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CINEMA DE PERRA GORDA

William A. Wellman

FRISCO JENNY (1932, William A. Wellman) Barrio chino

FRISCO JENNY (1932, William A. Wellman) Barrio chino

Para intentar hacerse una idea de la febrilidad creativa de William A. Wellman en los primeros años treinta, hay que destacar que en 1932 –también en 1933-, firmó nada menos que seis películas. Películas que en buena parte hemos podido comprobar, y que revelan la garra de un cineasta que aprovechó los tiempos del precode, para establecer relatos concisos, casi dinamitados, que en su conjunto ofrecen una mirada contundente y explosiva, a esta “otra” Norteamérica, que vivía en carne propia el drama de la Gran Depresión, imbuida en prejuicios y restricciones. Se trata de algo que define, casi plano a plano, este FRISCO JENNY (Barrio chino, 1932), una de esas rápidas películas rodadas en el ámbito de la primitiva Warner, con una escueta duración de poco más de setenta minutos, en las cuales Wellman pareció encontrarse como pez en el agua. Este navegaba en la corriente de esos relatos ambientados en aquellos ámbitos urbanos y rurales, que por lo general eran orillados en la producción de los grandes estudios. En realidad, nos encontramos con una singular variación en torno a la célebre obra de Alexandre Bisson “Madame X” –tantas veces trasladada al cine, incluido en el periodo silente-, planteada a partir de la andadura vital de Jenny (estupenda Ruth Chatterton), una muchacha del San Francisco de principios del siglo XX, participe de la actividad de un tugurio ubicado en Chinatown, regentada por un padre caracterizado por su brutalidad. En aquel ámbito tan poco recomendable, Jenny estará secretamente enamorada de Dan (James Murray), con quien está dispuesto a casarse, pese a contar con la inflexible negativa de su progenitor. Cuando este se encuentra a punto de descargar en su hija la brutalidad de su carácter, casi a modo de maldición bíblica se producirá el célebre terremoto que asoló dicha ciudad, provocando la muerte del padre de Jenny… pero también para su desgracia, la del propio Dan. La miseria se cernirá en torno a la protagonista, quedando embarazada de un niño fruto del amor que experimentó con Dan, pero el paso del tiempo le llevará a comprender que no puede prolongar su andadura vital junto a ese pequeño, al que finalmente dejará en adopción de una acomodada familia, aconsejada por su amigo, el abogado Steve Dutton (Louis Calhern). Jenny muy pronto asumirá una estabilidad económica, asentando su condición como madame, pese a lo cual revelará una personalidad caracterizada por su valentía, logrando salvar a Dutton del homicidio accidental que ha efectuado en el seno de una desenfrenada fiesta. Poco a poco, ambos lograrán consolidar su influencia en el ámbito de los bajos fondos de San Francisco, teniendo siempre Jenny el aliento y la ayuda de su fiel y exótica sirvienta Amah (Helen Jerome Eddy).

Sin embargo, en el corazón de una mujer en apariencia frívola, pero siempre más honesta y sincera que la sociedad que le rodea, quedará el recuerdo de ese hijo al que finalmente renunció a recuperar, pero al que seguirá, recopilando los recortes de prensa que van revelando con el paso de los años, el crecimiento y la presencia en sociedad de ese joven Dan Reynolds (Donald Cook), que no cejará en su vocación de servicio, a la hora de postularse para ser elegido fiscal. Encontrará la oposición en un corrupto político apoyado por Jenny y Dutton, aunque sin embargo, apelando a su sentido maternal, nuestra protagonista articule una estratagema para que su hijo sea finalmente el elegido. Reynolds pronto destacará por su decidida lucha contra el delito y el crimen, incriminando a Dutton en un claro caso de soborno invocado en su persona. Será el momento en el que este, viendo que Jenny se ha retirado de sus actividades ilegales, quizá imbuida de la influencia que percibe de ese hijo que desconoce quien fue su verdadera madre, ha encontrado otro sentido a su vida. El hasta entonces fiel amigo de esta, decidirá revelar al joven fiscal el origen de su verdadera madre, lo que provocará que delante mismo de Dan, Jenny lo asesine a punta de pistola. De inmediato se celebrará una vista, en la que la evidencia de las pruebas incriminará a Jenny, pero en la que el silencio de esta será su mayor enemiga. Mucho más incluso que la virulenta diatriba de Reynolds, ante la que nuestra protagonista asistirá, entre resignada y dolorida. La condena a muerte aparecerá casi inapelable, y cuando se encuentra en la antesala de su ejecución, ni siquiera la apelación de la fiel Amah, modificarán el deseo de su señora, de revelar ese hecho que incluso podría revocar la ejecución. En un momento dado, de manera inesperada, la condenada recibirá la visita del joven fiscal, quien esgrimirá una actitud extraña y cercana, vislumbrando en la condenada que poco tiempo antes fustigó en la vista, a alguien dotado de una extraña sensibilidad. Ni siquiera esa última e inusual muestra de cariño, entre ese hijo que ignora que se encuentra ante su madre, podrá evitar la determinación de Jenny, que no solo decidirá inmolarse, quizá como autocastigo a su vida hasta entonces al margen de la sociedad, sino que dictará orden a su abnegada sirvienta, para que queme ese álbum de recortes, que en el futuro podrían ligarla al futuro del muchacho.

Todas las películas rodadas por Wellman en este periodo –y FRISCO JENNY no es una excepción al respecto-, se caracterizan a nivel narrativo por la clara adaptación del cineasta al sonoro, apelando a la fuerza de la imagen, la utilización de numerosos resortes cinematográficos y un ritmo casi implacable. A nivel temático, completando dicho dinamismo, se encuentra esa valentía que el realizador supo combinar en un conjunto de retratos, que aún hoy, más de ocho décadas después de su estreno, adquieren una extraordinaria vivacidad y lucidez. Y es que como apólogo moral, la película abandona por completo cualquier mirada acusadora en torno al comportamiento no solo de la protagonista, sino del conjunto de personajes presentes en la función. Ni siquiera el mezquino Dutton deja de ser mostrado con una extraña mezcla de humanidad, pasando por todos esos personajes secundarios –las chicas de compañía que rodearán la vida de Jenny, ese viejo alucinado que en todo momento predicará la interpretación de la Biblia-, que poblarán un relato que siempre discurrirá a velocidad de vértigo. Que sabe ir en todo momento al grano, y que tiene en el uso de la elipsis un aliado de primer orden, para saber extraer el grano de la paja en sus discurrir dramático. Y es algo que se manifestará casi desde su primer plano, en ese travelling frontal que se insertará con audacia en el tugurio que regenta el padre de la protagonista. Con un encomiable sentido de la síntesis y su inveterado sentido de lo bizarro, Wellman describe la fauna humana que puebla el garito, describiendo al mismo tiempo la oculta relación que Jenny mantiene con Dan (encarnado con sensibilidad por el inolvidable James Murray de THE CROWD (…Y el mundo marcha, 1928. King Vidor)). Esa querencia por lo sugerido en el off narrativo, presidirá uno de los instantes más hermosos de la película; la descripción del efluvio sexual entre la joven pareja, en la oscuridad de la bodega del establecimiento.

