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CINEMA DE PERRA GORDA

William A. Wellman

BEAU GESTE (1939, William A. Wellman) Beau Geste

BEAU GESTE (1939, William A. Wellman) Beau Geste

Cuando William A. Wellman se dispone a rodar BEAU GESTE (Beau Geste, 1939), atesora tras sus espaldas una impresionante trayectoria que se remonta a los primeros años veinte, teniendo un punto de extraordinaria importancia en el febril periodo dentro de la Warner durante los primeros años treinta. En dicho estudio consolidó un estilo preciso, donde la dureza de su narrativa le permitió habituarse con argumentos de gran complejidad, que supo acometer con un enorme sentido de la síntesis. Sobre todo en el periodo precode, donde su febrilidad creativa -¡siete títulos rodados en 1933!-, le hacen ser merecedor en su consideración como uno de los mejores -y aún menos conocidos- cineastas de su tiempo. Después de un recorrido por diferentes estudios, Wellman retornará de manera efímera a Paramount, estudio que le proporcionó años atrás su triunfo con WINGS (Alas, 1927), para asumir la adaptación de la novela de Percival V. Wren -que sería previamente trasladada a la pantalla en 1926, de la mano del olvidado Herbert Brenon, y lo haría muchos años después, en 1966, en una escasamente reputada versión filmada por Douglas Heyes, sin olvidar la simpática variante satírica brindada -y dirigida- por el cómico Marty Feldman en 1977.

BEAU GESTE aparece en nuestros días, como una especie de sublimación de cierta corriente bastante exitosa dentro del de cine de aventuras en los años treinta. Nos referimos a ese contexto de producción épica, descrita en escenarios exóticos y entre códigos de añoranza tardía del honor que, en aquellos años, frecuentaron realizadores como Henry Hathaway, George Stevens o Zoltan Korda. Wellman logró acentuar, e incluso trasladar a otro ámbito, esta combinación de relato necrofílico, recuerdo de infancia, contexto caballeresco, apuesta por el amor entre hombres -uno de los lemas vectores de la obra wellmaniana; recordemos la citada WINGS-, y hálito romántico. Pero con ser todo ello perceptible, la película brinda un paso adelante, hasta erigirse como una de las propuestas narrativas más abstractas y sorprendentes de su tiempo en dicho género.

Nos encontramos en pleno Sahara, y una división de la Legión Extranjera se acerca con reservas al fuerte Zinderneuf que se erige, robusto y siniestro al mismo tiempo, envuelto entre un océano de arena, temiendo encontrarse con una ofensiva de los nativos, que acaso hayan invadido ya el recinto. Hasta su pórtico se acercará como avanzadilla Digby Geste (Robert Preston), comprobando el dantesco espectáculo de los cadáveres de los legionarios, ubicados entre las almenas del fortín para intentar insuflar una sensación de perenne defensa. La escucha de un tiro furtivo romperá el ominoso silencio, desapareciendo Digby, y acercándose otro soldado, que comprobará el espectral escenario, recogiendo una extraña nota-confesión de un robo. Una vez abandone el recinto, el destacamento contemplará, desde la distancia, como este de repente arde en llamas. La acción se retrotraerá en flashback quince años atrás, mostrándonos el grado de amistad de los hermanos Geste -Beau (Gary Cooper, el intérprete ideal de este tipo de cine), John (Ray Milland), y el ya citado Digby-, transmitiendo desde niños su profundo sentido de la épica, en una secuencia de capital importancia para entender el fin del primero de ellos. Ambos son huérfanos y se encuentran acogidos por Patricia Brandon (Heather Thatcher), quien poco a poco irá agotando sus posibilidades económicas. El paso de los años provocará el extraño robo de la joya aparecida como única reserva económica de futuro, suscitando la extrañeza sobre la autoría de la sustracción, lo que motivará que Beau y, tras él, sus otros dos hermanos, se marchen de la mansión, alistándose a la legión, dejando John esperando a su prometida -Isobel (Susan Hayward)-. Los Geste se toparán con la crueldad y el sadismo del sargento Markoff (deslumbrante Brian Donlevy) quien, tras el periodo de entrenamiento, separará a los tres hermanos en los dos destacamentos en que dividirá a sus voluntarios. En uno de ellos designará a Digby mientras que en el que él comanda -avisado de que Beau porta una joya-, ha incluido a este y a John. Ambos serán destinados directamente a Zinderneuf, donde Markoff hará extensivo su extremado sadismo, que no albergará límites cuando asuma el mando del mismo tras la muerte de su superior. Será el momento en el que sus subordinados planteen un motín, que este sofocará gracias a un oportuno chivatazo, aunque su enfrentamiento con los amotinados llegue a un punto de explosiva tensión. El inesperado ataque de los nativos ejercerá como insospechada argamasa entre mando y soldados, en una conjuntada tarea de contraofensiva que, no obstante, no dejará de diezmar el cada vez más reducido caudal de soldados, resistiendo hasta tres asaltos, aunque convirtiendo el fortín en un recinto espectral.

Considerada todo un clásico del género, es fácil destacar en BEAU GESTE la extraordinaria fuerza visual que adquieren sus minutos iniciales, descritos con una iconografía que les emparenta con facilidad con el cine de terror de su tiempo, configurando una áspera amalgama de cadáveres inmóviles, espectros fantasmales, que noquean al espectador por su impactante presencia. A partir de este comienzo, parecerá elevarse esa voluntad transgresora, en un relato que acierta a situarse por encima de sus convenciones, asumiendo sorprendentes audacias narrativas, que aparecen sin embargo casi invisibles, aunque, poco a poco, van ya apostando por la abstracción. Ese inesperado flashback que nos retrotrae a la infancia del trio protagonista, para retornar a continuación a un tiempo muy próximo al ingreso de estos -ya crecidos- a la legión. En ese ir y volver espacio temporal, Wellman se dejará por el camino su querencia por la dureza y la crueldad, representada en la figura de Markoff. Pero también lo hará en la oscuridad de las composiciones visuales de los interiores donde se encuentran recluidos los soldados -ayudado por la sombría iluminación en blanco y negro de Theodor Sparkuhl y Archie Stout-. O la maestría y expresividad con la que nuestro director utilizará los primeros planos, aplicando una cierta querencia a su lejana experiencia silente.

En medio de un relato de creciente densidad y crispación interior, BEAU GESTE  apostará por la audacia de reiterar el episodio inicial, despojando en dicho retorno esa aureola fantastique que le precedió, pero incorporando en el mismo el alcance épico de la amistad, por medio del funeral vikingo que John brindará a Beau -eje de su misterioso giro inicial-, en el que no faltará la analogía de Markoff como un perro. La película brillará de manera especial en la sucesión de los asaltos tribales, descritos con una enorme fuerza dramática. Incluso en la previa plasmación del motín y sus extremas consecuencias. Esa despreocupación al descartar una narrativa convencional, llevará al desprecio por su continuidad, como en ese inesperado fundido que se insertará tras el reencuentro de los dos hermanos y sus viejos amigos en medio del desierto, una vez han abandonado la fortaleza, para mostrarlos casi de inmediato totalmente vencidos por la dureza del entorno, momentos antes de responder con un sorprendente ataque a una masiva tribu indígena, que culminará con la muerte de Digby, en uno de los planos más arriesgados y hermosos del relato.

