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CINEMA DE PERRA GORDA

HIGANBANA (1959, Yasujiro Ozu)

HIGANBANA (1959, Yasujiro Ozu)

Ni el hecho de ser la primera experiencia de Yasujiro Ozu en el color cinematográfico –aspecto este en el que pese a filmar tan solo sus seis últimos títulos, puede ser considerado como uno de los realizadores que logró expresar mayores posibilidades en el dominio de la paleta cromática en la pantalla-, ni su propia incardinación dentro de ese universo temático y plástico ya entonces suficientemente sedimentado dentro del cine del gran maestro japonés, son los elementos que más me interesan de HIGANBANA (1958). En esta ocasiacute;n, es uno de sus personajes el que llega a conmoverme en su sufrimiento y es digno de admiración al decidir revelarse en torno al rígido y tradicional intervencionismo de los padres a la hora de elegir para sus hijas los jóvenes de buena familia que consideraban adecuados. Será; en esta ocasión la joven Setsuko (maravillosa Ineko Arima), quizá uno de los retratos femeninos más inolvidables e inusuales del cine de Ozu, el que bajo mi punto de vista proporcione a esta película de madurez, un elemento de especial singularidad al periodo final de su filmografía. Y es que, mas allá de constituir una relativa “variación sobre los mismos temas” que, en líneas generales, proporcionan los últimos y magníficos exponentes de su cine, lo cierto es que el título que nos ocupa marca un elemento de rebeldía, en esa reiterada y reflexiva contraposición de progreso y tradición, de contraste generacional, de adscripción casi forzada al progreso que emerge en la sociedad nipona, y también en esa nueva presencia de un mundo plástico, estético e incluso familiar –nuevamente la presencia de un grupo de actores habituales en sus películas-. De forma arriesgada, e incluso rompiendo con la aparente placidez de su cine, nos encontramos con un personaje femenino que abiertamente se opone a una tradición, unos condicionamientos y una resignación consustancial en la sociedad tradicional japonesa. En ese sentido, la naturalidad, la forma de expresar sus emociones –muy cercanas a la mentalidad occidental-, la oposición a esa injusta tendencia que condena a la mujer a tener que casarse con quien desean sus padres, convierten al personaje de Setsuko en todo un remanso de sinceridad y modernidad. Todo ello en el contexto de una sociedad que se enfrenta con su pasado, con una mentalidad tradicionalista y casi medieval en su cultura y tradición, y que de forma casi imperceptible, se ve imbuida en un progreso que se expresará en la pantalla por medio de esa presencia de letreros luminosos, de edificaciones impersonales, e incluso –una detalle realmente insólito en el cine de Ozu- la presencia de un crucifijo –el que domina el hospital donde se desarrollan un par de momentos del film-.

 

Junto a esta mezcla de rasgos familiares en el mundo filmico de Ozu, con la presencia de otros inusuales, es indudable que HIGANBANA se erige como uno de los exponentes en la filmografía del maestro nipón, donde el rasgo feminista revela un alcance más notable. En ese sentido, y pese a proceder de orígenes y mentalidades divergentes, en la películas encontramos un extraño nexo de unión –a lo que ayuda la simetría que preside la película-, entre los retratos femeninos que tienen un mayor o menor protagonismo en el film. Como si se dispusiera en realidad una gradación de personalidades definidas por el entorno vital y generacional en que han desarrollado sus existencias, pero al mismo tiempo ocultando la relación que se entreteje de forma latente entre todas ellas, podemos detectar una especial comprensión entre las mujeres que pueblan la película, y cuyos ejemplos más pertinentes podemos detectarlos en la amiga de Setsuko, que con su puesta en escena llega a persuadir al padre de esta –Watary Hiroyama (Shin Saburi)-, de esa obstinada oposición en que su hija pueda casarse con el joven Taniguchi (Keiji Sada), del cual se encuentra sinceramente enamorada. Más allá incluso de esa complicidad de su amiga, existe otra latente, quizá aún más poderosa precisamente por estar basada en el conocimiento de la persona a quien pretende combatir en su autoritaria argumentación. Se trata de la propia madre de la muchacha, quien desde la serenidad de su mirada –y el oculto y progresivo trato que ha mantenido con el novio de esta-, en el fondo sabe que logrará vencer la negativa de su esposo. En ese sentido, son numerosas las vinculaciones que permiten finalmente forjar un universo femenino activo, en total contraposición al dominio masculino hasta entonces predominante en la sociedad japonesa, y que de alguna manera tendrá su ceremonia de reconocimiento en esa reunión de antiguos alumnos –a mi juicio un tanto dilatada en el metraje- que, de forma irónica, lamentarán con sus cánticos la pérdida de unos privilegios contraproducentes con los modernos tiempos para su sociedad.

