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CINEMA DE PERRA GORDA

William A. Wellman

SO BIG! (1932, William A. Wellman)

SO BIG! (1932, William A. Wellman)

Películas como SO BIG! (1932) –que en 1953 conoció un remake de la mano de Robert Wise, protagonizado por Jane Wyman y Sterling Hayden, con el título español de TRIGO Y ESMERALDA-, son muestras rotundas del talento, la raza, el sentido del riesgo y, sobre todo, la facilidad con la que William A. Wellman sabía “hablar” en términos puramente cinematográficos. Lo hacía de forma especial en un año en el que realizó nada menos que cinco títulos, demostrando un estado de inspiración que iba acompañado de una capacidad de trabajo hoy día sorprendente. Prueba de ello lo supone esta singular mezcla de melodrama y Americana, basado en una novela de Edna Feber, que estoy seguro en manos menos diestras hubiera logrado un resultado mucho menos valioso que el expresado por el realizador de WINGS (Alas, 1928). Y es que Wellman decide incorporar un trazado atonal, carente por completo de tremendismos inherentes al melodrama, y en su lugar apostará por un discurrir revestido de serenidad, tomando como elemento de estilo una inusual rotundidad en el uso de la elipsis, y conformando una narración en la que se elige el detalle cotidiano, y se dejando el fuera de campo e incluso despreciando de forma abierta, cualquiera de los elementos que podrían conformar una visión tremendista de su enunciado.

Nos encontramos en el Chicago de los últimos años del siglo XIX. La pequeña Selena es hija de Simeon Peake (Robert Warwick), un hombre aficionado al juego, caracterizado por su bonhomía, que no duda a recomendar a su hija que viva su existencia como una aventura. Muy pronto la adversidad será asumida por la muchacha, cuando se ha convertido en una adolescente –ya encarnada por la excelente Barbara Stanwyck-. Su padre será abatido en una refriega vivida en una partida, y esta será enviada a una localidad rural por parte de una amiga, en donde ejercerá como maestra. Allí muy pronto se topará con el primitivismo de sus habitantes, viviendo con los Poole, dedicados a las tareas agrícolas y el cultivo de las coles. Dentro de una familia delimitada por la incultura de su entorno, destacará el afán por el aprendizaje demostrado en el joven Roelf Pool (Dick Winslow). Este se enamorará de forma idealizada de la maestra, aunque Selena se case con otro de los labradores de la zona, el aún joven pero curtido Pervus (Earle Foxe), con el cual llagará a tener un hijo, aunque esto no impida que el granjero muera prematuramente, encallecido por su lucha en la tierra. También lo había hecho poco antes la esposa y madre de los Pool, motivando todo ello la huida del joven Roelf, en su intención de vivir una existencia acorde a sus inquietudes, su sensibilidad, y en cierta medida, al ver imposibilitada la correspondencia de sus sentimientos con el de esa mujer sensible, que ya ha sido absorbida por el campo –aunque en ese momento aún no ha fallecido Pervus-. La muerte de este llevará a nuestra protagonista a llegar a vender sus productos de forma directa en el mercado, aunque con el paso de los años se arriesgue a cultivar unos espárragos que podrían permitir un mayor rendimiento de sus tierras. Los años pasan, y el pequeño hijo de Selena –Dirk (Hardie Albright)-, se ha convertido en un joven encantador pero anhelante de ese éxito que se le niega siendo arquitecto. Tan solo la ayuda que le presta una de sus amigas, casada con un influyente consultor, le proporcionará un puesto ejecutivo que le facilitará ese éxito económico que anhela, aunque apenas se de cuenta que su vida se encuentra vacía y desee discurrir por el camino fácil. No será hasta su encuentro con la joven diseñadora Dallas O’Mara (una joven y fresca Bette Davis), cuando Dirk de alguna manera encuentre esa visión esencial de la existencia que le ha mostrado siempre el ejemplo de su madre, y del que se desvió en su encuentro con un mundo urbano y un tanto disoluto. De forma casi paradójica, en un momento dado Dallas descubrirá la faceta humana de su madre, mientras que la veterana Selena volverá a encontrarse con un ya crecido Roelf, paradigma del joven sensible que luchó por un ideal, y que desde su convicción –y también al apoyo que encontró en su entonces maestra-, ha logrado una existencia plena.

Lo señalaba al comienzo de estas líneas, el cúmulo de virtudes que adornan SO BIG! –a la que solo puede objetarse un cierto estancamiento en el tercio final, donde el personaje de Dirk adquiere un mayor protagonismo como ser adulto- se deben en una medida abrumadora al empeño que William A. Wellman pone en ofrecer una película diferente a la que podría describir su argumento –obra de Robert Lord y J. Grubb Alexander-, tomando como base la citada novela de la Ferber. Huyendo por completo de cualquier énfasis melodramático, Wellman no deja de proporcionar mazazos en sus imágenes, dispuestos con tanta contundencia como sutileza, y apostando en todo momento por esa ya señalada atonalidad que se erigirá como norma de estilo en todas sus secuencias, uniendo a ello la abundancia de elipsis, que servirán para soslayar los elementos más tremendistas de la función, llevando el relato por encima de dicha posibilidad, para en su lugar proponer una apuesta por la autenticidad en la experiencia vital. Esa manera que el padre de Selena le comentó cuando esta era niña, aconsejándole que la asumiera como una aventura. En consonancia con esa especie de mandato, SO BIG! en realidad muestra una mirada en la que se dejarán de lado sus elementos trágicos–la manera con la que se muestra la llegada del cadáver del padre, la rapidez con la que en apenas pocos planos Selena se desplaza a un entorno rural para ejercer como maestra, la elegancia con la que es mostrada la muerte de la matriarca de los Pool, la elipsis previa que de repente nos incorpora a nuestras protagonista ya casada con Pervus, la rotundidad con la que se describe la muerte de este: el plano en que aparece el lazo negro en la puerta de su hogar puede considerarse como el momento más percutante de la película…-. Junto a ello, el realizador no dudará por el contrario otorgar una mayor duración a algunos elementos que considera de especial importancia a la hora de articular su discurso. Es algo que ejemplificará con pertinencia ese largo plano en el que Selena contempla como se aleja el joven Roelf, rechazando la ayuda económica que esta le brinda, y vislumbrando el arrojo y la dignidad que el muchacho demuestra, huyendo de un contexto hostil a su sensibilidad, e iniciando un rumbo incierto pero sin duda más coherente con su concepción vital.

SO BIG! está llena de ejemplos que denotan el arrojo visual de Wellman y también su valentía frente a los condicionamientos que limitaban la vida provinciana norteamericana. Desde ese comentario del párroco, desaconsejando a Selena que acuda con su carro a vender sus hortalizas junto a su pequeño, tras haber fallecido su esposo –este le señala que aquel recinto en un lugar de pecado-, hasta múltiples detalles descriptivos que van desde esos primeros instantes del film, que nos describen a la perfección la personalidad bon vivant del padre de la muchacha –esos gestos de complicidad con el sirviente negro-, así como la rebeldía de la pequeña contra la visión clasista que le brinda la sociedad de aquel Chicago de finales del siglo XIX. Pero su capacidad para el detalle estará presente en todo el metraje. Serían numerosos los ejemplos a citar –esa foto de grupo que nos permite enlazar a la protagonista ya adolescente, la manera con la que se describe el carácter ocioso del joven Dirk como nuevo ejecutivo, jugando al golf en su propio despacho-, en una película que se sirve de dichos elementos, e incluso de claros matices humorísticos –que de alguna manera preludian esa valía para el género que Wellman ratificó años después en NOTHING SCARED (La reina de Nueva York, 1937)-, y que tendrán una especial presencia en instantes como la asistencia de la protagonista a la iglesia de la localidad, la secuencia de la subasta de las cestas de compra –en donde se pondrá en evidencia el interés que Selena suscita en la población masculina de la localidad- o las divertidas maneras con las que el pequeño Roelf desea boicotear con sus intempestivas apariciones y ruidos, las clases que nuestra protagonista intenta plantear a Pervus.

