Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

THE HATCHET MAN (1932, William A. Wellman) El hacha justiciera

THE HATCHET MAN (1932, William A. Wellman) El hacha justiciera

Contemplando THE HATCHET MAN (El hacha justiciera, 1932. William A. Wellman), lo primero que le viene a uno a la mente es pensar ¿cuántas películas brillantes esconde aún la amplia filmografía de William A. Wellman? No quiero con esto decir que su trayectoria cinematográfica no haya sido reconocida –aunque siempre su figura se haya ubicado en un lugar nunca cercano al de los grandes clásicos reconocidos-, o en el extremo opuesto su obra no deje de caracterizarse por las oscilaciones en su nivel –cosa habitual en la practica totalidad de realizadores del Hollywood clásico-.

Sin embargo, me sorprende que un título como THE HATCHET MAN, que mantiene bien vigentes sus cualidades pese al paso de sus cerca de ocho décadas de antigüedad, permanezca aún condenado al ostracismo, y solo una emisión televisiva sirva para poder apreciarlo. Si a ello unimos el hecho de desarrollar su marco de ambientación dentro de una temática –los bajos fondos y el colectivo chino de San Francisco-, que se prestaba a los peores excesos exóticos, no sirve más que para apreciar mejor la fuerza y vigor de sus imágenes.

El film de Wellman se inicia con la imágenes de una comitiva que porta el cadáver del máximo representante de la colonia china en la mencionada ciudad californiana. Los rótulos iniciales nos señalan que se trata del colectivo oriental más numeroso ubicado fuera de Asia, y el asesinato que ha iniciado la acción será el detonante de una guerra entre los tongs –las facciones de chinos residentes-. Estas luchas internas llevarán a Wong Low Get (un excelente y contenido Edward G. Robinson) a tener que eliminar –en contra de su voluntad- a su mejor amigo, quien por otro lado –se lo ha vaticinado un vidente- sospecha que va a ser ejecutado. Ante esa intuida cercanía de su muerte, ha decidido realizar testamento, proclamando en él heredero de sus bienes –entre los que se encuentra su pequeña hija Toya-, a quien paradójicamente será su ejecutor.

Una vez efectuada la ejecución, la acción del film se desarrolla algunos años después –inicios de los años treinta-, viendo como Wong se ha casado con una joven y bella Toya (ya transformada bajo el semblante de la actriz Loretta Young) y convertido en un próspero comerciante, que ha sabido comprender la influencia de vivir en una sociedad más avanzada que la oriental que supone su origen. Es precisamente por esa nueva perspectiva por la que será el componente de su tong que se mostrará más reacio a iniciar un nuevo enfrentamiento con otros colectivos orientales, ofreciéndose como mediador para apaciguar los conatos de luchas que se han producido entre los mismos. Sin embargo, Wong no podrá evitar que su joven esposa se enamore de un joven arrogante y poco recomendable -Harry (Leslie Fenton)-, que ha ejercido como guardaespaldas suyo. Al descubrir este la infidelidad de su esposa, su instinto le lleva a matar al antiguo guardaespaldas, pero la promesa que le hizo en el pasado a su mujer –y que esta le recuerda para frenar los impulsos de su esposo-, le llevará finalmente a dejar libre a la pareja.

Esta acción característica de la nobleza del carácter del protagonista, no será para Wong más que el inicio de su desgracia. Los componentes de su tong le harán el vacío acusándole de cobarde, llegando a perder todos sus bienes y teniendo finalmente que trabajar en la tierra de la forma más anónima. El paso del tiempo, no obstante, le permitirá conocer que Harry se ha cansado de su esposa y la ha vendido a un burdel. Espoleado por la noticia, Wong recupera sus hachas ejecutoras y regresará a China, donde logrará rescatar a Toya y al mismo tiempo y de forma inesperada, vengarse del hombre que robó el amor de su mujer.

Mas allá de su mayor o menor interés argumental, lo cierto es que lo que realmente brilla en THE HATCHET MAN es, por un lado, la sequedad y concisión con la que se sucede su metraje de poco más de setenta minutos, y por otro la combinación de estos rasgos con la inventiva y elegancia cinematográfica que se despliega en sus imágenes. En ambas vertientes, Wellman es su principal responsable, y creo que es justo señalar que las influencias de la película que comentamos, beben tanto del SCARFACE (Scarface, el terror del hampa. 1932) de Howard Hawks, como del propio THE PUBLIC ENEMY (1931) del propio Wellman.

