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CINEMA DE PERRA GORDA

William Castle

BATTLE OF ROGUE RIVER (1954, William Castle)

BATTLE OF ROGUE RIVER (1954, William Castle)

William Castle es conocido entre los amantes del cine de terror, por las propuestas casi dominadas en el terreno de la prestidigitación cinematográfica, dentro del ámbito de la serie B, que articuló con éxito comercial desde la segunda mitad de la década de los cincuenta, hasta entrados los sesenta. No obstante, lo cierto es que ya atesoraba bajo sus espaldas una dilatada singladura dentro de los márgenes del cine de género de bajo presupuesto y complemento de programas dobles para la Columbia. Puede decirse que Castle se iniciaría con propuestas policíacas y seriales -en líneas generales bastante eficaces dentro de sus limitaciones-, hasta que iniciados los cincuenta, prolonga su andadura en los contornos de los complementos de programa doble. Pero lo hará de manos del destajista Sam Katzman, un productor empeñado una sucesión de títulos sin orden ni conciertos buscando una rentabilidad industrial y pasando por alto su creatividad y nivel artístico. Productos de consumo y comercialidad rápida a partir de su bajo coste, en los que nuestro director reiterará títulos siempre en Technicolor, bajo muy ajustadas duraciones, e inmersos por lo general en géneros como el western o el cine de aventuras. Es algo consensuado el escaso nivel de este conjunto de títulos, pero partiendo de haber contemplado pocos de ellos, puedo atestiguar el horror que supone FORT TI (Fort Ti, 1953) -infame propuesta de cine del Oeste que apostaba por el efímero sistema 3-D- o la absoluta mediocridad de DRUMS OF TAHITI (Tambores de Tahití) también del mismo año. Sin embargo, y sin salirnos de un contexto de discreción, no sería justo omitir la relativa eficacia de MASTERSON OF KANSAS (1955), a lo que cabría añadir la previa BATTLE OF ROGUE RIVER (1954), que contaba igualmente con el protagonismo del rocoso Robert Montgomery y bastante similar equipo técnico.

Con una duración de unos setenta minutos, destacada de un acertado cromatismo, obra de Henry Freulich, la película se sitúa en el accidentado periodo previo a la creación del estado de Oregón, a mediados del siglo XIX. Un territorio enfangado en las luchas entre los componentes del ejército y las tribus indias, dominadas por el gran jefe Mike (Michael Granger-. La película se iniciará precisamente, con una voz en off que nos introduce en dicho contexto, mientras contemplamos las imágenes de una lucha entre ambos contendientes, claramente sacadas del archivo del estudio y rodadas para películas previas. Los combatientes regresan al fuerte con notable sentimiento de pesadumbre -algo que se describe en la pantalla con eficacia-, conociendo el actual mando la noticia de que casi de inmediato va a ser relevado por el joven y prestigiado mayor Frank Archer (Montgomery). Lo contemplaremos de inmediato en el camino hacia las instalaciones, mientras con astucia logra repeler un previsible ataque indio con el uso de uno de los cañones que traslada con sus oficiales.

La llegada de Archer aportará al recinto una dosis de arrogancia e intransigencia, contrastando con el rasgo de humanidad que se establece entre aquellos que comparten la vida en el fortín, y mientras se celebra una fiesta en la que se reclutan voluntarios para el explorador y conocedor de la zona Stacey Wyatt (Richard Denning). El contraste con las escrupulosas maneras militares del recién llegado, de inmediato provocarán desazón entre los moradores. Sin embargo, y pese al rechazo que le produce en apariencia, la joven e influyente Brett McClain (Martha Hyer), hija de uno de los veteranos oficiales del recinto, de manera inconsciente se sentirá atraída hacia el recién llegado. Alguien que inicialmente avala un ataque indiscriminado contra los indios, pero que, tras recibir una orden de superiores, optará por un intento de comunicación con estos para evitar innecesarias bajas y buscar un cierto grado de cohabitación. Pese a las dificultades, logrará ponerse en contacto con el jefe indio y se pactará un aplazamiento de un mes, para intentar que las tribus entreguen a los representantes del ejército sus armas en paz. Para ello se delimitará la frontera del río Rogue, en una de cuyas orillas se apostarán los indios y en la otra los militares. La inesperada traición de Wyatt, vendido ante el interés de ciertos empresarios, empeñados en que la formación de Oregón no se haga realidad, provocará de forma falaz un enfrentamiento que dinamitará el acuerdo suscrito e iniciará una espiral de violencia que podría encaminarse hacia una cruenta batalla.