Antes lo señalaba, cierto es que SO BIG! decrece un poco en su hasta entonces casi apasionante interés, una vez se describe la vida urbana de Dirk –introducida a través de otra atrevida elipsis que sustituye su imagen desde que es bien pequeño hasta que lo contemplamos ya en la plenitud de su juventud ante su madre-. Quizá fuera una decisión premeditada –sobre todo al intentar mostrar el contraste con un mundo deseado por el muchacho, basado en el éxito material-. Sin embargo, este servirá para una conclusión admirable, establecida como una revelación entre Dirk y Dallas, esta última admirada cuando contempla la autenticidad que observa en su madre, mientras esta se muestra feliz al reencontrarse con aquel alumno inquieto que ha logrado el triunfo existencial que ella vislumbró en él. Por momentos, uno intuye que solo un Frank Borzage lograría superar ese aroma de plenitud que describe la secuencia –concluyendo el film con la suprema coherencia de su atonalidad-, adelantándose en la pantalla a la versión cinematográfica de la obra teatral de Emilyn Williams THE CORN IS GREEN (1945, Irving Rapper). En esos momentos, a través de la melancolía que se observa en el semblante de Dirk, se dará cuenta de la autenticidad en el camino que su madre siempre le ha aconsejado, y que solo la mirada abierta de la que ahora se ha convertido en su compañera, aparece ante su mirada en toda su magnitud. No se por que, pero de manera casi imperceptible en el relato se introduce un elemento de infinita tristeza y pérdida que, casi treinta años después, bien podrían haber servido como base para que Elia Kazan plasmara uno de los mejores finales de la historia del cine en SPLENDOR IN THE GRASS (Esplendor en la hierba, 1961). Unamos a ello el tour de force ejecutado por una magnífica Barbara Stanwyck, para valorar como se merece, esa demostración del talento y febrilidad que en aquellos primeros años treinta mostraba uno de los cineastas más contundentes con que contaba el Hollywood de aquel tiempo.

Calificación: 3

COLLEGE COACH (1933, William A. Wellman)

COLLEGE COACH (1933, William A. Wellman)

En un periodo en el que William A. Wellman dirigió un considerable número de películas -entre las cuales se encuentran exponentes de la talla de HEROES FOR SALE (Gloria y hambre) o WILD BOYS OF THE ROAD –ambas filmadas el mismo año del título que protagoniza estas líneas-, no se puede decir que la existencia de COLLEGE COACH (1933) sirva para añadir laureles a su figura. No importa, en la medida que la lógica existencia de vaivenes en cuantos encargos acometiera en aquellos fértiles años treinta, fuera norma común para cualquier realizador adscrito al cine de estudios. Por otro lado, y pese a no resultar un título de especial calado, tampoco hemos de dejar de reconocer en esta producción, que combina el relato deportivo con la plasmación de la lucha de superación personal de su personaje protagonista –el entrenador James Gore (un eficaz Pat O’Brian)-, resulta en sí misma tan discreta como eficaz logrando, eso sí, un mayor grado de complejidad que tantas y tantas comedias juveniles que en aquellos años tenían como eje el optimismo de la práctica deportiva, centrada de modo especial en ambientes estudiantiles. En esta ocasión, y aunque en cierto modo se siga dicho esquema, ya en sus minutos iniciales asistiremos al consejo del Calvert College, analizando el déficit que sufre la institución, y exponiendo como sus causas la inversión realizada en facetas educativas. Será un intercambio de impresiones entre los directivos –todos ellos personal de alto poder económico y social-, ofreciéndonos ya de antemano una insólita perspectiva sobre un aspecto comentado en la pantalla sobre la Gran Depresión. La secuencia finalizará de modo insólito, con el inserto a modo de pantalla dentro del propio consejo escolar, de un partido de fútbol que está escuchando a través de la radio uno de los componentes de la directiva-. Una elección formal sorprendente –e incluso premonitoria de la aún lejana ingerencia televisiva-, que define de alguna manera lo más valioso que proporciona esta comedia tan intrascendente como fácil de digerir.

 

Y es que resulta innegable saborear la agilidad y el ritmo que proporciona esta película de poco más de setenta minutos –duraciones habituales de las producciones para la primitiva Warner-, en el que se llega a respirar ese grado de camaradería que Wellman –como otros tantos cineastas de su tiempo- aplicaron a sus películas. Es en esta vertiente donde COLLEGE COACH logra describir un marco estudiantil trazado sin especial grado de sutileza aunque, eso sí, lo logro con tanta superficialidad como eficacia. Esa capacidad para plantear la amistad entre hombres –bordeando en algunos instantes un alcance homoerótico que el realizador llegó a incorporar a su cine; las secuencias de vestuarios- en esta ocasión tendrá un marco ligero, aunque en él no se desaprovecha la ocasión para incorporar elementos y facetas que sirvan para denunciar las argucias que ya entonces se utilizaban en las universidades, aprobando de manera injusta a estudiantes que apenas se servían de su pertenencia a la misma para poder disfrutar de una carrera deportiva. Será algo que mostrará de forma abierta el arrogante Buck Weaber (encarnado con torpeza por Lyle Talbot), un personaje definido a base de estereotipos y sin el mínimo grado de humanidad en su perfil, para lograr alcanzar la necesaria credibilidad. Es algo que, por el contrario, sí alcanzará el sensible estudiante Philip Sargeant, asumido con sorprendente eficacia por el olvidado Dick Powell, que de forma curiosa no tiene un especial protagonismo en la función pese a encabezar el reparto de la misma. Weaber y Sargeant serán precisamente los polos de enfrentamiento en la película. El primero solo busca el triunfo superficial, juega los partidos de béisbol buscando el lucimiento personal, y jactándose ridículamente de sus “hazañas” deportivas. Por su parte, Sargeant no duda en su interés por el esfuerzo universitario –desea progresar en su condición de químico- y solo tiene la práctica deportiva como un elemento complementario, aunque en él destaque poderosamente como jugador de béisbol.

 

En medio de todo ello encontraremos el auténtico eje motriz de COLLEGE COACH, centrado en el encuentro del entrenador Gore a un nuevo equipo, al que logrará llevar a la cima de su prestigio y eficacia, aunque ello en un momento dado no le impida jugar sucio –ese instante en el que una decisión suya en pleno partido costará la vida a un jugador del equipo contrario-. Y más allá de su dedicación deportiva, los conflictos que sobrelleva con sus jugadores o sus modos de alentar el juego del equipo, el film de Wellman llega a vislumbrar –aunque no profundice en demasía en ello- la intuición de un entrenador que en esos momentos está viviendo su mejor periodo profesional, pero al cual se avecina la cercanía del declive en su trayectoria –cabría recordar la presencia de Niven Busch entre el equipo de guionistas-. Se trata de un sendero que, por desgracia, no adquiere en la película la debida importancia –que sin duda le hubiera proporcionado una hondura de la que el film carece, y que por ejemplo sí se vislumbraba en un poco apreciado film de Jacques Tourneur rodado bastante tiempo después. EASY LIVING (1949)-.

