A 13 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XVIIL) DIRECTED BY... Yasujiro Ozu
El maestro japonés Yasujiro Ozu.
YASUJIRO OZU... en CINEMA DE PERRA GORDA
http://thecinema.blogia.com/temas/yasujiro-ozu.php
(9 títulos comentados)
El maestro japonés Yasujiro Ozu.
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No voy a descubrir nada al afirmar que BAKUSHÛ (1951) –editada en DVD con el título PRINCIPIOS DE VERANO- anticipa la centralidad que en la obra de Yasujiro Ozu adquiría la crónica revestida de nostalgia y al mismo tiempo de serenidad, supondría la descomposición del concepto familiar en el Japón contemporáneo. Se trata de un tema que Ozu plasmaría –con mayor intensidad- muy poco tiempo después en la que probablemente sea su obra cumbre, la excepcional TOKIO MONOGATARI (Cuentos de Tokio, 1953). Pero de forma paralela podríamos decir que el título que nos ocupa, no solo adelanta ese eje vector del último tramo de la obra de Ozu, sino que adelanta igualmente una serie de elementos que aparecerán con progresiva nitidez y creciente protagonismo en el periodo de mayor madurez de su cine. Así pues, podremos observar en las imágenes de BAKUSHÛ los detalles que marcan el progreso en la sociedad urbana de Tokio. En los ya tradicionales –y siempre bellísimos- pillow-shots que sirven de engarce en todas sus secuencias, el gran maestro japonés no solo apostará por la presencia de detalles inherentes a la naturaleza o a la simplicidad del discurrir de las vidas que acompaña a todo ser humano. Al mismo tiempo y de modo progresivo, esta apuesta visual irá intercalando visiones y conceptos en los que se atisba ya la modernidad de ese Tokio totalmente emergido del trauma de la II Guerra Mundial. Esos planos de edificios de moderna construcción, la presencia de automóviles, las multitudes que se desplazan en los transportes públicos, son detalles que Ozu logra integrar con verdadera pertinencia y al mismo tiempo con un cierto grado de naturalidad. Sin duda alguna, sabía que esa nueva cotidianeidad urbana era algo que pertenecía a una nueva sociedad, contrastando con los modos y sentires de las miles y miles de familias que habían vivido en carne propia esa transición entre lo tradicional y lo contemporáneo, en muchos casos traumática.
No se puede decir, sin embargo, que la descripción de ese contexto urbano, industrial y ejecutivo, en el que además participan de modo profesional algunos de los protagonistas del film de Ozu, ejerza como tema vector del mismo. Y es que BAKUSHÛ no deja de integrar su relajado discurrir, por momentos incluso ligado a los tintes de comedia cotidiana –representada en las trastadas que efectúan los pequeños que viven en la morada familiar de los Mamiya, o incluso en la visita del amigo mayor de los patriarcas de la familia-, aunque, en realidad, y con tanta sutileza como aparente despreocupación, la película mostrará en la coralidad de su propuesta, ese contraste inevitable de las diferentes generaciones que hasta entonces han compartido la vivienda familiar. Un contexto quizá no todo lo lujoso y confortable que sus protagonistas desearan, pero que al mismo tiempo –y como ellos mismos indicarán en algún momento- por encima de la media del contexto vecinal que les rodea. Será una familia en la que vivirán juntos los dos patriarcas, su hija Noriku (Setsuo Hara, maravillosa como siempre) y su hermano, casado y con dos niños. En un momento determinado, todos sus componentes advertirán que Noriku se encuentra soltera y es el momento de buscarle un marido para que prolongue su existencia con el hombre elegido. Su propio jefe llegará a acercarle a un acaudalado cuarentón para que contraiga matrimonio, propuesta esta que su familia verá de buen grado –probablemente por la seguridad económica que ello proporcionaría a la familia- aunque la propia interesada lo contemple con reservas. La novedosa situación marcara un conjunto de pequeñas incidencias, a mi modo de ver interesantes pero un tanto livianas, en la que se ausenta la densidad habitual en el cine de Ozu, impidiendo que pueda considerar el título que nos ocupa a la altura de los mejores exponentes de su cine, sin dejar de reconocer que nos encontramos ante un título espléndido. Episodios definitorios de la cotidianeidad de la vida familiar, las travesuras de los niños, la presencia de situaciones, conversaciones y momentos más o menos irrelevantes en apariencia, justo es reconocer que servirán para delimitar los perfiles del relato coral que se dispone, y al mismo tiempo introducirnos al tercio final del film, en el que realmente este adquirirá un alcance mucho más intenso, sombrío y doloroso. Lo que hasta entonces se erigía en una crónica cotidiana, serena e incluso vista con un sentido del humor revestido de jovialidad, modificará su tinte, apareciendo el reconocimiento de lo inevitable que va a resultar la descomposición de una familia, precisamente a partir del momento en que Noriko –al que todos sus familiares han intentado buscar marido-, encuentra a la persona con la que va a compartir su futuro, precisamente en la persona de un vecino bondadoso y amigo de ella, viudo y con una hija, que de forma repentina ha de abandonar Tokio para dirigir un pequeño hospital en una alejada población japonesa. Será una noticia que contrariará a sus familiares, pero poco a poco en ellos se integrará un sentimiento compartido de aceptación, reconociendo todos ellos el derecho que esta tiene a asumir un modo de vida propio, aunque ello le fuerce a separarse de lo que hasta entonces ha sido su marco vital.
Bajo mi punto de vista, es en este tercio final donde la película logra alcanzar una densidad y emotividad admirable. Se trata de una tendencia que expresarán secuencias como la conversación entre Noriko y la madre de Yabe, en la que esta logra abrir los ojos a la muchacha, planteando a este como su posible esposo. Ante la aceptación de la protagonista, esta romperá a sollozar de felicidad. Momentos como la reflexión que a través de una mirada al cielo, vivirá el padre de Noriko cuando se espera para proseguir por un camino al que ha detenido el paso del tren o, en definitiva, el sollozo inconsolable que la muchacha exteriorizará en la intimidad su habitación, poco antes de marcharse y comprobar que con su decisión de alguna manera ha roto la unidad de la familia. Me atrevería a señalar que ese sollozo –interpretado con tanta hondura por la inconmensurable Hara-, alberga una dualidad que asiba la imposibilidad de la felicidad de la muchacha, ya que si renunciara a ese matrimonio, su futuro le ligaría para siempre a un entorno familiar que, en el fondo, desea superar y si, como está previsto, va a iniciar su vida con Yabe, desaparecerá para ella el mundo que hasta entonces ha definido su vida. Justo es reconocer que pocas veces se ha visto en la pantalla plasmada de forma más conmovedora esa llegada de un momento decisivo, ante el cual la elección que se produzca, en modo alguno va a colmar la felicidad de quien decida su destino. Pero si esos instantes devienen emocionantes, más lo serán la posterior y en apariencia relajada secuencia en la que los Mamiya deciden hacerse una fotografía de familia. En esos momentos la modulación del plano, la expresión de los actores y la propia sensación de tiempo ya perdido, atraviesa la sensibilidad del espectador, que es consciente de asistir a la última reunión de unos seres que más que amarse, no pueden entenderse sin unidad. La delicadeza del momento –al que se une el detalle de que los propios hijos pidan que se hagan sus padres una foto única de ellos dos-, permiten al espectador una extraña sensación de inevitable congoja, de intimidad compartida ante la definitiva disolución de la familia.