No cabe llamarse a engaños, BATTLE OF ROGUE RIVER no deja de ser un exponente más de esa ingente producción de género auspiciada por Katzman. Sin embargo, dentro de su simpleza, lo cierto es que su resultado resulta moderadamente agradable. Aparece en su disposición narrativa, y pese al previsible guion de Douglas Heyes, una relajada puesta en escena que se somete al trazado de sus personajes y a un rápido discurrir de estos, con los suficientes elementos para poder emerger, siquiera sea mínimamente, del estereotipo. Esa relativa implicación de Castle permite hacer creíble la deriva del joven militar protagonista, incluso logrando del eternamente estólido Montgomery hacer creíble tanto su acercamiento a una cierta conciliación con los indios -a los que en una conversación inicial entre Wyatt y en antiguo mando, se otorgaba justificados en sus reivindicaciones- como en el paralelo acercamiento hacia la joven Brett. Todo ello quedará inmerso en un contexto delimitado por el enfrentamiento, en el que la película asumirá un inesperado giro al conocer la criminal traición del citado Wyatt, engañando a oficiales en torno a un ataque indio y enviándolos a una emboscada, que este asumirá en el off narrativo sosteniendo en un ambiguo primer plano sobre su rostro.

A partir de ese momento, la película se articulará fundamentalmente en exteriores, ganando en fisicidad y destacando en ella los travellings laterales en medio del bosque que describirán el ataque que sufrirán tanto Archer como Brett, a la fuerza que adquirirán las reiteradas ofensivas indias al destacamento encabeza por el joven mandatario, capaz de intuir la táctica expresada por sus oponentes, y ante las cuales Castle ofrecerá una dinámica planificación, de nuevo incorporando travellings laterales y atractivas angulaciones de cámara, con detalles visuales como esa inesperada panorámica que nos trasladará al soldado caído en combate, mientras la cantimplora de la que bebía alcohol instantes antes se encuentra tirada en el suelo, con el líquido desparramándose.

Es cierto que la conclusión de la película aparece apresurada, fruto de entrada de su escasa duración y, posiblemente, de la incapacidad de prolongar en dicho metraje los tímidos esbozos de entramado psicológico. En cualquier caso, si más no, BATTLE OF ROGUE RIVER ofrece una ligera ración de cine de género, que en aquellos años se expresaba de decenas y decenas de exponentes, en muchas ocasiones con superiores cualidades, pero en otras, igualmente, con resultado más olvidable que en esta ocasión, incluso partiendo del propio William Castle.

Calificación: 2

THE NIGHT WALKER (1964, William Castle)

THE NIGHT WALKER (1964, William Castle)

Cuando William Castle realiza THE NIGHT WALKER (1964), el cine de terror ha mutado sus perfiles de manera considerable, hasta el punto de integrar su enunciado, dentro de un aura decadente, que podría beber sus raíces en el lejano éxito de LES DIABOLIQUES (Las diabólicas, 1955. Henri-George Clouzot), y que tuvo su traslación en el cine USA, por medio de exitosas y cercanas propuestas como WHAT EVER HAPPENED TO BABY JANE (¿Qué fue de Baby Jane?, 1962. Robert Aldrich). Era el momento de instaurar una atmósfera anacrónica y sombría dentro de un ámbito contemporáneo, buscando en apariencia marcar ese desasosiego de esa sociedad norteamericana dominada por el progreso, que había contemplado estupefacta el asesinato del presidente Kennedy. Combinar una mirada en la que aparecía un aparente bienestar superficial, con el miedo atávico siempre presente en la sociedad USA. Fue algo que su cine representó con el recurso a una dramaturgia más o menos bizarra, incorporando en ella la presencia de veteranos e ilustres intérpretes, algunos de los cuales encontraron por esa vertiente, un nuevo periodo de esplendor. Castle ya experimentado a nivel de consumo, contempló el éxito muy cercano del film de Aldrich como, sobre todo, el auténtico schock que provocó en el cine mundial, PSYCHO (Psicosis, 1960) de Alfred Hitchcock. Fue algo que tuvo considerable presencia en el cine de consumo en su vertiente del terror, de lo que Castle era uno de sus exponentes más eficaces, más no memorables.