Pero dentro de la densidad, del riesgo, que se establece en esta magnífica película, que sobrepasa con mucho el ámbito genérico en que se encuentra ubicada -a fin de cuentas, el que le ha proporcionado su estatus de culto-, uno no puede dejar de destacar secuencias imborrables, como esa apelación a los escasos soldados supervivientes a una carcajada histérica y colectiva, alentados por Markoff en la oscuridad de la noche, para hacer ver a sus atacantes un falso estado de ánimo optimista, que sonará espectral en un contexto bizarro, y que concluirá con la caída desde la torre de vigía, tras los disparos recibidos y prolongando sus risas de hiena, del despreciable Rasinoff  (J. Carroll Naish). O como expresará ese instante de su conclusión, donde Wellman recupera la aureola fantastique del inicio, al plasmar el momento de conclusión enmarcado sobre la protectora Patricia, evocando a Beau, encuadrando el plano americano e insertando como fondo unas casi sobrenaturales fugas de luz, que apelan por completo al recuerdo de ese joven por ellos evocado que, gracias a esa decisión de puesta en escena, apreciaremos se encuentra literalmente presente en dicho instante.

Sin embargo, hay una breve secuencia que, por lo general, suele pasar desapercibida, sin duda por su carencia de espectacularidad y aliento épico, que no dudo en considerar el momento más memorable de BEAU GESTE. Se encuentra situada en el bloque descrito en el fortín Zinderneuf, bastante antes del ataque de los nativos, mientras el hasta entonces mando -siempre crítico con los alardes de crueldad de Markoff-, se encuentra consumido por una enfermedad que sabe a ciencia cierta va a acabar con su vida. Será un instante en el que la película abandonará cualquier querencia heroica y, por el contrario, deje entrever un aliento crítico en torno a la insustancialidad de la épica, señalando el moribundo cuantas personas son olvidadas entre la arena del desierto. Morirá en su oscura habitación entre las sombras de la noche, mientras la cámara muestra el rostro satisfecho del maléfico sucesor de su mando.

Calificación: 3’5

DANGEROUS PARADISE (1930, William A. Wellman) Paraíso peligroso

DANGEROUS PARADISE (1930, William A. Wellman) Paraíso peligroso

Para cualquier aficionado conocedor de la obra de Wellman, contemplar DANGEROUS PARADISE (Paraíso peligroso, 1930) brinda un elemento perfectamente reconocible en su cine; la brillantez del cineasta a la hora de plasmar atmósferas turbulentas, algo que se extendería de manera muy especial en la producción realizada en la Warner durante el periodo precode, aunque esta sería su última película rodada en el seno de Paramount. Sin embargo, esta libre adaptación de ‘Victory’ de Joseph Conrad, ya ofrece una de las primeras muestras de Wellman por plasmar con enorme garra esos universos cerrados y turbios, que por otra parte ya se encontraban presentes en determinadas propuestas realizadas en las postrimerías del periodo silente -SADLE THOMPSON (La frágil voluntad, 1928. Raoul Walsh)-. La película de Wellman, ambientada en Surabaya, en los Mares del Sur inicia su metraje en el entorno de un oscuro hotel que dirige el muy poco recomendable Schomberg (Warner Oland). En el salón del recinto actúa una orquesta de señoritas que dirige la esposa del aún más repulsivo Zangiacomo (Clarence Wilson), en la que ejerce como violinista y cantante la joven Alma (Nancy Carroll). Un entorno sórdido en el que contrastará la atildada presencia del joven Heyst (Richard Arlen, en su quinta y última colaboración con el director), vestido por completo de blanco, describiendo su escepticismo vital, pero siendo el único que muestra amabilidad por la muchacha. Se establecerá entre ellos una cierta chispa, y esa misma noche la muchacha será sometida a sendos intentos de abuso por parte los dos responsables antes citados. Ambos se verán implicados en sendas dramáticas situaciones a partir de su lucha por propasarse con Alma, huyendo esta como polizón en el bote que conduce Heyst y desplazándose a la isla en la que vive habitualmente, expresando su desapego vital. Mientras tanto, al viejo hotel han llegado otros tres individuos poco recomendables, encabezados por el oscuro Jones (Gustav von Seyffertitz), y al que acompañan el psicópata Ricardo (Francis McDonald) y el brutal Pedro (George Kotsonaros). Antes de matar a Schomberg, este les mentirá al decirles que Heyst posee oro, por lo que los tres desalmados viajarán a su isla con las poco claras intenciones de liquidarlo y apropiarse del botín. Sin embargo, no contarán con la inapreciable ayuda del criado oriental del joven, quien logrará revertir una muy peligrosa situación, normalizando finalmente una nueva mirada ante el mundo en la que la presencia de Alma se revelará fundamental.

Delimitada con la habitual concisión -apenas una hora de duración- que albergó el cine del autor de WINGS (Alas, 1927) en aquellos primeros años treinta, DANGEROUS PARADISE destaca por esa oscura atmósfera, apenas contrastada con esas secuencias de exteriores que parecen abrir al espectador la posibilidad de una nueva vida para la joven pareja protagonista. En realidad, el film de Wellman se desarrolla en dos marcos. Una primera mitad planteada en el poco recomendable establecimiento que regenta Schomberg, y una parte final que tendrá como marco la sencilla vivienda de Heyst, ubicada en su isla. Puede decirse que será esa parte inicial, en la que Wellman desplegará su gusto por las atmósferas tortuosas, aventurando la muy cercana SAFE ON HELL (1931). Desde el primer momento, a través de ese largo plano secuencia que desarrollará en el salón del hotel mientras actúa la orquesta de señoritas, el realizador apostará por un notable dinamismo con la cámara, y rompiendo con el estatismo de las primitivas talkies. El ya avezado hombre de cine acierta al describir la mezquina galería de personajes -no olvidemos a las odiosas esposas de Schomberg y Zangiacomo- englobando un deplorable cuadro de personajes, en el que ni siquiera la aparente dignidad de Heyst podrá sobreponer su antipatía. En realidad, apenas la inocente Alma, de la que Nancy Carroll brinda una performance llena de frescura, aparece como único asidero de inocencia -la película aparece como un exponente al servicio de la actriz-. Wellman se mueve como pez en el agua a la hora de plasmar la podredumbre existente en aquel contexto, centrada de manera fundamental en la lucha entre los dos mezquinos personajes masculinos peleados a la hora de buscar los favores de la muchacha. Esa turbulenta competitividad brindará la demostración de la singularidad que ponía en práctica a la hora de narrar en off sus secuencias más violentas. En esta ocasión, tendrá dos momentos magníficos a la hora de expresar la muerte de Zangiacomo, en plena pelea con Schomberg en su pugna por los favores de Alma. El cineasta dejará la cámara en una vela que se ha desprendido del candelabro que el primero ha lanzado para defenderse, mientras que un fundido en negro servirá para describir la muerte del primero al caerse de unas escaleras. Más adelante, será el propietario del hotel quien sea asesinado por los esbirros de Jones, una vez este les ha revelado la falsedad del oro de Heyst, dejando que el crimen se describa de nuevo en el over narrativo.