En cualquier caso, la garra narrativa está presente desde los primeros momentos del film, en el que con unos atrevidos y complejos planos de grúa, se describe por un lado el barroquismo del lugar de la acción, y al mismo tiempo la repentina aparición de los violentos enfrentamientos entre los tong –esos grandes lienzos con presididos por un dibujo de una amenazadora efigie de dragón que anuncian la contienda, y que paralelamente sirven para separar los complejos planos iniciales ya descritos.

A partir de una apertura tan percutante y absorbente, THE HATCHET MAN está realmente repleta de grandes momentos cinematográficos -engarzados además con una sorprendente solidez-, y siempre canalizados con el riesgo y la potencia narrativa del cine de Wellman. Prueba de ello es la enorme fuerza que adquiere en pantalla el descubrimiento por parte de Sun-Yet Sen (J. Carrol Nash), de que su mejor amigo es quien va a sacrificarle. En ese momento el realizador logra trasladarnos –con un impulsivo travelling sobre el rostro sorprendido de la futura víctima- al terror que se siente a vivir la inminente cercanía de la muerte. Estos instantes perfilarán una secuencia tan cruel como ejemplarmente planificada y plasmada, en la que los tiempos, las miradas entre los actores, la disposición de los mismos en el influyente decorado o el uso de las sombras, complementa uno de los mejores fragmentos de toda la trayectoria del realizador, que sorprende además por su febrilidad al llegar a rodar aquel año hasta cinco títulos –era por lo demás algo habitual en su filmografía en aquel periodo-.

Con ser magnífica esta secuencia, los aciertos cinematográficos de THE HATCHET MAN no acaban aquí. Una vez se plantea la negociación que cierre las guerrillas que han resurgido con el paso de los años, y en la que Wong se enfrentará con el único gangster de ascendencia norteamericana que se encuentra presente, allí se hará visible la mirada del oriental oponiéndose a su altanería. Y no será más que el presagio de la muerte del delincuente, que es mostrada en off al insertarse el titular de prensa con la noticia de su asesinato, y logrando con ello el protagonista solventar el enfrentamiento.

Sin embargo, para Wong llegará el descubrimiento de la infidelidad de su esposa. Y este se producirá en una secuencia caracterizada por unas escenografías orientales de recargada estética, en las que el peso atávico de una cultura se mostrará con toda su evidencia, presidida por la estatua del Buda. Ya previamente, Wong tiene que vivir un duro golpe al contemplar como los tong rivales han asesinado a un colaborador suyo. Nuestro protagonista acudirá al puerto en su rescate –es encuadrado en un vibrante travelling en movimiento por la nocturna ensenada del mismo-, pero encontrará al secuestrado atado junto a un poste –eso parece-. No obstante, al tocarlo comprobará que está suelto y cae al agua –ha sido ya asesinado-, intentando recuperar su cadáver.

Pero la gran tragedia personal de Wong será haber intentado ser indulgente con su mujer. Ello le provocará un rechazo de sus compatriotas que se manifestará en breves imágenes llenas de tintes sombríos; se le muestra en la fachada de su comercio, que anuncia su venta, contemplando como sus compañeros le niegan el saludo; otro compatriota le envía un ataúd animándole a que se quite la vida por cobarde; sus objetos han sido subastados y un comprador sale de su recinto con la estatua del Buda, de la que se le caen numerosos papeles de promesas que este había formulado...

Precisamente esa imagen arrebatadora fundirá con las flores de un campo en el que finalmente ha recalado Wong como cosechador, huyendo del mundo que hasta entonces le era familiar. Es muy pocos momentos, con admirable precisión y sentido trágico, Wellman nos ha hecho partícipes de la degradación personal que ha sufrido su protagonista precisamente por huir de una forma de entender los sentimientos contraria a la que vive en la sociedad norteamericana. Una catarsis que le llevará en los instantes finales al rescate de su mujer –recupera sus hachas que estaban empeñados y nadie había comprado; el tiempo los ha convertido en algo anacrónico-, y a una de las conclusiones más rompedoras y tremendas del cine norteamericano de los años treinta. En la misma, Wong lanzará uno de estos hachas de forma amenazadora en el burdel en el que rescata su esposa, dando el mismo al ojo de un lienzo con la imagen del dragón. Como si fuera de una venganza del destino, el hacha provocará la muerte del antiguo amante de su esposa, cuyo rostro se moverá ya cadáver mientras la madame intenta retirar el hacha desde la otra parte del tabique. Una conclusión realmente demoledora y cortante, para uno de los títulos más brillantes de cuantos conozco en la filmografía de su realizador.

Calificación: 3’5

0 comentarios