Yasujiro Ozu evitará en los escasos minutos que restan del film, mostrarnos imagen alguna del desenvolvimiento de la unión de Noriko y Yabe. En su lugar nos trasladará a cierto tiempo después, en el que los patriarcas de la familia han decidido vivir en el campo sus últimos años de vida, junto a aquel amigo al que invitaron a sus casa tiempo atrás. Mirando al jardín contemplan un cortejo de boda que emerge en medio de un trigal. La belleza de la imagen no oculta la triste evocación de lo que para los dos ancianos plantea esa estampa. Es la inevitable constatación del paso del tiempo, del discurrir del círculo de la vida, de la serenidad con la que se han de vivir y disfrutar las pequeñas cosas y, en definitiva, reconocer que los seres humanos somos peatones o pasajeros de la vida. Eran todos ellos aspectos que Yasujiro Ozu logró trasladar en el conjunto de su cine, en la medida que eran parte de su visión de la existencia. En esta ocasión, justo es reconocerlo, esa presencia tendrá una especial significación en ese tercio final absolutamente arrebatador. El hecho de que la primera mitad del relato –con ser brillante- no alcance la misma dolorosa serenidad, es lo que a mi juicio impide que esta pueda ser considerada como uno de los logros absolutos de su cine. En cualquier caso, la delicadeza y elegancia con la que Ozu introduce los escasísimos movimientos de cámara –travellings laterales y frontales que se insertan en la película-, tendrán quizá su expresión más rotunda con el magnífico movimiento de grúa –inusual en su cine-, que muestra a Noriko y a su cuñada Fumiko proyectadas en el horizontes en un plano liberador que expresa la comprensión que la segunda asume de la actitud valiente de su cuñada soltera. Serán todo ellos momentos extraordinarios, como lo ejemplificará igualmente el sutil y admirable episodio de la visita al Buda del viejo invitado, acompañado por los más pequeños de la familia. Un breve fragmento que aúna tradición y modernidad, al amparo de la majestuosidad del símbolo religioso, y que de alguna manera simboliza la esencia de este espléndido film.
Calificación: 3’5
Ni el hecho de ser la primera experiencia de Yasujiro Ozu en el color cinematográfico –aspecto este en el que pese a filmar tan solo sus seis últimos títulos, puede ser considerado como uno de los realizadores que logró expresar mayores posibilidades en el dominio de la paleta cromática en la pantalla-, ni su propia incardinación dentro de ese universo temático y plástico ya entonces suficientemente sedimentado dentro del cine del gran maestro japonés, son los elementos que más me interesan de HIGANBANA (1958). En esta ocasiacute;n, es uno de sus personajes el que llega a conmoverme en su sufrimiento y es digno de admiración al decidir revelarse en torno al rígido y tradicional intervencionismo de los padres a la hora de elegir para sus hijas los jóvenes de buena familia que consideraban adecuados. Será; en esta ocasión la joven Setsuko (maravillosa Ineko Arima), quizá uno de los retratos femeninos más inolvidables e inusuales del cine de Ozu, el que bajo mi punto de vista proporcione a esta película de madurez, un elemento de especial singularidad al periodo final de su filmografía. Y es que, mas allá de constituir una relativa “variación sobre los mismos temas” que, en líneas generales, proporcionan los últimos y magníficos exponentes de su cine, lo cierto es que el título que nos ocupa marca un elemento de rebeldía, en esa reiterada y reflexiva contraposición de progreso y tradición, de contraste generacional, de adscripción casi forzada al progreso que emerge en la sociedad nipona, y también en esa nueva presencia de un mundo plástico, estético e incluso familiar –nuevamente la presencia de un grupo de actores habituales en sus películas-. De forma arriesgada, e incluso rompiendo con la aparente placidez de su cine, nos encontramos con un personaje femenino que abiertamente se opone a una tradición, unos condicionamientos y una resignación consustancial en la sociedad tradicional japonesa. En ese sentido, la naturalidad, la forma de expresar sus emociones –muy cercanas a la mentalidad occidental-, la oposición a esa injusta tendencia que condena a la mujer a tener que casarse con quien desean sus padres, convierten al personaje de Setsuko en todo un remanso de sinceridad y modernidad. Todo ello en el contexto de una sociedad que se enfrenta con su pasado, con una mentalidad tradicionalista y casi medieval en su cultura y tradición, y que de forma casi imperceptible, se ve imbuida en un progreso que se expresará en la pantalla por medio de esa presencia de letreros luminosos, de edificaciones impersonales, e incluso –una detalle realmente insólito en el cine de Ozu- la presencia de un crucifijo –el que domina el hospital donde se desarrollan un par de momentos del film-.
Junto a esta mezcla de rasgos familiares en el mundo filmico de Ozu, con la presencia de otros inusuales, es indudable que HIGANBANA se erige como uno de los exponentes en la filmografía del maestro nipón, donde el rasgo feminista revela un alcance más notable. En ese sentido, y pese a proceder de orígenes y mentalidades divergentes, en la películas encontramos un extraño nexo de unión –a lo que ayuda la simetría que preside la película-, entre los retratos femeninos que tienen un mayor o menor protagonismo en el film. Como si se dispusiera en realidad una gradación de personalidades definidas por el entorno vital y generacional en que han desarrollado sus existencias, pero al mismo tiempo ocultando la relación que se entreteje de forma latente entre todas ellas, podemos detectar una especial comprensión entre las mujeres que pueblan la película, y cuyos ejemplos más pertinentes podemos detectarlos en la amiga de Setsuko, que con su puesta en escena llega a persuadir al padre de esta –Watary Hiroyama (Shin Saburi)-, de esa obstinada oposición en que su hija pueda casarse con el joven Taniguchi (Keiji Sada), del cual se encuentra sinceramente enamorada. Más allá incluso de esa complicidad de su amiga, existe otra latente, quizá aún más poderosa precisamente por estar basada en el conocimiento de la persona a quien pretende combatir en su autoritaria argumentación. Se trata de la propia madre de la muchacha, quien desde la serenidad de su mirada –y el oculto y progresivo trato que ha mantenido con el novio de esta-, en el fondo sabe que logrará vencer la negativa de su esposo. En ese sentido, son numerosas las vinculaciones que permiten finalmente forjar un universo femenino activo, en total contraposición al dominio masculino hasta entonces predominante en la sociedad japonesa, y que de alguna manera tendrá su ceremonia de reconocimiento en esa reunión de antiguos alumnos –a mi juicio un tanto dilatada en el metraje- que, de forma irónica, lamentarán con sus cánticos la pérdida de unos privilegios contraproducentes con los modernos tiempos para su sociedad.
