente en la segunda de ellas-, esa querencia por los episodios de acción desbordante, y la visión con un prisma humorístico de la relación de sus personajes, impiden de nuevo que INDIANA JONES AND THE KINGDOM… supere esa condición de vehículo para episodios dominados por un ritmo trepidante, en los que ese necesario “verosimil fílmico” se ponga muy a en tela de juicio. Cierto es que entre ese contexto podemos destacar el increíble fragmento de la triple caída de los aventureros por tres gigantescas cataratas, o incluso nos divirtamos ante la secuencia en la que la entrepierna de LaBoeuf se ve expuesta al mayor de los peligros. Sin embargo, y aún reconociendo que asistimos a un espectáculo, sino de tintes nobles, sí de innegable efectividad en su condición de producto entertainment, quizá hubiera sido la ocasión propicia para haber albergado una aventura más relajada, mesurada e incluso nostálgica del personaje. Está claro que como queda configurada resulta entrañable y eficaz –y reitero mi opinión de que quizá nos encontremos con el mejor capítulo de los cuatro de la serie-, pero es probable que se haya perdido la ocasión de haber plasmado otra mirada por el personaje, alejada por completo de los servilismos que le precedieron, y centrada en una visión crepuscular sobre el mismo. Dejémoslo ahí, y reconozcamos que, al menos, contemplando su trepidante aunque algo mecánico desarrollo, cualquier espectador se lo pasa la mar de bien, y eso es algo más que valorable para los tiempos que corren.

Calificación: 2’5

THE SUGARLAND EXPRESS (1974, Steven Spielberg) Loca evasión

THE SUGARLAND EXPRESS (1974, Steven Spielberg) Loca evasión

Teniendo en cuenta que DUEL (El diablo sobre ruedas, 1971) fue concebida y estrenada para las pantallas televisivas –aunque con posterioridad exhibida en los cines de diversos países, entre ellos España-, es lógico señalar que THE SUGARLAND EXPRESS (Loca evasión, 1974) supone de hecho el debut como realizador cinematográfico de un Steven Spielberg, destinado a ocupar un papel relevante en el cine mundial de las últimas décadas. Y lo cierto es, que bajo mi punto de vista, nos encontramos con la obra más valiosa de su filmografía hasta que se iniciara ese periodo de madurez que podríamos determinar en SCHINDLER’S LIST (La lista de Schindler, 1993). Es curioso observar como esta puesta de largo en la pantalla grande, obvia por completo los elementos más definitorios que caracterizaron sus producciones más conocidas –sentido del espectáculo, adscripción por el fantastique o el suspense- eligiendo por el contrario una historia real, sucedida en 1969, de las cual la mayor parte de sus personajes centrales seguían con vida en el momento del rodaje del film.

 

THE SUGARLAND… toma como eje central la fuga de Clovis Michael Poplin (William Attherton), preso por delitos menores muy cercano en acceder a la libertad, merced a la presión que sobre él –que pronto advertiremos es de débil carácter- ejerce su alocada esposa Loui Jean (Goldie Hawn). Ambos iniciarán una pintoresca fuga de previsible escasa incidencia, centrada en la recuperación de su pequeño hijo, que ha sido retirado de la custodia de su madre. La fatalidad querrá que en el camino se encuentren con el joven agente Maxwell Slide (Michael Sacks), al cual retendrán como rehén, iniciándose con ello la persecución de los mandos policiales en ese viaje iniciático con destino a la ciudad de Sugarland, recorriendo esa América profunda, conservadora y puritana, que es capaz al mismo tiempo de ofrecer comprensión a esta pareja que busca con afán su imposible felicidad, aunque esté impregnada de hipocresía y tamizada de facetas tan terribles como la cotidianeidad en el uso de las armas. A partir de este sencillo hilo argumental –que por momentos podría parecernos una versión dramatizada de algunos de los guiones más célebres filmados por Preston Sturges en la década de los cuarenta-, Steven Spielberg describe una crónica por momentos intimista –los pasajes finales entre los tres ocupantes, cuando se ha establecido una auténtica complicidad entre los Poplin y Slide-, en otros escorada a la comedia –la pareja de ancianos que conducen el coche con una velocidad mínima, ese veterano indio que es portado detenido por Slide cuando se produce el encuentro con los recién fugados- y en algunos instantes se deslizará peligrosamente por el sendero de lo grotesco, vaticinando los errores que tendrían su expresión máxima en 1941 (1979) –esa emboscada de los falsos reservas que casi acribillarán a nuestros protagonistas-.