THE NIGHT WALKER bebe, por tanto, de estas coordenadas, en una corriente –la del grand guignol-, que tendría su prolongación de manos del propio Robert Aldrich con la más truculenta HUSH, HUSH, SWEET CHARLOTTE (Canción de cuna para un cadáver, 1964), o poco tiempo después, con el Curtis Harrington de GAMES (La muerte llega a la puerta, 1967). Olvidemos exponentes británicos registrados en estos mismos años, por lo general más solventes en sus resultados, y entre los que convendría destacara el aporte de Seth Holt. De entrada, Castle dispone de un adecuado diseño de producción, en esta propuesta de Universal, en la que contará como cabeza de reparto, con una de las grandes actrices de Hollywood –Barbara Stanwyck-, junto a un popular galán, ajado pero elegante en aquel tiempo –Robert Taylor-. Para ello, recurrirá de nuevo con la presencia como guionista, de uno de los profesionales del artificio más sobrevalorados de aquel tiempo; el novelista Robert Bloch. Especialista de los golpes y las sorpresas desconcertantes en sus relatos de terror, el éxito de PSYCHO, a pesar de partir de una novela suya bien poco considerada, permitió a Bloch una extraña fama, pese a que, en la mayor parte de sus libretos, como puede ser este el caso, su aporte quedara finalmente como lo más prescindible de sus conjuntos.

La película se iniciará con una larga secuencia punteada por una sinuosa voz en off, introduciendo al espectador en la fuerza maligna de los sueños. Será un preámbulo quizá demasiado extenso, pero que devendrá eficaz para introducirnos en el ámbito de la madura pero aún deseable Irene Trent (Stanwick). Se trata de la propietaria de un salón de belleza, que ha tenido la suerte de casarse con un millonario de poco agradable aspecto y evidente ceguera –Howard Trent (Hayden Rorque)-. Esa supuesta estabilidad, no impedirá una notoria carencia de afectividad en el extraño matrimonio, lo que probablemente provoque los extraños sueños de Irene, en donde expresa unos deseos de sexualidad, que a su esposo le harán sospechar la existencia de un amante secreto, y que para más inri, intuye que se trata de su propio abogado y hombre de confianza –Barry Morland (Taylor)-. Para ello, no dudará incluso en grabar las conversaciones y los sueños de su esposa, que en realidad vive como un autentico drama, la existencia en su subconsciente de ese amante. La inesperada muerte de su esposo en un accidente, motivará en Irene trasladar su residencia habitual a su salón de belleza, donde prolongará esos cada vez más inquietantes sueños… que en un momento determinado se harán realidad, con la experiencia mantenida con un extraño joven, invitándole a mantener una insólita relación, al tiempo que le harán vivir extrañas experiencias, que se extenderán a su vida habitual. Poco a poco, irá percibiendo inquietantes señales, que albergan la posibilidad de que su esposo –cuyo cadáver no se encontró tras la explosión-, permanezca con vida. Presa de un creciente pánico, Irene recibirá la ayuda de Barry, junto al cual iniciarán unas investigaciones, que servirá a ambos para atar cabos, y pensar que aquello que en teoría aparecía como fruto del inconsciente, en realidad está planteado como un siniestro plan de desconocidas consecuencias.

En realidad, THE NIGHT WALKER se articula en torno a una dualidad, que en muy pocas ocasiones confluye en ese equilibrio, proporcionando los mejores momentos a un producto que respira frustración, decadencia y fascinación, casi de un plano a otro. Ni que decir tiene que lo peor, lo más olvidable de la película, se centra en el seguimiento de la artificiosa premisa argumental propuesta por Bloch, en la que a base de descartar una lógica, en el fondo lo que nos brinda la película, es la conclusión de que “el malo de la película”, es prácticamente quien queda libre de sospecha. En realidad, nos encontramos con una ocasión desaprovechada, a la hora de articular un relato valioso, en el que la insatisfacción sexual de la protagonista, podría tener como respuesta la presencia de un amante que haga realidad sus apetencias. Por desgracia, ese atractivo planteamiento –que en la película además queda subrayada con un tema clásico de piano-, pronto quedará diluido, en el seguimiento de una intriga criminal que, preciso es reconocerlo, aporta al menos un instante inquietante.