Junto a este predominio de personajes y sentimientos femeninos, lo cierto es que HIGANBANA ofrece una vez más la visión sobre el irreductible paso del tiempo en el ser humano, la relativa nostalgia que los veteranos japoneses sienten por su pasado –sin embargo, el matrimonio Hirayama se muestra divergente cuando el marido añora el periodo de guerra, mientras su esposa lo rechaza con sutileza y al mismo tiempo con contundencia, dentro de una secuencia de gran belleza dominada por un exterior natural, y que bajo mi punto de vista logra infundir a la película de una extraña dimensión-. Al mismo tiempo, la película muestra una especial inclinación de Ozu a la hora de aprovechar las posibilidades expresivas de ese color integrado por vez primera en su cine. Es así como en un contexto dominado por tonos verdosos y ocres, el realizador logrará introducir “manchas” de color de especial relevancia –por ejemplo, esa tetera roja que rompe el tono apagado de la gradación de los interiores-, pero manifestado igualmente en pequeños toques y objetos que alcanzan una ruptura con la suavidad y grisura del cromatismo del encuadre. Esa inclinación al uso dramático de la paleta de color permitirá al realizador mostrar detalles de especial significación, uno de los cuales sería el instante en que Setsuko acude a casa de su novio tras marcharse de la de sus padres, conociendo la negativa de estos a casarse con él. El encuadre nos muestra a la dolorida muchacha, teniendo como fondo una puerta dominada por tonos verdosos, pero significativamente expuestos con una pintura apresurada y dispar a la del conjunto que domina la secuencia de interiores. Nadie puede dudar que en el cine de Ozu, la construcción de sus planos fijos adquieren un matiz de especial cuidado, pero del mismo modo podremos contemplar en esta película algunas de las intersecciones de secuencias, que apuestan de forma decidida por la mostración del nivel de progreso de la sociedad japonesa, expresado en esta ocasión por esos planos que muestran edificios representativos de dicha tendencia.
Pero no me gusta eludir una cuestión un tanto delicada en mi apreciación de HIGANBANA. Creo que el film de Ozu reviste un gran nivel y, en sus mejores momentos, se puede situar entre los compases más elevados de su filmografía, a lo que habría que añadir esa relativa novedad que supone el rasgo feminista del conjunto. Sin embargo, no oculto que su resultado se queda, a mi juicio, un poco por debajo de otros grandes títulos del realizador. Al margen de que no considero acertada la presencia de Shin Saburi para encarnar al patriarca de los Hiroyama, en ocasiones se observa una dubitativa elección al vascular por elementos dramáticos, complementados por otros de comedia. Unido a ello, se tiene la sensación de que en más ocasiones de las deseadas las conversaciones entre sus personajes tienen excesiva presencia, aportando cierto sesgo de morosidad narrativa. En este sentido, y pese a incidir en el hecho de que nos encontramos con un título magnífico, no puedo igualarlos con los que componen el resto del periodo final de la filmografía de Ozu, a lo que contribuye –y no poco- la sensación de escaso interés dramático que adquieren los primeros quince minutos del metraje. En definitiva, que entre el conjunto de títulos dominados por la casi absoluta perfección, en este caso no se alcanza tal valoración sin que por ello debamos considerarlo un film “menor”. De hecho, ese plano final del tren discurriendo con Hirayama dentro, disponiéndose a viajar a visitar a Hiroshima a su hija y su joven esposo, tiene algo de rendición, al tiempo que un reconocimiento a la fugacidad de la existencia.
Calificación: 3’5
No cabe duda que CHICHI ARIKI (Había un padre, 1941) –recientemente estrenada en España tras su restauración, y editada con celeridad en DVD-, es un film que no adquiere la perfección y depuración del último –y admirable- periodo cinematográfico del gran director japonés Yasujiro Ozu. Esa sensación de encontrar en cada uno de sus planos la transmisión de una manera de entender la vida, esa aparente relajación –que solo es una forma valiosa de mostrar la densidad-, o incluso el asombroso manejo del color –Ozu fue uno de las realizadores que con mayor perfección manejó el cromatismo de la imagen; lastima que fueran pocas las ocasiones en las que pudo exponer dicha cualidad-, se encuentra ausente en esta película rodada en pleno periodo bélico para su país. De todos modos, y pese a esas limitaciones –que en buena medida provienen por la comparación con unos títulos que hay que ubicar por derecho propio entre las grandes obras del cine mundial en los años cincuenta e inicios de los sesenta-, poco a poco, secuencia a secuencia… no se puede negar que el film que nos ocupa deviene finalmente excelente, y en sus últimos momentos, conmovedor.
Y es que se detectan ciertos saltos y rupturas que se observan en sus secuencias –y en donde quizá tienen algo que ver algunos cortes en la copia finalmente restaurada-, o esa algo poco creíble transformación del hijo del protagonista en un profesor en apenas un plano, por medio de una elipsis temporal que transcurre en unos 12 años y lo convierte de un niño taciturno, a un joven de gran corporeidad. Sin embargo, y pese a esas objeciones, que inicialmente pueden tener un cierto peso en la primera mitad de la película, lo cierto es que paulatinamente estas se van disipando ante la sinceridad, delicadeza y emotividad de una sencilla historia que habla del amor de padre a hijo, de sacrificios, de respeto, amistad, responsabilidad y reconocimiento por la entrega.
