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CINEMA DE PERRA GORDA

THE NIGHT WALKER (1964, William Castle)

THE NIGHT WALKER (1964, William Castle)

Cuando William Castle realiza THE NIGHT WALKER (1964), el cine de terror ha mutado sus perfiles de manera considerable, hasta el punto de integrar su enunciado, dentro de un aura decadente, que podría beber sus raíces en el lejano éxito de LES DIABOLIQUES (Las diabólicas, 1955. Henri-George Clouzot), y que tuvo su traslación en el cine USA, por medio de exitosas y cercanas propuestas como WHAT EVER HAPPENED TO BABY JANE (¿Qué fue de Baby Jane?, 1962. Robert Aldrich). Era el momento de instaurar una atmósfera anacrónica y sombría dentro de un ámbito contemporáneo, buscando en apariencia marcar ese desasosiego de esa sociedad norteamericana dominada por el progreso, que había contemplado estupefacta el asesinato del presidente Kennedy. Combinar una mirada en la que aparecía un aparente bienestar superficial, con el miedo atávico siempre presente en la sociedad USA. Fue algo que su cine representó con el recurso a una dramaturgia más o menos bizarra, incorporando en ella la presencia de veteranos e ilustres intérpretes, algunos de los cuales encontraron por esa vertiente, un nuevo periodo de esplendor. Castle ya experimentado a nivel de consumo, contempló el éxito muy cercano del film de Aldrich como, sobre todo, el auténtico schock que provocó en el cine mundial, PSYCHO (Psicosis, 1960) de Alfred Hitchcock. Fue algo que tuvo considerable presencia en el cine de consumo en su vertiente del terror, de lo que Castle era uno de sus exponentes más eficaces, más no memorables.

THE NIGHT WALKER bebe, por tanto, de estas coordenadas, en una corriente –la del grand guignol-, que tendría su prolongación de manos del propio Robert Aldrich con la más truculenta HUSH, HUSH, SWEET CHARLOTTE (Canción de cuna para un cadáver, 1964), o poco tiempo después, con el Curtis Harrington de GAMES (La muerte llega a la puerta, 1967). Olvidemos exponentes británicos registrados en estos mismos años, por lo general más solventes en sus resultados, y entre los que convendría destacara el aporte de Seth Holt. De entrada, Castle dispone de un adecuado diseño de producción, en esta propuesta de Universal, en la que contará como cabeza de reparto, con una de las grandes actrices de Hollywood –Barbara Stanwyck-, junto a un popular galán, ajado pero elegante en aquel tiempo –Robert Taylor-. Para ello, recurrirá de nuevo con la presencia como guionista, de uno de los profesionales del artificio más sobrevalorados de aquel tiempo; el novelista Robert Bloch. Especialista de los golpes y las sorpresas desconcertantes en sus relatos de terror, el éxito de PSYCHO, a pesar de partir de una novela suya bien poco considerada, permitió a Bloch una extraña fama, pese a que, en la mayor parte de sus libretos, como puede ser este el caso, su aporte quedara finalmente como lo más prescindible de sus conjuntos.