Tras esta mitad en líneas generales bien estructurada, DANGEROUS PARADISE respirará en sus secuencias de exteriores, a modo de reflexión en la imposibilidad inicial de renacer en sus vidas por parte de los jóvenes protagonistas. De tal forma, ejercerá como catarsis la llegada de los tres peligrosos villanos a casa de Heyst, donde Wellman articulará una vez más su diestro manejo de los episodios violentos. En esta ocasión los plasmará de manera directa y con una considerable brutalidad, hasta el punto de mostrar la vulnerabilidad de Heyst, que hasta entonces ha parecido un hombre casi imperturbable. La película concluirá con una llamada a la esperanza, sin olvidar la presencia de las tumbas de los dos villanos liquidados, que se quedarán muy cerca de la vivienda del protagonista masculino. Sin ser un relato criminal en última instancia -en buena medida aparece como uno más de esos dramas turbulentos, que con tanta frecuencia pergreñó Wellman a partir de estos años- lo cierto es que, pese a su simplicidad, o quizá gracias a ella, DANGEROUS PARADISE aparece como una agradable pero modesta producción, en la que se aprecia con facilidad el nervio y la garra de su cine.

Calificación: 2’5

WOMAN TRAP (1929, William A. Wellman) La denuncia

WOMAN TRAP (1929, William A. Wellman) La denuncia

Segunda de las películas totalmente sonoras de Wellman, de WOMAN TRAP (La denuncia, 1929), podría señalarse a primera instancia que nos encontramos ante un atractivo borrador de la muy cercana THE PUBLIC ENEMY (El enemigo público, 1931). Sin embargo, por encima de estas relativas semejanzas. Por encima incluso de la ligereza con la que su director se va fogueando en los primeros pasos del sonoro, nos encontramos ante un relato seco, denso y eléctrico, atesorando buena parte de los rasgos que Wellman prolongó a lo largo de toda su filmografía. Pero es que del mismo modo, todos sus resortes, giros y derivaciones de sus personajes, confluyen en una propuesta sombría que habla ante todo de soledades compartidas.

Tras unos breves instantes de ambientación urbana, WOMAN TRAP nos describirá una pelea callejera, al presentarnos de manera muy dinámica a Dan Malone (Hal Skelly), uno de los dos hermanos protagonistas, agente de policía. La cámara lo seguirá en travelling de retroceso, mientras este recorre la calle dando saltos y zancadas, y plasmando con ello su dinamismo. Una vez llegue a su casa irá a la cama de su hermano Ray (Chester Morris), evidenciando entre ellos una especial complicidad. Ambos sobrellevan el cuidado de su amable madre -Effie Ellsler-, mientras que Ray se dedica junto a su amigo Eddie Evans (Leslie Fenton) a prácticas delictivas en el entorno del alcohol. Se da la circunstancia que Kitty (Evelyn Evans), la hermana de Eddie, es la prometida de Dan. Todo ello conformará una densa telaraña de relaciones, en las que los equívocos, las tensiones, la tragedia y las venganzas, irá de la mano en un contexto convulso, en el que en no pocas ocasiones Wellman pondrá en contexto las consecuencias individuales de los personajes del relato, dentro de un contexto urbano revestido por la frialdad e insolidaridad.

Adaptando una obra teatral de Edwin J. Burque, nos encontramos ante una base argumental que acierta por un lado en la precisión del retrato de sus personajes, pero al mismo tiempo en ningún momento olvida el contexto social donde estos se incardinan, acentuando esa soledad en torno a la masificación urbana, que podremos comprobar en instantes como ese travelling de retroceso que describirá la desolación de los dos hermanos cuando su madre ha quedado ciega en una inesperada situación en el hogar y que, por momentos, no deja de evocarnos la entraña de la muy cercana THE CROWD (… Y el mundo marcha, 1928. King Vidor). En cualquier caso, si por algo destaca esta atractiva película, que sabe emerger de las limitaciones de los primeros talkies, reside una vez más en la inventiva visual desplegada en múltiples ocasiones, propia de su artífice. Algo que surgirá, de entrada, con su sugerente utilización del off narrativo -la manera con la que se describirá la ceguera de la madre de los Malone; la brillante resolución de la pelea de Ray y el policía, que acabará con inciertos disparos, descrita en el interior de un montacargas; la deslumbrante descripción, con apenas tres breves planos de portadas de prensa -a la que de nuevo tendrá presente Wellman en su cine-, servirán para describir la vista que condenará a muerte a Eddie; la elegante y dolorosa manera con la que expresará el casi inevitable suicidio de Ray-.

Lo cierto y verdad es que esa sequedad inherente al cine de nuestro director, tendrá en WOMAN TRIP un atractivo exponente, revelando al mismo tiempo su gusto por el detalle -el gemelo de Ray, que tanta importancia albergará a la hora de encontrar su culpabilidad en la pelea con el policía; el rótulo que aparece ante la mesa de Dan en la comisaría, revelador de su creciente dureza e insensibilidad como agente-. Junto a ello, la película albergará en su entraña dramática un importante pathos. Un aura trágica, en la que la confluencia de casualidades aparecerá casi como un giro del destino. En el que lo accidental -la ceguera de la madre-, la percepción alterada de lo vivido -la creencia de Ray de que el policía al que ha disparado ha muerto, aunque finalmente resulte herido-, o esa aura sombría de su historia -ese inesperado reencuentro de Ray en una taberna, con el agente con el que se peleó en el pasado y creyó matar involuntariamente, y en esta ocasión liquidándolo de verdad en una nueva refriega, lo que condicionará su inevitable final-.