Nos situamos en una pequeña localidad japonesa. En ella ejerce como profesor el viudo Shuhei Horikawa (Chsihu Rhy), que tiene un hijo de corta edad. En una ocasión, y cuando acompaña a sus alumnos a una excursión, una de las muchachas muere en un accidente con una canoa. Con un gran sentido de la responsabilidad, asume interiormente el hecho y –pese a que nadie le recrimina nada-, dejando la enseñanza y trasladandose junto a su hijo a su ciudad natal, donde vivirá en la casa de un amigo. Allí muy pronto establecerá una sincera relación con su hijo, pero cuando el pequeño se acostumbra a su nueva vida, el padre le señala que lo va a internar en el colegio, para evitar con ello que tenga que trasladarse diariamente hasta la población. El niño acepta con resignación el deseo de su padre, pero sus sollozos no se podrán contener cuando este le señale que va a viajar hasta Tokio para lograr un buen trabajo que sirva para mantenerlos a los dos. Horikawa entrega al niño una serie de ropas y medicaciones como ayuda, así como una pequeña cantidad de dinero, dejando al pequeño inconsolable.
Pasan los años, y el antiguo profesor trabaja ahora en una fábrica textil. Ha transcurrido mucho tiempo y su aspecto está ya envejecido. Sin embargo, se encuentra satisfecho de su labor pese a no mantener relación con ningún compañero. Un día se encontrará con un profesor amigo suyo, que le permitirá que su estancia sea más llevadera, confiándose entre ambos sus problemas y reflexiones mientras juegan partidas al “go”. Por su parte, su hijo Ryohei (Suji Sano) se ha convertido en profesor gracias a su constancia y el soporte económico ofrecido por su padre. Este desea verle cuando antes, y finalmente lo hará en unas fechas en las que ambos pescarán juntos y se sentirán dichosos y felices, anunciando el joven su deseo de integrarse en la guerra, al tiempo que desearía vivir junto a su padre, aspecto este al que su progenitor se niega.
Transcurrido un cierto tiempo, un grupo de antiguos alumnos de los dos veteranos protagonistas deciden juntarse y promover una celebración de homenaje a ambos. En ello, Ryohei viaja a Tokio para aprovechar unos días de permiso y vivirlos junto a su padre, compartiendo ambos unas fechas en las que la sinceridad y admiración mutua estará presente, y en donde Horikawa sugiere a su hijo casarse con la hermosa hija de su amigo profesor, aspecto que este acepta. Poco después, y como si pareciera que su cometido en la tierra ya ha llegado a su fin, el viejo profesor sufre una especie de infarto y es llevado al hospital, donde finalmente muere acompañado de todos. Tras ello, Ryohei y su futura esposa viajan hasta el lugar donde residía. En el trayecto en tren surge la evocación por el fallecido, y las lágrimas acuden sin tregua del rostro de la muchacha, ahora que todos podían haber vivido juntos. El tren sigue su curso, lo hace la vida en cualquier ser humano.
La narración de las líneas argumentales, puede dar una idea del contenido de una película que en aquel lejano 1941, ya dejaba patente las inquietudes que Ozu fue sedimentando título tras título. Una serie de constantes visuales y temáticas que permitirán ver su cine como una prolongación del mismo argumento, mientras que cada una de sus películas ejerce como variación del título precedente. En cualquier caso, si que hay que destacar que esta película deja instaurados varios rasgos que posteriormente serán tratados con mayor intensidad en títulos suyos a firmar en el futuro. Todos sabemos que el análisis de los conflictos y problemáticas de la familia y el contrate entre tradición y progreso, son dos de los rasgos consustanciales en el cine del maestro japonés.
En esta ocasión incluso, ya podemos detectar la presencia de esos planos exteriores que sirven para delinear las secuencias de interiores, y que siempre aportan elementos complementarios a las situaciones que se están viviendo. Situaciones estas que se muestran por otra parte con una gran austeridad y sobriedad expresiva –el accidente en el que pierde la vida la muchacha-, y que se extienden a la hora de expresar los sentimientos de los principales personajes. Confieso a este respecto que en muchos momentos del cine de Ozu, es tal el grado de emotividad que desprenden sus imágenes, que echo de menos la exteriorización de estos mediante nuestros hábitos sociales de expresión de la amistad y el cariño. Es algo que en muchas ocasiones quizá provoque a un público ocasional una especial impotencia de poder sentir con ellos las sensaciones emocionales que refleja el realizador en sus obras.
En este sentido, sí que se pueden destacar la sinceridad, apenas sin diálogos, que se manifiesta en los días en que padre e hijo viven juntos. Ambos pescarán, y las cañas de ambos giran de forma paralela entre los dos, demostrando que pese a la distancia en el desarrollo de sus trayectorias personales, hay algo que los ha mantenido siempre unidos, y que el padre lleva a sugerir para su hijo a la bella muchacha hija de su compañero el profesor. Será para el ya anciano progenitor su último cometido en la vida: entregar a su hijo, al que ha estado respaldando económicamente para poder sufragar sus estudios, a una mujer que sabe seguro será una fiel compañera de este. Lo mejor -a este nivel-, de la película, es la sucesión de detalles de realización e interpretación, y la generalizada relajación con la que se expone esta historia de desencuentro generacional, sobrepuesta por una relación de sincero amor entre padre e hijo.
Con esa misma serenidad, con un cierto rasgo humorístico también, y con la humanidad y sencillez de quien sabe que esta filmando a seres humanos y no personajes estereotipados, logra plasmar la muerte de Horikawa de una manera cotidiana, culminando su vida en el hospital y rodeado de sus seres queridos. Una vez fallecido, es cuando el profesor compañero del difunto describirá a su hijo el enorme privilegio que tuvo al tener un padre con quien gozó, pese a que viviera con él durante muy poco tiempo. El dolor y el reconocimiento, quedarán marcados en ese traslado definitivo, y la nueva esposa de Ryohei será quizá el elemento de unión con ese pasado que ya no puede disfrutar, pero que le ha llevado a llegar donde su padre le destinó, con gran sacrificio por su parte.
Sin duda, CHICHI ARIKI es un film imperfecto, pero tampoco hay que obviar dicha circunstancia para considerarlo como excelente, y en donde el parámetro visual que posteriormente definiría uno de los estilos más depurados e intensos del cine mundial, ya tiene en esta película una muestra destacada.
Calificación: 4
Se suele señalar que es BASHUN (1949) el título que marca el inicio del periodo más valorado en la andadura de Yasujiro Ozu. A nivel personal no puedo ni refutar ni desmarcarme de tal aseveración –tengo muchos títulos del realizador aún pendientes de visionar, y todos cuantos he contemplado hasta ahora se encuentran en ese último y extenso tramo de carrera-, aunque sí que considero que en esta ocasión nos encontramos con un título plenamente ligado al cine posterior del maestro japonés pero que, siendo como es una película magnífica y con algunos momentos memorables, personalmente no la puedo considerar entre sus más grandes títulos. Un periodo que sobresale por su depuración plástica y estética, su intensidad, la fuerza dramática que se esconde bajo la aparente livianenidad que se esconde en sus cotidianos argumentos, la capacidad de observación que plasma en la evolución de la sociedad contemporánea japonesa, logrando trascender estos límites para plasmar conflictos y situaciones por completo universales.