 

Pero no cabe lamentar lo que la película no da, bien sea por su propia configuración como producto destinado a públicos juveniles, dado que sus premisas de partida así lo indicaban. Lo cierto es que en el ágil metraje de COLLEGE COACH cabe destacar la competencia con las que se muestran las secuencias deportivas, esos destellos de presumible decadencia que sobrelleva el contundente entrenador –al que se une la crisis que sobrelleva con su esposa-, y que le llevarán a participar en una operación inmobiliaria que le aseguraría una estabilidad futura. Pero junto a ello, a nivel anecdótico citaremos la presencia en un breve papel de un jovencísimo John Wayne, figurando ser uno de tantos estudiantes en los vestuarios, y a nivel de realización justo es señalar la fuerza, originalidad y brío que muestra la pelea que se desarrolla encuadrando únicamente Wellman las piernas de los estudiantes contendientes. Un destello de ese brío y riesgo narrativo que siempre prodigó en su cine, aunque en esta ocasión se manifestara de modo mucho más menguado que en otras ocasiones, e incluso aportando personajes tan prescindibles como el ya contado Weaber.

 

Calificación: 2

THE PURCHASE PRICE (1932, William A. Wellman)

THE PURCHASE PRICE (1932, William A. Wellman)

Quizá si inicio estas líneas, diciendo que THE PURCHASE PRICE (1932) no es uno de los mejores títulos que forjaron la pródiga y febril andadura del norteamericano William A. Wellman en la década de los años treinta, pueda dejar entrever la impresión de que nos encontramos ante un producto desprovisto de interés. Nada más lejos de mi intención que patentizar dicha circunstancia ya que, aunque si bien pienso que esta película no se encuentra  ala altura de exponentes tan magníficos como HEROES FOR SALE (Gloria o hambre) o WILD BOYS OF THE ROAD –ambas de 1933-, esta no deja de suponer una propuesta valiosa que  y alberga en su apretado metraje un alto grado de sorpresa. Es en este sendero, donde quizá cabría considerar de manera muy especial el título que nos ocupa, al considerar que en un metraje de menos de setenta minutos –algo por otra parte habitual en sus producciones para la primitiva Warner de inicios de aquel decenio- ofrezca una de las más extrañas mixturas de género planteadas en el cine norteamericano de aquel tiempo. En efecto, y a partir de un contexto de producción “pre código Hays”, la película nos narra la huida hacia delante de una mujer de fuerte personalidad y sólido concepto de la ética –Joan Gordon (una Barbara Stanwyck espléndida, en un papel que le venía como anillo al dedo)-. Esta actúa como cantante de cabaret en Chicago, siendo la mantenida de un poco escrupuloso personaje –Eddie Fields (Lyle Talbot)-, quien por otro lado se encuentra casado. Sin embargo, Joan está enamorada de un joven de alta condición social, viendo de inmediato como dicha relación se ve imposibilitada de ser llevada a cabo a causa de evidentes prejuicios de clase. Desengañada por esta situación, nuestra protagonista viajará hasta Montreal donde actuará variando su nombre, con la intención de desaparecer en el horizonte del mafioso Fields. Pese al cuidado puesto a la hora de borrar toda huella, este logrará descubrir el lugar donde se encuentra, por lo que nuestra protagonista tomará una inesperada y rocambolesca situación para facilitar una huída definitiva. Aprovechando un encuentro de parejas que había proporcionado por correo su poco agraciada asistente –utilizando para ello una imagen de Joan-, esta aceptará ocupar de manera inesperada el rol que le había proporcionado su propia fotografía, viajando hasta una lejana localidad de North Dakota, donde conocerá y rápidamente se casará con un adusto y timorato granjero. Se trata de Jim Wilson (un eficaz George Brent), quien acogerá con sorprendente timidez a Joan, integrándola en su mundo con los bruscos y al mismo tiempo previsibles modales de alguien que solo ha centrado su vida en el desarrollo de su profesión de agricultor destinado a lograr semillas de trigo de la más alta calidad. Como era de esperar, la rudeza de Wilson contrastará con la sofisticación de Joan, en una relación predestinada a una rápida culminación. De forma sorprendente, la forjada mujer de mundo que hasta entonces había sido Joan, poco a poco encontrará el aspecto positivo de un modo de vida más sincero y auténtico, aunque en él tampoco puedan dejarse de lado desde la actitud egoísta de los bancos del entorno, o la nada solapada intención de un granjero de mayor poder económico que el débil esposo de esta, para aprovecharse de la necesidad económica de Jim en un momento crítico para la actividad de la granja. Serán todo ello situaciones que se plantearán ante la cotidianeidad de un nuevo modo de vida, en el que de manera sorprendente nuestra protagonista encontrará una extraña calidez y auténtico amor hacia ese hombre rudo pero en el fondo tímido que manifiesta su esposo.

 

Un elemento enturbiará esa relación que, pese a todos los condicionamientos y constrastes, se estaba fraguando entre Joan y Jim. Este no será otro que la inesperada presencia de Eddie –quien ha logrado encontrar el lugar donde su antigua protegida vivía-, aspecto que permitirá en el abnegado granjero dudar de las auténticas intenciones que con él ha mantenido su esposa. Pese a la sinceridad que Joan le manifestará, esta tensa situación culminará en una brutal pelea propiciada por Wilson, sin saber este que previamente Joan había solicitado a Eddie un préstamo de 800 dólares para poder pagar al banco los pagos pendientes de la granja, y hacerle saber al propio Jim de manera disimulada, la manera con la que se ha producido una circunstancia que diluía un grave problema económico para el granjero.

 

Pero es que así resulta, en todo momento, THE PURCHASE PRICE, erigiéndose en una especie de recorrido caprichoso y trotón sobre diversas de las realidades que en este periodo de la gran depresión norteamericana, podían tener lugar en diferentes emplazamientos de la inmensa Norteamérica de aquel tiempo, traspasada por un periodo de crisis que quizá favorecía exorcizar la inicial tranquilidad de sus comportamientos. Es a partir de estas premisas, bajo las cuales Wellman sabe describir con trazos breves pero rotundos –esa mirada despectiva de Eddie al retrato dedicado de un joven en el camerino de Joan-, casi de inmediato nos introducirá en esa oportunidad de la cantante de unirse sentimentalmente a una persona de destacada proyección social. Un deseo que igualmente de manera repentina quedará frustrado –esa capacidad para apostar por la sequedad o el uso del fundido en negro para hacer progresar la acción de modo constante, apelando a la elipsis;  una de sus mayores singularidades-. Así pues, el desarrollo ulterior de THE PURCHASE... adquirirá un trasfondo rural, que ya quedará patentizado en los instantes en que nuestra protagonista escuche los comentarios de muchas otras mujeres que viajan junto a ella con idénticos objetivos –unirse a hombres con los que se han relacionado con escritos y simples intercambios fotográficos-. Pero más duro será el instante en el que Joan descienda en la desierta estación en la que le espera su pretendiente. Será un momento casi fantasmagórico, de fuerza visual irresistible, y que bien pudiera haber resultado un referente previo al que un cuarto de siglo después, marcara la llegada de Spencer Tracy a la agreste población de  BAD DAY AT BLACK ROCK (Conspiración de silencio, 1955. John Sturges).