 

Partiendo de un proyecto que estoy convencido fue gestado en principio a la mayor gloria de la hoy olvidada Goldie Hawn –entonces en su momento de mayor popularidad, reiterando film tras film su eterno rol de chica alocada-, Steven Spielberg supo sin embargo desplegar en esta película una notable capacidad para describir una sociedad a medio camino entre lo rural, lo primitivo, asumiendo la misma como una especie de continuidad de títulos como BONNIE AND CLYDE (Bonnie y Clyde, 1967. Arthur Penn), expresando sus imágenes esa visión sombría que expresaban títulos más o menos coetáneos como I WALK THE LINE (Yo vigilo el camino, 1970. John Frankenheimer), FAT CITY (Ciudad dorada, 1972. John Huston) o la emblemática THE LAST PICTURE SHOW (La última película, 1971. Peter Bogdanovich) –de la que retoma la paradigmática presencia de Ben Johnson. Con todos ellos comparte esa mirada por un mundo en descomposición, una sociedad anclada en el tiempo, un tiempo pasado y presente al mismo tiempo, casi fantasmal en su propia existencia, pero amenazador en su vertiente más íntima. A partir de esas premisas, ya su instante inicial –ese largo plano con un lento zoom de retroceso combinado con una grúa- nos introduce en la desestabilización, el caos en el que progresivamente se va a introducir la narración. Poco a poco, con un encomiable sentido del ritmo, sin que ello oculte la serenidad de una puesta en escena que solo en ocasiones se rompe, y que pese a utilizar el por lo general tan cuestionable teleobjetivo –aquí inserto con bastante procedencia-, impida en casi todo momento poseer una lógica interna. Es algo que se manifiesta en un elegante uso de la pantalla ancha, en una notable combinación de momentos intimistas con otros más escorados a la acción y, sobre todo, en la facilidad con la que el futuro realizador de E.T.: THE EXTRA-TERRESTRIAL (E. T. El extraterrestre, 1982), ofrece esa mirada entre nostálgica y crítica, de un mundo como el rural norteamericano, con un sentimiento de verdad tan cercano como doloroso. Con la certeza de asistir al inútil sacrifico de dos personas que tan solo son culpables por pretender de manera inconsciente mantenerse al margen del viciado contexto social en el que están inmersos, la película logra articular elementos tan interesantes como la lúcida ambivalencia del capitán Tanner (Ben Johnnson), consciente de la inevitabilidad del sacrifico que finalmente no dudará en ordenar, al tiempo que no podrá evitar simpatizar con dos seres que en realidad son auténticos desvalidos.

 

Spielberg muestra ya la habilidad necesaria para describir la ambigüedad de sus principales personajes, al tiempo que acierta a trazar con escasos elementos otros de menor importancia, pero que en apenas unos instantes emergerán en su lado más oscuro. Es algo que tiene un ejemplo perfecto en el matrimonio que ha asumido la custodia del pequeño hijo de Loui –los Looby-. Ella encarnada por la veterana Louise Latham –siempre caracterizada por ese semblante frío y adusto-, que en la película quedará definida por la tranquila retirada de objetos de decoración en su casa, consciente de la situación que se plantea en la misma-. Por su parte, su esposo aparecerá en un lugar más discreto, hasta que en un momento determinado revelará la auténtica faz de su terrible personalidad, cuando ofrezca a los agentes una de las armas que custodia en un mueble, para que con ella se ejecute a los jóvenes padres de la pequeña que han adoptado.

