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CINEMA DE PERRA GORDA

MACABRE (1958, William Castle)

MACABRE (1958, William Castle)

Cuando William Castle asume el pobrísimo rodaje de MACABRE (1958) –apenas 90.000 dólares, y desarrollado en una semana-, llevaba a sus espaldas un amplísimo bagaje, de casi cuarenta largometrajes a sus espaldas. Siempre en los confines de la serie B, adscrito por lo general al ámbito de los complementos de programa doble en la Columbia, que en no pocas ocasiones se extendió a la Universal. Una trayectoria previa, de la que hemos podido tener acceso de manera muy fragmentaria, y de la que me permitiría intuir que Castle se desenvolvía bastante mejor cuando se imbricaba en ambientaciones policíacas y noir –el mejor de los títulos suyos que he contemplado antes de su aporte al cine de terror, sería el atractivo policial HOLLYWOOD STORY (1951)-, que cuando incursionaba con torpeza en el western o el cine de aventuras –recuerdo con horror aquella pésima apuesta en el cine del Oeste mediatizado por el uso del 3 D con FORT TI (1954). El inesperado éxito comercial de MACABRE, abrió las puertas a Castle, para iniciar un ciclo de una quincena de producciones de suspenses y terror, de exitosa recepción pero muy desigual calado, en el que importaban más los elementos exteriores, ingeniosos y sorpresivos, pero que en nada favorecían unos relatos dominados por el artificio y lo inverosímil, antes que la fuerza de unas películas, en las que de manera intermitente, aparecería el elemento más distintivo del cine de Castle; su habilidad como creador de atmósferas.

Por fortuna, dicha circunstancia se percibe, y no poco, a la hora de poner en el debe, esta en apariencia estrambótica producción de poco más de setenta minutos de duración, articulada en su envoltorio de comedia perversa. Dicho ámbito quedará prefijado, inicialmente, con el rótulo que anunciará a los espectadores la existencia de una póliza de seguros, al objeto de proteger a los espectadores más sensibles del momento. Ese ámbito tendrá su prolongación en los títulos de crédito finales, dominado por la expresión caricaturesca del cast, dividido en su adscripción como “muertos” y “vivos”, y envuelto bajo la festiva sintonía de un Les Baxter, que no es casualidad sería captado un par de años después por Roger Corman, parea crear las inolvidables sintonías de los títulos iniciales de su célebre ciclo Poe. Pero una vez adentrados en dichas coordenadas, lo cierto es que MACABRE, nos proporciona la oportunidad de Castle, de insuflar de fuerza expresiva, a una base argumental peregrina y escasamente convincente, obra de Robb White, muy pronto convertido en guionista de cabecera del director, en sus posteriores incursiones de género. La película se desarrolla en Thornton, una pequeña localidad sureña, desde donde se percibe un aroma malsano –es inevitable evocar en sus imágenes, tanto ecos del maccarthysmo, como referencias que nos prefigurarían el posterior y rotundo logro de Hitchcock con PSYCHO (Psicosis, 1960). En su seno, una trama en la que aparecen amores traicionados y una sexualidad reprimida, por medio de dos gemelas fallecidas, que rodean por un lado al protagonista del relato, el dr. Rodney Barret (William Prince), esposo de una de las fallecidas, y repudiado tanto por el padre de ambas, el hombre más adinerado de la ciudad –Jode Wheterby (Philip Tonge)-, como por el sheriff de la misma –Jim Tyloe (Jim Backus)-. Esta sensación de incomodidad que presiden los primeros minutos de la películas, permite intuir esa mirada crítica en torno al malestar de la sociedad americana del momento, en el que uno de los ciudadanos más preclaros de la población, vive en carne propia el rechazo del conjunto de la misma, pronto se verá modificada, al comprobar que su pequeña hija ha sido secuestrada. El hecho, que ha sido preludiado con el robo de un pequeño ataúd en la funeraria de la población, y a una llamada que avala la teoría del secuestro, que será escuchada por la enfermera a sueldo y único apoyo sentimental del doctor –Sylvia Stevenson (Susan Morrow)-. En ella, se anuncia el secuestro de la niña y, lo que es peor, que la misma se encuentra confinada en un pequeño ataúd, con apenas unas horas de aire para ser rescatada. No se pedirá rescate, una de las numerosas incongruencias, dentro de una base argumental a la que no se puede pedir la más mínima coherencia. Ello a mi juicio, no bastaría para despachar, una película en la que se aprecia, como en pocas de las rodadas por Castle en este largo periodo, el peso de una atmósfera, densa e irrespirable por momentos, en la que poco nos interesará el devenir de sus inconsistentes personajes, aunque cierto es que alguno de ellos llamen poderosamente la atención, como el de una de las hermanas fallecidas -ciega-, que es descrita en uno de los dos flashbacks presentes en el relato, como una joven consentida e inconsistente, dominada por su ninfomanía –su presentación, conduciendo un coche, con ostentosas gafas de sol, ocultando su ceguera, y guiada por un atractivo sirviente, por momentos nos evocan a la Dorothy Malone de WRITTEN ON THE WIND (Escrito sobre el viento, 1956. Douglas Sirk)-.