Será apenas un oasis de felicidad, ya que muy poco después, en plena refriega entere Jenny y su padre, quien se muestra firmemente opuesto a la boda con Dan, sufra en carne propia las consecuencias del terrible terremoto, que brindará una espectaculares secuencias, en la que al parecer utilizaron parcialmente descartes de la conocida y sobrevalorada película dirigida por W. S. Van Dyke, combinadas con otras rodadas para la ocasión. A partir de ese momento, se iniciará el auténtico e inesperado paso hacia la forzada madurez de la muchacha, descrito de nuevo con un extraordinario sentido de la síntesis, que permitirá plasmar su recorrido existencial. La querencia por lo sórdido, siempre aplicando en ello un sesgo de humanidad, poblará los fotogramas de esta notable película, en la que tanta importancia tendrá su vigor narrativo, como la fuerza que se proporciona a los rostros y las miradas de los actores, reflejando en ellos la autenticidad de sus personajes, que discurrirá en plena consonancia con el constante intento de Wellman por insuflar electricidad y, en los momentos más intimistas, sensibilidad a su relato. Así pues, siempre basculando con un valioso sentido de alternancia de tiempos, se sucederán fragmentos como el del juicio contra la protagonista, definido por el dinamismo en su planificación, y la presencia de todas aquellas personas que han tenido significación en su vida, con la plasmación de la visita de su sirvienta y de su propio hijo en la celda, descritas con extraordinaria delicadeza, pero al mismo tiempo con la severidad formal habitual en el melodrama de su tiempo. Por momentos, ese encuentro entre madre e hijo, desconociendo este último tal circunstancia, parece trasladarnos el cine de John M. Stahl, verdadero referente en el mèlo de aquellos años treinta, en los que Wiliam A. Wellman supo asomarse, con una mirada llena de furia y capacidad disolvente, aunando vigor narrativo y capacidad introspectiva en su vertiente humana. Algo de lo que FRISCO JENNY, será un destacado ejemplo.

Calificación: 3

LAFAYETTE ESCADRILLE (1958, William A. Wellman) [La escuadrilla Lafayette]

LAFAYETTE ESCADRILLE (1958, William A. Wellman) [La escuadrilla Lafayette]

Leyendo algunas de las declaraciones del veterano Wellman, recordando la enorme controversia mantenida con el productor Jack Warner, a la hora de culminar trágicamente LAFAYETTE ESCADRILLE (1958), con la muerte de su protagonista –Thad Walker (Tab Hunter)-, y la orden de este de rodar un nuevo final, mucho más convencional, para salvaguardar la fama de la que entonces fue una enorme y efímera fama de la joven estrella, sorprende ante todo que el veterano director, que ya no volvería a dirigir más películas, señalar el hecho de que dicho proyecto era algo muy personal. Es cierto que en esta historia se destilaban experiencias personales, al margen de la presencia de su hijo de uno de los cometidos secundarios, evocando ese mundo de la aviación acaecida por los americanos en la I Guerra Mundial, que con tanto éxito y acierto fílmico había plasmado en la silente WINGS (Alas, 1927). Sin embargo, se conserva muy poco de aquel aliento épico y aquella crítica a la inutilidad de la guerra que plasmaba la película que recibiría el primer Oscar a la mejor producción de la Academia de Holywood. Es más, resulta sorprendente que alguien que tan solo cuatro años antes había logrado dar vida TRACK OF THE CAT (1954), una de sus obras más valiosas, al tiempo que una de las más singulares producciones norteamericanas de la década, ofreciera este título apagado, a ratos inconexo, a ratos desvaído, en otros intenso, que serviría para cerrar con cierta insatisfacción una de las obras más vigorosas y versátiles del cine americano.

Y es que LAFAYETTE ESCADRILLE intenta expresarse como un relato de recuerdos –esa voz en off que nos introduce y marca finalmente el epílogo, en el ámbito de este colectivo de jóvenes, inserto en la primera contienda mundial, y que pasarían casi al olvido tras ser prácticamente aniquilados-. Se inicia con la historia de un Walker muchacho acomodado, conflictivo e inadaptado que acudirá como voluntario a la aviación para intentar canalizar y exteriorizar la furia interior que le atenaza. Combina elementos de comedia –quizá los menos afortunados del conjunto, centrados ante todo en las desavenencias de Thad y los soldados, con el sargento Drill (Marcel Dalio)-, otros de matiz dramático –el infortunio que acaece en la relación del protagonista con la joven y dulce prostituta Renée (Etchika Choureau), en donde quizá se encuentren buena parte de los mejores instantes del film-. Hay un cierto sentido versta, en las crónicas a ras de tierra de los entrenamientos de los muchachos con desvencijados aparatos que no cejarán en destrozar, en la presencia de secuencias aéreas, en algunos casos sacadas de anteriores producciones, y en ese cierto sentido de camaradería, que se plasma en la crónica llana del discurrir de sus componentes. Entre la misma, se destila algún instante que acentúa ese lado fúnebre que se enseñorea sobre el conjunto, como el largo travelling lateral que se va deteniendo sobre los componentes del grupo mientras se encuentran durmiendo en su barracón, describiendo el relato en off el triste destino de su casi totalidad; caídos en combate.

Ese elemento sombrío se muestra de manera intermitente, en secuencias como la nocturna que sucede a la fuga de Thad de la celda en la que se encuentra recluído, enfrentándose en el fango con un soldado –Wellman planificará el violento encuentro desde la lejanía de un enorme plano general, incorporando logrados matices expresionistas-, el desgarro emocional que adquiere mostrar a Renée la enorme cicatriz que surca el rostro de Walker, o la dureza que preside el confinamiento del protagonista en la habitación de la mugrienta pensión en la que esta se hospeda, perdiendo toda su dignidad como ser humano, reactivando sus instintos violentos, y teniendo que recurrir para la subsistencia, a convertirse en un casi proscrito buscador de clientes, para la “madame” del burdel en el que se encontró a la que será su esposa. Será en el desempeño del indigno cometido, cuando el casual encuentro con un oficial de graduación superior, le permitirá retornar el entorno de su escuadrilla, finalizando la película de forma feliz con la dignificación del personaje y, lo que es menos creíble aún, sobreviviendo al sombrío destino de sus componentes.

Caracterizada por una discreción general que le acentúa esa falta de concreción, LAFAYETTE ESCADRILLE fue concebida, por más que Wellman se empeñara de lo contrario, como un vehículo de no muy elevado coste, al objeto de aprovechar la fama que la Warner acababa de atestiguar en torno a un Tab Hunter, revelado en el drama bélico de Raoul Walsh BATTLE CRY (Más allá de las lágrimas, 1955). Y hay que señalar, pese a la común corriente que siempre ha tenido atacar la supuesta incapacidad de Hunter delante de la cámara, este defiende muy bien pese a sus limitados recursos, su ambivalente y turbulento personaje, en una línea prolongada en sus interpretaciones más solventes y oscuras –como demuestran la excelente e infravalorada THEY CAME TO CORDURA (1958, Robert Rossen) o GUNMAN’S WALK (El salario de la violencia, 1958. Phil Karlson). Es evidente que la adopción de la iluminación en blanco y negro, favorece ese aspecto de crónica de un ámbito de guerra. También el de una producción que por momentos adquiere un tinte casi televisivo. Y, finalmente, si en WINGS podíamos contemplar a un jovencísimo Cary Cooper en un papel episódico, en esta tenemos a un neófito Clint Eastwood, en aquel tiempo en nómina para la Warner en su periodo de entrenamiento televisivo, años antes de iniciar su fulgurante ascenso a la fama de la mano de Sergio Leone, en tierras españolas.