 

Esa capacidad para plasmar una coralidad humana creíble y sincera, tanto en sus más terribles facetas, como en otras revestidas de una humanidad más escondida –la reacción de secreta turbación de Slade cuando Loui le da un beso en un momento de sincera felicidad entre los tres ocupantes del coche-, son elementos que es indudable tendrán una presencia futura en el cine de Spielberg, aunque cierto es que en sus películas inmediatamente posteriores este se inclinara de forma más clara por otras vertientes cinematográficas, no cabe duda que más comerciales y de éxito más rotundo. Sin embargo, no dudo en preferir la simplicidad de esta dolorosa balada, esta visión tan cotidiana en una primera instancia, que en su seno alberga la lucidez en la recreación de una sociedad que, por desgracia, sigue estando vigente en ese pueblo norteamericano que con el paso del tiempo se convertiría en seguidor de Richard Nixon o el más cercano George W. Bush. Ese zoom por una América anclada en el primitivismo y una moral puritana, queda expuesta en THE SUGARLAND EXPRESS con precisión –también con algunas debilidades visuales propias de aquellos primeros eighties-, sensibilidad y, por que no señalarlo, con la prestación de algunos intérpretes magníficos. Hagamos excepción de una Goldie Hawn que nos brinda sus numeritos de siempre –un poco más controlados, eso sí-, pero apreciemos la fuerza de un William Attherton, al que Spielberg controla sus excesos, la veteranía del mencionado Johnson y, sobre todo, la magnífica labor del olvidado Michael Sacks, capaz con la mayor economía gestual de expresar no solo la evolución de su personaje, sino de transmitir en trazado la visión que el espectador aprecia del conjunto de la película. Junto a ellos, destaca el esfuerzo por lograr una tipología de secundarios y personajes episódicos, del que no me resisto a destacar lo creíbles y aterradores que resultan esa pareja de rangers sin escrúpulos a la hora de asesinar cualquier objetivo que se les encargue. Esos instantes en los que uno de ellos se atusa las gafas y otro moja la bala de la magnum que están a punto de disparar, son planos tan escalofriantes como creíbles, que suponen el recuerdo más perdurable que me queda de esta atractiva e injustamente olvidada película.

 

Calificación: 3

MUNICH (2005, Steven Spielberg) Munich

MUNICH (2005, Steven Spielberg) Munich

Hace unos días y en una tertulia con un conocido en la que comentábamos la incalificable ofensiva bélica de Israel contra Líbano, surgía la separación del rechazo de la política del país hebreo con cualquier actitud antisemita. En ella puse como ejemplo el peso y respeto que me merecía la implicación cultural que ofrecía el influyente mundo judío norteamericano –escasamente simpatizante por cierto de las doctrinas neoconservadoras de los acólitos de Bush, que se están erigiendo abiertamente como los máximos veladores del sionismo-, me respondió ¿Y qué hace gente como Spielberg para protestar sobre esta incesante barbarie? Lo cierto es que en esa pregunta llevaba implícito el desconocimiento de la existencia de MUNICH (2005. Steven Spielberg), que aunque parte del relato de unos hechos acontecidos en 1972, es evidente que no deja de tener su razón de ser a modo de visión personal como judío que es. Todo ello, sin impedirle reflexionar con amargura ante ese “la violencia solo engendra violencia”, que se erige como auténtico lema de sus imágenes teñidas de tintes trágicos y despojadas fotograma a fotograma de la base de la lógica que debería imperar en el comportamiento y la ética del ser humano.

Por encima de todas estas consideraciones, MUNICH emerge como una muestra más de la madurez y el vigor cinematográfico desplegado en el cine del realizador norteamericano en los últimos años –con la relativa excepción de la reciente y decepcionante WAR OF THE WORLDS (La guerra de los mundos, 2005) – un título por otro lado, a cuyo nivel jamás podrán llegar tantos “genios” bendecidos por el cine en los últimos años-. Personalmente considero el film que comentamos una de sus mejores obras y, más allá del atrevimiento que puede resultar en nuestros días plantear una propuesta de estas características, una visión ciertamente pesimista sobre la propia condición humana. Lo hace retomando la estética que se recuerda de aquellos thrillers que proliferaron en el cine norteamericano en la década de los setenta –de entre los que siempre destacaré THE PARALLAW VIEW (El último testigo, 1974. Alan J. Pakula)-. El paso del tiempo y el propio devenir del mundo, es el que por un lado permite que una película como la que comentamos gane en sabiduría cinematográfica y por otro sus rasgos sean bastante más sombríos que los modelos barajados tres décadas antes –todos sabemos que en los últimos años, la realidad ha superado cualquier ficción en su vertiente más pesimista-.

