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CINEMA DE PERRA GORDA

THE IRON CURTAIN (1948. William A. Wellman) El telón de acero, 1948

THE IRON CURTAIN (1948. William A. Wellman) El telón de acero, 1948

Han hecho falta décadas para ir desmontando una serie de clichés, que acompañado la historiografía cinematográfica -no quiero ni pensar lo temible de dicha evolución, a la hora de revocar o efectuar una mirada en torno el hecho fílmico provocada por esas nuevas generaciones, empeñadas en un revisionismo ‘bienpensante’ de paradigmas que todos tenemos en mente, y centradas en una visión actualizada de sucesos y actitudes generadas en el pasado; la propia y creciente irrelevancia social del cine denominado clásico, desafortunadamente va a provocar que dicha polémica resulte estéril-. Todavía podemos recordar como durante décadas el western o el cine bélico era condenado por fascista o imperialista. De manera más cercana, como el cine policial de los 70 aparecía encuadrado en la denominación ‘fascipolicial’.

Exponentes que, de manera más rotunda, pero, al mismo tiempo, más lejana, podría transmitir ese cine ‘anticomunista’, realizado en USA en los últimos años 40 y primeros 50, y condenándose de manera unánime una serie de títulos, la mayor parte de los cuales han aparecido invisibles para cualquier aficionado. Por ello ha quedado para su evocación la reseña de una serie de historiadores que hace muchísimos años fijaron su calificación, cual tablas de una ley divina. Digo esto, en la medida que dentro de dicha corriente -como en muchas otras emanadas de la producción cinematográfica- se encuentran exponentes de olvidable calado. Algo extensible a cualquier corriente o género, aunque bien es cierto, que nos encontramos ante un ámbito, en donde las propias condiciones sociales y el contexto industrial conservador -en no pocas ocasiones reaccionario- de Hollywood podía favorecer la aparición de productos, en los que su histerismo anticomunista apareciera en nuestros días risible. Dicho esto, creo que dentro de dicha corriente se pueden destacar varias propuestas brillantes. Más allá de algunas producciones de ciencia-ficción, que ya bien entrados los cincuenta capitalizaron de manera metafórica esa mirada, lo cierto es que uno podría destacar la excelente -y vituperada, por lo general sin haberla contemplado- MY SON JOHN (Mi hijo John, 1952), una de las cumbres del cine de Leo McCarey, o la igualmente denostada MAN ON A TIGHTTROPE (Fugitivos del terror rojo, 1953), otra de las magníficas películas de Elia Kazan. Incluso, ya en años muy posteriores, no dejaría de destacar MAN ON A STRING (Pendiente de un hilo, 1960), terso thriller de André De Toth. A partir de inicios de los 60, dicha corriente evolucionó en una serie de atractivas paranoias cinematográficas, por lo general amparadas por los realizadores de la llamada ‘Generación de la televisión’.

Pues bien, dentro de un contexto tan extraño la presencia de THE IRON CURTAIN (El telón de acero, 1948. William A. Wellman) aporta un plus de singularidad. Lo hace, en primer lugar, debido a ser el relato de un hecho real -el abandono de Igor Gouzenko, funcionario de la embajada soviética en Canadá, de la disciplina comunista al denunciar una operación de espionaje ruso en tierras americanas-. Pero su auténtica singularidad reside en el tono con que se traslada esta historia narrada por su propio protagonista y transformada en guion por el experto Milton Grims. Y es que la película huye por completo de cualquier histrionismo narrativo, adaptando con enorme sobriedad un relato que asume por completo, los postulados realistas que ya desde varios años atrás había determinado el cine policiaco auspiciado por la 20th Century Fox. De ello sería encargado un William A. Wellman a punto de asumir la dirección de una de sus obras mayores -el extraordinario YELLOW SKY (Cielo amarillo, 1949)-, lo cual quizá le permitiría que esa sobriedad adquiriera en su conjunto una creciente pátina de fatalismo. Es decir, la vivencia de una extraña pesadilla, sin abandonar con ellos las convenciones del policial de la Fox en aquel tiempo.