 

A partir de ese momento, los instantes de comedia –centrados sobre todo en la torpeza del ya confirmado esposo y las sorpresas que Joan va descubriendo en un contexto muy diferente al que hasta entonces había entendido como marco de su cotidianeidad-, se alternarán con el apercibimiento de que un marco rural como el que están inmersos, puede incluso que posean un mayor grado de elementos cuestionables que los en apariencia más pecaminosos de la vida urbana. Serán aspectos que para nuestra protagonista quedarán evidenciados con claridad al comprobar como una joven de la localidad –a la que se supone madre soltera u amante ocasional-, el vecindario ha dejado totalmente sin ayuda llegado el momento de que esta dé a luz. Será una cita a la que nuestra protagonista acudirá sin prejuicio alguno, demostrando que esa visión de la vida en la ciudad, en no pocos momentos podía suponer el aportar un aire fresco a estas comunidades cerradas y, por tanto, dominadas por vicios prolongados durante generaciones.

 

Es precisamente ese contraste, esa visión marcada por un cierto desencanto en cuanto a los comportamientos inherentes a la propia condición humana, vengan estos de ámbitos delictivos, urbanos, u otros finalmente insertos en la presumible tranquilidad del contexto rural, permiten en Wellman una visión dominada por una asombrosa lucidez. Algo que tendrá como eje de referencia la actitud mantenida en todo momento por nuestra protagonista, pero que en la película oscilará entre el detalle divertido –la verbena de bienvenida, en la que encontraremos la presencia del veterano cómico Harry “Snub” Pollard-, aspectos dominados por la crueldad –todo el episodio en el que Joan ayuda a la mujer que acaba de dar a luz sin que nadie de haya dignado a mostrar el más mínimo interés-, otros simplemente sorprendentes –la manera con la que la película expresa la presencia de la bajísimas temperaturas y las aguas congeladas-. Pero aún por encima de todos estos aciertos parciales, lo verdaderamente brillante de THE PRUCHASE PRICE reside en la ligereza y al mismo tiempo contundencia de su ritmo –que excluye por completo cualquier atisbo de moralismo- y, sobre todo, la inspiración lograda a la hora de visualizar un relato –escrito por Arthur Stringer, titulado The Mud Lark, y trasladado a la pantalla en forma de guión por Robert Lord-. Ello permitirá en última instancia un contundente alegato en torno al estado de las cosas en esa Norteamérica convulsa como consecuencia de esa grave crisis que se vivía en toda clase y condición entre sus habitantes, y al mismo tiempo una visión de conjunto de un contexto vital, resuelto de manera cinematográfica con tanta rapidez y contundencia como notable inspiración.

 

Calificación: 3

LILLY TURNER (1933, William A. Wellman)

LILLY TURNER (1933, William A. Wellman)

Cada vez tengo más claro que no se puede entender la crónica cinematográfica de la década de los años treinta del pasado siglo, sin tener en un destacado punto de referencia el recorrido que a su través brindaron las aportaciones de un William A. Wellman, que aunó en su obra de aquel periodo, algo tan difícil de compaginar en cualquier rama del arte como es la calidad y la cantidad. Con una febrilidad asombrosa, demostrando tanta lucidez en los relatos que trasladaba a la pantalla, como un inusitado brío narrativo a la hora de su plasmación visual, Wellman logró aún por encima de esa crónica casi sin parangón de la convulsa Norteamérica enclavada en los márgenes de la gran depresión, una visión desesperanzada de la condición humana representada en esos personajes por lo general anónimos, obligados a tener que sufrir las consecuencias de un marco social adverso y cruel. Puede a este respecto que quizá no sea LILLY TURNER (1933) el título más rotundo en esta corriente, que incluye exponentes tan magníficos –poco a poco emergidos de las catacumbas del incomprensible olvido- como HEROES FOR SALE (Gloria y hambre) o WILD BOYS OF THE ROAD, ambas rodadas el mismo 1933, pero resulta indudable que nos encontramos con una estupenda película, coherente con esa ya señalada crónica que, film tras film, Wellman fue ofreciendo casi como si fuera un serial interminable, desplegando en la vivencia de la joven protagonista una mirada acre y al mismo tiempo valiente, de un retrato femenino castigado por la adversidad, en un contexto social especialmente duro con la figura de la mujer.

 

Lilly Turner (la notable y hoy olvidada Ruth Chatterton), es una joven muchacha caracterizada por su ingenuidad que decidirá casarse con el joven y agradable Rex Durkee (Gordon Westcott), abandonando incluso su ciudad y entorno familiar, con la idea de vivir con este una nueva vida en New York. Este la llevará a otra ciudad, donde pondrá en marcha un espectáculo de magia, enamorándose de una de las actuantes, y dejando de lado hasta abandonarla a Lilly. Ella quedará embarazada e incluso advertirá que en realidad no estaba casada con Rex, ya que era bígamo. En una situación tan delicada y antes incluso de dar a luz, el bondadoso y alcohólico Dave (Frank McHugh, una especie de hermano gemelo de Peter Lorre) se casará con nuestra protagonista, brindándole una especie de soporte, e incluso ayudándola cuando ambos recurrirán a la participación en un espectáculo de baja catadura auspiciado por el tan entrañable como poco escrupuloso dr. Peter McGill (Guy Kibee), quien en un extraño show de charlatanería se dedica a vender libros de salud, exhibiendo para ello sendos representantes de la vitalidad humana, en los que Lilly ejerce el vértice femenino. Dentro de un contexto dominado por la sordidez todos los partícipes de la iniciativa sobrevivirán mal que bien, aunque en ellos aparezca la crisis de quien representaba el modelo masculino –Fritz (Robert Barrat)-, platónicamente enamorado de nuestra protagonista, y que tendrá que sufrir internamiento psiquiátrico. En su lugar ocupará la plaza un joven inmigrante newyorkino –Bob Chandler (George Brent)- que hasta el momento ha ejercido como taxista. Muy pronto la nobleza de Bob calará en nuestra protagonista, estableciéndose entre ellos una abierta complicidad, incluso en presencia del esposo de esta, y contando con el recelo de la mujer de McGuill, secretamente celosa del atractivo que la muchacha ejerce en el recién llegado. Poco a poco la situación se tornará insostenible en la nueva pareja, quienes se plantearán la posibilidad de abandonar el entorno en el que malviven –en el que se incluye la propia presencia del bondadoso Dave, incapaz de dejar de lado su adicción al alcohol-, buscando una lejana alternativa de vida basada en la competencia profesional de Chandler. Esa oportunidad llegará al joven, pero también irá acompañada de tintes dramáticos con la escapada de Fritz de su internamiento, llegando hasta el lugar en donde los protagonistas prosiguen el show que él mismo protagonizó, enzarzándose en una violenta pelea motivada por su nunca olvidada pasión por Lilly. La lucha se tornará llena de dureza, culminando con un terrible accidente vivido por Dave. La circunstancia trocará los planes de la protagonista y Bob, aunque entre ellos permanezca un cierto atisbo de esperanza.

