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CINEMA DE PERRA GORDA

LILLY TURNER (1933, William A. Wellman)

LILLY TURNER (1933, William A. Wellman)

Cada vez tengo más claro que no se puede entender la crónica cinematográfica de la década de los años treinta del pasado siglo, sin tener en un destacado punto de referencia el recorrido que a su través brindaron las aportaciones de un William A. Wellman, que aunó en su obra de aquel periodo, algo tan difícil de compaginar en cualquier rama del arte como es la calidad y la cantidad. Con una febrilidad asombrosa, demostrando tanta lucidez en los relatos que trasladaba a la pantalla, como un inusitado brío narrativo a la hora de su plasmación visual, Wellman logró aún por encima de esa crónica casi sin parangón de la convulsa Norteamérica enclavada en los márgenes de la gran depresión, una visión desesperanzada de la condición humana representada en esos personajes por lo general anónimos, obligados a tener que sufrir las consecuencias de un marco social adverso y cruel. Puede a este respecto que quizá no sea LILLY TURNER (1933) el título más rotundo en esta corriente, que incluye exponentes tan magníficos –poco a poco emergidos de las catacumbas del incomprensible olvido- como HEROES FOR SALE (Gloria y hambre) o WILD BOYS OF THE ROAD, ambas rodadas el mismo 1933, pero resulta indudable que nos encontramos con una estupenda película, coherente con esa ya señalada crónica que, film tras film, Wellman fue ofreciendo casi como si fuera un serial interminable, desplegando en la vivencia de la joven protagonista una mirada acre y al mismo tiempo valiente, de un retrato femenino castigado por la adversidad, en un contexto social especialmente duro con la figura de la mujer.

 

Lilly Turner (la notable y hoy olvidada Ruth Chatterton), es una joven muchacha caracterizada por su ingenuidad que decidirá casarse con el joven y agradable Rex Durkee (Gordon Westcott), abandonando incluso su ciudad y entorno familiar, con la idea de vivir con este una nueva vida en New York. Este la llevará a otra ciudad, donde pondrá en marcha un espectáculo de magia, enamorándose de una de las actuantes, y dejando de lado hasta abandonarla a Lilly. Ella quedará embarazada e incluso advertirá que en realidad no estaba casada con Rex, ya que era bígamo. En una situación tan delicada y antes incluso de dar a luz, el bondadoso y alcohólico Dave (Frank McHugh, una especie de hermano gemelo de Peter Lorre) se casará con nuestra protagonista, brindándole una especie de soporte, e incluso ayudándola cuando ambos recurrirán a la participación en un espectáculo de baja catadura auspiciado por el tan entrañable como poco escrupuloso dr. Peter McGill (Guy Kibee), quien en un extraño show de charlatanería se dedica a vender libros de salud, exhibiendo para ello sendos representantes de la vitalidad humana, en los que Lilly ejerce el vértice femenino. Dentro de un contexto dominado por la sordidez todos los partícipes de la iniciativa sobrevivirán mal que bien, aunque en ellos aparezca la crisis de quien representaba el modelo masculino –Fritz (Robert Barrat)-, platónicamente enamorado de nuestra protagonista, y que tendrá que sufrir internamiento psiquiátrico. En su lugar ocupará la plaza un joven inmigrante newyorkino –Bob Chandler (George Brent)- que hasta el momento ha ejercido como taxista. Muy pronto la nobleza de Bob calará en nuestra protagonista, estableciéndose entre ellos una abierta complicidad, incluso en presencia del esposo de esta, y contando con el recelo de la mujer de McGuill, secretamente celosa del atractivo que la muchacha ejerce en el recién llegado. Poco a poco la situación se tornará insostenible en la nueva pareja, quienes se plantearán la posibilidad de abandonar el entorno en el que malviven –en el que se incluye la propia presencia del bondadoso Dave, incapaz de dejar de lado su adicción al alcohol-, buscando una lejana alternativa de vida basada en la competencia profesional de Chandler. Esa oportunidad llegará al joven, pero también irá acompañada de tintes dramáticos con la escapada de Fritz de su internamiento, llegando hasta el lugar en donde los protagonistas prosiguen el show que él mismo protagonizó, enzarzándose en una violenta pelea motivada por su nunca olvidada pasión por Lilly. La lucha se tornará llena de dureza, culminando con un terrible accidente vivido por Dave. La circunstancia trocará los planes de la protagonista y Bob, aunque entre ellos permanezca un cierto atisbo de esperanza.

