FRISCO JENNY (1932, William A. Wellman) Barrio chino
Para intentar hacerse una idea de la febrilidad creativa de William A. Wellman en los primeros años treinta, hay que destacar que en 1932 –también en 1933-, firmó nada menos que seis películas. Películas que en buena parte hemos podido comprobar, y que revelan la garra de un cineasta que aprovechó los tiempos del precode, para establecer relatos concisos, casi dinamitados, que en su conjunto ofrecen una mirada contundente y explosiva, a esta “otra” Norteamérica, que vivía en carne propia el drama de la Gran Depresión, imbuida en prejuicios y restricciones. Se trata de algo que define, casi plano a plano, este FRISCO JENNY (Barrio chino, 1932), una de esas rápidas películas rodadas en el ámbito de la primitiva Warner, con una escueta duración de poco más de setenta minutos, en las cuales Wellman pareció encontrarse como pez en el agua. Este navegaba en la corriente de esos relatos ambientados en aquellos ámbitos urbanos y rurales, que por lo general eran orillados en la producción de los grandes estudios. En realidad, nos encontramos con una singular variación en torno a la célebre obra de Alexandre Bisson “Madame X” –tantas veces trasladada al cine, incluido en el periodo silente-, planteada a partir de la andadura vital de Jenny (estupenda Ruth Chatterton), una muchacha del San Francisco de principios del siglo XX, participe de la actividad de un tugurio ubicado en Chinatown, regentada por un padre caracterizado por su brutalidad. En aquel ámbito tan poco recomendable, Jenny estará secretamente enamorada de Dan (James Murray), con quien está dispuesto a casarse, pese a contar con la inflexible negativa de su progenitor. Cuando este se encuentra a punto de descargar en su hija la brutalidad de su carácter, casi a modo de maldición bíblica se producirá el célebre terremoto que asoló dicha ciudad, provocando la muerte del padre de Jenny… pero también para su desgracia, la del propio Dan. La miseria se cernirá en torno a la protagonista, quedando embarazada de un niño fruto del amor que experimentó con Dan, pero el paso del tiempo le llevará a comprender que no puede prolongar su andadura vital junto a ese pequeño, al que finalmente dejará en adopción de una acomodada familia, aconsejada por su amigo, el abogado Steve Dutton (Louis Calhern). Jenny muy pronto asumirá una estabilidad económica, asentando su condición como madame, pese a lo cual revelará una personalidad caracterizada por su valentía, logrando salvar a Dutton del homicidio accidental que ha efectuado en el seno de una desenfrenada fiesta. Poco a poco, ambos lograrán consolidar su influencia en el ámbito de los bajos fondos de San Francisco, teniendo siempre Jenny el aliento y la ayuda de su fiel y exótica sirvienta Amah (Helen Jerome Eddy).
Sin embargo, en el corazón de una mujer en apariencia frívola, pero siempre más honesta y sincera que la sociedad que le rodea, quedará el recuerdo de ese hijo al que finalmente renunció a recuperar, pero al que seguirá, recopilando los recortes de prensa que van revelando con el paso de los años, el crecimiento y la presencia en sociedad de ese joven Dan Reynolds (Donald Cook), que no cejará en su vocación de servicio, a la hora de postularse para ser elegido fiscal. Encontrará la oposición en un corrupto político apoyado por Jenny y Dutton, aunque sin embargo, apelando a su sentido maternal, nuestra protagonista articule una estratagema para que su hijo sea finalmente el elegido. Reynolds pronto destacará por su decidida lucha contra el delito y el crimen, incriminando a Dutton en un claro caso de soborno invocado en su persona. Será el momento en el que este, viendo que Jenny se ha retirado de sus actividades ilegales, quizá imbuida de la influencia que percibe de ese hijo que desconoce quien fue su verdadera madre, ha encontrado otro sentido a su vida. El hasta entonces fiel amigo de esta, decidirá revelar al joven fiscal el origen de su verdadera madre, lo que provocará que delante mismo de Dan, Jenny lo asesine a punta de pistola. De inmediato se celebrará una vista, en la que la evidencia de las pruebas incriminará a Jenny, pero en la que el silencio de esta será su mayor enemiga. Mucho más incluso que la virulenta diatriba de Reynolds, ante la que nuestra protagonista asistirá, entre resignada y dolorida. La condena a muerte aparecerá casi inapelable, y cuando se encuentra en la antesala de su ejecución, ni siquiera la apelación de la fiel Amah, modificarán el deseo de su señora, de revelar ese hecho que incluso podría revocar la ejecución. En un momento dado, de manera inesperada, la condenada recibirá la visita del joven fiscal, quien esgrimirá una actitud extraña y cercana, vislumbrando en la condenada que poco tiempo antes fustigó en la vista, a alguien dotado de una extraña sensibilidad. Ni siquiera esa última e inusual muestra de cariño, entre ese hijo que ignora que se encuentra ante su madre, podrá evitar la determinación de Jenny, que no solo decidirá inmolarse, quizá como autocastigo a su vida hasta entonces al margen de la sociedad, sino que dictará orden a su abnegada sirvienta, para que queme ese álbum de recortes, que en el futuro podrían ligarla al futuro del muchacho.