 

Junto a este predominio de personajes y sentimientos femeninos, lo cierto es que HIGANBANA ofrece una vez más la visión sobre el irreductible paso del tiempo en el ser humano, la relativa nostalgia que los veteranos japoneses sienten por su pasado –sin embargo, el matrimonio Hirayama se muestra divergente cuando el marido añora el periodo de guerra, mientras su esposa lo rechaza con sutileza y al mismo tiempo con contundencia, dentro de una secuencia de gran belleza dominada por un exterior natural, y que bajo mi punto de vista logra infundir a la película de una extraña dimensión-. Al mismo tiempo, la película muestra una especial inclinación de Ozu a la hora de aprovechar las posibilidades expresivas de ese color integrado por vez primera en su cine. Es así como en un contexto dominado por tonos verdosos y ocres, el realizador logrará introducir “manchas” de color de especial relevancia –por ejemplo, esa tetera roja que rompe el tono apagado de la gradación de los interiores-, pero manifestado igualmente en pequeños toques y objetos que alcanzan una ruptura con la suavidad y grisura del cromatismo del encuadre. Esa inclinación al uso dramático de la paleta de color permitirá al realizador mostrar detalles de especial significación, uno de los cuales sería el instante en que Setsuko acude a casa de su novio tras marcharse de la de sus padres, conociendo la negativa de estos a casarse con él. El encuadre nos muestra a la dolorida muchacha, teniendo como fondo una puerta dominada por tonos verdosos, pero significativamente expuestos con una pintura apresurada y dispar a la del conjunto que domina la secuencia de interiores. Nadie puede dudar que en el cine de Ozu, la construcción de sus planos fijos adquieren un matiz de especial cuidado, pero del mismo modo podremos contemplar en esta película algunas de las intersecciones de secuencias, que apuestan de forma decidida por la mostración del nivel de progreso de la sociedad japonesa, expresado en esta ocasión por esos planos que muestran edificios representativos de dicha tendencia.

 

Pero no me gusta eludir una cuestión un tanto delicada en mi apreciación de HIGANBANA. Creo que el film de Ozu reviste un gran nivel y, en sus mejores momentos, se puede situar entre los compases más elevados de su filmografía, a lo que habría que añadir esa relativa novedad que supone el rasgo feminista del conjunto. Sin embargo, no oculto que su resultado se queda, a mi juicio, un poco por debajo de otros grandes títulos del realizador. Al margen de que no considero acertada la presencia de Shin Saburi para encarnar al patriarca de los Hiroyama, en ocasiones se observa una dubitativa elección al vascular por elementos dramáticos, complementados por otros de comedia. Unido a ello, se tiene la sensación de que en más ocasiones de las deseadas las conversaciones entre sus personajes tienen excesiva presencia, aportando cierto sesgo de morosidad narrativa. En este sentido, y pese a incidir en el hecho de que nos encontramos con un título magnífico, no puedo igualarlos con los que componen el resto del periodo final de la filmografía de Ozu, a lo que contribuye –y no poco- la sensación de escaso interés dramático que adquieren los primeros quince minutos del metraje. En definitiva, que entre el conjunto de títulos dominados por la casi absoluta perfección, en este caso no se alcanza tal valoración sin que por ello debamos considerarlo un film “menor”. De hecho, ese plano final del tren discurriendo con Hirayama dentro, disponiéndose a viajar a visitar a Hiroshima a su hija y su joven esposo, tiene algo de rendición, al tiempo que un reconocimiento a la fugacidad de la existencia.

 

Calificación: 3’5

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