Calificación: 2

SAFE IN HELL (1931, William A. Wellman)

SAFE IN HELL (1931, William A. Wellman)

Obra áspera, sucia y que no renuncia a enfangarse en la plasmación de las más bajas pasiones del ser humano, SAFE IN HELL (1931) es una de las primera muestras del talento visual que su director, William A. Wellman, aportó desde su rápido alumbramiento al cine sonoro. Al contrario que otros profesionales, que quedaron atrapados en los inicios de la llegada de la palabra a las películas –los llamados talkies-, Wellman no dejó de poner en practica esa fuerza narrativa que hace de esta película un auténtico placer. Algo a lo que hay que añadir esa garra y capacidad transgresora, que el cineasta ponía en practica en el periodo precode, donde pese a su asumido conservadurismo, plasmó una serie de títulos atrevidos tanto en su concepción visual, como en el desarrollo de unas temáticas, que situaban su obra entre las más avanzadas de su tiempo.

Así pues, nos encontramos con una producción de poco más de setenta minutos, que en su conciso metraje ofrece la densa, turbadora y al mismo tiempo ejemplarizante historia de Gilda Carlson (una carnal Dorothy Mackaill). Se trata de una joven que contemplaremos desde el primer momento, con esa inclinación del director al mostrar sus atractivas piernas, expresando con facilidad su condición de prostituta. Es llamada por una madura madame, para que haga compañía a un caballero casado que se encuentra solo. Para desgracia de la protagonista, este será un viejo conocido suyo –Piet Van Saal (Ralf Harolde)- un canalla que al verla exteriorizará el deseo que le produce, siendo agredido por ella con una botella. En su huída de los apartamento, Gilda provocará un incendio, huyendo de la policía, momento en el que aparecerá un antiguo pretendiente –Carl (Donald Cook)-, ofreciendo reunirse con ella y logrando evitar su localización policial al llevarla a una isla en la que no existen extradiciones. Lo que no podrían imaginar es que aquel destino es un lugar dominado por la depravación y por habitantes de más que dudosa reputación. Allí nuestros protagonistas -ante la ausencia de sacerdote- celebrarán su propia y singular ceremonia, marchándose Carl de nuevo a su barco, con la promesa de escribirle de manera constante y pagar sus gastos. Será el inicio de una singladura cada vez más desasosegadora para nuestra protagonista, que se verá en todo momento cortejada por los poco recomendables frecuentadores del hotel en que se aloja. Un contexto al que se incorporará el temible Bruno (Morgan Wallace), representante de la Ley en una isla que no respeta la de los demás, quien desde el primer momento se sentirá atraído por la recién llegada. A partir de ese momento, una vez más las casualidades –inherentes al melodrama-, la capacidad del director para transmitir en todo momento la sordidez del contexto, la asfixiante atmósfera que se respira, la capacidad de aplicar la máxima de “una idea, un plano”, o la inspiración alcanzada al describir un personaje redimido hasta la muerte por su promesa de amor, configurarán un relato caracterizado por una sordidez en la que Wellman se desenvuelve como pez en el agua.

Será algo que se manifestará prácticamente desde sus primeros fotogramas, con esa nomenclatura de la película en unas letras insertas tomando llamas como fondo. Apenas  instantes después, el realizador insertará uno de los abundantes planos centrados en la plasmación de la sexualidad de la protagonista encuadrando sus piernas. En esos pasajes iniciales ya quedará definida esa atmósfera opresiva. Es algo que percibiremos en su sombrío tono fotográfico, en las propias características de sus personajes –los trazos que nos definen a la madame- o en los lugares que centran sus imágenes. Utilizando esa inclinación por las casualidades e inesperados giros antes señalados –la aparición de Carl- la protagonista logrará evadirse de un seguro aprisionamiento por parte de la policía, dejando una hermosa metáfora visual que preludiará el futuro de su andadura; ese barco introducido en una botella de cristal, que fundirá con la imagen del buque en el que la joven es camuflada de contrabando para ser trasladada a esa isla en la que quedará confinada el resto de su vida. Con celeridad contemplaremos el degradante contexto en el que Gilda tendrá que refugiarse, teniendo que convivir con una serie de excéntricos, mezquinos –y un tanto caricaturescos- personajes, caracterizados por sus bajos instintos, y en cuya extravagante descripción Wellman plasmará esa visión que sobre los roles de comedia extendería en títulos como NOTHING SACRED (La reina de Nueva York, 1937). Allí tendrá que sufrir su constante acoso, después de vivir esa insólita –y bellísima- ceremonia de matrimonio con Carl, en una iglesia abandonada –el cura ha muerto un mes atrás y no se sabe si llegará otro, señalará un vecino-. Será el punto de inflexión en el modo de vida llevado hasta entonces por Gilda, quien desde ese momento hará promesa de ser fiel al que desde entonces se ha convertido en el único hombre que la ha amado. El tiempo pasará y ella resistirá pese a no recibir en apariencia correspondencia y ayuda –es Bruno el que retiene sus cartas-. Wellman no cejará en mostrarnos en diversas ocasiones esos planos de Gilda despojándose de sus ropas en su pequeña habitación, e incluso en una de dichas ocasiones llegarán a tirar sus ropas en una papelera. El director llegará a insertar algunos insólitas set pièces, como la canción entonada por la camarera negra, rodada en un complejo y tenso plano secuencia.

Sin embargo, para la protagonista la inesperada llegada de Van Saal, le permitirá comprobar con sorpresa que no lo había matado y, por ello, la posibilidad de retornar a la Nueva Orleans de la que partió. Será algo que comunicará en telegrama a Carl, sin intuir que Bruno opondrá todo aquello que su mente retorcida le proporcione, para impedir que la joven pueda enderezar su vida. Le cederá un arma con falsos argumentos, con la que matará a Van Saal cuando este intente sobrepasarse, y cuando el juicio –revestido de una especial sordidez- aparezca que va a decidirse de manera favorable a la encausada, esta finalmente se declarará culpable para no ser encerrada en la prisión del mandatario, que está decidido a acusarla de tenencia de armas –ilegal en la isla- y, con ello, someterla a sus designios.

Será este último, un tramo que brindará imágenes inolvidables, como el sentimiento que una Gilda ofrecerá ante la inesperada llegada de Carl, sabiendo como sabe la proximidad del final de su vida, precisamente por ser fiel a la promesa que le formuló, o el asombroso instante en el que Wellman encuadrará el cuello de esta de manera subjetiva –es la visión de Bruno-, ofreciendo visualmente la imposibilidad de este de poder hacerla suya. O ese plano general entre la penumbra de un amanecer, en el que Gilda es escoltada junto a los guardianes para su destino final. Todo ello en un título que roza lo lúbrico en no pocas ocasiones, representativo de esa manera que Wellman tenía de implicarse hasta las entrañas en las historias que trataba, y también de esa economía narrativa, inventiva visual y libertad creativa demostrativa tanto en su obra, como en el cine de aquel periodo tan marcado. Todo ello para mostrar un sacrificio por amor, que en ciertos instantes no dejó de parecerme una especie de preludio del memorable sacrifico que – por otras circunstancias- brindaba décadas después la Anne Bancroft de SEVEN WOMEN (Siete mujeres, 1965), el testamento cinematográfico de John Ford.