 

LILLY TURNER es una de las varias y generalmente valiosas aportaciones que el cine de los primeros años treinta –hasta la llegada del odioso Código Hays-, permitió la presencia de numerosos films protagonizados por retratos de mujeres fuertes y decididas, emergiendo de ellas una visión de la condición femenina valiente que fue desapareciendo cuando el citado elemento de censura adulteró la sinceridad y credibilidad de la producción cinematográfica hasta entonces vigente –lo que no significa que dejara de poseer valores de otra especie-. Ejemplos como el que brinda esta película, o THE MIRACLE WOMAN (1931, Frank Capra), perduran aún en nuestros días por asumir unos perfiles sociales y dramáticos de plena vigencia aún reconociendo la referencia de haber sido rodados hace cerca de ocho décadas. Es esa una de las virtudes que permanece inalterable en esta notable película, en la que casi se llega a respirar el olor a las cloacas de esa sociedad sórdida y traumatizada por la convivencia con un periodo especialmente complejo, a partir del cual casi parece que cualquiera de las cualidades que por lo general destacamos en el ser humano se encuentran ausentes. Será un marco descriptivo que Wellman describe con una contundencia incómoda de asimilar, y lo hará desde el primer momento mostrando en apenas pocos instantes como la protagonista ha caído en las redes de un auténtico sinvergüenza, que le ha llevado sobre todo a romper con la placidez familiar en la que había vivido hasta entonces –la manera con la que planifica la despedida de Lilly y su madre en la estación del tren es reveladora de esa ruptura traumática-. No será más que el inicio de un relato trepidante, que en apenas sesenta y cinco minutos ofrece al espectador contenidos suficientes para haber desplegado un relato con una duración muy superior, que expresa el estilo seco, cortante e inventivo de un director en pleno dominio de sus facultades, y que al mismo tiempo se muestra valiente y hondo tanto en sus imágenes como en el trazo psicológico de sus personajes. Es a partir de esa dualidad, con la que la muchacha aparecerá simplemente como una mujer valiente y honesta, y que precisamente por esa coherencia y valentía ejercerá como víctima propiciatoria de un contexto dominado por la codicia, la represión y el puritanismo.

 

Todo ello será descrito en un contexto desolador, en no se sabe si resulta más sórdido ese infecto show montado por el decadente McGill –quien en privado nunca ocultará su lasciva atracción por Turner-, o la represión sexual manifestada por su madura esposa –que no está dispuesta a reconocer su edad-, quien no dudará en desacreditar a Lilly al verla atraída por ese inocente Bob al que también desea en secreto y de manera utópica. Todas las imágenes van impregnadas de un contexto de oscura incomodidad, de imposibilidad de emerger de una triste existencia, en la cual solo aparecerá la bondadosa y al mismo tiempo autodestructiva personalidad de David y, sobre todo, la llegada del joven Chandler, quien representará en ese contexto una nueva luz dentro de un túnel vital de insospechadas dimensiones. Como en sus mejores momentos, Wellman planifica con tanta seguridad como dureza, sorprendiendo el hecho de que los orígenes de la película provengan de una obra teatral escrita por George Abbott y Phillip Dunning –trasformada en guión de la mano de Gene Markey y Kathryn Scola-. Los constantes episodios y elementos dramáticos que se suceden quedan expuestos como verdaderos trallazos, penetrando con contundencia en la conciencia del espectador al tiempo que percibiendo la sensación de viveza cinematográfica que proporciona una narración en la que se aplica esa máxima de una idea por plano. Todo ello conformará un relato compacto, denso, dominado por la tiniebla de la presencia del lado oscuro de la existencia. Será una propuesta en la que no hay apenas lugar para el sentimentalismo, y en la que la elipsis proporciona una contundente alianza con el realismo –la sencillez con la que se muestra la boda entre Lilly y Dave, la simpleza con la que se expresa el aborto posterior de esta, la incomodidad que proporcionan las demostraciones de ese degradante espectáculo que se verá obligado a protagonizar Lilly para poder sustentarse la vida-, o incluso la fuerza dramática que adquiere el instante en que esta y Bob exteriorizan su amor, al embarrancar el vehículo en el que se están trasladando dentro de una atronadora tormenta.

 

Decididamente, LILLY TURNER –jamás estrenada comercialmente en España- es un drama de considerable calado. Es cierto que no se encuentra a la altura de los dos referentes ya señalados al inicio de estas líneas, pero no cabe duda que se trata de una película por momentos magnífica, al tiempo que representativa de un estado de las cosas que, por fortuna, el cine norteamericano de aquellos primeros años treinta logró trasladar a la pantalla con verismo, contundencia, garra y lucidez, sin tener miedo a mostrar el lado menos halagüeño de su gran sueño, maltrecho en aquellos años.

 

Calificación: 3

THE STAR WITNESS (1931, William A. Wellman) El testigo

THE STAR WITNESS (1931, William A. Wellman) El testigo

Pese al hecho de ser una película sorprendente, estoy convencido que a cualquier aficionado que haya seguido con cierta atención –aunque sea de manera parcial- la copiosa filmografía de William A. Wellman en su fértil periodo de la década de los años treinta, el visionado de THE STAR WITNESS (El testigo, 1931) le permitirá el reencuentro con esa particular manera de enfrentarse al hecho cinematográfico basado en una sequedad, un ritmo ajustado y cortante, y la aplicación de situaciones revestidas de crueldad. En esta ocasión asistimos a una de sus ajustadas producciones para la Warner –su metraje no llega a los setenta minutos-, en la que el ya curtido cineasta sorprenderá al espectador con un argumento –procedente del poco conocido e igualmente realizador Lucien Hubbard- estructurado en base a un eje central, a partir del cual se establecerá de manera percutante otra historia de contundente dramatismo, retomando en su tercio final el pequeño drama doméstico que está a punto de aflorar en los primeros minutos de la película.

 

THE STAR WITNESS se inicia con notable ligereza tras la camara, con ese largo travelling lateral que sigue a los dos pequeños de la fanilia Leeds. Ya el rótulo inicial nos destaca que la historia se desarrolla en un ambiente urbano de clase media, predisponiendo al espectador a un relato familiar más o menos escorado hacia la comedia, a lo que contribuirá no poco la inesperada presencia del abuelo de la misma –Henchman Big Jack (impagable Nat Pendleton)-. Lo hará mientras el resto de los componentes se reúne para la cena, demostrando muy pronto la inestabilidad que preside la relación de sus componentes. En ese contexto, la llegada del pintoresco abuelo –apreciado por sus nietos pero mirado con reserva por el resto de la familia, sobre todo por su adicción a la bebida-, insertará en los Leeds un nada solapado deseo colectivo de alejarlo de su cotidianeidad. De alguna manera, Wellman parece adelantar el conmovedor drama que seis años después presidiría una de las obras más hermosas y al mismo tiempo dolorosas del cine norteamericano de aquella década –MAKE WAY FOR TOMORROW (1937. Leo McCarey)-. Y es cuando el drama empieza a aflorar en el seno de esta aparentemente idílica familia, el momento casual en que se desarrollará en el exterior de la vivienda un asalto con pistoleros, produciéndose dos muertes violentas, y entrando los autores del delito en el hogar de nuestros protagonistas para buscar una huída, no sin advertir a estos que no les identifiquen a la policía.