Buena parte de ello se da cita en BASHUN –editada en DVD en España y emitida en pases televisivos con el título PRIMAVERA TARDÍA-, en un argumento que posteriormente sería retomado por el propio Ozu en su obra póstuma SANMA NO AJI (1962, editada en DVD con el título de EL SABOR DEL SAKE), y que de nuevo nos lleva a un universo de personajes y actores por completo familiares, que posteriormente se irían reiterando en el conjunto de su obra. La película nos lleva hacia el entorno familiar de Shikichi (Chishu Ryu), veterano profesor universitario viudo que vive junto a su hija Noriko (una vez más, maravillosa Setsuko Hara). La vida para ellos resulta tan plácida como rutinaria, planteándose ante la muchacha la necesidad de formar una familia y casarse. Ella sin embargo se resiste a esa posibilidad, ya que considera que su papel en la vida es cuidar de su padre. Sin embargo, con la complicidad de su tía y el empuje que le ofrece su mejor amiga, se le llega a plantear con insistencia la posibilidad del matrimonio, posibilidad esta en la que insistirá su propio padre, que le revelará su intención de casarse también en segunda nupcias. La existencia de esa intención paterna provocará un enorme dolor en Noriko, aunque al final para ella llegará la resignación, aceptando contraer matrimonio y adentrarse en la vivencia de una vida nueva separada de la compañía de su padre, quien finalmente sentirá en carne propia el sacrificio que ha tenido que hacer –ha simulado su intención de casarse, para empujar a su hija a hacer lo propio-, despojándola de su lado como sacrificio supremo en la intención de proporcionar a Noriko un nuevo horizonte vital.
Es obvio a la luz de este sucinto desarrollo argumental, que Ozu desarrolla en el film sus obsesiones y conflictos habituales, siempre tamizados por una plasmación relajada –es casi imposible encontrar en sus películas una discusión o un elemento violento-, en donde en ocasiones la sutileza de una mirada o una sonrisa forzada puede encubrir estados de ánimo definidos por la inquietud, la desesperanza o la aceptación. Y es que pese a no estar caracterizada por la depuración formal que define sus últimos y más reconocidos títulos, BASHUN define en todo momento la planificación e intensidad característica de uno de los grandes maestros que ha proporcionado la historia del cine, presente en sus particulares y densos encuadres, en la integración del entorno natural que proporcionan esos planos aparentemente volátiles que muestran exteriores campestres como expresión definitiva de sentimientos encontrados, en la relación que establece entre sus principales personajes, en el contraste entre tradición y progreso, entre lo autóctono y la presencia de lo foráneo –ese plano que anuncia la bebida de Coca Cola, las alusiones al parecido del prometido de Noriku con Gary Cooper-, y en el que los sentimientos contrapuestos en ocasiones se dan en un solo plano, como un elemento disonante de los elaborados encuadres.
Cierto es que en títulos posteriores de Ozu esa dicotomía se plasma con mayor sutileza, con una intensidad superior y una sintaxis formal que casi calificaríamos como suprema, pero aquí ya se puede mostrar con momentos auténticamente maravillosos. Es así como queda expresada esa sensación ambivalente de Noriko ante la decisión de su padre de casarse, en la maravillosa secuencia de la representación de kabuki, donde la joven se sitúa junto a su padre y con su mirada muestra su turbación ante la contemplación de la candidata que aparentemente ha elegido este, culminando el fragmento con el hundimiento interior del personaje. Junto a ello, Ozu opta por una interesante opción al no mostrar en ningún momento al prometido de la protagonista. En realidad, se trata de un personaje irrelevante, solo sirve como elemento catalizador en el planteamiento del conflicto, y por ello el realizador decide dejarlo en el off narrativo, en una decisión sin duda arriesgada.
Y en una película en la que sí se ofrecen algunos travellings y movimientos de cámara, generalmente centrados en viajes y desplazamientos de los actores, no se puede dejar de destacar la insólita y atrevida relación que se establece entre padre e hija y que, bajo unos tintes amables y sensibles, no deja de plasmar una entrañablemente incestuosa atracción de Noriku con su progenitor. Una vinculación que, en un momento determinado, llevará a la joven a pedir a este que le deje vivir con él el resto de su vida, incluso aún contando con que él se case. Es infrecuente encontrar en la pantalla personajes y conflictos de estas características, tratados además con la sensibilidad y la pureza que describe esta película. Nada extraño en quien a lo largo del tiempo supo plasmar relaciones y conflictos familiares, tan locales en apariencia como universales en el fondo, de una forma tan honda, coherente y densa, y en donde en más de una ocasión plasmó ecos de su estrecha vinculación personal con la figura de su propia madre.
Calificación: 3’5
Dentro de ese inmenso caudal de variaciones, reflexiones y círculos concéntricos que propone el universo creador del cine de Yasujiro Ozu, KOHOYAGAWA-KE NO AKI (1961) –editada en DVD bajo el título EL OTOÑO DE LA FAMILIA KOHOYAGAWA-, centra su doble mirada en dos temas concretos; la occidentalización y el progreso de la vida japonesa y, sobre todo, la muerte. Ni que decir tiene que ambos ya habían estado presentes su obra precedente, pero en este su penúltimo título ya nos encontramos en el inicio de una década de modernización. Por otro lado, esa cercanía a la desaparición tendrá una continuidad temática en la película que cerrará su filmografía –SANMA NO AJI (1962)-, de forma cercana a su prematuro fallecimiento, y cuando ya se había producido la de su madre, con la que estaba muy ligado. En cualquier caso, si el título que nos ocupa hubiera sido el de conclusión de su carrera, estoy convencido que habría sido similarmente analizado bajo ese prisma. Y es que es tal la coherencia, nivel y homogeneidad de su obra, que cualquiera de sus títulos parece formar parte de un todo armonioso e inmutable en su vivencia.
KOHOYAGAWA... nos relata las vivencias de los componentes de dicha familia a la hora de hacer casar a dos de sus hijas con hombres de economías solventes. Por un lado se encuentra la joven Noriko –Yôko Tsukasa-, quien sin embargo mantiene secretamente su ilusión con un compañero de estudios que se tiene que trasladar de ciudad para trabajar. Por su parte, Akiko (la maravillosa Setsuko Hara), otra hija ya a punto de entrar en la madurez conservando su serena belleza, recibe una nueva propuesta de matrimonio –ella es viuda y tiene dos hijos- de un hombre de buena posición que inmediatamente se queda prendado de ella. No obstante lo tentador de la oferta, Akiko –que está al mando de una galería de arte- se muestra reacia a entregarse a otro hombre.