MUNICH se basa en el libro de George Jones, reconstruyendo las andanzas del comando oficioso que formó el gobierno de Israel para eliminar al grupo de palestinos que asesinó a doce atletas de su país en las olimpiadas de Munich de 1972. Una tragedia que conmovió al mundo, pero que finalmente puede que solo fuera un salto cualitativo en medio de un cúmulo de agresiones que se prolonga, enquistado, hasta nuestros días, emborronando el panorama de la tan deseada como aparentemente no buscada distensión mundial, como una mancha vergonzante en la política internacional de las últimas décadas. Y si con esta película, Steven Spielberg se ha mostrado honesto y nihilista, abandonando de nuevo esa sensiblería que definía su cine en sus primeros años de andadura –aunque ecos de ella se presentan en todas sus películas; en esta a través de la innecesaria reiteración ralentizada de imágenes de la matanza, que ya han estado eficazmente mostradas en los minutos iniciales-, lo más importante es confirmar la admirable forma narrativa que muestras en sus fotogramas, ofreciendo una lección soberana de cine a la hora de trazar una película en la que la acción no impida la presencia de poderosos matices psicológicos –y para ello, no hay más que compararla con las taquilleras y pretenciosas entregas del agente Jason Bourse-.

Spielberg alcanza por un lado una asombrosa ambientación en las distintas ciudades conocidas por las que discurre la acción en la década de los setenta –Londres, Roma, Beirut-, logrando que el espectador se acerque a unos emplazamientos y lugares que ni están embellecidos ni pecan de una excesiva inclinación de los responsables artísticos. A tono con ello, la fotografía de Janusz Kaminski se remite a la utilizada en los thrillers políticos ya apuntados surgidos en los años en que se desarrolla el film, destacando por su tono sombrío y una característica suciedad visual propia de las producciones de aquellos años setenta. Por otra parte, uno de los elementos que inciden en la credibilidad del relato reside en el hecho de haber renunciado a un reparto estelar. En su oposición, se propone un cast ausente de rostros muy conocidos, que en su conjunto responden –sin excepción- de forma excelente. Entre otras muchas de sus virtudes, MUNICH sería merecedora de un reconocimiento colectivo de interpretación.

Pero a la hora de enumerar sus obvias excelencias hay que destacar fundamentalmente el encontramos con una película que aúna el retrato y el documento con la amenidad, la capacidad de reflexión con el virtuosismo cinematográfico. Pocos directores como Spielberg pueden desarrollar tal sabiduría a la hora de planificar, de extraer tal efectividad en los encuadres, los movimientos de cámara o la disposición de los actores dentro del contenido del plano. Desde el reconocible homenaje al Hitchcock de TOPAZ (1969) –el asesinato en Roma con un picado que recuerda al inolvidable efecto de Juanita de Córdoba en el film del realizador británico-, y que en esta ocasión finaliza con un inolvidable plano en el que la sangre de la violencia devora el blanco de la inocencia, Spielberg compone una auténtica sinfonía definida en un progresivo nihilismo, que quizá no resulte novedosa en su planteamiento, pero que indudablemente se revela casi necesaria en los tiempos que vivimos, servida además con la innegable pericia del realizador. Todo ello en un relato que se inicia con la propia crónica verista de los asesinatos que dan la referencia a la película, que en su primera mitad va mostrando los métodos de trabajo que acometen en sus crímenes el grupo que encabeza Avner (un fantástico Eric Bana), y que en un momento determinado adquirirá la conciencia de tener que convivir en un submundo lleno de informadores y terroristas de otras siglas que no dudan cuando les conviene, en utilizar a aquellos con los que en apariencia han colaborado. Es un mundo de víctimas y verdugos donde las tornas se pueden volver lanzas al más mínimo descuido, y en el que sus ejecutores paulatinamente se van convirtiendo en auténticas máquinas de matar, por más que en algunos momentos confesionales, demuestren su lucidez al advertir que no son más que unos simples peones destinados a cumplir aquello que han dispuesto los estados a los que sirven de forma ilegítima. En una palabra, la trastienda del poder.

Una magnífica película MUNICH –por más que en el conjunto de sus apasionantes dos horas y media albergue alguna debilidad-, que era previsible que no lograra un respaldo masivo de un público quizá no muy proclive a la reflexión sobre temas incómodos y que a todos nos afectan, pero que indudablemente se erige como uno de los mejores thrillers de los últimos años.