En medio de esta diversidad y ritmo. De esa mirada desencantada que Wellman establece sobre una sociedad, de la que nos llega a acertar el transmitir ese malestar que pronto iba a estallar en el crack financiero de aquel año. En el que las fronteras de la Ley y la delincuencia, en numerosas ocasiones se dan de la mano. En medio de ese contexto convulso, WOMAN TRAP acierta a plasmar la garra del contexto vulnerable de unos personajes, que se ven envueltos en una serie de circunstancias adversas. En el que la fragilidad de sus propios sentimientos les verá abocados a realizar acciones que quizá en el fondo no deseaban, como se plasmará en la irreflexiva venganza propiciada por Kitty contra Dan, que posibilitará de manera involuntaria la muerte de Ray. Sin embargo, en un conjunto revestido de tantos contrastes, tan seco en su plasmación y tan sugerente en su plasmación visual -atención a la brillante utilización de los espacios, en la secuencia de la persecución a Ray que culminará con su pelea con el agente de policía-, uno no puede resistirse a destacar un instante de enorme intensidad emocional. Se trata del retorno de Ray, casi a hurtadillas, volviendo de su huida y escalando al apartamento en el que se encuentra su madre junto a una asistente. Sin que ella pueda verlo, un plano medio sobre este -magnífico Morris- expresará la desolación en su rostro, y su imposibilidad de revertir una situación enrevesada en la que se ha visto envuelto de manera activa.

Calificación: 3

CHINATOWN NIGHTS (1929, William A. Wellman) La frontera de la muerte

CHINATOWN NIGHTS (1929, William A. Wellman) La frontera de la muerte

A pesar de las negativas referencias que suelen predominar, -la primera de ellas, por parte de su propio productor, el posteriormente célebre David O. Selzninck-, lo cierto es que CHINATOWN NIGHTS (La frontera de la muerte, 1929) es una singular propuesta, mixtura de cine de gangsters -aunque esto se dirima en un contexto de guerra de bandas rivales en el Chinatown de Nueva York- y relato romántico, imbricando sus características dentro de la libertad conceptual que el género brindó antes de la llegada del Código Hays. Pero por encima de su singularidad genérica, el film de William A. Wellman aparece en un lugar muy especial dentro de su obra, ya que es la película que articula la transición del cineasta al cine sonoro. Y lo hace con una producción que fue rodada inicialmente muda, pero que tras concluir su rodaje le fueron incorporadas nuevas secuencias, ya sonoras, o incluso añadidos diálogos sobre algunas de sus pasajes silentes, además de incorporársele una oportuna banda sonora. Dicha singularidad es la que, a fin de cuentas, proporciona esa sensación de ligereza. Esa vitalidad que aúna el dinamismo silente que Wellman ya había experimentado, se insertará con notable efectividad en unos rasgos sonoros, huyendo por completo del estatismo de los primeros talkies. Llegados a este punto, es fácil detectar en un segundo visionado, aquellas secuencias originales rodadas sin sonido, pero ello no evita en ningún caso encontrarnos con un producto revestido de notable frescura.

CHINATOWN NIGHTS -descrita en un contexto en que incidirá Wellman de nuevo poco años después con la aún más brillante THE HATCHET MAN (El hacha justiciera, 1932)- se inicia de manera dinámica al describir al principal personaje femenino de la misma, dentro de un contexto en el que la ironía y lo sórdido convivirán con armonía; mientras un repartidor de prensa anuncia crímenes a conocidos líderes de bandas chinas, contemplaremos la decisión de la acomodada y elegante Joan Fry (magnífica Florence Vidor) de dejar el taxi que tripula junto a un amigo, e incorporarse en un autobús descubierto que programa un viaje hacia el barrio chino. Ello permitirá que la cámara se ubique en el vehículo, ironizando incluso con la colaboración activa de los orientales a la hora de favorecer ese elemento turístico de su propia existencia. Sin embargo, de repente el autobús se detendrá ante la contemplación de lo que inicialmente se señalará como un muñeco de goma, pero pronto aparecerá como un cadáver, constatación de la violencia de bandas orientales que se encuentran aflorando en aquella zona. Pese al terror de la situación, Joan mostrará no solo una inusual valentía sino una sorprendente fascinación por aquel contexto, que crecerá de inmediato al conocer a Chuck Riley (un sorprendentemente sobrio Wallace Beery), líder de una de las dos bandas en litigio, y propietario de un auténtico imperio de crimen. Este se llevará a la muchacha hasta sus instalaciones, y no dudando en encerrarla en un cuarto ubicado en su opulenta vivienda. Pese a lo amenazador de la situación, Joan asumirá la misma con extraña fascinación. En realidad, casi de inmediato ambos se han enamorado. Todo ello se describirá en un contexto de enfrentamiento de la banda encabezada por Riley, y la que dirige el siniestro Boston Charley (Warner Oland), que se hará extensiva en las calles de Chinatown, donde se normalizará un contexto de violencia que se avivará tras la inoportuna injerencia de un patoso periodista -encarnado por Jack Oakie-. Conforme se vaya consolidando el acercamiento de la pareja protagonista, pese a los recelos de Chuck por verla implicada en un mundo tan sórdido, Joan intentará hacer comprender a este su consejo para que abandone esa cruenta guerra e incluso toda su actividad delictiva. La llegada de una petición de alto el fuego por parte de su banda rival -alentada por los establecimientos de la zona- irá apoyada por agentes de la autoridad, momento en el que Joan revelará un dato -la irregularidad de muchos de los ayudantes de Chuck-, lo que provocará la ira de este y la expulsión de Joan de su entorno. Será el inicio de una dolorosa catarsis por parte de esa mujer entregada en cuerpo y alma, que será acogida en la humilde habitación del muchacho -The Shadow (Jack McHugh)- que ha seguido en todo momento el devenir delictivo de Riley, y que volverá a él para revelarle la dolorosa situación en la que se encuentra esa mujer a la que él realmente ama, pero cuyo orgullo le impide admitir, hasta que el inesperado sacrificio de ese muchacho que tanto lo admiraba le haga entrar en razón, y una oportunidad de futuro se brinda a la pareja.

De entrada, lo que sorprende en CHINATOWN NIGHTS se centra esencialmente en la superposición de un avanzado relato melodramático, por encima de esa crónica del enfrentamiento de bandas en el barrio chino newyorkino. Dicha premisa argumental, unida a la singular impronta visual inherente al dinamismo proporcionado por la inicial ascendencia silente de la película, es la que proporciona a su conjunto de un extraño atractivo y, sobre todo, la vigencia y vigor narrativo de una película con nueve décadas a sus espaldas. Es cierto que en la misma sobran elementos y personajes prescindibles -pienso, sobre todo, en el caricaturesco del periodista-. Pero ello no nos impide valorar esa frescura que sus imágenes albergan. La inmediatez de sus instantes más violentos. La veracidad que sobrevuela sobre una historia que podría recaer en el fácil estereotipo. O, sobre todo, la sinceridad y modernidad que se plantea en esa relación central, que se desarrolla a partir de uno de los personajes femeninos más singulares del cine de su tiempo. La serenidad e intensidad que la Vidor proyecta en el rol de esa mujer mundana que busca una manera más viva de entender la existencia, por encima de la comodidad de su extracción social, y la intensidad desplegada junto a ese hasta entonces insensible gangster, permiten que la entraña dramática de sus imágenes se eleve considerablemente en sus mejores momentos.