Por su parte, el patriarca de la familia –el viudo Banpei (Ganjiro Nakamura)-, se escapa continuamente de casa. Él es el propietario de una pequeña destilería que ejerce como negocio familiar y que en esos momentos de crisis, se encuentra sometido a la presión de las grandes empresas. Banpei acude a visitar a su vieja amante Tsune, que regenta una taberna y tiene una hija que llama a este “padre” y no deja de pedirle que le regale una prenda de visón. Una vez los componentes de la familia conocen la noticia, será especialmente su hija Fumiko (Michiyo Aratama) quien censure la, a su juicio, inmoral conducta de su padre. Todos los componentes de la familia se reunirán y viajarán para celebrar un rito funerario, y una vez este se ha celebrado, el patriarca sufrirá un ataque al corazón. Lo que hasta el momento era satisfacción por su buena salud y reproches sobre su comportamiento, rápidamente se tornará con la sombra de la muerte.
Contra todo pronóstico, Banpei se recupera y una vez todos los componentes retornan a la vida habitual, el anciano realizará una nueva visita a Tsune, con la que acudirá a unas carreras de caballo haciendo apuestas que perderá.. El esfuerzo en el desplazamiento le llevará a la muerte, una situación que sus hijos creían haber superado. Toda la familia se reunirá de nuevo para efectuar la incineración del cadáver y el rito funerario que discurrirán sobre el puente que se eleva ante un río que no detiene su cauce y ante el cual unos pescadores contemplan el sepelio. La vida sigue; la naturaleza es sabia.
KOHOYAGAWA... se inicia con unos bellísimos planos nocturnos de la ciudad de Osaka, que por sus espectaculares luces de neón parecen una reedición de Las Vegas. Uno de dichos rótulos nos da la clave New Japon. En apenas unos segundos se nos describe una sociedad totalmente occidentalizada, en la que la juventud luce vestidos totalmente impregnados de ese espíritu, por más que los representantes de apenas una generación anterior se muestren reacio a ello –la diferencia en este sentido entre Noriko y Akiko es reveladora-. Pero hay más. La cámara de Ozu se interna en oficinas y pasillos totalmente fríos y modernizados. Estamos más cerca que nunca del universo de Jacques Tatí –creo que no soy el primero en señalar esa influencia-.
En este entorno se describen las relaciones y miserias del entorno de la familia protagonista, y en cuyo abanico se describen diferentes perfiles psicológicos oscilantes entre la nobleza, la sumisión, el egoísmo y el verdadero cariño. Como en tantas otras películas del maestro japonés, se despliega una familia aparentemente unida, que duda entre el respeto a unas tradiciones muy acentuadas y la irresistible llegada al progreso y el consumismo. Y en pocas de sus obras la influencia de esa occidentalización es tan manifiesta –un plano nos muestra una vivienda tradicional al lado de una antena televisiva, en otros la presencia de publicidad de Coca-Cola es notoria; los hombres beben cerveza en vez de sake-. Los tonos verdosos del maravilloso cromatismo de las imágenes del operador Asakazu Nakai, tendrán un brillo y luminosidad especial en aquellos instantes que se desarrollen en ambientes campestres.
Incluso en este fragmento se incorporarán divertidos elementos de comedia, especialmente centrados en las escapadas furtivas del patriarca para permanecer con su amante –la persecución que protagoniza con uno de sus empleados es impagable-, que muy pronto se tornarán en reproche por parte de Fumiko. Precisamente la secuencia en la que se manifiesta ese recelo me recordó mucho otra bastante similar del melodrama de Douglas Sirk ALL THAT HEAVEN ALLOWS (Solo el cielo lo sabe, 1955)-. De hecho, el look de esta película tiene enormes semejanzas con el del melodrama cinematográfico norteamericano de aquel periodo –obras de Sirk, Minnelli o Ray-.
Y de repente, irrumpirá en la película un aroma mortuorio. Poco antes ha tenido presencia en algunos diálogos –han ido a visitar la tumba de su esposa, de la cual destacan que se encuentra llena de musgo, consecuencia del paso del tiempo-, pero se manifestará cuando Banpei sufre una crisis cardiaca. El ritmo familiar se detiene, las sombras llegan, Noriko llora desconsolada y Fumiko se arrepiente de los reproches formulados poco antes a su padre. Un plano nos muestra las tumbas del cementerio. Todo parece indicar que su muerte es un hecho y se escucha como sonido de fondo la señal de un tren –lo hará de nuevo cuando el anciano padre fallezca de forma definitiva; una parada en la estación de la vida-.
Sin embargo, y contra todo pronóstico, Banpei sobrevivirá y recuperará su salud. No será sin embargo más que una pequeña prórroga quizá para alcanzar la armonía con su familia; Fumiko le pide perdón y se muestra cariñosa con su padre. Con una serenidad cinematográfica que contrasta con lo sombrío De su primer ataque, Ozu no mostrará la muerte de Banpei hasta que este se encuentra cadáver en casa de Tsune y hemos asistido a los comentarios superficiales de la hija de esta, a la que solo le preocupa el hecho de no recibir ese visón que tanto le había pedido a quien llamaba “padre” –se santigua ante él antes de marcharse, probablemente con otro de los jóvenes norteamericanos con los que gusta coquetear-.
Se celebra la incineración del cuerpo del patriarca y cuando por la chimenea del crematorio aparezca el humo emanado por el cadáver, los rostros de sus hijos más que lamentar su ausencia, muestran el miedo de todos ellos ante la idea de la desaparición que también ha de llegarles a ellos antes o después. Hay dos excepciones: Akiro y Noriko. Ambas pasean con placidez y confianza mutua y la primera se resigna a vivir su existencia solitaria sin aceptar la propuesta de matrimonio que le hicieron, mientras su hermana decide rechazar el matrimonio de conveniencia que le habían planteado y unirse con la persona que ama secretamente.
Dos pescadores –uno de ellos interpretado por el inolvidable Chishu Ryu- reflexionan de forma familiar al percatarse de que el crematorio está en funcionamiento, y ante la orilla de un río que sigue con su corriente sin inmutarse -la evocación renoiriana es inevitable-. Pero un elemento de aire mortuorio culmina la película; una manada de pájaros de mal agüero se encuentran apostados en el río, junto al discurrir del sencillo e íntimo cortejo mortuorio. Bajo mi punto de vista, jamás Yasujiro Ozu miró tan de cara a cara con la muerte en su obra. Quizá en su posterior y última película lo hiciera con mayor serenidad, pero no superior contundencia.