Calificación: 4

 

ALWAYS (1989, Steven Spielberg) Para siempre

ALWAYS (1989, Steven Spielberg) Para siempre

Si hay una película dentro de la filmografía de Steven Spielberg donde queden bien evidentes los peores defectos de su cine, y de forma muy menguada algunas de sus cualidades, esta es ALWAYS (Para siempre, 1989). Se trata del remake de una antigua producción de la Metro Goldwyn Mayer que se enmarcaba en esa amplia serie de realizaciones que, fundamentalmente en los años 30 y 40, mostraban una visión amable de la muerte.

Pero nos situamos a finales de la década de los 80, y aunque hemos de reconocer que el cine norteamericano siempre se ha visto partícipe a este tipo de temáticas, quizá la propia historia que le sirve de base resulta bastante anticuada y, lo que es más ostensible, carece de fuerza. Y es en ese sentido donde Spielberg retoma una historia de corte sobrenatural, en la que se trata la relación existente entre Pete (Richard Dreyfuss), un atrevido piloto y Dorinda (Holly Hunter), una poco femenina operaria de vuelos. Entre ellos existe una fuerte relación, poco convencional, que tendrá un alcance dramático cuando el piloto muera en un accidente, precisamente cuando acababa de salvar a su mejor amigo –Al (John Goodman)-. Dorinda no logrará salir adelante en un mundo que se le hunde, y para ello precisamente Pete será enviado a la tierra de forma espiritual, al objeto de que ella logre prolongar el devenir de su vida. Pero en ello estará el obstáculo de la relación que iniciará con un joven, atractivo y torpe piloto –Ted (Brad Johnson)-.

En realidad todos sabemos como discurrirá y como acabará la historia, pero lo realmente molesto de ALWAYS es comprobar como Spielberg –que probablemente se encontraba en el peor momento de su carrera-, sucumba a los peores clichés que sobre esta temática se puedan ofrecer. La historia es larga, excesivamente larga, llena e almíbar y sacarina, “bonitos” contraluces, músicas “inmortales” de Glenn Miller y llamadas a la amistad y los buenos sentimientos. Todo lleno de dulzonería –llega a unos niveles exasperantes-. Para colmo de males, parece que el realizador se olvidó de dirigir a los actores –o el reparto es equivocadísimo-. El caso es que Richard Dreyfuss sobreactúa de mala manera, Holly Hunter está molestísima –tiene que hacer un gesto en cada plano que sobre ella cae, que son muchos-, John Goodman está desaprovechado y, sobre todos ellos, planea la desastrosa presencia de un Brad Johnson realmente lamentable, que con su ineptitud destroza secuencias tratadas en base de comedia, como aquella en la que provoca una serie de accidentes cuando acude de nuevo al encuentro con John Goodman para que lo readmita en la academia –no se puede ser más negado para la comedia-. Pero es que en esa misma vertiente se pueden contemplar escenas tan lamentables en el terreno de la comedia, uno de cuyos ejemplos es aquella en la que Melinda realiza una serie de maniobras para simular que ha preparado la cena que va a protagonizar con Tad.

Sinceramente, lo único que despierta un relativo interés en esta película realmente prescindible, despersonalizada y dulzona, es comprobar la vieja anuencia que Spielberg siempre ha demostrado con el cine fantástico y lo sobrenatural. A pesar de su inequívoca inclinación judeocristiana, lo cierto es que en esa vertiente donde se encuentran –a mi juicio-, los únicos momentos con personalidad e interés de la propuesta. Desde el encuentro de Pete ya muerto con ese ser sobrenatural que encarna la llorada Audrey Hepburn, la secuencia en la que Pete y Tad se comunican por medio del mediador que repentinamente ofrece un viejo alucinado que vive en una granja abandonada, o el momento en que Tad logra “resucitar” al conductor de un autobús que sufre un infarto –la mejor secuencia de la película-, son instantes que –redondeados por el fondo sonoro creado por John Williams-, logran en algunos momentos elevar de la mediocridad más absoluta una propuesta sin mordiente y llena de convencionalismos, que puede situarse entre las realizaciones más olvidables de un director que en los últimos años está alcanzando una notable madurez creativa.

Calificación: 1