Sin embargo, lo más perdurable de esta película tan propia de su tiempo, proviene una vez más en la destreza con la que Castle, sin orillar la recurrencia a trucos y servilismos visuales –el recurso al zoom para acentuar sobresaltos y elementos sorpresa-, sabe plasmar una atmósfera malsana. Es algo que proviene por un lado en su querencia a planos largos, dominados por panorámicas descriptivas. En esa casi enfermiza presencia de relojes a lo largo de la mansión de los Trent –el sonido de los que se encuentran dispuestos en la escalera principal, casi deviene asfixiante-. En la inicial presencia de esa encarnación humana del amante de Irene –interpretado por Lloyd Bochner-, que en los primeros instantes, llega a adquirir en el relato una entidad inquietante y romántica al mismo tiempo. O, en definitiva, en esa secuencia descrita en una extraña capilla, donde el inconsciente amante e Irene, están dispuestos a contraer matrimonio, acompañado por unas inquietantes y amenazadoras figuras. Por momentos, uniendo a la situación la presencia de Bochner, partícipe de algunos de sus episodios, uno evoca en estas imágenes, adornadas por la sinuosa iluminación en blanco y negro de Harold E. Stine, el eco de aquella maravillosa serie que surgiría poco después, aunando en su desarrollo la simbiosis de varios géneros, llamada THE WILD WILD WEST (Jim West, 1965-1969). Esa mezcla de relato inquietante y tramposo al mismo tiempo. Esa combinación de decadencia y seguidismo de golpes de efecto, es la que marca el alcance y los límites al mismo tiempo, que una vez más culminará con estupefacción y una mirada irónica, habitual en Castle –ese rótulo final que apela a los dulces sueños-, casi como queriendo expresar que, en realidad, el propio cineasta ratificaba el artificio, de aquello que narraba en sus imágenes.

Calificación: 2

MACABRE (1958, William Castle)

MACABRE (1958, William Castle)

Cuando William Castle asume el pobrísimo rodaje de MACABRE (1958) –apenas 90.000 dólares, y desarrollado en una semana-, llevaba a sus espaldas un amplísimo bagaje, de casi cuarenta largometrajes a sus espaldas. Siempre en los confines de la serie B, adscrito por lo general al ámbito de los complementos de programa doble en la Columbia, que en no pocas ocasiones se extendió a la Universal. Una trayectoria previa, de la que hemos podido tener acceso de manera muy fragmentaria, y de la que me permitiría intuir que Castle se desenvolvía bastante mejor cuando se imbricaba en ambientaciones policíacas y noir –el mejor de los títulos suyos que he contemplado antes de su aporte al cine de terror, sería el atractivo policial HOLLYWOOD STORY (1951)-, que cuando incursionaba con torpeza en el western o el cine de aventuras –recuerdo con horror aquella pésima apuesta en el cine del Oeste mediatizado por el uso del 3 D con FORT TI (1954). El inesperado éxito comercial de MACABRE, abrió las puertas a Castle, para iniciar un ciclo de una quincena de producciones de suspenses y terror, de exitosa recepción pero muy desigual calado, en el que importaban más los elementos exteriores, ingeniosos y sorpresivos, pero que en nada favorecían unos relatos dominados por el artificio y lo inverosímil, antes que la fuerza de unas películas, en las que de manera intermitente, aparecería el elemento más distintivo del cine de Castle; su habilidad como creador de atmósferas.