Junto a ello, en no pocas ocasiones aparecerá esa inventiva y el gusto por el detalle innato en Wellman. Lo comprobaremos en brillantes episodios como el del funeral del súbdito de Chuck asesinado, que nuestro realizador describirá con un brillantísimo travelling lateral, acercándonos a la hipocresía de este ante el entorno al que asiste, y retornando finalmente a su residencia, donde contemplará a Joan durmiendo. En ese momento, se tocará en su sombrero un agujero de bala que se ha producido -lo que nos señala que ha vivido un atentado- recordando las advertencias de esta. Tirará el sombrero, que será recogido por el chaval que siempre se encuentra siguiéndole, y que se lo pondrá en su cabeza orgulloso. Será un aviso de su posterior muerte ametrallado en plena calle tras haberse revelado contra este, en uno de los episodios más dolorosos y sensibles al mismo tiempo de la película.

Calificación: 3

THE IRON CURTAIN (1948. William A. Wellman) El telón de acero, 1948

THE IRON CURTAIN (1948. William A. Wellman) El telón de acero, 1948

Han hecho falta décadas para ir desmontando una serie de clichés, que acompañado la historiografía cinematográfica -no quiero ni pensar lo temible de dicha evolución, a la hora de revocar o efectuar una mirada en torno el hecho fílmico provocada por esas nuevas generaciones, empeñadas en un revisionismo ‘bienpensante’ de paradigmas que todos tenemos en mente, y centradas en una visión actualizada de sucesos y actitudes generadas en el pasado; la propia y creciente irrelevancia social del cine denominado clásico, desafortunadamente va a provocar que dicha polémica resulte estéril-. Todavía podemos recordar como durante décadas el western o el cine bélico era condenado por fascista o imperialista. De manera más cercana, como el cine policial de los 70 aparecía encuadrado en la denominación ‘fascipolicial’.

Exponentes que, de manera más rotunda, pero, al mismo tiempo, más lejana, podría transmitir ese cine ‘anticomunista’, realizado en USA en los últimos años 40 y primeros 50, y condenándose de manera unánime una serie de títulos, la mayor parte de los cuales han aparecido invisibles para cualquier aficionado. Por ello ha quedado para su evocación la reseña de una serie de historiadores que hace muchísimos años fijaron su calificación, cual tablas de una ley divina. Digo esto, en la medida que dentro de dicha corriente -como en muchas otras emanadas de la producción cinematográfica- se encuentran exponentes de olvidable calado. Algo extensible a cualquier corriente o género, aunque bien es cierto, que nos encontramos ante un ámbito, en donde las propias condiciones sociales y el contexto industrial conservador -en no pocas ocasiones reaccionario- de Hollywood podía favorecer la aparición de productos, en los que su histerismo anticomunista apareciera en nuestros días risible. Dicho esto, creo que dentro de dicha corriente se pueden destacar varias propuestas brillantes. Más allá de algunas producciones de ciencia-ficción, que ya bien entrados los cincuenta capitalizaron de manera metafórica esa mirada, lo cierto es que uno podría destacar la excelente -y vituperada, por lo general sin haberla contemplado- MY SON JOHN (Mi hijo John, 1952), una de las cumbres del cine de Leo McCarey, o la igualmente denostada MAN ON A TIGHTTROPE (Fugitivos del terror rojo, 1953), otra de las magníficas películas de Elia Kazan. Incluso, ya en años muy posteriores, no dejaría de destacar MAN ON A STRING (Pendiente de un hilo, 1960), terso thriller de André De Toth. A partir de inicios de los 60, dicha corriente evolucionó en una serie de atractivas paranoias cinematográficas, por lo general amparadas por los realizadores de la llamada ‘Generación de la televisión’.

Pues bien, dentro de un contexto tan extraño la presencia de THE IRON CURTAIN (El telón de acero, 1948. William A. Wellman) aporta un plus de singularidad. Lo hace, en primer lugar, debido a ser el relato de un hecho real -el abandono de Igor Gouzenko, funcionario de la embajada soviética en Canadá, de la disciplina comunista al denunciar una operación de espionaje ruso en tierras americanas-. Pero su auténtica singularidad reside en el tono con que se traslada esta historia narrada por su propio protagonista y transformada en guion por el experto Milton Grims. Y es que la película huye por completo de cualquier histrionismo narrativo, adaptando con enorme sobriedad un relato que asume por completo, los postulados realistas que ya desde varios años atrás había determinado el cine policiaco auspiciado por la 20th Century Fox. De ello sería encargado un William A. Wellman a punto de asumir la dirección de una de sus obras mayores -el extraordinario YELLOW SKY (Cielo amarillo, 1949)-, lo cual quizá le permitiría que esa sobriedad adquiriera en su conjunto una creciente pátina de fatalismo. Es decir, la vivencia de una extraña pesadilla, sin abandonar con ellos las convenciones del policial de la Fox en aquel tiempo.

Nos encontramos en 1943, durante las postrimerías de la II Guerra Mundial. Desde Rusia viaja en avión hasta Otawa Igor Gouzenko (Dana Andrews), al objeto de incorporarse a la embajada soviética en Canadá, y estando a cargo del departamento de encriptamiento de textos procedentes del espionaje. Casi desde su llegada al país, se le aleccionará sobre cómo ha de ser su comportamiento basando todo ello en una ausencia de transmitir sentimientos, y buscando ante todo resistirse al acomodo en una sociedad burguesa centrada en el bienestar. Muy pronto irá viendo, por un lado, la dureza de las condiciones de su tarea -dispone de despacho en un recinto acorazado custodiado por un hosco militar, y teniendo siempre como fondo música clásica rusa, al objeto de que no se puedan percibir las conversaciones-. Junto a ello, comprobará como en buena parte del funcionariado existe un cierto acomodo por las condiciones de vida que asumen, y reflejándose en ellos su temor a ser enviados de regreso a Rusia. Poco después viajará hasta allí su esposa Anna (Gene Tierney), que casi de inmediato quedará sorprendida por las comodidades y, ante todo, el modo de vida americano, viendo incluso como un logro el modesto apartamento alquilado por su marido. Anna quedará embarazada y tendrá un hijo, lo cual afianzará más esa querencia por el entorno en el que reside. Mientras tanto, su esposo formará parte del equipo que efectúa tareas de espionaje centradas en la posibilidad de captación de las claves de la energía atómica, que ha llevado al disparo de la bomba atómica en 1945, para lo cual el funcionariado soviético ha captado no solo la ayuda del dr. Norman (Nicholas Joy), sino que tiene elaborado un plan auspiciado por el siniestro John Grubb (Berry Kroeger), encaminado en introducir la ideología comunista en tierras canadienses. Poco a poco, Igor irá asumiendo una extraña presión, al percibir que lo que para él ha sido un modo de vida y de pensamiento en realidad se trata de algo a lo que no quiere retornar. Será un proceso en el que tendrá algo que ver la creciente pero tácita influencia de su esposa, unido a los pequeños hechos que irá contemplando en su trabajo diario. Dichas circunstancias tendrán un elemento determinante, al anunciarle sus superiores la cercanía en ser sustituido por otro compañero venido desde Rusia, ámbito al que deberá retornar junto a su esposa y el pequeño hijo de ambos. Será todo ello un contexto tenso, en el que Igor se decidirá a denunciar el plan de espionaje a las autoridades canadienses. A partir de ese momento comenzará una deriva personal llena de peligro, dado que por un lado no encontrará el debido apoyo en las autoridades locales -apenas intuyen la envergadura de lo sucedido-. Por otro, los responsables soviéticos decidirán ir en su busca para intentar presionarle y dé marcha atrás en sus intenciones. Pese al acoso de sus compatriotas, nuestro protagonista se armará finalmente de valor para llevar adelante su plan, culminando la película con la simulación de la vida de dicha familia en su momento de rodaje, en paz y en un lugar rural secreto, protegidos en todo momento de un posible acoso soviético.