 

Como es previsible, las autoridades deciden apelar a la familia para que actúen como testigos, ya que el autor del asalto es Maxey Campo (Ralph Ince) que ha sido detenido, pero que ha de ser identificado por testigos para ser condenado a muerte –uno de los dos asesinados era un agente de policía que protegía a un soplón decidido a colaborar con la justicia. El fiscal Whitlock (Walter Huston) logrará convencer a los componentes de la familia Leeds, que en principio se mostrarán colaboradores. Sin embargo, una auténtica pesadilla se establecerá ante ellos, hasta el punto de renunciar casi todos sus componentes a participar como testigos. Llegados a este punto, no cabe duda que Wellman ya ha dejado prueba de su vibrante estilo cinematográfico, plasmado en la contundente secuencia del asesinato del agente de policía y el propio testigo, que la familia protagonista ha contemplado desde una ventana del edificio. Pero será a partir de la protección por parte policial de los Leeds, cuando realmente emerja una vivencia de pesadilla para todos ellos. Es en esos momentos donde Wellman deja pruebas bien evidentes de su gusto por la crueldad revestida de sequedad, que se manifestará en la insólita –y terrible- tortura vivida por el patriarca de la familia, quien es golpeado en reiteradas ocasiones contra una pared hasta dejar esta casi destrozada, sufriendo enormes heridas en su cabeza hasta dejarlo tirado medio muerto en el cauce del río –la visión de su cuerpo por parte de unos campesinos, devendrá casi fantasmagórica-. Será el elemento catárquico que hará que sus familiares se replanteen su participación como testigos, aunque el hecho de estar constantemente vigilados les permita un cierto margen de tranquilidad. Sin embargo, la desaparición del más crecido de los dos pequeños de la familia será el detonante para provocar la absoluta desesperación de todos los componentes del grupo familiar, especialmente por parte de la desconsolada madre, que ve como en pocas horas se ha destruido la –ficticia- unidad de les Leeds. La realidad es que los hombres de Campo han secuestrado al muchacho, con la intención de evitar que sus familiares declaren contra su jefe. Estarán casi a punto de lograr su objetivo, pero entre ellos encontrarán un contumaz defensor de la dignidad de ser americano –el viejo Big Jack- quien seguirá dispuesto a efectuar la identificación del gangster, para con ello evitar que gentes de esa calaña se adueñen del terror en las calles, aunque su declaración pueda llevar al asesinato de su nieto. Pero, repentinamente, tras descubrir el barrio donde parece que sus captores tienen a su niego, el viejo huye de la vivienda de sus descendientes, dirigiéndose hacia las siniestras calles de la zona determinada, tocando de forma intermitente con su flauta, aparentemente de manera libre –estupendo el detalle que lo confunde con un mendigo-. En realidad está utilizando una argucia valiosísima, para intentar captar la atención de su nieto por si estuviera junto a algunos de los edificios que recorre. La intuición se revelará acertada, logrando localizar al muchacho, provocar su rescate, y por último permitir condenar a Campo.

 

Todo ello está mostrado por Wellman con un estupendo uso de la síntesis cinematográfica, sabiendo introducir en el relato apuntes muy agudos que relativizan la importancia de los conceptos de valentía y cobardía en un ámbito de cierta cotidianeidad, y al mismo tiempo se mostrará comprensivo tanto de la actitud de los componentes de la familia –que se encuentran en estado de schock y totalmente desbordados ante el infierno que se les ha venido encima-, como del afán de Withlock por llegar incluso a utilizar a esta familia inocente que de manera causal contempló el doble crimen, para con ello poder aplicar el rigor de la justicia y proporcionar un castigo ejemplar a las bandas que proliferan en la ciudad. Es más, incluso en un momento dado, Wellman llega a plantear la humanización de uno de los delincuentes que tiene secuestrado al muchacho, con el cual confraterniza y al que, paradójicamente, facilitará la posibilidad de proporcionar una contundente señal –propiciada al escuchar el sonido de la flauta de su abuelo-, que le permitirá ser secuestrado.

 

Crueldad y crónica social, relato de gangsters y tratado sobre la descomposición de la familia. Una combinación casi explosiva, que solo un cineasta tan atrevido como William A. Wellman podía plasmar en la pantalla con tan pasmosa facilidad. Es más, llegará a finalizar la película de una manera tan en apariencia festiva como en última instancia desoladora. Pese a la aterradora vivencia vivida y el papel fundamental que el abuelo ejerció para darle solución –lo que incluso le permitirá evocar sus tiempos de lucha en la guerra de confederación, llegado el momento de rescatar directamente a su nieto-, una elipsis nos revela que este ha sido relegado de su familia. Es por ello que lo contemplaremos subido a un carro rústico tocando su sempiterna sintonía evocadora en su vieja flauta con destino al hogar del soldado, y pasando por un camino poblado de tumbas de antiguos soldados. Todo podría manifestar que nos encontramos ante una conclusión plácida, pero la realidad posee un alcance más sórdido, ya que este doloroso episodio quizá solo haya acelerado el proceso de disolución de un marco familiar que antes de esta vivencia, ya dejaba bien claras sus fisuras generacionales. En definitiva, la descomposición de su estructura.

 

THE STAR WITNESS es una nueva muestra del pletórico estado de creatividad con que Wellman afrontó este periodo clave para el cine norteamericano. Por ello, sus cualidades no suponen en absoluto, sorpresa alguna.

 

Calificación: 3

OTHER MEN’S WOMEN (1931, William A. Wellman) Mujeres enamoradas

OTHER MEN’S WOMEN (1931, William A. Wellman) Mujeres enamoradas

Muy poco antes de que William A. Wellman firmara uno de los títulos más significativos de su obra, que preludió la casi instantánea apuesta de la Warner por el cine de gangstersTHE PUBLIC ENEMY (1931)-, el entonces prolífico –e inventivo- cineasta, dio vida la pequeña historia de Maude Fulton –adaptada a la pantalla por ella misma-, en la que la brutalidad y lo intimista se da de la mano de manera pasmosa. Un pequeño relato que de pasada muestra ciertos elementos sociológicos en torno a la incidencia de la gran depresión en los marcos rurales estadounidenses, y al mismo tiempo se plantea un triangulo amoroso –y de sincera amistad- en un contexto cinematográfico previo a la implantación del Código Hays.

 

OTHER MEN’S WOMEN (Mujeres enamoradas, 1931) se desarrolla en el marco espacial de la estación de ferrocarril de Eats. En un contexto de gran dureza trabajan numerosos hombres entregados, deteniéndose la película en Bill (Grant Whiters) y Jack (Regis Toomey). Ellos representarán ese concepto extremo de la amistad y camaradería masculina que siempre estuvo presente en el cine de Wellman, a ambos les une una estrecha amistad, que comparten desde su trabajo común como conductores de una locomotora. Amigo de juergas nocturnas, Bill en un momento dado se echará para atrás en su intención de casarse con la joven camarera Marie (Joan Blondell), ligándose a juergas y borracheras, de una de las cuales le sacará su fiel amigo Jack. Este lo llevará a su propia casa, permitiendo que abandone la habitación que tenía alquilada, donde compartirá una existencia más plácida en compañía de su propia esposa –Lily (Mary Astor)- y el viejo patapalo (J. Farell MacDonald). Lo que entre ellos se dirime como una extraña relación de amistad abierta y entrañable, muy pronto devendrá en la indeseada pero inevitable presencia de una atracción amorosa entre Bill y Lily. Un sentimiento que ambos no podrán contener en sus más sinceros exponentes, aunque si intentarán sobrellevar con el sentimiento presente de nobleza ante el respeto a Jack. Es por ello que el amigo abandonará el hogar de ambos, pero muy pronto las sospechas se intuirán –expresados en un prolongado y revelador primer plano sobre su rostro- por parte del esposo, quien se enfrentará a su hasta entonces amigo, peleándose ambos mientras su locomotora está en pleno funcionamiento, provocando un accidente, y quedando Jack herido en la refriega. Este se recuperará, pero la terrible realidad le dejará ciego, comprobando su viejo amigo –en una secuencia admirable por su contención- el drama que inesperadamente ha provocado en dicha familia. Pese a huir de dicho entorno, el invidente advertirá casualmente –por una indiscreción del viejo pata de palo, que Lily sigue cuidándole por lástima. Por ello, escenificará una invocación para que su esposa se marche de su lado.