Calificación: 3

WINGS (1927, William A. Wellman) Alas

WINGS (1927, William A. Wellman) Alas

Cuando William A. Wellman dirige WINGS (Alas, 1927) al amparo de la Paramount, no se plantea como un alegato antibelicista. Al buscar referencias de esta vertiente dentro del cine silente, nos remontaríamos a exponentes tan excelentes –y aún poco reconocidos- como THE FOUR HORSEMEN OF THE APOCALYPTE (Los cuatro jinetes del Apocalipsis, 1921. Rex Ingram), por no citar obras de Griffith o Vidor. En sus primeros instantes la película se erige como un homenaje a los voluntarios de la aviación que desde USA se unieron a Francia en contra de los alemanes en la I Guerra Mundial. Sus primeros compases nos trasladan a una ciudad rural norteamericana en 1917. Parece que asistimos a una revisitación del TOL’ABLE DAVID (1921) de Henry King. La propia caracterización física de Jack (Charlie Rogers) nos recuerda el Richard Barthelmess del citado film. Con un tono de comedia, ligereza y un trazo preciso, Wellman describe a los personajes que protagonizarán el relato. De Jack destacará su dinamismo y capacidad soñadora –es presentado mirando el cielo y añorando volar-, al tiempo que aparece como un muchacho que podría ser encarnado por el mismísimo Harold Lloyd –su incapacidad casi cómica para arreglar el coche-, o la fascinación que sobre él siente su joven vecina –Mary Preston (Clara Bow)-. Muy pronto se insertará el contraste de la pareja formada por Sylvia (Jobyna Ralston) y, sobre todo, David Armstrong (Richard Arlen). Los contemplaremos por vez primera subidos a un columpio que ella balancea, mientras que Armstrong –hijo de la familia más acomodada de la población-, deja entrever su extraña nobleza y pasividad vital. A lo largo del metraje, y aunque no sea el rol de mayor presencia en pantalla, David aportará constantes matices al relato, unido a la extraña belleza y masculinidad del rostro de Arlen –al que Wellman seleccionó mediante la argucia de un técnico, quedando prendado de sus posibilidades, y haciéndolo protagonista de varios títulos suyos-.

Pronto emergerá el cruce de sentimientos establecido entre las dos parejas. Jack está enamorado de Sylvia, mientras que esta lo está de David, aunque no se atreve a revelarle sus sentimientos al primero. Por detrás de este se sitúa Mary, incapaz de captar su atención, ya que solo la considera una buena amiga. Wellman estructura Alas partiendo de un tono de crónica costumbrista e incluso de comedia, articulando su conjunto a modo de capítulos de sencilla estructura, caracterizados por un notable sentido del ritmo. Por ello, sus más de ciento treinta minutos de duración apenas se acusan en una producción que combina lo espectacular con lo intimista, lo divertido con lo trágico, con una rara perfección, especialmente con la maestría demostrada en la introspección psicológica de sus personajes.

Cierto es que pueden resultar un tanto fuera de lugar ciertas “gracietas” del soldado Herman Schwimpf. Por fortuna estas aparecen diluidas en un relato donde la interacción del trío protagonista adquiere una rara perfección. Wellman perfila con su gusto por el detalle el voluntarismo de Mary –que se alista como enfermera en  Francia-, el vitalismo un tanto inconsciente de Jack y, sobre todo, los extraños perfiles que definen a David. Con no poco atrevimiento, percibiremos la relación de dependencia que mantiene con su madre –despidiéndose de ella con un beso en la boca que tiene bastante de edípico-, la descripción de su mansión, dentro de unas composiciones de fuerte presencia arquitectónica, o incluso el carácter pasivo del padre, confinado en una silla de ruedas. Ese gusto por el detalle quedará también representado en ese pequeño osito –juguete en la infancia del joven- que su madre le entrega como mascota al marchar como voluntario –y que tan revelador resultará para avisar al espectador de la tragedia que el propio David intuye dentro de su aura existencial-. Y será algo que en la propia sensibilidad que Armstrong manifestará en un momento dado a su íntimo amigo. Sucederá poco antes de que se introduzca en la relación una abierta rivalidad al –de nuevo la apuesta por el detalle- producirse una circunstancia fortuita; la caída de la foto que Jack porta de Sylvia, y que David advertirá está dedicada a él.

Hasta llegar a ese instante, WINGS es una lograda crónica bélica en donde el voluntarismo, lo heroico, lo físico –las magníficas secuencias aéreas-, la descripción de los comportamientos de los contendientes –ese aviador alemán que hará gala de su caballerosidad al renunciar a eliminar al enemigo americano que se ha quedado sin metralla- o, una vez más, la primera avanzadilla del lado destructor –el episódico rol encarnado por un jovencísimo Gary Cooper-, que con tanta efectividad introducirá en el relato la crudeza de la guerra con su inesperada muerte, expresada visualmente con la presencia de la sombra del avión –detalle nada casual, en forma de cruz-.

Puede que a los ojos de nuestros días, aparezca casi como un cliché el esfuerzo y el acierto demostrado por Wellman –que demostró su pericia en no pocas ocasiones en el cine bélico, y que retomó este contexto con la apreciable LAFFAYETTE ESCADRILLE (1958)-. Sin embargo, su esfuerzo y el diseño de producción son magníficos. Se perciben la sensación física de la contienda, los ataques y bombardeos aparecen con un alto grado de credibilidad y, lo que es más importante, todo ese entramado se encuentra siempre al servicio en la entraña dramática de la historia de John Monk Saunders. Se palpa el polvo, la fuerza de las nubes, el riesgo de las ametralladoras, las tácticas de los combatientes…

Todo ello configurará una creciente intensidad de tono que irá derivando a tintes sombríos, teniendo en el episodio del permiso en Paris una especie de intervalo en el que de nuevo un cierto sentido del humor –esa divertida querencia de un bebido Jack por la visualización de hipotéticas burbujas que incluso le llevarán a decidir con que chica se irá a la cama; de nuevo el gusto por el detalle que permitirá que el vestido de bailarina con tela brillante que utilizará Mary permita que este vea hipotéticos reflejos burbujeantes-. Dentro de ese capítulo se introducirán nuevas pinceladas que nos advertirán del aspecto trágico que aparecerán en su tramo final. Algo que se manifestará en el encuentro de Mary con la cuidadora de la toilette, o en el momento en que consiga llevar a Jack a la habitación del hotel, comprobando como la embriaguez del muchacho imposibilitará tener esa deseada primera anoche de amor –este ni siquiera la ha reconocido, aunque en los instantes finales del film, recuerde cuando estuvo con una mujer, sin saber que era ella-.

WINGS cobra una extraordinaria fuerza a partir de la ofensiva aliada contra Alemania. Su magnífico montaje articulará los distintos frentes desde donde se encuentran nuestros protagonistas y la propia acción. El relato sabrá encontrar ese aliento épico, incorporando un grado antibelicista hasta entonces solo manifestado de manera ocasional. La recurrencia de los planos en donde las cruces de los cementerios aparecerán de manera creciente, serán un tenebroso augurio de esa batalla final, en la que aparecerá uno de sus elementos más contundentes; la huída de David tras una lucha contra los alemanes que le han hecho aterrizar en terreno enemigo, haciéndolo en un avión germano que será ametrallado por Jack, creyendo este que ha sido eliminado por sus enemigos. La curiosidad le hará visitar la víctima derribada, imbuido de un espíritu de venganza, comprobando que su amigo está postrado en una mesa herido de muerte, mientras la escena es contemplada por una mujer enlutada acompañado por presuntamente por su hija. Será el instante en el que la profunda amistad que le ha unido, se transformará en la muestra más destacada de “amor entre hombres” que caracterizó la filmografía de Wellman, al besarlo con intensidad, diciéndole “No hay nada en el mundo que merezca más que tu amistad”. La secuencia devendrá sobrecogedora, elevando en sus brazos el cadáver de David, que fallecerá haciendo con sus manos el gesto de una hélice que aparecerá a continuación como metáfora del fin de su existencia. Un fragmento de asombrosa intensidad, que elevan la fuerza y el desgarro de una película que culminará con el regreso al pueblo del envejecido piloto llegado el armisticio, evitando el apoteósico recibimiento y decidiéndose a acudir a la mansión de los Armstrong, donde los encuadres de la misma aparecerán más opresivos, mientras sus padres se encuentran hundidos ante la pérdida de David. Y es en el reencuentro con ellos, sobre todo con una madre para la cual la vida ya no tiene sentido, donde Alas adquiere un alcance conmovedor cuando se decida a abrazar a Jack, la persona que ha acabado con la vida de su hijo, al que no puede odiar, culpando de ello a la guerra, mientras ambos estallan en un llanto incontenible.