Al igual que no pocos exponentes de esta corriente genérica, THE IRON CURTAIN posee, fundamentalmente en sus minutos iniciales, así como en los de conclusión de su metraje, de una voz en off descriptiva que no puede decirse aparezca como lo más valioso del relato. Tampoco lo será, pese a narrar una historia real, la soflama ideológica que nos plantea -desde brindar la presencia de la bomba atómica como un arma de paz, a intentar blanquear la deriva de su protagonista en la medida que no deja de ofrecer una traición a sus orígenes e ideales-. Sin embargo, no por ello debemos cuestionar y antes al contrario, se debe apreciar la valía del film de Wellman, en la medida que ofrece un relato auspiciado de manera personalísima, incluso distinguiéndose de buena parte de la producción del noir de su tiempo. Esa capacidad de alternar un conjunto dominado por la sobriedad. De ir incorporando capas de tensión interna, ayudado de manera esencial por la extraordinaria iluminación en blanco y negro -dominada por sombras y claroscuros- de Charles G. Clarke, que potencia con la ayuda de su realizador, esa frialdad que aportan los exteriores canadienses y realzando asimismo el aura opresiva de sus pasajes interiores -predominantes en el conjunto-. Wellman brindará una mirada en apariencia desapasionada, ayudándose de una sinuosa movilidad de la cámara, como si fuera un testigo que no quiere entrometerse en los hechos que narra, y en cuyo desarrollo tendrá una enorme importancia la presencia de esos fundidos en negro, que parecen apelar a un cierto pudor emocional en determinados momentos de la narración.

Todo ello, confluye en un conjunto dominado por la intensidad. En el que la fuerza de las miradas y los gestos deviene fundamental a la hora de impregnarnos de esa creciente desafección de la pareja protagonista, de un mundo en el que hasta entonces han vivido y, por el contrario, ir aceptando un entorno dominado por una posibilidad de sentirse como auténticos seres humanos. Es cierto que, de entrada, partimos con el maniqueísmo justificativo de su material dramático de base, pero no es menos evidente que la plasmación en la pantalla del mismo deviene no solo efectiva, sino hasta cierto punto honesta. Secuencias como la sorpresa de Anna cuando entra por vez primera en el modesto apartamento de su esposo, o su reacción cuando encontrándose ambos de paseo escuchan los cánticos de una iglesia que se encuentra cercana, además de revelarnos el inmenso talento de Gene Tierney, son momentos revestidos de una sensible cotidianeidad -el papel afectivo de la vecina, rechazada por Igor en todo momento- que emergen por encima de la caracterización del funcionariado soviético, tan efectivos en sus descripciones y cometidos, como indefectiblemente ligados en su adscripción en la equiparación con los villanos del cine noir. Esa capacidad para ir ondeando los riesgos del estereotipo hasta adquirir una densidad propia, es la que proporciona ese marchamo de singularidad a una película que, tantos años después, y por encima de surgir en un contexto como el del maccartysmo inicial, ofrece un cúmulo de cualidades de entre las que me gustaría destacar el nihilismo desprendido por uno de los funcionarios soviéticos -el mayor Semyon Kulin (magnífico Eduard Franz)- capaz cuando está dominado por la bebida de exteriorizar las críticas más acerbas en torno al régimen que en apariencia defiende. También brillarán sus memorables veinte minutos finales, describiendo la catarsis generada con anterioridad al recrear el proceso de transformación de su protagonista, en el que no se dejarán de plasmar punzantes puyas en torno a la burocracia y el papel estatal de la prensa. Un discurrir que confluirá en ese extraordinario episodio nocturno, descrito en el interior del apartamento y que, al margen de suponer uno de los mejores momentos interpretativos del gran Dana Andrews, transmite una sensación de oscuro paroxismo, pocas veces igualada en el género.

Calificación: 3

THE PUBLIC ENEMY (1931, William A. Wellman) [El enemigo público]

THE PUBLIC ENEMY (1931, William A. Wellman) [El enemigo público]

Puede decirse que en 1931 el cine de gangsters ya había tocado techo. Tras las obras precursoras de Josef von Sternberg en el periodo silente, y de Howard Hawks o Mervyn LeRoy en los primeros compases del cine sonoro, a su alrededor se formaron no pocos títulos, en los que Warner Bros se especializó, y que contó con el aporte de realizadores de menor inventiva como Archie L. Mayo. Precisamente fue Mayo el profesional encargado inicialmente de rodar esta película, hasta que Wellman, convencido de las posibilidades de la película, imploró a Darryl F. Zanuck -entonces dirigente del estudio y productor de la película- hasta que este aceptó. No le fallaba a Wellman la intuición sobre la traslación a la pantalla de una historia / relato colectivo de gangsters escrito por Kubec Glasmon y John Bright ‘Beer and Blood’, adaptado a la pantalla por Harvey Thew. La realidad es que se puede considerar THE PUBLIC ENEMY (1931), como el primer logro absoluto de su carrera, iniciando la perfecta traslación de ese estilo seco, conciso y percutante del que haría gala a lo largo de su dilatada filmografía, y que ya había ensayado con acierto durante el periodo silente.

La película aparecerá prologada y cerrada con sendos rótulos de cierto alcance moralista. Única concesión, en un relato en el que destaca su precisión y al mismo tiempo prestancia cinematográfica, y en el que Wellman no se deja seducir por la facilidad de la presencia de diálogos, apostándolo todo a una magnífica ambientación, una ausencia de aditamentos innecesarios, una adecuada e incluso moderna movilidad de la cámara, e incluso por la ausencia de actividad policial. En su oposición, nuestro director apostará por la elipsis, una austeridad y claridad narrativa inusitada y, en definitiva, que el espectador sea quien valore las andanzas de sus dos protagonistas; Tom Powers (James Cagney) y Matt Doyle (Edward Woods), amigos desde la propia infancia, y hasta la muerte de ambos, extraídos de referentes reales en la sociedad de Chicago. Como detalle curioso, la película inicialmente se iba a rodar con ambos roles cambiados, hasta que Wellman vio que en Cagney encontraría un protagonista mucho más adecuado.