 

El tiempo discurrirá pero unas lluvias provocarán unas crecientes inundaciones en las que se encuentra en riesgo la seguridad de un puente al que previsiblemente van a arrastrar las aguas. Bill –imbuido de un extraño aliento trágico, y sin haber asumido aún la tragedia que ha provocado entre sus queridos amigos, se ofrecerá como voluntario para discurrir por dicho puente con un tren cargado de cemento, para intentar comprobar su improbable resistencia. Jack escuchará la situación y huirá del entorno en donde estaba reunido con sus amigos, intentando adelantarse a los deseos de su –pese a todo- mejor amigo. Entre la lluvia, desafiará su ceguera y logrará acceder a la locomotora, llegando a pelearse y noquear a Bill, al que por encima de todo quiere proteger en su intención prácticamente suicida, y en su lugar ocupar él ese papel, siendo consciente de que su mera presencia como ser humano, ya nada puede servirle en su existencia, quedando como un simple estorbo e impidiendo ofrecer un camino libre a una relación entre su esposa y su gran amigo. Es decir, que ha de dejar paso al destino. Aunque en él no tenga cabida.

 

Tan sencillo planteamiento, en realidad esconde una mirada abierta, junto a una creíble y, finalmente, conmovedora reflexión sobre la fuerza irresistible de los sentimientos,  mostrada en la pantalla algún tiempo antes de que lo hiciera Jean Renoir –y con posterioridad Fritz Lang-, dentro de un ámbito ferroviario. La crueldad que emanaba del referente literario de Zola, en esta ocasión se transforma en dureza y ternura al mismo tiempo, describiendo una visión abierta y madura de las relaciones afectivas, dentro del marco de libertades que podía expresarse en aquel cine de principios de la década de los años treinta, con un perfilado de personajes tan directo como creíble, en la que la labor de sus intérpretes resulta de esencial complicidad. Entre ellos, es lógico destacar la sensibilidad mostrada por la jovencísima Mary Astor en su crucial personaje.

 

Wellman sabe ser sensible, pero en ningún momento olvida su garra cinematográfica –esa largo travelling de retroceso que describe la manera con la que Bill deja de lado su intención inicial de casarse con Mary; el travelling lateral que permite incorporar a patapalo en las tareas de cultivo de la casa de Jack y Lily, el propio alcance circular de la historia-, combinado las formas y maneras con la que en aquellos años se mostraban las elipsis cinematográficas –los planos que muestran el discurrir de las hojas del calendario-. Unamos a ello la especial sensibilidad con la que se muestra el estallido en la atracción manifestada entre Lily y Bill, el perfecto uso dramático que se ofrece de la lluvia en los momentos en los que Bill contempla a su viejo amigo postrado en la silla y advirtiendo su ceguera, o la expresiva manera con la que se manifiesta el estado de felicidad de los empleados del tren –danzando por encima de los vagones- son aspectos que denotan esa capacidad para combinar romanticismo y dureza, que ya se manifestaron en algunos de los títulos del Wellman silente –WINGS (Alas, 1927) y BEGGARS OF LIFE (Los mendigos de la vida, 1928), esta última también inserta en un contexto rural y con ambientación ferroviaria-, y que muestran en esta película la vitalidad de un cineasta provisto de un especial grado de febrilidad creativa. Señalemos para finalizar, la presencia de un joven James Cagney –encarnando a otro empleado de tren amigo de la pareja protagonista-, que a punto estaba de convertirse en estrella cinematográfica con la ya mencionada THE PUBLIC ENEMY.

 

Calificación: 3

MIDNIGHT MARY (1933, William A. Wellman) Rosa de medianoche

MIDNIGHT MARY (1933, William A. Wellman) Rosa de medianoche

Dentro de la extensa y muy interesante trayectoria de William A. Wellman como realizador cinematográfico, probablemente encontremos expresado el periodo más denso y al mismo tiempo más valioso de su obra en la primera mitad de la década de los años treinta. Puede que a ello contribuyeran diversos factores. Uno de ellos podría ser la destreza que el norteamericano había demostrado en los últimos compases del periodo silente, desarrollando una inclinación puramente visual que supo prolongar a la llegada del sonoro. Unamos a ello la especial garra y arrojo narrativo que el cineasta demostró desde el primer momento, su capacidad para la síntesis, así como una innegable valentía a la hora de desarrollar dichas propiedades, que con probabilidad tuvieron un caldo de cultivo de especial inspiración en un periodo socialmente marcado por la gran depresión estadounidense, mientras que en su vertiente específicamente dramática, contaba con la permisividad posteriormente atenazada con el nefasto Código Hays. Sin la confluencia de estas características, es más que probable que ni Wellman, ni Walsh, ni Hawks, ni incluso un nombre tan conservador como Mervyn LeRoy –por citar un ejemplo al azar-, hubieran podido plasmar en la pantalla crónicas de tan hondo calado social, acompañadas de una profunda inspiración narrativa.

 

Punto por punto, estas características se pueden ratificar en MIDNIGHT MARY (Rosa de medianoche, 1933), que Wellman rodó en un año de especial febrilidad creativa –seis películas llevan su firma-, y en medio de dos títulos magníficos –HEROES FOR SALE (Gloria y hambre, 1933), a mi juicio una de sus obras cumbre, y WILD BOYS OF THE ROAD (1933). Tres títulos que, pese a la diversidad de sus argumentos, comparten unas mismas preocupaciones, erigiéndose como impagables crónicas de unos tiempos convulsos en la sociedad en la que se integran, destacando en sus imágenes un asombroso arrojo en su plasmación fílmica. El hecho de que personalmente considere que MIDNIGHT... se encuentre ligeramente por debajo de los títulos que la rodean, no significa que no lo considere un brillante melodrama, representativo de esa doble inquietud que enriqueció no solo la propia obra de su artífice, sino en su conjunto la vitalidad manifestada por el mejor cine de Hollywood en este periodo.

 