Nos encontramos en 1943, durante las postrimerías de la II Guerra Mundial. Desde Rusia viaja en avión hasta Otawa Igor Gouzenko (Dana Andrews), al objeto de incorporarse a la embajada soviética en Canadá, y estando a cargo del departamento de encriptamiento de textos procedentes del espionaje. Casi desde su llegada al país, se le aleccionará sobre cómo ha de ser su comportamiento basando todo ello en una ausencia de transmitir sentimientos, y buscando ante todo resistirse al acomodo en una sociedad burguesa centrada en el bienestar. Muy pronto irá viendo, por un lado, la dureza de las condiciones de su tarea -dispone de despacho en un recinto acorazado custodiado por un hosco militar, y teniendo siempre como fondo música clásica rusa, al objeto de que no se puedan percibir las conversaciones-. Junto a ello, comprobará como en buena parte del funcionariado existe un cierto acomodo por las condiciones de vida que asumen, y reflejándose en ellos su temor a ser enviados de regreso a Rusia. Poco después viajará hasta allí su esposa Anna (Gene Tierney), que casi de inmediato quedará sorprendida por las comodidades y, ante todo, el modo de vida americano, viendo incluso como un logro el modesto apartamento alquilado por su marido. Anna quedará embarazada y tendrá un hijo, lo cual afianzará más esa querencia por el entorno en el que reside. Mientras tanto, su esposo formará parte del equipo que efectúa tareas de espionaje centradas en la posibilidad de captación de las claves de la energía atómica, que ha llevado al disparo de la bomba atómica en 1945, para lo cual el funcionariado soviético ha captado no solo la ayuda del dr. Norman (Nicholas Joy), sino que tiene elaborado un plan auspiciado por el siniestro John Grubb (Berry Kroeger), encaminado en introducir la ideología comunista en tierras canadienses. Poco a poco, Igor irá asumiendo una extraña presión, al percibir que lo que para él ha sido un modo de vida y de pensamiento en realidad se trata de algo a lo que no quiere retornar. Será un proceso en el que tendrá algo que ver la creciente pero tácita influencia de su esposa, unido a los pequeños hechos que irá contemplando en su trabajo diario. Dichas circunstancias tendrán un elemento determinante, al anunciarle sus superiores la cercanía en ser sustituido por otro compañero venido desde Rusia, ámbito al que deberá retornar junto a su esposa y el pequeño hijo de ambos. Será todo ello un contexto tenso, en el que Igor se decidirá a denunciar el plan de espionaje a las autoridades canadienses. A partir de ese momento comenzará una deriva personal llena de peligro, dado que por un lado no encontrará el debido apoyo en las autoridades locales -apenas intuyen la envergadura de lo sucedido-. Por otro, los responsables soviéticos decidirán ir en su busca para intentar presionarle y dé marcha atrás en sus intenciones. Pese al acoso de sus compatriotas, nuestro protagonista se armará finalmente de valor para llevar adelante su plan, culminando la película con la simulación de la vida de dicha familia en su momento de rodaje, en paz y en un lugar rural secreto, protegidos en todo momento de un posible acoso soviético.

Al igual que no pocos exponentes de esta corriente genérica, THE IRON CURTAIN posee, fundamentalmente en sus minutos iniciales, así como en los de conclusión de su metraje, de una voz en off descriptiva que no puede decirse aparezca como lo más valioso del relato. Tampoco lo será, pese a narrar una historia real, la soflama ideológica que nos plantea -desde brindar la presencia de la bomba atómica como un arma de paz, a intentar blanquear la deriva de su protagonista en la medida que no deja de ofrecer una traición a sus orígenes e ideales-. Sin embargo, no por ello debemos cuestionar y antes al contrario, se debe apreciar la valía del film de Wellman, en la medida que ofrece un relato auspiciado de manera personalísima, incluso distinguiéndose de buena parte de la producción del noir de su tiempo. Esa capacidad de alternar un conjunto dominado por la sobriedad. De ir incorporando capas de tensión interna, ayudado de manera esencial por la extraordinaria iluminación en blanco y negro -dominada por sombras y claroscuros- de Charles G. Clarke, que potencia con la ayuda de su realizador, esa frialdad que aportan los exteriores canadienses y realzando asimismo el aura opresiva de sus pasajes interiores -predominantes en el conjunto-. Wellman brindará una mirada en apariencia desapasionada, ayudándose de una sinuosa movilidad de la cámara, como si fuera un testigo que no quiere entrometerse en los hechos que narra, y en cuyo desarrollo tendrá una enorme importancia la presencia de esos fundidos en negro, que parecen apelar a un cierto pudor emocional en determinados momentos de la narración.

Todo ello, confluye en un conjunto dominado por la intensidad. En el que la fuerza de las miradas y los gestos deviene fundamental a la hora de impregnarnos de esa creciente desafección de la pareja protagonista, de un mundo en el que hasta entonces han vivido y, por el contrario, ir aceptando un entorno dominado por una posibilidad de sentirse como auténticos seres humanos. Es cierto que, de entrada, partimos con el maniqueísmo justificativo de su material dramático de base, pero no es menos evidente que la plasmación en la pantalla del mismo deviene no solo efectiva, sino hasta cierto punto honesta. Secuencias como la sorpresa de Anna cuando entra por vez primera en el modesto apartamento de su esposo, o su reacción cuando encontrándose ambos de paseo escuchan los cánticos de una iglesia que se encuentra cercana, además de revelarnos el inmenso talento de Gene Tierney, son momentos revestidos de una sensible cotidianeidad -el papel afectivo de la vecina, rechazada por Igor en todo momento- que emergen por encima de la caracterización del funcionariado soviético, tan efectivos en sus descripciones y cometidos, como indefectiblemente ligados en su adscripción en la equiparación con los villanos del cine noir. Esa capacidad para ir ondeando los riesgos del estereotipo hasta adquirir una densidad propia, es la que proporciona ese marchamo de singularidad a una película que, tantos años después, y por encima de surgir en un contexto como el del maccartysmo inicial, ofrece un cúmulo de cualidades de entre las que me gustaría destacar el nihilismo desprendido por uno de los funcionarios soviéticos -el mayor Semyon Kulin (magnífico Eduard Franz)- capaz cuando está dominado por la bebida de exteriorizar las críticas más acerbas en torno al régimen que en apariencia defiende. También brillarán sus memorables veinte minutos finales, describiendo la catarsis generada con anterioridad al recrear el proceso de transformación de su protagonista, en el que no se dejarán de plasmar punzantes puyas en torno a la burocracia y el papel estatal de la prensa. Un discurrir que confluirá en ese extraordinario episodio nocturno, descrito en el interior del apartamento y que, al margen de suponer uno de los mejores momentos interpretativos del gran Dana Andrews, transmite una sensación de oscuro paroxismo, pocas veces igualada en el género.

Calificación: 3

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