Las huellas de la contienda se aprecian en su semblante. Sus cabellos se encuentran poblados de canas. Parece que la juventud le ha abandonado de la noche a la mañana. Solo el reencuentro con Mary podrá brindarle no el reencuentro con una juventud perdida de manera abrupta e inconsciente, aunque quizá le adentre en una apresurada madurez.

Calificación: 3’5

INCIDENT IN OX-BOW (1943, William A. Wellman) Incidente en Ox-Bow

INCIDENT IN OX-BOW (1943, William A. Wellman) Incidente en Ox-Bow

Una panorámica inicia y culmina INCIDENT IN OX-BOW (Incidente en Ox-Bow, 1943. William A. Wellman) de manera simétrica y opuesta. La que en un principio describe la llegada de Gil Carter (Henry Fonda) y Art Croft (Harry Morgan) a una perdida localidad del Oeste, topándose con un perro que cruza ante ellos. En el plano final, la situación se repetirá a la inversa, cruzándose el animal en sentido contrario. Pudiera dar a entender este magnífico film de Wellman, que la adaptación que ofrece del relato corto de Walter Van Tilburg Clark, supone una mirada entre la pesadilla, y el minimalismo cinematográfico. Nos encontramos ante una película que casi parece discurrir a tiempo real. Una pieza de cámara en la que cuentan mucho más las sensaciones que se describen que la sencillez que se desprende de su peripecia argumental. La misma es mínima, y se centra en los sentimientos que se establecerán en los bravucones habitantes de la localidad, caracterizados por sus tareas de ganadería y agricultura, y dominados por un aura de primitivismo que estallará a la menor ocasión. Será lo que se produzca cuando se conozca el asesinato de un respetado ganadero de la localidad para robarle unas reses, siendo el detonante para la expresión de un grupo de hombres que muy pronto exteriorizarán esa bestia que el ser humano lleva dentro. Sin atender al llamamiento inicial del veterano de Arthur Davies (el siempre admirable Harry Davenport), el altanero y bravucón Jeff Farnley (Marc Lawrence) movilizará a su círculo de cowboys. No los frenará ni el juez de la localidad… El sustituto del alguacil alentará igualmente la pandilla de linchamiento, ayudado por el veterano y altanero mayor Tetley (Frank Conroy), quien no dudará en obligar a su hijo, el sensible Gerald (William Eythe, en su debut en la gran pantalla), con su intento de que demuestre lo que él entiende por masculinidad.

Sin olvidar su pericia como cineasta de primera fila, Wellman prefirió no obstante dejar de lado su propia personalidad y estilo, para adentrarse de lleno en la adaptación de una historia que le apasionaba. Para ello tuvo que convencer finalmente a Darryl F. Zanuck, quien asumió la producción de una película que sabía de antemano no iba a funcionar en taquilla, pero proporcionaría prestigio a la 20th Century Fox. Sin embargo, el intuitivo magnate obligó a Wellman a firmar un contrato en el estudio, dejándole un presupuesto bastante exiguo, lo que en definitiva convertiría a THE OX-BOW INCIDENT en una auténtica Serie B. Y es precisamente dicha circunstancia la que forzó al rodaje en interiores de las secuencias de supuestos exteriores nocturnos, lo que contribuyó de manera poderosa –como en tantas otras ocasiones- a acentuar el carácter surreal y tenebroso de esta admirable al tiempo que insólito exponente del western, que asumía en un segundo término ese rasgo de denuncia que no impresionaba en sí mismo, sino por la manera en que era transmitido al espectador. Como si se tratara de una pesadilla –de esa manera se podría interpretar dada la similitud entre el inicio y la conclusión del mismo-, el film de Wellman adquiere una sensación de irremediable cita con un destino fúnebre, en el que no van a valer la presencia de los sentimientos más nobles del ser humano –esa maravillosa secuencia en la que antes del linchamiento, Davies intentará que la mayoría de los componentes de la batida intenten reconsiderar su postura, hasta lograr casi de manera ceremonial que siete de ellos se distancien y manifiesten su oposición a que los presuntos bandidos sean ahorcados sin que sean sometidos a un juicio justo y legal-.

En el devenir de esta excelente película, importan antes los rostros y semblantes, que esconden una mirada revestida de profundidad sobre seres anónimos, a los que una serie de circunstancias convierten en lo peor de ellos mismos. Wellman acierta al articular la tensión interna del relato con el uso de magníficos travellings de retroceso, o complejos movimientos de cámara –como el que describirá el linchamiento de los tres pobres ganaderos-.Sin embargo, dos son los elementos que confieren una especial personalidad a este uno de los más singulares westerns ofrecidos por elline norteamericano. De un lado la fuerza psicológica que describe este relato cerrado en sí mismo, caracterizado por una duración inusual dentro de los cánones de Hollywood. Siendo uno de los primeros exponentes de una tendencia que irá imponiéndose en el género, la película dejará de lado el desarrollo de una acción, por la descripción de unos comportamientos en los que la fuerza de la fotografía en blanco y negro del gran operador Arthur Miller, contribuye a dotar de una enrarecida atmósfera, que entronca la película con el cine noir que en aquellos años empezaba a florecer en el cine USA, y que en el cine del Oeste, brindaría ejemplos extremos como el admirable PURSUED (1947) de Raoul Walsh. En contraposición a dicho referente, la obra de Wellman aparece sombría e inquietante, dominada por esa sensación de asistir casi a una pesadilla, en la que prácticamente se ofrece una mínima base argumental, para a partir de la misma establecer una cristalina parábola en torno a esa bestia que llevamos dentro cada ser humano.

Logrando aplicar de sus limitaciones virtud, Wellman aprovecha el artificio a que le obligaba el rodaje en estudios –algo así como lo que sucedería en ocasiones posteriores a títulos excelentes como MOONFLEET (Los contrabandistas de Moonfleet, 1955. Fritz Lang) o el previo y mítico western JOHNNY GUITAR (1954. Nicholas Ray)-, para intensificar la sensación de ahogo que proporcionan sus imágenes, a las que otorgará de una fuerza ligada casi al fantastique. La presencia de ese árbol gigantesco diseñado sin duda para potenciar ese aspecto tenebroso, en donde tendrá lugar el epicentro de este asesinato colectivo, inútil y, sobre todo, absurdo. Un triple crimen colectivo, que es descrito casi como si estableciera una pendiente irresoluble entre la fuerza del raciocinio y la impetuosa necedad del ímpetu más primitivo, consustancial en el Oeste americano. Este conjunto de recelos y complejos que atenazan a los personajes que forman dicha batida, tendrán un preámbulo en los que no faltarán los leves apuntes de comedia –la ama de llaves del juez, la exagerada querencia por la muerte física de la horca, haciendo gestos con la cuerda, por parte de uno de sus componentes-. Todo ese cúmulo de frustraciones –por ejemplo, las que simboliza ese representante militar, conocido por todos por su poco recomendable pasado-, son las que en el fondo ejercerán como detonante para esa administración particular de la justicia sin el respeto de las leyes más elementales.