En cualquier caso, en una pequeña producción, que en algunos momentos llega a transmitir ese desasosiego, conocido en clásicos como KISS ME DEADLY (El beso mortal, 1955. Robert Aldrich), el plato fuerte lo presiden aquellas secuencias descritas en el interior de la funeraria, donde la pareja antes citada intenta localizar a la niña –en una impagable secuencia, en la que una luz intermitente, coincidirá con las aperturas de los respectivos ataúdes allí expuestos-, y, sobre todo, la casi irrespirable sensación opresiva que transmite el recorrido de ambos por la nocturnidad del cementerio, en la búsqueda infructuosa de esa hija secuestrada o albergada quizá en alguna de sus tumbas. Realzado por la fuerza que le imprime la iluminación en blanco y negro de Carl Guthrie –Castle es un director especialmente facultado para este tipo de iluminación, en detrimento de un color que nunca logró incorporar dramáticamente-, ese recorrido nocturno por los recovecos de un cementerio, en donde los grandes panteones o las tumbas sin utilizar, aparecerán como territorio propicio para transmitir una sensación de amenaza, que nos permite olvidar la incongruencia de algunas de sus situaciones –el olvido del cadáver del viejo Wheterby-. Todo ello confluirá en una delirante catarsis, descrita en ese funeral nocturno bajo la lluvia, en donde aparecerán todos los personajes de la película, al tiempo que en apariencia surgirá de manera inesperada el cuerpo de la niña, en una secuencia de impacto, en la que la extrema incoherencia narrativa, no pueda en modo alguno, obviar su efectividad, a la hora del manejo de los resortes del terror como elemento liberador, aspecto este que Castle sabía potenciar, siquiera fuera de manera intermitente, y atendiendo ante todo a su elemento bizarro, antes que buscar una coherencia narrativa en su conjunto. Justo es reconocer la observación de los modos narrativos de su director, en donde se aprecia un gusto por elaborados planos secuencia de notable efectividad dramática, pero al mismo tiempo recaer en esa pendiente, de servilismo a un guión incoherente y basado en la sorpresa fácil, de la cual la inverosímil de su conclusión es buena prueba de ello. En ciertos momentos –las secuencias en el interior de la funeraria y aquellas desarrolladas en el cementerio-, no se puede dejar de percibir esa sensación de que acaso MACABRE, pudiera aparecer como referente del muy posterior, y tan divertido como inconsistente PHANTASM (Phantasma, 1979) de Don Coscarelli. En cualquier caso, nos encontramos en el caldo de cultivo de la renovación de un género, aspecto del que esta película participa, por encima de sus cualidades e insuficiencias. Así pues, entre la posterior obra maestra de PSYCHO, y la decidida apuesta de Roger Corman, nos encontramos con esta pequeña producción de la Allied Artists –sucesora de la Monogram-, cuto inesperado éxito –obtuvo unos resultados de taquilla, que ascendieron a los cinco millones de dólares-, marcó el posterior devenir de William Castle, un personaje, que con sus carencias y delirios, merece un mínimo reconocimiento, en la historia del cine de terror norteamericano.

Calificación: 2’5

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