 

LILLY TURNER es una de las varias y generalmente valiosas aportaciones que el cine de los primeros años treinta –hasta la llegada del odioso Código Hays-, permitió la presencia de numerosos films protagonizados por retratos de mujeres fuertes y decididas, emergiendo de ellas una visión de la condición femenina valiente que fue desapareciendo cuando el citado elemento de censura adulteró la sinceridad y credibilidad de la producción cinematográfica hasta entonces vigente –lo que no significa que dejara de poseer valores de otra especie-. Ejemplos como el que brinda esta película, o THE MIRACLE WOMAN (1931, Frank Capra), perduran aún en nuestros días por asumir unos perfiles sociales y dramáticos de plena vigencia aún reconociendo la referencia de haber sido rodados hace cerca de ocho décadas. Es esa una de las virtudes que permanece inalterable en esta notable película, en la que casi se llega a respirar el olor a las cloacas de esa sociedad sórdida y traumatizada por la convivencia con un periodo especialmente complejo, a partir del cual casi parece que cualquiera de las cualidades que por lo general destacamos en el ser humano se encuentran ausentes. Será un marco descriptivo que Wellman describe con una contundencia incómoda de asimilar, y lo hará desde el primer momento mostrando en apenas pocos instantes como la protagonista ha caído en las redes de un auténtico sinvergüenza, que le ha llevado sobre todo a romper con la placidez familiar en la que había vivido hasta entonces –la manera con la que planifica la despedida de Lilly y su madre en la estación del tren es reveladora de esa ruptura traumática-. No será más que el inicio de un relato trepidante, que en apenas sesenta y cinco minutos ofrece al espectador contenidos suficientes para haber desplegado un relato con una duración muy superior, que expresa el estilo seco, cortante e inventivo de un director en pleno dominio de sus facultades, y que al mismo tiempo se muestra valiente y hondo tanto en sus imágenes como en el trazo psicológico de sus personajes. Es a partir de esa dualidad, con la que la muchacha aparecerá simplemente como una mujer valiente y honesta, y que precisamente por esa coherencia y valentía ejercerá como víctima propiciatoria de un contexto dominado por la codicia, la represión y el puritanismo.

 

Todo ello será descrito en un contexto desolador, en no se sabe si resulta más sórdido ese infecto show montado por el decadente McGill –quien en privado nunca ocultará su lasciva atracción por Turner-, o la represión sexual manifestada por su madura esposa –que no está dispuesta a reconocer su edad-, quien no dudará en desacreditar a Lilly al verla atraída por ese inocente Bob al que también desea en secreto y de manera utópica. Todas las imágenes van impregnadas de un contexto de oscura incomodidad, de imposibilidad de emerger de una triste existencia, en la cual solo aparecerá la bondadosa y al mismo tiempo autodestructiva personalidad de David y, sobre todo, la llegada del joven Chandler, quien representará en ese contexto una nueva luz dentro de un túnel vital de insospechadas dimensiones. Como en sus mejores momentos, Wellman planifica con tanta seguridad como dureza, sorprendiendo el hecho de que los orígenes de la película provengan de una obra teatral escrita por George Abbott y Phillip Dunning –trasformada en guión de la mano de Gene Markey y Kathryn Scola-. Los constantes episodios y elementos dramáticos que se suceden quedan expuestos como verdaderos trallazos, penetrando con contundencia en la conciencia del espectador al tiempo que percibiendo la sensación de viveza cinematográfica que proporciona una narración en la que se aplica esa máxima de una idea por plano. Todo ello conformará un relato compacto, denso, dominado por la tiniebla de la presencia del lado oscuro de la existencia. Será una propuesta en la que no hay apenas lugar para el sentimentalismo, y en la que la elipsis proporciona una contundente alianza con el realismo –la sencillez con la que se muestra la boda entre Lilly y Dave, la simpleza con la que se expresa el aborto posterior de esta, la incomodidad que proporcionan las demostraciones de ese degradante espectáculo que se verá obligado a protagonizar Lilly para poder sustentarse la vida-, o incluso la fuerza dramática que adquiere el instante en que esta y Bob exteriorizan su amor, al embarrancar el vehículo en el que se están trasladando dentro de una atronadora tormenta.

 

Decididamente, LILLY TURNER –jamás estrenada comercialmente en España- es un drama de considerable calado. Es cierto que no se encuentra a la altura de los dos referentes ya señalados al inicio de estas líneas, pero no cabe duda que se trata de una película por momentos magnífica, al tiempo que representativa de un estado de las cosas que, por fortuna, el cine norteamericano de aquellos primeros años treinta logró trasladar a la pantalla con verismo, contundencia, garra y lucidez, sin tener miedo a mostrar el lado menos halagüeño de su gran sueño, maltrecho en aquellos años.

 

Calificación: 3

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