Con el paso de los años, quizá esa vertiente discursiva sea la que chirríe en el film. No hacía falta incluir esa conclusión en la que nada más ahorcar a los tres pobres acusados –un episodio conmovedor y percutante al mismo tiempo- aparecerá ese alguacil que ha estado ausente toda la función, señalando que el asesinado no ha sido tal, y se han capturado a los culpables. No era necesario llegar a ese punto para sentir en carne propia la indignidad de ese asesinato colectivo. Sin embargo, el espectador percibirá un aura de infinita derrota, de esos hombres que se han tomado la justicia con su mano y se sitúan uno tras otro en la barra del bar, mientras Carter lee la carta de despedida que ha escrito el pobre Donald Martin (Dana Andrews). Se ha criticado en ocasiones el alcance discursivo de la secuencia. Quizá tenga más fuerza el reproche que Gerald brinda a su padre, quien se retirará a sus aposentos y se suicidará con un disparo –en off-, incapaz de soportar el deshonor de la terrible vivencia acontecida.

De atmósfera insólita, singular en su unidad espacio temporal, dominada por una planificación, iluminación y diseño de producción absolutamente sombrío, INCIDENT IN OX-BOW es, sin lugar a dudas, uno de los más grandes títulos en la filmografía de un cineasta pródigo en ellos. Una rareza, maravillosa rareza, que según van pasando los años, va adquiriendo el sabor de los vinos que fueron buenos en su gestación, y van envejeciendo mejor si cabe.

Calificación: 4

THE NEXT VOICE YOU HEAR... (1950, William A. Wellman)

THE NEXT VOICE YOU HEAR... (1950, William A. Wellman)

Más allá de los altibajos que podría registrar una carrera tan pródiga en títulos, si los años treinta caracterizaron el cine de William A. Wellman, fue por la rapidez de sus rodajes y el vigor de sus resultados. Una vez su cine se va introduciendo en la década de los cincuenta, su obra se introducía en un terreno de extraña experimentación, algunos de cuyos frutos se pueden situar sin temor a duda entre lo mejor de su filmografía –YELOW SKY (Cielo amarillo, 1949), TRACK OF THE CAT (1954)-. Junto a estos rasgos, la andadura de Wellman se iría escorando en la adopción de unos modos sutiles y mesurados, erigiéndose en uno de los últimos representantes de un determinado primitivismo fílmico, en la medida de adoptar historias y temáticas –algunas de ellas urbanas, aunque predominando las rurales-, que podrían erigirse como exponentes tardíos del género Americana. Es indudable, a este respecto, que THE NEXT VOICE YOU HEAR… (1950) puede ser inserta en dichas características, al tiempo que erigirse como uno de los títulos más insólitos del cine norteamericano de su tiempo. Esa singularidad, que del mismo modo le permitiría ser venerado que detestado, en función de la interpretación que se pueda efectuar de la base dramática de Charles Schnee, a partir de la historia de George Summer Albee, nos describe con sencillez, los siete días que se vivirá en la sociedad USA, a partir del momento en que inesperadamente en una tarde se escuchará por radio una voz que dice ser la de Dios. De antemano, cabe destacar el atrevimiento en llegar incluso a plantear dicha propuesta, pero lo más valioso que ofrece THE NEXT VOICE…, es sobre todo el punto de vista y la mirada que Wellman –y también Dore Schary, productor del film, y hombre destacado por sus ideales liberales- brinda sobre una base argumental que –no lo olvidemos, nos encontramos en pleno periodo maccarthista-, en manos descabelladas, hubieran dado como fruto un auténtico despropósito. En su lugar, la película resalta en esa narrativa en voz baja que caracterizaría el mejor Wellman de este periodo –en el que se incluirán títulos como el casi coetáneo THE HAPPY YEARS (1950)-, centrando el relato en la vida cotidiana de la familia Smith –significativa la sencilla denominación-. Esta se compone por Joe (James Withmore), trabajador en una fábrica de aviones regentada por un jefe cascarrabias, su esposa Mary (Nancy Davis), que se encuentra encinta por segunda vez, y el hijo del matrimonio –Johnny (Gary Gray)-. Los primeros minutos del metraje del film –que ya de entrada nos mostrarán la insólita imagen del león de la Metro sin movimiento alguno, preludiando el relato con una cita del libro bíblico de Samuel-, darán paso a un primer bloque en el que se describirá la vida habitual de nuestros protagonistas. Una familia que no sin dificultades intenta salir adelante –el muchacho reparte periódicos antes de ir al colegio para poder comprarse una bicicleta-, en un contexto por lo demás pacífico, que de manera paulatina será alterado por esa inesperada presencia de una voz divina, que en un primer momento se supondrá una broma, pero que diariamente –la película se dividirá en siete capítulos-, irá provocando la inquietud del entorno que rodea a Joe y su familia, pero del que tendremos noticias a través de la propia radio y la prensa, de su repercusión en el resto del mundo.

Aunque no pueda olvidar su inclinación religiosa de raíz cristiana, una de las virtudes de THE NEXT VOICE… reside en primer lugar en su abierta huída de cualquier concesión sermoneadora de la propuesta dramática. En su lugar, parece proponer incluso por momentos un temor de esos seres terrenales cotidianos como nuestros protagonistas ante la cercanía de un Dios al que siempre han venerado –y la secuencia de la tormenta nocturna será paradigmática al respecto-. Del mismo modo, la película podría ser interpretada dentro de esa ya señalada clava maccarhista.. aunque el auténtico milagro de la misma, es haber logrado sobresalir de todos estos peligros en los que con facilidad hubiera recaído, adentránose por el contrario en esa crónica intimista, en voz baja, que Wellamn ya había puesto en practica en varios de sus títulos precedentes, y que sería una de sus marcas de fábrica en este periodo. Al realizador le importa más el cuidado de los primeros planos en los que sus escasos protagonistas lo dicen todo con la mirada, en la ingerencia de elementos de comedia, como ese policía que parece perseguir las carreras de Joe, o en la profunda antipatía de su jefe. Esa capacidad para mostrar lo simple, la grandeza de las pequeñas cosas… Todo ello será en realidad el mensaje que dejará esa inesperada es insólita presencia divina mediante unas ondas que la ciencia no podrá ni siquiera grabar, y que tendrá que transmitir en mensajes posteriores.

Pero en realidad, lo que realmente adquirirá un peso especial en el relato, será ese temor oculto de los Smith de que el segundo embarazo de Mary acabe con su vida –hubo antecedentes familiares al respecto-. Será un temor que acrecentará la Tia Ethel (Lillian Bronson), un auténtico prototipo de mujer frustrada y a la cual solo el canto en un coro parece llenar su vida, recibiendo en todo momento el desprecio de Joe. Y en medio de dicho panorama, poco a poco se irá instaurando una extraña sensación de desasosiego en la pequeña familia –es ejemplar como se nos describe la naturalidad de sus primeros actos matutinos en los minutos iniciales del relato-, que llegará a su punto álgido en la borrachera que nuestro protagonista vivirá, lo que le hará recibir el rechazo del pequeño Johnny, que siempre había tenido a su padre en la máxima consideración.