La película se iniciará con una larga secuencia punteada por una sinuosa voz en off, introduciendo al espectador en la fuerza maligna de los sueños. Será un preámbulo quizá demasiado extenso, pero que devendrá eficaz para introducirnos en el ámbito de la madura pero aún deseable Irene Trent (Stanwick). Se trata de la propietaria de un salón de belleza, que ha tenido la suerte de casarse con un millonario de poco agradable aspecto y evidente ceguera –Howard Trent (Hayden Rorque)-. Esa supuesta estabilidad, no impedirá una notoria carencia de afectividad en el extraño matrimonio, lo que probablemente provoque los extraños sueños de Irene, en donde expresa unos deseos de sexualidad, que a su esposo le harán sospechar la existencia de un amante secreto, y que para más inri, intuye que se trata de su propio abogado y hombre de confianza –Barry Morland (Taylor)-. Para ello, no dudará incluso en grabar las conversaciones y los sueños de su esposa, que en realidad vive como un autentico drama, la existencia en su subconsciente de ese amante. La inesperada muerte de su esposo en un accidente, motivará en Irene trasladar su residencia habitual a su salón de belleza, donde prolongará esos cada vez más inquietantes sueños… que en un momento determinado se harán realidad, con la experiencia mantenida con un extraño joven, invitándole a mantener una insólita relación, al tiempo que le harán vivir extrañas experiencias, que se extenderán a su vida habitual. Poco a poco, irá percibiendo inquietantes señales, que albergan la posibilidad de que su esposo –cuyo cadáver no se encontró tras la explosión-, permanezca con vida. Presa de un creciente pánico, Irene recibirá la ayuda de Barry, junto al cual iniciarán unas investigaciones, que servirá a ambos para atar cabos, y pensar que aquello que en teoría aparecía como fruto del inconsciente, en realidad está planteado como un siniestro plan de desconocidas consecuencias.

En realidad, THE NIGHT WALKER se articula en torno a una dualidad, que en muy pocas ocasiones confluye en ese equilibrio, proporcionando los mejores momentos a un producto que respira frustración, decadencia y fascinación, casi de un plano a otro. Ni que decir tiene que lo peor, lo más olvidable de la película, se centra en el seguimiento de la artificiosa premisa argumental propuesta por Bloch, en la que a base de descartar una lógica, en el fondo lo que nos brinda la película, es la conclusión de que “el malo de la película”, es prácticamente quien queda libre de sospecha. En realidad, nos encontramos con una ocasión desaprovechada, a la hora de articular un relato valioso, en el que la insatisfacción sexual de la protagonista, podría tener como respuesta la presencia de un amante que haga realidad sus apetencias. Por desgracia, ese atractivo planteamiento –que en la película además queda subrayada con un tema clásico de piano-, pronto quedará diluido, en el seguimiento de una intriga criminal que, preciso es reconocerlo, aporta al menos un instante inquietante.

Sin embargo, lo más perdurable de esta película tan propia de su tiempo, proviene una vez más en la destreza con la que Castle, sin orillar la recurrencia a trucos y servilismos visuales –el recurso al zoom para acentuar sobresaltos y elementos sorpresa-, sabe plasmar una atmósfera malsana. Es algo que proviene por un lado en su querencia a planos largos, dominados por panorámicas descriptivas. En esa casi enfermiza presencia de relojes a lo largo de la mansión de los Trent –el sonido de los que se encuentran dispuestos en la escalera principal, casi deviene asfixiante-. En la inicial presencia de esa encarnación humana del amante de Irene –interpretado por Lloyd Bochner-, que en los primeros instantes, llega a adquirir en el relato una entidad inquietante y romántica al mismo tiempo. O, en definitiva, en esa secuencia descrita en una extraña capilla, donde el inconsciente amante e Irene, están dispuestos a contraer matrimonio, acompañado por unas inquietantes y amenazadoras figuras. Por momentos, uniendo a la situación la presencia de Bochner, partícipe de algunos de sus episodios, uno evoca en estas imágenes, adornadas por la sinuosa iluminación en blanco y negro de Harold E. Stine, el eco de aquella maravillosa serie que surgiría poco después, aunando en su desarrollo la simbiosis de varios géneros, llamada THE WILD WILD WEST (Jim West, 1965-1969). Esa mezcla de relato inquietante y tramposo al mismo tiempo. Esa combinación de decadencia y seguidismo de golpes de efecto, es la que marca el alcance y los límites al mismo tiempo, que una vez más culminará con estupefacción y una mirada irónica, habitual en Castle –ese rótulo final que apela a los dulces sueños-, casi como queriendo expresar que, en realidad, el propio cineasta ratificaba el artificio, de aquello que narraba en sus imágenes.

Calificación: 2

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