THE PUBLIC ENEMY se inicia en 1909, con una tan breve como brillante sucesión de planos generales -extraídos con pertinencia de documentales de la época, y insertados con enorme precisión en la película-, hasta que la cámara de Wellman se centre -sin romper en absoluto con esos destellos casi documentales-, en el ámbito donde los aún niños Powers y Doyle deambulan por un entorno obrero. Wellman dotará de movilidad aquellos exteriores, utilizando para ello el discurrir de sus figurantes -ese hombre que discurre con varios tarros de cerveza, la banda del ejército de salvación que desfila-. Veremos a los niños ya haciendo gala de su inclinación por el delito, en estupendos momentos como ese robo en los grandes almacenes, corriendo por esa escalera eléctrica que proporciona una extraña nota de modernidad a la película. O las gamberradas que brindará Tom a la hermana de Matt, o sus primeros trapicheos con robos, que venderán al siniestro Putty Nose (Murray Kinnell). La acción pasará a 1915, donde los protagonistas ya jóvenes adquirirán los rostros de Cagney y Woods. El bloque narrativo nos describirá su implicación en la banda de Nose, quien les entregará sus primeras pistolas y les hará participar en un frustrado robo de un almacén de pieles descrito con una clara querencia expresionista. Un juego donde su juego de luces y amenazas parecen preludiar el universo visual de Val Lewton, viviendo la garra de un enfrentamiento con arma dominado por la oscuridad y el brillo de las balas, que aún sigue impresionando por su garra. Nos detendremos en 1917, ámbito en el que Estados Unidos se incorpora a la I Guerra Mundial, y donde los dos inseparables amigos trabajan como repartidores, escenificándose el enfrentamiento entre Tom y su hermano Mike (Donald Cook), quien ha decidido afiliarse en la contienda. Será el contexto en el que los protagonistas decidirán acudir a la llamada de Paddy Ryan (Robert Emmett O’Connor), desde ese momento convertido en inseparable aliado de los muchachos.

A partir del minuto 24, THE PUBLIC ENEMY se desarrollará en 1920 y entendiendo que el devenir de sus sucesos se irá prolongando en años sucesivos sin señalar. El inicio del bloque nos mostrará el caos generalizado por la prohibición del uso del alcohol, describiendo detalles caso ligados al paroxismo de una sociedad convulsa, como ese coche de reparto de flores que se llenará de botellas, o ese carrito de niño repleto de botellas de bebida. Será el verdadero punto de partida de la carrera en el delito de Tom y el siempre sumiso Matt. Practicarán el robo de una bodega clandestina accediendo al dinero fácil, a los trajes caros y a medida, y a ser clientes bien recibidos en los clubs y restaurantes. Será un ámbito en el que -durante la misma noche- Tom conocerá a Kitty (Mae Clarke) y Matt a Mamie (Joan Blondell), con la que se llegará a casar. Pronto los dos amigos se enrolarán en las filas del poderoso gangster Nails Nathan (encarnado por el posterior director Leslie Fenton), quien supervisará los golpes de Paddy y pronto afianzará una gran relación con los dos muchachos. A partir de ese momento, puede decirse que la tensión del film de Wellman irá creciendo en su densidad, pero sin abandonar en ningún momento esa búsqueda de realismo en su ambientación, ni dejar de lado esa admirable mezcla de sequedad, ayudado por ese gusto por el detalle que será una de las cualidades más destacadas de la película. En este último apartado es indudable que ha pasado a la historia el célebre momento en que Cagney restriega a Mae Clarke medio pomelo en toda la cara, pero se encontrará presente esos toques en el mentón, típicos de la personalidad de Tom, que prodigará a lo largo de toda la película y en todas las situaciones. O el modo de planificar la secuencia de la tensa comida en la humilde casa de los Powers, donde la presencia de ese barril de cerveza que preside la mesa, siempre encuadrado cuando la cámara enfoca a un Mike a punto de estallar.

Al mismo tiempo, y como antes señalaba, Wellman proporcionará al conjunto una enorme ligereza con la cámara, a través de un brillante juego de travellings frontales y de retroceso, que no solo permiten que su conjunto se encuentre dominado por la frescura, sino que aparecen con una enorme precisión a la hora de configurar la entraña dramática de sus secuencias. Con apenas la inserción de un par de titulares de prensa, nuestro cineasta describirá a la perfección el impacto del funeral de Nathan, o con la composición de un plano en el que Matt y Mamie recién convertida en su esposa, encuadrando entre ellos el rostro de Tom, se plasmará la eterna dependencia que mantendrá con su eterno amigo. En cualquier caso, lo cierto es que si algo mantiene intacta la memoria de THE PUBLIC ENEMY, es por la terrible y abrupta plasmación de violencia que revisten sus imágenes, fundamentalmente centradas en su tercio final. Violencia que aparecerá dominada por su plasmación en off y de manera insólita, como en la matanza del caballo que ocasionó el accidente mortal a Nails. De manera terrible en la crueldad que revestirá el asesinato de Nose en su propia casa, implorando a los dos muchachos e intentando este inútilmente ablandar a Tom tocando un viejo tema en el piano. La cámara describirá una panorámica hasta la derecha filmando a un aterrorizado Matt, mientras escucharemos dos disparos que acabarán con el viejo delincuente, no sin dejar de escucharse los desafinos del piano.

Todo ello no supondrá más que el inicio de la explosiva catarsis de la película, dominada por la ofensiva del gang rival al de Paddy, en la que se insertará la cercanía de la amenaza y el terror, que tendrá su primer estallido con el tiroteo que matará a Matt -maravilloso y efímero plano general de este, agonizante, despidiéndose de su eterno amigo-. Superado por los acontecimientos, Tom acudirá entre la nocturnidad de una inclemente tormenta -inolvidables los planos que mostrarán su anhelo de venganza- y, una vez más, Wellman optará por planificar un plano general del establecimiento en el que se han reunido los responsables del gang que ha matado a su amigo. No hará falta más que escuchar el sonido -y el resplandor- de los disparos, los gritos, y ver a Tom saliendo herido, zigzagueando entre la torrencial lluvia, y cayendo finalmente a un asfalto inundado. No morirá. Incluso podrá reconciliarse con su hermano en el hospital. Pero en el fondo, ya se sabe condenado a su casi inmediata extinción. THE PUBLIC ENEMY concluirá de manera rotunda e impactante. Hasta tal punto que esa inesperada presencia del cadáver de Tom, ligará el film de Wellman a los confines de terror, demostrando que el gran realizador era sin duda, uno de los más atrevidos, a todos los niveles, del Hollywood de su tiempo.