THE NEXT VOICE… adquiere elementos de especial agudeza, como utilizar la elipsis para no mostrar nunca en directo la voz divina –lo cual acrecentará el impacto de la misma-, no caer en la tentación de cualquier índole catastrofista, y ser muy pudoroso en ir mostrando las consecuencias generales de ese mensaje, que en un momento dado se llegará a plantear como una nueva apuesta radiofónica de Orson Welles (sic). Durante el conjunto del metraje, la película obviará las consecuencias de entidades civiles y religiosas, salvo en la secuencia desarrollada en el séptimo día, en la cual una cierta decepción de los presentes en la iglesia de la localidad –aunque se indica que todos los templos del planeta se encuentran atestados de fieles-, quedarán por unos instantes desconcertados ante la ausencia de la voz divina… lo que aprovecharán los representantes eclesiales para argumentar que el séptimo día era precisamente el del Señor. Será esta quizá la única concesión un tanto cuestionable, en una película que ha sabido ondear con acierto en los meandros de la ambigüedad. Sin embargo, servirá para que en ella se produzca la rotura de aguas de Mary, quien será llevada al hospital, donde dará a luz, simbolizando en ella una mirada de esperanza. La esperanza que mostrará ver un día antes por vez primera a un humanizado Fred Brannan (Art Smith) –el siempre antipático jefe de Joe. En definitiva, THE NEXT VOICE YOU HEAR… destaca en esa capacidad para sorprender en su continuo virar e insertarse en la crónica sensible y creíble de una familia media, en la adopción de cierto aire capriano, pero siempre adoptando unos aires más sutiles, enriquecida con la magnífica interpretación de su cuarteto protagonista, y embellecida por la música compuesta por David Raskin. Con todos esos factores, compone uno más de los jalones apenas conocidos de la valiosa y, en no pocas ocasiones, desconcertante, obra, de William A. Wellman, de la que estoy seguro el tiempo seguirá proporcionando nuevas sorpresas, lo cual será señal de que su cine sigue vivo.

Calificación: 3

THE GREAT MAN'S LADY (1942, William A. Wellman) Una gran señora

THE GREAT MAN'S LADY (1942, William A. Wellman) Una gran señora

Es curioso señalar como en el documentado libro escrito por Frank. T. Thompson en 1983, y editado diez años después en nuestro país, cuando en 1993 el Festival de Cine de San Sebastián dedicó una merecida retrospectiva a la figura de William A. Wellman, no citaba en su comentario de THE GREAT MAN’S LADY (Una gran señora, 1942), el hecho innegable de que su estructura –pese a erigirse en unos parámetros dramáticos totalmente opuestos- tomaba como base el elemento renovador propuesto por Orson Welles en CITIZEN KANE (Ciudadano Kane, 1941). Es decir, nos encontramos con una película que se centra ante todo en el recorrido vital de una persona que ha muerto, y cuyo recuerdo en cierto modo difiere bastante de la imagen que sobre él se ha tenido, rompiendo el relato a través del uso del flash-back, una determinada mitología, y haciendo sentir al espectador cómplice de un determinado grado de intimidad en torno al descubrimiento de facetas que se desconocían del personaje en litigio. En realidad, esto es lo que nos propondrá esta atractiva producción de la Paramount dirigida por William A. Wellman, que para el realizador y su principal protagonista, supuso un film en el que echaron toda la carne en el asador, sintiéndose totalmente defraudados. Sobre todo en el caso de Barbara Stanwyck, que ofrece uno de los trabajos más complejos y –en su encarnación de anciana centenaria- conmovedores de toda su carrera. Una de esas performances dignas de un Oscar, y a la que solo la adversa andadura o recepción de un film relegarían de un galardón cantado.

Iniciando su acción en el momento del rodaje del film, THE GREAT MAN’S LADY describe los instantes previos a la inauguración de una estatua en homenaje al fundador de una ciudad. Se trata del lejano Ethan Hoyt (Joel McCrea), quien cien años atrás diera vida lo que en esos momentos se ha convertido en un próspero colectivo. Sin embargo, todos los asistentes echarán de menos a la que fuera su esposa –una anciana de ciento ocho años de edad- que sorprendentemente ese día ha decidido recluirse en su casa, abandonando la mecedora en la que se instalaba diariamente –y que nos mostrará el magnífico doble plano inicial de grúa-. Los periodistas quedarán expectantes en contemplar a la anciana –Hannah Templar (Stanwyck), llegando a invadir su mansión, de la que poco a poco ella logrará expulsarlos, poniendo a prueba su paciencia y personalidad. Sin embargo, entre todos ellos se quedará una joven muchacha (Katherine Stevens), provista de una especial sensibilidad, y que en realidad confesará estar preparando una biografía de Hanna. Pese a las reticencias de la anciana, poco a poco se establecerá entre ambas una evidente empatía, sirviendo para que la centenaria mujer vaya rememorando los recuerdos que se remontan a cuando apenas tenía dieciséis años, y huyera con el que ya entonces fuera el amor de su vida; el hoy homenajeado Hoyd. Ella sería en todo momento su elemento de base, su sustento, la valentía e incluso la intuición que le falta al que será su esposo –magnífica la secuencia de su boda en pleno campo, rodeados por la caravana que les acompaña y en medio de una tempestad-.

El film de Wellman –en el que se encuentra la presencia argumental de Vina Delmar, especialista en el tratamiento de personajes en el que la diferencia de edad sea un elemento decisivo; no olvidemos su participación en la admirable MAKE WAY FOR TOMORROW (1937, Leo McCarey)-, destaca por diversas facetas, pero una de ellas reside a mi juicio en su facilidad a la hora de plasmar esa mixtura de géneros que, en definitiva, se plasma en esta extraña y notable muestra de Americana. Una película en la que se combinan elementos del western, la formación de los propios Estados Unidos, romance, y todo ello además, sabiendo alternar instantes de comedia y otros de índole dramática, con un admirable sentido del equilibrio. Wellman logra algo casi milagroso en esta película, como es combinar la densidad de su trazado dramático, y al mismo tiempo ofrecerlo de una manera liviana y en no pocas ocasiones escorada a la comedia. Esa capacidad que los primitivos del cine demostraron de saber conocer los recovecos del alma humana, queda plasmada en el recorrido vital de una mujer que no dudará en mantener relación con dos hombres -su esposo y Steeely Edwards (una espléndida y sutil composición de Brian Donlevy)-, sabiendo establecer la frontera existente en la relación entre ambos, aunque ello en un momento dado provoque la separación de Ethan de su esposa –plasmado en un plano en el que los dos personajes permanecerán en penumbra en el interior del hogar en el que viven, señalando su esposo que jamás volverá a verla-.

El tiempo pasará, y Hannah –que nunca había revelado a su esposo que se encontraba embarazada de él- tendrá dos gemelo-, a los que el bondadoso Steele mandará junto a su madre en una diligencia a Virginia para que se reúna con el padre de ambos. Sin embargo, una inundación acabará con los pequeños, y a punto estará de hacer lo propio con nuestra protagonista, quien sin embargo se reencontrará con Edwards y podrá contemplar la tumba de sus dos pequeños –otros de los instantes memorables del film-. Dentro de un largo recorrido en el que el uso de la elipsis contribuirá no poco a hacerlo digerible, a alternar los cambios de tonalidad del mismo y, en definitiva, transmitir al espectador una sensación de livianeidad de la propia existencia, al tiempo que hacernos comprender el enorme sacrificio realizado por Hannah, al esconder su identidad, dado que Ethan, creyendo que ha muerto, se ha casado y ha tenido incluso otros dos hijos. El ofrecimiento que le realizará ¡el propio padre de la protagonista, al descubrir que se encuentra con vida y trabajando acomodadamente en el casino de Steele, cuando de joven era el primero que se oponía a la relación entre esta y Hoyt! –ya que este último está iniciando una prometedora carrera política que podría irse al garete si se descubriera esta inesperada bigamia-, será el detonante para que esta vieja hasta poder contemplar al candidato a político y, a escondidas, tener un último encuentro con él, revestido de un sentido épico que llegará a rozar lo conmovedor.