Por fortuna, dicha circunstancia se percibe, y no poco, a la hora de poner en el debe, esta en apariencia estrambótica producción de poco más de setenta minutos de duración, articulada en su envoltorio de comedia perversa. Dicho ámbito quedará prefijado, inicialmente, con el rótulo que anunciará a los espectadores la existencia de una póliza de seguros, al objeto de proteger a los espectadores más sensibles del momento. Ese ámbito tendrá su prolongación en los títulos de crédito finales, dominado por la expresión caricaturesca del cast, dividido en su adscripción como “muertos” y “vivos”, y envuelto bajo la festiva sintonía de un Les Baxter, que no es casualidad sería captado un par de años después por Roger Corman, parea crear las inolvidables sintonías de los títulos iniciales de su célebre ciclo Poe. Pero una vez adentrados en dichas coordenadas, lo cierto es que MACABRE, nos proporciona la oportunidad de Castle, de insuflar de fuerza expresiva, a una base argumental peregrina y escasamente convincente, obra de Robb White, muy pronto convertido en guionista de cabecera del director, en sus posteriores incursiones de género. La película se desarrolla en Thornton, una pequeña localidad sureña, desde donde se percibe un aroma malsano –es inevitable evocar en sus imágenes, tanto ecos del maccarthysmo, como referencias que nos prefigurarían el posterior y rotundo logro de Hitchcock con PSYCHO (Psicosis, 1960). En su seno, una trama en la que aparecen amores traicionados y una sexualidad reprimida, por medio de dos gemelas fallecidas, que rodean por un lado al protagonista del relato, el dr. Rodney Barret (William Prince), esposo de una de las fallecidas, y repudiado tanto por el padre de ambas, el hombre más adinerado de la ciudad –Jode Wheterby (Philip Tonge)-, como por el sheriff de la misma –Jim Tyloe (Jim Backus)-. Esta sensación de incomodidad que presiden los primeros minutos de la películas, permite intuir esa mirada crítica en torno al malestar de la sociedad americana del momento, en el que uno de los ciudadanos más preclaros de la población, vive en carne propia el rechazo del conjunto de la misma, pronto se verá modificada, al comprobar que su pequeña hija ha sido secuestrada. El hecho, que ha sido preludiado con el robo de un pequeño ataúd en la funeraria de la población, y a una llamada que avala la teoría del secuestro, que será escuchada por la enfermera a sueldo y único apoyo sentimental del doctor –Sylvia Stevenson (Susan Morrow)-. En ella, se anuncia el secuestro de la niña y, lo que es peor, que la misma se encuentra confinada en un pequeño ataúd, con apenas unas horas de aire para ser rescatada. No se pedirá rescate, una de las numerosas incongruencias, dentro de una base argumental a la que no se puede pedir la más mínima coherencia. Ello a mi juicio, no bastaría para despachar, una película en la que se aprecia, como en pocas de las rodadas por Castle en este largo periodo, el peso de una atmósfera, densa e irrespirable por momentos, en la que poco nos interesará el devenir de sus inconsistentes personajes, aunque cierto es que alguno de ellos llamen poderosamente la atención, como el de una de las hermanas fallecidas -ciega-, que es descrita en uno de los dos flashbacks presentes en el relato, como una joven consentida e inconsistente, dominada por su ninfomanía –su presentación, conduciendo un coche, con ostentosas gafas de sol, ocultando su ceguera, y guiada por un atractivo sirviente, por momentos nos evocan a la Dorothy Malone de WRITTEN ON THE WIND (Escrito sobre el viento, 1956. Douglas Sirk)-.

En cualquier caso, en una pequeña producción, que en algunos momentos llega a transmitir ese desasosiego, conocido en clásicos como KISS ME DEADLY (El beso mortal, 1955. Robert Aldrich), el plato fuerte lo presiden aquellas secuencias descritas en el interior de la funeraria, donde la pareja antes citada intenta localizar a la niña –en una impagable secuencia, en la que una luz intermitente, coincidirá con las aperturas de los respectivos ataúdes allí expuestos-, y, sobre todo, la casi irrespirable sensación opresiva que transmite el recorrido de ambos por la nocturnidad del cementerio, en la búsqueda infructuosa de esa hija secuestrada o albergada quizá en alguna de sus tumbas. Realzado por la fuerza que le imprime la iluminación en blanco y negro de Carl Guthrie –Castle es un director especialmente facultado para este tipo de iluminación, en detrimento de un color que nunca logró incorporar dramáticamente-, ese recorrido nocturno por los recovecos de un cementerio, en donde los grandes panteones o las tumbas sin utilizar, aparecerán como territorio propicio para transmitir una sensación de amenaza, que nos permite olvidar la incongruencia de algunas de sus situaciones –el olvido del cadáver del viejo Wheterby-. Todo ello confluirá en una delirante catarsis, descrita en ese funeral nocturno bajo la lluvia, en donde aparecerán todos los personajes de la película, al tiempo que en apariencia surgirá de manera inesperada el cuerpo de la niña, en una secuencia de impacto, en la que la extrema incoherencia narrativa, no pueda en modo alguno, obviar su efectividad, a la hora del manejo de los resortes del terror como elemento liberador, aspecto este que Castle sabía potenciar, siquiera fuera de manera intermitente, y atendiendo ante todo a su elemento bizarro, antes que buscar una coherencia narrativa en su conjunto. Justo es reconocer la observación de los modos narrativos de su director, en donde se aprecia un gusto por elaborados planos secuencia de notable efectividad dramática, pero al mismo tiempo recaer en esa pendiente, de servilismo a un guión incoherente y basado en la sorpresa fácil, de la cual la inverosímil de su conclusión es buena prueba de ello. En ciertos momentos –las secuencias en el interior de la funeraria y aquellas desarrolladas en el cementerio-, no se puede dejar de percibir esa sensación de que acaso MACABRE, pudiera aparecer como referente del muy posterior, y tan divertido como inconsistente PHANTASM (Phantasma, 1979) de Don Coscarelli. En cualquier caso, nos encontramos en el caldo de cultivo de la renovación de un género, aspecto del que esta película participa, por encima de sus cualidades e insuficiencias. Así pues, entre la posterior obra maestra de PSYCHO, y la decidida apuesta de Roger Corman, nos encontramos con esta pequeña producción de la Allied Artists –sucesora de la Monogram-, cuto inesperado éxito –obtuvo unos resultados de taquilla, que ascendieron a los cinco millones de dólares-, marcó el posterior devenir de William Castle, un personaje, que con sus carencias y delirios, merece un mínimo reconocimiento, en la historia del cine de terror norteamericano.