Calificación: 4
Más allá de las intrínsecas cualidades que emanan de este uno de los últimos títulos en la filmografía de su autor –donde quedaba sedimentada su sabiduría de estilo tamizada además por un uso de las propiedades del color pocas veces superados en el cine-, creo que si hay una singularidad que caracterice UKIGUSA (1959, Yasujiro Ozu) –que ha sido editada en DVD bajo el título LA HIERBA ERRANTE-, esta no es otra por la exteriorización de unas tensiones internas, que por lo general permanecían más ocultas en el cine del realizador –o al menos entre las pocas grandes obras suyas que he podido ver-.
En este caso, la que supondría su tercera cinta en color, nos cuenta la historia que se produce con la llegada de una compañía de teatro a un tranquilo y luminoso pueblo de la costa japonesa. La misma está encabezada por Komajuro Arashi (Ganjiro Nakamura), un actor ya curtido tanto en la interpretación como en la propia vida y del que pronto se detectará su facilidad como conquistador de mujeres. Pocos adivinan porqué ha decidido acudir a ofrecerse a una población de incierta aceptación en un repertorio quizá ya gastado, pero Komajuro sí que lo sabe; allí vive su antigua amante –Oyoshi (Haruko Sugimura)- regentando un pequeño local de bebida, y en su casa vive el hijo ilegítimo que esta tuvo con el hoy veterano intérprete. Este ya es un joven y atractivo muchacho llamado Kiyoshi (Hiroshi Kawaguchi), que cree que Komajuro es hermano de su madre. Kiyoshi está trabajando en una oficina de correos y con ello ahorra para proseguir en sus estudios.
Junto a este nexo central convergen pequeñas historias paralelas correspondientes a diversos personajes de la propia compañía, pero dos de ellos estarán centrados en el personaje protagonista. Serán por un lado la aún atractiva primera actriz de la compañía –Sumiko (Machiko Kyo)-. Ella se mostrará inicialmente suspicaz por la ausencias de Komajuro y más adelante dolida y resentida al descubrir la existencia de esa amante anterior a su relación con el protagonista de la historia. Es por ello que Sumiko se vengará de ello acudiendo a la casa de Oyoshi y relatándole a esta su actual relación, lo que provocará la indignación del amante de ambos, pegándole bajo la lluvia. No quedará contenta pese a todo su hasta entonces amante, quién logrará de otra de las jóvenes actrices –Kayo (Ayazo Wakao)-, la intención de seducir a Kiyoshi. Kayo accede y tras intentar cumplir con la petición, quedará muy pronto enamorada del joven al comprobar su honestidad e inocencia.
La relación de los dos jóvenes irá en aumento, novedad que finalmente advertirá una vez más enfadado Komajuro. Ello provocará su definitivo repudio a Sumiko, despreciando igualmente a Kayo por haber accedido a las peticiones de esta. La situación casi obligará a que este cuente la verdadera relación que existe con su hijo. Sin embargo, un acontecimiento precipita todo ello; las decrecientes recaudaciones en las funciones teatrales se verán finalmente subrayadas con el robo que efectuará uno de los componentes de la compañía, provocando la traumática disolución de la misma. Todos sus actores se han de incorporar a otros trabajos, mientras que Komajuro solo ha recibido el desprecio de su hijo cuando junto a su madre han revelado la auténtica relación que mantuvieron ambos en el pasado. A este solo le cabe el abandono del pueblo y del pasado de su vida, pese a la comprensión que Kayo le manifiesta. Sin embargo, una nueva oportunidad se le manifiesta en la estación mientras espera el tren. Allí se encuentra también Sumiko y ambos, quizá asumiendo el ocaso de sus vidas, se darán una nueva oportunidad en su relación, conscientes ambos de que no tienen otra alternativa en la vida. Ambos viajarán finalmente juntos en el tren y de nuevo el amanecer luminoso se cierne en la pantalla.
Creo que fundamentalmente hay que entender UKIGUSA como una película en la que se ofrece un viaje de autoreconocimiento por parte del principal personaje de la película –nos estamos refiriendo a Komajuro, por más que la obra tenga un cierto carácter coral-. Esa sensación de retorno a un pasado, de saldar una cuenta con su propia conciencia tiene su referente más evidente en ese retorno hacia la que fue su principal amante y con la que mantuvo su único hijo. Pero es a partir de esa situación, que tendrá una gran importancia en el conjunto del film, la que dará pie a ese conjunto de disgresiones que conformarán el conjunto de una obra densa, sugerente, de gran serenidad y riqueza visual –como por otra parte es habitual en el cine de Ozu-, y en el que las tonalidades de su gama cromática irán evolucionando desde la claridad y alegría inicial, hacia una progresiva oscuridad y tonalidades tenues, hasta concluir en sus pasajes finales con un retorno a las claridades –esa imagen diurna con la que concluye la misma una vez Komajiro y Sumiko viajan de nuevo juntos en busca de un futuro-, volviendo a ese tono aparente optimista que había abandonado su segunda mitad.
Pero al mismo tiempo, en esas imágenes se refleja –en ocasiones en una secuencia bien cotidiana-, el atavismo del papel tradicional de la mujer, de la madre japonesa, el sentido ritual de sus habitantes, el contraste y conflicto entre generaciones o la propia influencia occidental (el vestuario y el propio aspecto de Kiyoshi). Esa sensación de totalidad, de que cada encuadre, cada mirada, cada movimiento de los actores, cada mancha de color, está imbricado en diversas interpretaciones y sutiles pinceladas de pensamiento, apreciaciones y matices, se da de nuevo en esta obra de madurez de Ozu. Una película de la que cabe retener sus imágenes iniciales llenas de luminosidad, la nunca suficientemente valorada capacidad del realizador de saber introducir una secuencia con apenas unos breves planos que sirven de introducción a las principales secuencias o el encanto que tienes aquellas intersecciones que sirven para unir las diferentes secuencias –generalmente envueltas en una cálida melodía-. En el film que nos ocupa podríamos destacar los planos exteriores que nos muestran el colorido de las pancartas que anuncian el teatro, el discurrir de los miembros de las compañía por las áridas calles de la población acompañados de niños que se harían protagonistas de una de las últimas películas del realizador; la significación de los vestidos de los protagonistas; la herencia del kabuki que ofrecen los momentos de la representación; el sentido de catarsis que ofrece la llegada de una densa lluvia; la belleza que manifiestan los contraluces y las sombras en el momento en que Kiyoshi y Kayo descubren que realmente están enamorados...
