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CINEMA DE PERRA GORDA

DESIRE UNDER THE ELMS (1957, Delbert Mann) Deseo bajo los olmos

DESIRE UNDER THE ELMS (1957, Delbert Mann)  Deseo bajo los olmos

Es bastante probable que tanto entre crítica como en buena parte de los aficionados se tenga en escasa estima ese determinado bloque de adaptaciones literarias que dentro de la Paramount se ejecutaron especialmente durante la segunda mitad de los cincuenta. No fue un elemento exclusivo de este estudios –todas las majors siguieron caminos similares- pero lo cierto es que en él se dio cita a una producción que aunó obras de realizadores como George Cukor, pero que en este estudio se centró en realizadores procedentes del teatro o la propia televisión, como fueron Delbert Mann, Daniel Mann o Joseph Anthony. Como antes señalaba en su momento sus resultados fueron rechazados por ser fundamentalmente “teatro filmado”, definiéndose como películas de qualité en una aseveración que no dejaba de tener cierta razón –en la película que nos ocupa ciertamente este origen no se oculta en absoluto-, pero no es menos cierto que un visionado desapasionado de varias de esta producciones permiten detectar una serie de virtudes quizá hoy perdidas en la posterior evolución del lenguaje cinematográfico.

Es por ello que una revisión de DESIRE UNDER THE ELMS (1957, Delbert Mann) –DESEO BAJO LOS OLMOS en su literal traducción española- nos puede revelar la relativa vigencia de este bloque de adaptaciones. Tomando como base la célebre obra de Eugene O’Neill –que supongo no logra traspasar en la severidad y hondura de su dramatismo-, es evidente que en todo momento al menos se nota la intención de los responsables de la película por dotar a la misma de una contextura cinematográfica que emerja precisamente de un deliberado recurso a la teatralidad, que se extiende tanto en la interpretación de buena parte del reparto, sus caracterizaciones, como en la presencia de exteriores rodados en estudio y que proporcionan una extraña sensación de fantasmagoría inherente al espíritu de O’Neill. A partir de ahí la cámara de Delbert Mann –que no era aquel descubrimiento que tanto se alardeó pero finalmente sí se reveló como un competente hombre de cine; un artesano emanado en aquellos años- se despliega en planos de larga duración y desarrolla la mayor parte de la acción de la película en el entorno de la granja de Ephriam Cabot (Un Burl Ives excesivamente maquillado). Es curioso a este respecto incidir de nuevo en la existencia de exteriores rodados en estudio, que inciden en el drama presentado a partir de la figura del cabeza de familia. Un Ephriam de tanta fuerza física como ausencia de sentimientos y humanidad, que se casará nuevamente con Anna (Sophia Loren), una joven de explosiva belleza que muy pronto observará el encanto y la apostura de Eben (Anthony Perkins) el único hijo que decide quedarse en la granja. Aunque inicialmente las relaciones de estos estarán llenas de frialdad, el poder del sentimiento y el deseo les llevará a convertirse en amantes.

Anna logrará ser madre de un hijo –aquel que le había pedido Ephrian-, pero todo el mundo sabe que su verdadero padre es Eben. La tragedia llegará cuando este descubra las intenciones iniciales de Anna, motivando en ella matar al hijo recién nacido en prueba de amor hacia él. La tragedia se materializará pero pese a ello, el amor entre los dos jóvenes se hará manifiesto cuando sean portados por agentes de la justicia en camino hacia una muerte segura.

Creo que son numerosos los elementos a reseñar en esta película, y que parten inicialmente de la impecable ambientación y dirección artística, que nos permite “entrar” al mundo de los Cabot, ya desde la secuencia inicial –ubicada en la Nueva Inglaterra de 1840-. Allí la madre de un entonces pequeño Eben señala a su hijo el lugar donde el padre guarda sus dineros. Años después el entonces niño se convertirá en un joven sensible, al cual su padre no tiene en demasiada estima, puesto que ve en él el recuerdo de su difunta esposa.

En estos fragmentos iniciales podemos destacar esa ambientación en estudio de los exteriores en los que se ubica la hacienda de los Cabot. Da la impresión de que Delbert Mann busca potenciar el sesgo puritanista de la narrativa de O’Neill, al tiempo que ofrecer un sentido de adaptación teatral sin que por ello deje de detectarse una cuidada puesta en escena de raíz clásica. No olvidemos que en aquellos momentos estaba en su mejor momento profesional y a punto de filmar la que quizá sea su mejor película –MESAS SEPARADAS (Separate Tables, 1958)-. Que duda cabe que para ello se rodea de excelentes técnicos cuya labor contribuye al resultado final. Desde Irvin Shaw como guionista, Elmer Bernstein como compositor de su banda sonora o Daniel L. Fapp en la excelente y contrastada fotografía en blanco y negro. Lo cierto es que la labor del conjunto de técnicos y la fineza del Vistavisión logran que en un balance general, DESIRE UNDER THE ELMS adquiera una notable fuerza, fluidez, densidad y romanticismo, en aquellos elementos que retratan la relación existente entre el hijo del hacendado y su madrastra.

En cualquier caso, la película tiene una parte final en la que los elementos que la han caracterizado hasta entonces pierden buena parte de su efectividad, con una fiesta final en exteriores caracterizada por su –en este caso sí- desmesurada teatralidad y pobre aliento cinematográfico, y unos minutos de cierre en los que casi era obligado mostrar un crescendo en ese sacrificio por amor que brindan los dos jóvenes y la subsiguiente soledad del patriarca de la familia. Quizá por la blandura en la labor de Anthony Perkins o por falta de arrojo en la realización de Mann, lo cierto es que la conclusión se diluye en su efectividad, lo que no impide que en su conjunto siga manteniendo una cierta vigencia. En cualquier caso, uno recuerda la rotundidad expresiva y dramática del que sigue siendo quizá el mejor film de William A. Wellman –me estoy refiriendo a TRACK OF THE CAT (1954)-, en el que muchos vieron ecos cercanos del mundo temático de O’Neill sin tener referencias directas. Pero claro está, es la diferencia del empeño de un veterano realizador en plasmar un título absolutamente contracorriente, al de una cuidada adaptación emanada de un estudio a la hora de introducir estrellas provenientes de Europa –en este caso Sophia Loren-.

Calificación: 2

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