No hará falta proseguir con el relato, descendiendo la centenaria Hannah con su biógrafa al pie de la estatua cuando ya no se encuentra nadie ante ella. El recuerdo del hombre a quien siempre quiso y apoyó, incluso desde la distancia, será patente en un gesto último de íntima nobleza, cuando la joven la deje sola frente a la estatua, rompiendo el documento de matrimonio que, en realidad, nunca anuló, albergando con ello el más supremo secreto de su vida, y la prueba de amor más sublime de su existencia. Los fragmentos de ese viejo documento caerán como pétalos de flor en un final emotivo, para una película que comprendo supusiera un fuerte revés para Wellman y la Stanwyck al no recibir el reconocimiento que merecía, y que si bien no adquiere en su conjunto esa cualidad de perfección que serviría calificarla como un título indiscutible, en su conjunto se revela poco menos que magnífica, y una de las perlas menos conocidas del cine de su autor –que por cierto florecieron en la misma en bastantes más ocasiones de las reconocidas-.

Calificación: 3’5

LOVE IS A RACKET (1932, William A. Wellman)

LOVE IS A RACKET (1932, William A. Wellman)

La producción cinematográfica de William A. Wellman conoció en los primeros años treinta un ritmo rápido y frenético en sus rodajes, en los que trasladaba la propia energía interna de unas películas que en algunas ocasiones rozaban la excelencia, y en líneas generales se erigían como títulos llenos de brío y atrevimiento. En concreto, en 1932 y 1933, Wellman fue el artífice de ¡¡siete títulos!! en cada uno de dichos años. Fueron películas de duración escueta, caracterizadas por una estructura casi vertiginosa, que desafiaron los límites de una moralidad que la llegada del “Código Hays” limitó con posterioridad, aunque dicha circunstancia adversa no limitara sus posibilidades como cineasta. Dentro de ese “corpus” tan amplio, hay que reconocer que LOVE IS A RACKET (1932) no puede ser destacada entre las propuestas más valiosas de Wellamn. Sin embargo, ello no impide que reconozcamos en ella un producto que aún mantiene ciertos atractivos, destinado ante todo al lucimiento de su protagonista masculino, y que conserva en ellas esa mirada áspera que el realizador propuso sobre el mundo del periodismo, lindando con el cine de gangsters a las que ya había ofrecido exponentes de notable calado.

Jimmy Russell (Douglas Fairbanks Jr.), es el autor de una columna de chismes sobre la vida del espectáculo newyorkino que lleva por título Up and Down Broadway. Desde la misma muestra su conocimiento de los recovecos y las frivolidades de un mundo propenso a ello, exteriorizando una personalidad extrovertida que impone su poder y, ante todo, su carácter conquistador ante las mujeres. Una de ellas, Sally Condon (Ann Dvorak) está enamorada secretamente de él, siendo una circunstancia que conoce el amigo de ambos y compañero de apartamento de Jimmy –Stanley (Lee Tracy)-. De repente, el avezado columnista se verá hechizado ante la fascinación que le producirá la joven y bella Mary Wodehouse (Frances Dee), una aspirante a actriz teatral, férreamente protegida por su tía, que se mostrará remisa a ser cortejada por Jimmy, pero que en un momento dado no dudará en recurrir a él cuando se muestre acosada por una serie de talones sin fondos que ha ido firmando para comprar vestidos y complementos para su vestuario. Sin comprender la personalidad interesada que se esconde bajo su aparente dulce candidez, Mary demanda al mismo tiempo la ayuda de Jimmy –del que sabe puede disponer- sin dejar de coquetear con un importante productor de Broadway –con el que finalmente llegará a casarse-. Sin embargo, este no dudará en ponerse al servicio de la muchacha, intentando encontrar esos talones que muy pronto descubrirá se encuentran en manos del gangster Eddie Shaw (Lyle Talbot), precisamente un delincuente cuyos turbios manejos se ha resistido a relatar en su periódico, ganándose una cierta desafección por parte de su director. No obstante, al saber el lugar donde se encuentran dichos talones, Russell se embarcará en una arriesgada escaramuza, llegando hasta el apartamento de Shaw, y contemplando como este ha sido asesinado por la tía de Wodehouse en su propio apartamento.

Hasta entonces, el film de Wellman destacará por suponer una crónica amable y al mismo tiempo veraz y llena de ritmo, de ese mundillo que compagina el mundo del espectáculo, y que se encuentra mucho más cerca del “hampa” de lo que pudiera parecer. LOVE IS A RACKET tiene su principal eje de interés en la magnífica interpretación que ofrece Fairbanks Jr. del rol protagonista. Obviando de manera considerable ese  histrionismo que hizo gala en buena parte de sus trabajos, Fairbanks brinda una performance relajada y en no pocos momentos provista de hondura, sobre todo cuando advierte que su amor por Mary no se encuentra correspondido. Es más, por momentos, Fairbanks parece erigirse como una versión más amable del prototipo ya instaurado por James Cagney en THE PUBLIC ENEMY (1931), proporcionando uno de los roles más notables y hondas de su carrera. Teniendo en su protagonista un elemento de interés, Wellman no duda en su película –que apenas supera los setenta minutos de duración- mostrar los recovecos de la vida de Broadway con un conocimiento cercano, trasladando en la figura de Russell a ese prototipo de reportero capaz de coquetear con el mundo de la delincuencia, pero llegado un punto mantener su integridad a la hora de no entrometerse en la labor del gang que encabeza Shaw, llegando a ser víctima de uno de sus esbirros, cuando caiga en la trampa que Shaw le ha cometido. Y será precisamente en esa encerrona que lo retendrá de manos de Bernie Olds (Warren Hymes), uno de los más destacados sicarios de Eddie, quien no dudará en someter al periodista a pequeñas torturas –como encender cerillas en sus zapatos-, que podrían ser el sustrato de una cierta nuance homosexual. El periodista logrará escapar de la vigilancia de Olds, llegando a subir al apartamento de Eddie, contemplando como la tía de Mary lo ha liquidado. Una vez esta se marcha, el periodista no dudará en modificar el escenario que ha dejado el crimen, arrojando el cadáver por el piso dieciocho –la manera de expresar el impacto del mismo en la calle, supone uno de los instantes más electrizantes de la película-. Sin embargo, Jimmy no sabrá que él mismo ha sido descubierto por su fiel Stanley, quien no dudará en recoger los restos que podrían convertirse en pruebas que lo inculparan en el crimen. Sin embargo, pronto confesará a este el conocimiento que tiene de la situación, demostrándose entre ambos su sincera amistad. Al enterarse de la boda de su amada Mary con el productor teatral, Jimmy –que no ha confesado a ninguno de sus amigos la ayuda que ha prestado a la auténtica autora del crimen-, elaborará una nota de despedida de esta, adjuntándole los talones y elementos incriminatorias que podrían acusar a su tía del asesinato de Shaw.

Será el momento en el que el columnista asuma con lucidez –y quizá con interna decepción- el engaño que de manera dulce, le ha sometido Mary casi sin justificación, abandonándolo por la búsqueda de un futuro asegurado como estrella teatral. La secuencia se filmará de espaldas a Jimmy, hasta que este retome la situación reconociendo la inutilidad de lo realizado hasta entonces, y pese a revelar en sus palabras su deseo de permanecer ajeno a las relaciones sentimentales con mujeres, la mirada de la estupenda Ann Dvorak hará entender en el espectador que ello no supone más que la boutade de un hombre en el fondo más sensible de lo que la exteriorización de su personalidad podía inducir.

Calificación: 2’5