Son toda una sucesión de instantes memorables, densos y sutiles al mismo tiempo, relacionados siempre unos en otros, a los que solo cabría oponer la presencia en algún momento de algún montaje abrupto entre la sucesión de una secuencia a otra –quizá algo que venga manifestado por algún corte ajeno al realizador-. En todo caso, que duda cabe que UKIGUSA es una obra de madurez y extraordinaria belleza, que hay que incluir por derecho propio entre las grandes obras de Yasujiro Ozu.
Calificación: 4
Antepenúltimo de los films rodados por el japonés Yasujiro Ozu AKIBIYORI (1960), -OTOÑO TARDÍO en su traducción para la edición en España en DVD-, supone por partida doble una reedición de las principales constantes de su obra. Por un lado de forma evidente en la amalgama de sus obsesiones y por otro al constituir un remake de su previa BANSHUM / PRIMAVERA TARDÍA (1949) que espero contemplar en breve. Una vez más el autor aplicaba nuevas miradas, variaciones sobre sus mismas constantes, basadas en la propia experiencia que el paso del tiempo marcaban a unas historias ya llevadas al cine.
Bañada por unas tonalidades casi permanentemente verdosas, AKIBIYORI nos traslada a un Tokio ya en plena sociedad industrial y un entorno de clases más o menos acomodadas para las cuales aún quedan atavismos de un pasado caracterizado por relegar la decisión y el papel de la mujer a un segundo término. Tras la celebración de un funeral (hace seis años que el difunto ha desaparecido) de forma breve se nos describe la vida habitual de su viuda Akiko (Setsuko Hara), una mujer de aún madura belleza que vive junto a su hija Akayo (Yoko Saburi), joven aparentemente impregnada de la modernidad de su generación. Al mismo tiempo contemplamos las tertulias de los tres amigos del esposo desaparecido, que hablan sobre la necesidad de casar a la joven al tiempo que revelan una nada disimulada atracción hacia Akiko -dos de ellos son casados y el tercero viudo-. Precisamente es con Hiroyama (Ryuji Kita), el último de ellos, con el que pretenden emparejar a la aún hermosa Akiko para así posteriormente poder casar a su hija sin temor a que esta abandone a su madre. Este intento de emparejamiento dará lugar a situaciones divertidas al tiempo que otras dramáticas hasta que finalmente Akayo decida casarse con Goto mientras que su madre, tentada en la posibilidad de revivir la vida de pareja, decida finalmente mantener el recuerdo de su primer y único amor.
Como antes señalaba, AKIBIYORI –rodada ya en plena eclosión de los modernos cines mundiales- se caracteriza por ser una revisitación de elementos previos del cine de su autor. Su extraordinaria planificación, personalísima; la intersección entre secuencia; la desdramatización –en contados momentos se eleva el tono de la emotividad-, está de nuevo presente en un film que contrasta en sus ambientes con los mostrados en su inmediatamente precedente BUENOS DÍAS (Ohayo, 1959). En esta ocasión se abandonan los barrios atestados de moradores y en su lugar contemplamos zonas ya caracterizadas por su desarrollismo, mientras que el contraste generacional no solo está clarificado sino que es un símbolo bien evidente para los ya veteranos.
Sin embargo de nuevo el machismo ya casi accidentalizado caracteriza a sus personajes. Un machismo puesto en practica de forma habitual por los hombres, pero que es igualmente asumido por unas mujeres que aún no saben encontrar su definitiva liberación en ese nuevo Japón industrializado. De hecho, incluso la tan aparentemente moderna Akayo realmente no ve con buenos ojos que su madre se vuelva a casar, revelando con ello un atavismo en este sentido que contradice sus modernas vestimentas y aparentemente liberales planteamientos. Como no podía ser menos en esta obra crepuscular de Ozu nuevamente las contradicciones y pensamientos íntimos de los seres que pueblan sus fotogramas se revelan con enorme sutileza. Una vez más también sus enormemente simples diálogos son tan clarificadores en el conjunto de una puesta en escena tan compleja.
Al mismo tiempo, OTOÑO TARDÍO muestra con especial detalle una especial sutileza en sus matices humorísticos, especialmente centrados en el trío de amigos. Son impagables a este respecto sus comentarios e impresiones iniciales que revelan sus lo que –al juicio de estos amigos- supone una esposa bella para el matrimonio y su repercusión en la cantinera poco agraciada que les acompaña, o el detalle de esas pipas con las que revelan su interés en Akiko. Esta intersección de sentimientos realmente se extiende a lo largo del film en total compenetración dramática, casi como en un perfecto causa / efecto que conforma un tapiz bordado con verdadera maestría y en la que una mirada o un leve gesto sirve para describir una situación o estado de ánimo.
En este conjunto armonioso de sentimientos no se puede dejar de destacar la intensidad de la breve secuencia de la boda de Akayo, con la mirada de Akiko y el semblante triste del que pudo ser su segundo esposo, Hiroyima. Poco antes, tras la reconciliación de esta con su madre y en un viaje que ambas saben será el último que tendrán juntas, Akiko le dice que no se volverá a casar de nuevo, provocándose la congoja de ambas ante la llegada de una soledad inminente. Una sensación que finalmente tiene un matiz de compartida con la visita final producida por Yukiko, la amiga de Akayo, que de forma callada ve en la nobleza de Akiko a esa madre que tuvo en su momento –solo su padre está vivo y casada de segundas nupcias- y le gustaría ver de forma simbólica exteriorizada en ella.
AKIBIYORI cuenta además con la presencia de buena parte de los actores que fueron forjando la compañía Ozu y que contribuyen no poco al hecho de resultar ser un capítulo epilogal de una amplia serie de realizaciones. Entre todos estos intérpretes, no puedo por menos que destacar la labor y la suprema elegancia puesta por Setsuko Hara en su papel de viuda de aspecto deseable. He de reconocer que considero su rostro y la ritualidad de su honda sonrisa uno de los más hermoso ejemplos de belleza interior femenina ofrecidos por el cine a lo largo de su historia.
Habiendo ya visionado un 10% -¡¡que poco!!- de las obras realizadas por Yasujiro Ozu no puedo por menos que situarlos entre mis directores preferidos de todos los tiempos. Espero en breve espacio de tiempo poder ampliar este porcentaje y así estar en la medida de mis posibilidades, imbuido como espectador entre los admiradores de uno de los más grandes realizadores que al cine aportaron su visión del mundo y la vida.
Calificación: 4