Calificación: 2’5

THE WHISTLER (1944, William Castle)

THE WHISTLER (1944, William Castle)

Conocido esencialmente por su popularidad a la hora de filmar a finales de los cincuenta y primeros sesenta, producciones para la Columbia, que albergaban una mirada simplista en el género de terror, basadas en la incorporación de elementos ligados al espectáculo de barraca de feria, o haber sido el productor de ROSEMARY’S BABY (La semilla del diablo, 1968. Roman Polanski), lo cierto es que la figura de William Castle, ha logrado albergar al menos una nota a pie de página, para establecer una historiografía dentro del cine de terror. Ello por más que su aportación al mismo sea más bien testimonial, y de la misma solo retenga un exponente digno de ser resaltado. Me refiero a MR. SARDONICUS (1960). En cualquier caso, lo que nos ocupa ahora es recordar que la filmografía de Castle se extiende en más de medio centenar de largometrajes, practicando el cine de los más diversos y populares géneros. Por fortuna, la posibilidad de ir acercándonos en los últimos años, a una gran cantidad de títulos olvidados durante décadas, nos han permitido redescubrir numerosos exponentes por lo general ligados a la serie B de los grandes estudios, en los que cineastas posteriormente populares forjaron sus primeros pasos. Dentro de dichos parámetros, me gustaría señalar la gratísima sorpresa que supuso no hace demasiado tiempo, descubrir HOLLYWOOD STORY (1951), que no dudo en considerar el título más atractivo de Castle de cuantos he podido contemplar, junto al ya citado MR. SARDONICUS. Sin llegar a su altura, THE WHISTLER (1944) –tercero de sus largometrajes-, no deja de suponer una pequeña pero interesante aportación al cine de intriga y suspense, en el que dentro de un relato que apenas supera la hora de duración, se da cita lo más atractivo y también lo más previsible del cine de su realizador. A saber. Por un lado, la capacidad largamente demostrada por Castle para la creación de atmósferas. Por otro, obviamente, su querencia por el artificio de sus historias, propiciando guiones enrevesados, en la búsqueda de presuntas sorpresas de cara al espectador.