Calificación: 4

LOOKING FOR TROUBLE (1934, William A. Wellman) Una avería en la línea

LOOKING FOR TROUBLE (1934, William A. Wellman) Una avería en la línea

Tras una febril y fructífera andadura en el seno de la Warner -estudio al que posteriormente retornaría, y en el que concluiría su dilatada andadura cinematográfica- William A. Wellman abandona en 1933 la major a la que había proporcionado no pocos títulos de gran interés, y atiende la petición de Darryl Zanuck, quien tras abandonar el mismo estudio, había creado la Twentieth Century Productions que, a finales de 1934, se convertiría, tras la fusión con William Fox, en la Twentieth Century Fox.

En ese interín, Wellman asume la realización de LOOKING FOR TROUBLE (Una avería en la línea, 1934). Una curiosa Buddie Movie, protagonizada por Spencer Tracy y Jack Oakie que, al parecer, se caracterizó en su rodaje, por los constantes enfrentamientos entre el realizador y su principal estrella, e incluso alguna pelea entre el propio Wellman, y uno de sus ayudantes de dirección; Mike Lally. Nos encontramos, de entrada, con un atractivo preámbulo que, mediante un vibrante montaje, sin diálogos, acierta a introducirnos en el entorno y la importancia de las líneas telefónicas, a la hora de propiciar la vida activa de la ciudadanía norteamericana. Será un preludio dominado por el nervio, en el que percibiremos ese montaje vertiginoso propio de la Warner, del que Zanuck y Wellman fueron parte activa de su implantación y desarrollo. La película plantea, por un lado, el encuentro del muy considerado Joe Graham (Tracy), operario especialmente respetado en una compañía de averías telefónicas, que desdeñará una oferta ventajosa, para ocupar un cargo ejecutivo, de mayor remuneración en la firma, ya que se trata de alguien acostumbrado a la acción física. En su labor habitual, se le incorporará como ayudante, al recién llegado Casey (Oakey), caracterizado por su sempiterna e incluso molesta tendencia a las bromas. Juntos empezarán con las tareas de reparación, conociéndose y consolidándose la relación con dos mujeres. Una de ellas es la novia de Jo -Ethel Greenwood (Constance Cummings)-. La otra, una amiga de la primera, es Maizie Bryan (Arline Judge), quien pronto quedará ligado al festivo Casey.

Todo ello, conformará un relato, que inicialmente no revestirá un excesivo interés. Hay demasiadas convenciones. Demasiada superficialidad, en una película, a la que le cuesta arrancar y adquirir personalidad propia. Sin embargo, contra todo pronóstico, LOOKING FOR TROUBLE irá despertando en su severidad. Sobre todo, a partir de describir el lado oscuro del joven James Regan (Paul Harvey), el hasta entonces compañero laboral de Joe, al que descubrirá como cliente destacado, en un garito al que han iodo a reparar sus líneas telefónicas. Una vez allí, al pinchar Casey involuntariamente la línea, descubrirá la intención de la policía de hacer una redada en dichas instalaciones, noticia que involuntariamente percibirá Regan, poniendo en antecedentes al dueño del mismo. Ello supondrá, finalmente, el definitivo enfrentamiento entre este y Joe, siendo despedido de la compañía. Sin embargo, el corazón de Ethel se encuentra dividido entre Joe -al que reprocha dedicar todo su tiempo al trabajo, teniéndola siempre en segundo término-, y los constantes galanteos del colega de Joe, con el que finalmente se incorporará en su extraño despacho.

Lo cierto es que una película como LOOKING FOR TROUBLE, revela tanto ritmo como agujeros en su guion -ese casi vertiginoso traslado laboral del siniestro Regan-. Tanta ligereza como carencia de profundidad en su galería de personajes. Pero, como antes señalaba, será en su segunda mitad, cuando la película alce el vuelo. Lo hará, a partir de la incorporación de la subtrama, que relata el intento de asalto de las oficinas bancarias, que se encuentran pared con pared con la oficina que comanda James, y en la que se encuentra como empleada Ethel, que ha abandonado su trabajo como teleoperadora, para poder huir del entorno de Joe. A partir de ese momento, el film de Wellman adquiere un relativo grado de densidad, del que carecía con anterioridad, adquiriendo su argumento una cierta complejidad, con el intento de los dos trabajadores, por abordar ese asalto, que intuyen se está produciendo, y que finalmente lograrán abortar, no sin poner en riesgo sus vidas.

No será el primer quiebro en la línea dramática de la película, ya que los derroteros del film de Wellman, nos trasladarán a un insólito escenario, en el que Ethel será acusada del asesinato de Regan. A partir de se momento, de manera casi frenética, se intensificará la búsqueda por parte de Joe y Casey, viajando hasta Palm Beach, al objeto de intentar contactar con la aviesa y frívola Pearl La Tour (Judith Wood) -con la que Joe llegó a coquetear-, convencidos como están de que en su testimonio se va a poder vehicular la inocencia de la encarcelada. Una vez más, ese sentido de la desmesura se adueñará en una búsqueda casi leonina, que finalmente dará el resultado apetecido, posibilitando el reencuentro de Graham con La Tour. Sin embargo, en un insospechado giro, la acción incorporará un tremendo terremoto, en el que dentro del dramatismo -y la fuerza- de sus imágenes, Joe intentará, por todos los medios prolongar la vida de la muchacha, herida de muerte en el fragor del terremoto, para lograr con ello su confesión, instantes antes de morir. Todo ello, permitirá describir un sorprendente y percutante climax, en el que no faltará el desesperado intento de Joe para alcanzar, instantes después de haber finalizado el terremoto, una línea telefónica, extraída de unos postes casi destruidos, al objeto de que la muchacha, en un gesto postrero de honestidad, confiese su crimen.

No puede decirse que LOOKING FOR TROUBLE se encuentre, ni de lejos, entre lo más reseñable, de la excelente filmografía de Wellman. Sin embargo, justo es reconocer que, pese a un inicio y a un tercio largo de su metraje bastante insustancial, sabe levantar el vuelo, extrayendo conejos de la chistera a nivel argumental, que casarán con pertinencia, con el estilo nervioso y percutante de este magnífico director. Ya es bastante.

Calificación: 2

A 10 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LIV) DIRECTED BY... William Augustus Wellman

A 10 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LIV) DIRECTED BY... William Augustus Wellman

El realizador William A. Wellman, a la derecha, dirigiendo a los actores Glenn Ford y Janet Blair, en GALLANT JOURNEY (1946).

 

WILLIAM A. WELLMAN... en CINEMA DE PERRA GORDA

http://thecinema.blogia.com/temas/william-a.-wellman.php

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