Todas las películas rodadas por Wellman en este periodo –y FRISCO JENNY no es una excepción al respecto-, se caracterizan a nivel narrativo por la clara adaptación del cineasta al sonoro, apelando a la fuerza de la imagen, la utilización de numerosos resortes cinematográficos y un ritmo casi implacable. A nivel temático, completando dicho dinamismo, se encuentra esa valentía que el realizador supo combinar en un conjunto de retratos, que aún hoy, más de ocho décadas después de su estreno, adquieren una extraordinaria vivacidad y lucidez. Y es que como apólogo moral, la película abandona por completo cualquier mirada acusadora en torno al comportamiento no solo de la protagonista, sino del conjunto de personajes presentes en la función. Ni siquiera el mezquino Dutton deja de ser mostrado con una extraña mezcla de humanidad, pasando por todos esos personajes secundarios –las chicas de compañía que rodearán la vida de Jenny, ese viejo alucinado que en todo momento predicará la interpretación de la Biblia-, que poblarán un relato que siempre discurrirá a velocidad de vértigo. Que sabe ir en todo momento al grano, y que tiene en el uso de la elipsis un aliado de primer orden, para saber extraer el grano de la paja en sus discurrir dramático. Y es algo que se manifestará casi desde su primer plano, en ese travelling frontal que se insertará con audacia en el tugurio que regenta el padre de la protagonista. Con un encomiable sentido de la síntesis y su inveterado sentido de lo bizarro, Wellman describe la fauna humana que puebla el garito, describiendo al mismo tiempo la oculta relación que Jenny mantiene con Dan (encarnado con sensibilidad por el inolvidable James Murray de THE CROWD (…Y el mundo marcha, 1928. King Vidor)). Esa querencia por lo sugerido en el off narrativo, presidirá uno de los instantes más hermosos de la película; la descripción del efluvio sexual entre la joven pareja, en la oscuridad de la bodega del establecimiento.
Será apenas un oasis de felicidad, ya que muy poco después, en plena refriega entere Jenny y su padre, quien se muestra firmemente opuesto a la boda con Dan, sufra en carne propia las consecuencias del terrible terremoto, que brindará una espectaculares secuencias, en la que al parecer utilizaron parcialmente descartes de la conocida y sobrevalorada película dirigida por W. S. Van Dyke, combinadas con otras rodadas para la ocasión. A partir de ese momento, se iniciará el auténtico e inesperado paso hacia la forzada madurez de la muchacha, descrito de nuevo con un extraordinario sentido de la síntesis, que permitirá plasmar su recorrido existencial. La querencia por lo sórdido, siempre aplicando en ello un sesgo de humanidad, poblará los fotogramas de esta notable película, en la que tanta importancia tendrá su vigor narrativo, como la fuerza que se proporciona a los rostros y las miradas de los actores, reflejando en ellos la autenticidad de sus personajes, que discurrirá en plena consonancia con el constante intento de Wellman por insuflar electricidad y, en los momentos más intimistas, sensibilidad a su relato. Así pues, siempre basculando con un valioso sentido de alternancia de tiempos, se sucederán fragmentos como el del juicio contra la protagonista, definido por el dinamismo en su planificación, y la presencia de todas aquellas personas que han tenido significación en su vida, con la plasmación de la visita de su sirvienta y de su propio hijo en la celda, descritas con extraordinaria delicadeza, pero al mismo tiempo con la severidad formal habitual en el melodrama de su tiempo. Por momentos, ese encuentro entre madre e hijo, desconociendo este último tal circunstancia, parece trasladarnos el cine de John M. Stahl, verdadero referente en el mèlo de aquellos años treinta, en los que Wiliam A. Wellman supo asomarse, con una mirada llena de furia y capacidad disolvente, aunando vigor narrativo y capacidad introspectiva en su vertiente humana. Algo de lo que FRISCO JENNY, será un destacado ejemplo.
Calificación: 3
0 comentarios