En cualquier caso, esta modestísima producción de la Columbia, trasladando un argumento radiofónico a una propuesta que se planteaba como ensayo de un serial cinematográfico, protagonizado por ese misterioso Whistler, del que solo podremos contemplar su sombra, su propia definición como eje del destino, y un misterioso silbido, que en ocasiones, aparece casi como señal de un giro inesperado en torno a la fauna humana que describe. Los primeros minutos de THE WHISTLER son magníficos, describiendo con un enorme sentido de la concisión el encargo de un asesinato, por parte de alguien a quien no conocemos. Para ello se encontrará en una taberna con Lefty Vigran (Dan Costello), para que cometa el asesinato del empresario Earl C. Conrad. El emisario entregará cinco de los diez mil dólares pagados al autentico ejecutor del trabajo, que quedará oculto. Esa búsqueda de la carencia de identidades, será admirablemente plasmada por la cámara de Castle, jugando con encuadres que hacen invisibles los rostros o favoreciendo el juego de sombras, y alcanzando unos minutos de apertura en los que podemos intuir una abigarrada tendencia expresionista. Justo es reconocerlo que serán lo más valioso de la película, hasta concluir con la inesperada eliminación del señalado Vigran en una emboscada policial. Muy poco después, descubriremos que Conrad –encarnado por un magnífico Richard Dix-, es la misma persona que ha pagado por su propia eliminación, ya que se trata de alguien atormentado por la culpa. Y es que años antes, en un accidente disfrutando de un crucero, no pudo salvar a su esposa, haciéndolo sin embargo con otros pasajeros, y sufriendo en todo momento por un lado la ausencia de esa mujer que sigue añorando, y por otro tener que soportar las miradas y actitudes de seres que le rodean, que siguen pensando que no hizo lo que pudo para salvarla. No sin cierta inquietud, espera la pronta llegada de su ejecución, mientras deja entrever el desinterés que le proporciona su propia empresa, o incluso haya despedido a su criado. Hay en su semblante y en sus actitudes una llamada a la despedida existencial, que no podrá en modo alguno soslayar su devota secretaria Alice Walker (Gloria Stuart), secretamente enamorada de él.

Sin embargo, un sorpresivo elemento modificará ese estado casi de antesala de aceptación de la muerte. Un telegrama anunciará a Conrad la noticia de que su esposa se encuentra con vida, ya que en su momento fue rescatada y trasladada a una isla. La noticia modificará por completo el semblante de su protagonista, en quien retornará la alegría de vivir, intentando revertir ese asesinato que él mismo había pagado, sin saber que la persona a la que había encargado su eliminación, se encuentra muerta. De tal forma, THE WHISTLER aparece casi como una curiosa variación del Les tribulations d’un chinois en Chine de Julio Verne, insertando en su discurrir numerosas incidencias, que irán posibilitando una creciente angustia en nuestro personaje, al ir comprobando lo infructuoso de sus esfuerzos para disolver el plan que él mismo trazó presa de su angustia. De tal forma, el film de Castle se irá dotando de una serie de episodios que incidirán en dicha espiral. El descubrimiento de la muerte de Vigram. El inesperado encuentro con su esposa, en un peligroso fragmento, dotado de una extraña malignidad, que culminará de manera accidentada. Su huída de los diversos intentos que sufrirá para ser liquidado. Su ingreso en una sórdida fonda para poder dormir sin temor a ser encontrado por su liquidador –encarnado por el inquietante J. Carrrol Nash-, siendo engañado por uno de sus desarrapados huéspedes, en unas secuencias que destacan por su aura malsana y bizarra. Es cierto que THE WHISTLER juega en ocasiones demasiado con sus inesperados giros argumentales. Y es cierto también que una duración más dilatada le hubiera permitido una mayor densidad al conjunto. Pero, si más no, el film de Castle aparece como un relato asfixiante en sus mejores momentos, y delimitado en su conjunto como una mirada, entre irónica y por momentos aterradora, en torno a la débil frontera existente, entre la felicidad y la desesperación. En no pocos momentos, se tiene la sensación de que su conjunto aparece como un precedente de la célebre “Alfred Hitchcock presenta”. Es evidente por tanto, reconocer que William Castle se movía con cierta pertinencia, en los ropajes del cine policíaco y de suspense.

Calificación: 2’5

I SAW WHAT YOU DID (1965, William Castle) Jugando con la muerte

I SAW WHAT YOU DID (1965, William Castle) Jugando con la muerte

Con una trayectoria que se extiende a casi 60 films a lo largo de un cuarto de siglo –todos ellos en los postulados de la serie B-, es indudable que si a algunos aficionados les dice algo el nombre de William Castle –además de ser el productor de LA SEMILLA DEL DIABLO (Rosemary’s Baby, 1968. Roman Polanski), que estuvo a punto incluso de dirigir- es por la docena de títulos de terror que le granjeó una notable afluencia del público adolescente USA y, con el paso del tiempo, ha convertido en auténticas cult movies algunos de sus films. Es el ejemplo de HOUSE ON HAUNTED HILL (1958) que mereció un remake hace pocos años. En cualquier caso y pese a sus limitaciones, las producciones consumistas de Castle han traspasado la frontera del tiempo formando un conjunto todo lo discutible que se quiera, pero indudablemente representativo tanto de un tipo de cine de terror destinado al consumo adolescente, con buenas atmósferas, malsanos toques humorísticos y evidentes truculencias –lo que más atrajo al público en aquellos años y sin duda lo que peor ha envejecido de su cine-

JUGANDO CON LA MUERTE (I Saw What You Did, 1965) es ya una de sus últimas realizaciones en el género, y se nota abiertamente su desgaste en el mismo. Además, ya no pertenece a la Columbia estudio en el que había logrado un relativo afianzamiento. Se trata de una mezcolanza en mi opinión poco afortunada de cine teen con suspense –que ya había practicado en color con 13 FRIGHTENED GIRLS (1963)- y que, inexplicablemente, pasa por ser uno de sus mejores films. Con un inicio que pretende ser ingenioso pero en el que demuestra que sus gimminicks ya estaban bien manoseados La película se inicia recortando el encuadre como si se mirara por prismático hasta centrarse en dos aborrecibles quinceañeras protagonistas –Libby y Kit- a las que acompaña la hermana pequeña de una de ellas –parecen extraídas de la serie de TV La tribu de los Brady-. Sus padres han decidido dejarlas juntas de noche y se dedican a molestar a sufridos ciudadanos gastándoles bromas pesadas –todos lo hemos hecho, por otra parte-. A las tiernas infantes no se les ocurre otra cosa más que llamar a la gente diciéndoles: se quién eres, vi lo que hiciste. Casualmente una de estas llamadas se dirige a un matrimonio cuyo esposo es un paranoico –Steve Marak (John Ireland)- y provoca el asesinato de su esposa en la ducha. Steve tiene una elegante y posesiva amante –Amy Nelson (Joan Crawford)-, a la que finalmente también matará. Al mismo tiempo, por la reiteración de las llamadas de las niñas y azarosas circunstancias el asesino contacta con las niñas, intentando eliminar finalmente a Libby y su pequeña hermana en la casa. Como es lógico, todo terminará felizmente, dejando Castle un epílogo de su cosecha.

En realidad, JUGANDO CON LA MUERTE es una cinta de consumo rápido y fácil olvido, que si algo destaca es por haber perdido buena parte de las habilidades de su realizador con el género. Estamos ya en 1965 y la película no dejaba de ser una reliquia arcaica que se situaba en tierra de nadie, provocando el aburrimiento en una historia cogida por los pelos y que no resiste un mínimo análisis en la lógica –el personaje encarnado por Joan Crawford jamás se explica que hace la pantalla-. Es así como ni las andanzas del psicópata gozan de entidad psicológica alguna –mas allá de la profesionalidad de Ireland al encarnarlo- ni, por supuesto, los devaneos de las niñas solo hacen desear al espectador que Steve consume sus deseos. Todo parece un episodio de serie televisiva de la época, con una banda sonora molestísima y una inexistente progresión dramática que permite que su corto metraje se haga incluso largo.

Es incluso lamentable que se haya desperdiciado la oportunidad de contar una historia que en el fondo revela las posibles consecuencias de esos actos que creemos carecen de importancia, mientras que con el paso del tiempo tanto las llamadas de la pareja de amigas como su curiosidad por conocer a ese Steve que se ha hecho eco de las mismas, tengan su traslación en la navegación por chat de nuestros días.

En realidad, JUGANDO CON LA MUERTE ofrece muy pocos alicientes. Casi cabría reducirlos a la competente fotografía en blanco y negro de Joseph Biroc, que sabe sobre todo conjugar el juego de sombras y luces indirectas, profundizar en los espacios y fondos de los encuadres –la dirección artística es muy loable- y ofrecer unos extraños exteriores en nieblas que contrastan en su visualización al ser una película ambientada en interiores.

Afortunadamente, los minutos finales de la película si que ofrecen una planificación interesante de suspense en la que solo cabe lamentar que Castle haya narrado el resto del metraje con maneras tan rutinarias. Y en ese sentido, no deja de ser curioso destacar como –una vez más- el director utiliza elementos de la magistral e influyente PSICOSIS (Psycho, 1960. Alfred Hitchcock) plagiando de forma sintética la secuencia de la ducha, en un extraño conglomerado de montaje que -justo es señalarlo-, no le queda nada mal. La breve secuencia resulta una curiosa mezcla epidérmica entre Hitchcock y Fuller aunque –nadie es perfecto-, en uno de los planos cante demasiado que el cadáver es un muñeco de trapo.

Calificación: 1