La película se inicia de manera rotunda. La planificación que efectúa de manera deliberada Wellman, nos traslada a las deliberaciones de un juicio en donde un iracundo fiscal arremete con la convicción propia de una mentalidad cerrada y conservadora, contra la acusada en una vista de asesinato. Esta es Mary Martín (una espléndida Loretta Young), que nos es mostrada de manera distante, transmitiendo al espectador la sensación de encontrarnos con un ser sin escrúpulos, que asiste a la vista hojeando un ejemplar de la revista Cosmopolitan. Quizá esta manera de presentarnos a la protagonista sea un efecto un poco fácil para jugar con la impresión del espectador,  facilitandonos un posterior contraste al poder comprobar las circunstancias que han llevado a la muchacha a una condena prácticamente segura. El jurado se retira a deliberar mientras que la encausada es llevada a una sala de espera, donde es acompañada por un viejo oficial que se muestra amable con ella, aunque en el fondo espera que las deliberaciones finalicen lo antes posible, para poder asistir a la fiesta de cumpleaños de uno de sus hijos. El clima relajado de la estancia y la amabilidad del acompañante, llevan a Mary a contemplar los amplísimos archivos, encuadernados en tomos anuales. Dicha presencia facilitará al realizador la incorporación de una ingeniosa solución visual, con una panorámicas sobre diferentes años tomando el punto de vista de la protagonista, que nos trasladarán a momentos concretos de su vida pasada –la practica totalidad de la película se encuentra planteada en diferentes flash-backs-. De tal forma, acompañado por vertiginosas cortinillas –que se erigirán como auténtico rasgo de estilo en la película-, comprobaremos inicialmente como Mary de niña pertenecía a un contexto social de absoluta pobreza, mostrándonosla en un vertedero junto a una amiga, lugar en el que un policía le comunica la muerte de su madre. La imagen fundirá a la llegada de la niña a la puerta de su casa, flanqueada con un crespón negro. Pocos años después, ya más crecida, sufrirá por circunstancias del azar –y también los prejuicios sociales que emana su aspecto en la clase bienpensante- una condena por el robo de una cartera que ella realmente no ha cometido. Como se puede comprobar, ya desde su niñez y adolescencia, Mary estaba predestinada a sufrir el prejuicio y el sufrimiento ante unas estructuras sociales en teoría destinadas a salvaguardar los derechos del individuo, pero en realidad definidos como mecanismos que funcionan en la práctica como verdadera oposición a aquellos objetivos por los que fueron creados. La hipocresía, el prejuicio, la importancia de las diferencias de clase, la terrible incidencia de la “gran depresión” –esos ingeniosos planos subjetivos de Mary contemplando letreros luminosos, que su imaginación transforma en avisos de la inexistencia de trabajo-. Un detalle absolutamente disolvente de la débil frontera existente entre los buenos sentimientos y la hipocresía más absoluta, lo tenemos en esa generosa entrega de Mary de un billete de 50 dólares que le ha entregado Darcy por un trabajo –que ella desconoce es un robo-, y que la muchacha dona a la legión de salvación; en la imagen siguiente ella será rechazada para poder integrarse en sus filas.

 

En medio de un contexto absolutamente adverso para nuestra protagonista, dados unos orígenes y antecedentes que se han adherido a ella sin haberlo buscado jamás, su tabla de salvación llegará de la mano de Leo Darcy (Ricardo Cortez), un hombre de dudosa catadura pero innegable encanto. Será la relación que se establecerá entre ambos, el elemento de destino que introducirá a Mary a un contexto de delincuencia, en el cual realmente siempre mostrará una notable distancia, aunque se deje seducir por un entorno de comodidad y lujo hasta cierto punto comprensible tras un pasado revestido de absoluta necesidad. Un buen día, cuando nuestra protagonista asiste a un lujoso salón de juegos –sin saber que los hombres de Darcy van a realizar allí un atraco-, conocerá en medio del accidentado robo –en el que un policía resultará herido de bala- al joven Tom Mannering Jr. (Franchot Tone). Se trata de un joven amable y de buena familia, hijo de un juez, que se mostrará desde el primer momento atraído por la muchacha. Poco a poco se establecerá entre ellos una sincera relación, logrando que Mary abandone el contexto en el que hasta entonces ha desarrollado su vida, e incluso facilitándole un trabajo como mecanógrafa. Ni siquiera la casual contemplación del asedio que la muchacha sufre por parte de un viejo empleado –en una secuencia ciertamente impensable en el cine USA muy pocos años después-, impedirá que esta relación se vaya estrechando. Pero la sombra de Leo Darcy no podrá disiparse, y antes que ella el casual encuentro de Mary con el policía que fue atacado. Será mientras cena con Mannering, ante el cual fingirá rechazar su propuesta de matrimonio antes de entregarse y evitar con ello perjudicar a su amado –magnífico el detalle de insertar la canción que ha servido como leiv-motiv de dicha relación-. Condenada y cumpliendo prisión, de manera casual comprobará con resignación que Mannering se ha casado con una joven de clase alta; una vez más el destino no va a favorecer la violentación de los prejuicios sociales.

 

Mary cumplirá su condena y saldrá a la calle, siendo recogida de nuevo por Darcy, que de alguna manera se ha mostrado agradecido por la lealtad que ha manifestado al no haber delatado su entorno. Decidido a recuperar su relación, de nuevo el destino los cruzará junto a Mannering. Tras una violenta pelea, Darcy comprobará que Mary aún sigue manteniendo sus sentimientos hacia este, por lo que estalla en ira y decide matarlo. Alarmada, Mary avisa a este para que se proteja, pero no podrá evitar que en un error de cálculo, sea asesinado por error Sammy Travers (Andy Devine), fiel amigo de Tom. No contento con ello, Darcy mantiene su intención de matar a este, lo que finalmente provocará el asesinato de este por parte de Mary –en una secuencia revestida de un gran impacto-. La situación vuelve a la actualidad, despejando todos los recuerdos de Mary que hemos contemplado, que nos han servido para modificar la visión que de ella manteníamos en los primeros instantes de la película. La muchacha es condenada, aunque en el último momento aparecerá Mannering, quien se ofrece como defensor, exigiendo una nueva vista, y revelando las razones por las que esta mató a Darcy; salvar su propia vida.

 

En teoría la película asumirá un happy end; titulares de prensa nos revelan con rapidez el resultado de la vista y la decisión de Mannering de separarse se su esposa. Sin embargo, el plano final, en apariencia revestido de felicidad, denota una mirada disolvente que pone en duda el optimismo de sus perspectivas de futuro: los dos personajes son encuadrados sosteniendo sobre ellos planos amenazadores de las rejas de una cárcel, en una clara metáfora sobre la marca que el destino ha ubicado ya en una relación que antes o después, se encuentra concenada al fracaso.

 

No cabe duda que MIDNIGHT MARY se erige como un exponente notable de ese ciclo de cine de denuncia que, insertado dentro del contexto de crónicas sociales, policiacas o de gangsters, mostraron una visión disolvente y desesperanzada de la vida norteamericana en su magnitud urbana. Desigualdades, injusticias, prejuicios y una visión dura y desencantada sobre la condición humana, puesta en la tesitura de un contexto social áspero, que en realidad sirve como detonante para hacer expresar el lado más cruel del individuo. ¿Qué impide, a mi modo de ver, que el film de Wellman se erija como un auténtico logro? Personalmente, considero que la película pierde un cierto grado del abrumador alcance de su primer tercio, en el momento en que aparece en escena el personaje de Mannering. Sin resultar excesivamente chirriante, creo de todos modos que limitan la dureza del metraje previo, entrando en un terreno de cierta blandura. Unamos a ello el escaso atractivo que plantea el dibujo –y la interpretación- de Ricardo Cortez, que desconcierta al espectador al pensar que inexistente rasgo de su personalidad puede provocar el más mínimo grado de atracción por parte de la protagonista –algo solo disculpable en los momentos iniciales, motivados por un grado de agradecimiento-. En cualquier caso, y dado el hecho de su general desconocimiento, es indudable que nos encontramos con una película digna de un reconocimiento hasta ahora vedado y que, en varios de sus aspectos, me recordó de manera poderosa la muy posterior THE NAKED KISS (Una noche en el hampa, 1964), que sigo considerando la obra más valiosa, atrevida y descarnada, jamás rodada por Samuel Fuller.

 

Calificación: 3

WILD BOYS OF THE ROAD (1933, William A. Wellman)

WILD BOYS OF THE ROAD (1933, William A. Wellman)

Al contemplar la secuencia de apertura de WILD BOYS OF THE ROAD (1933), uno puede tener una cierta sensación de encontrarse ante un relato en el que las capacidades como realizador de William A. Wellman, se sitúen muy por encima de una película que inicialmente parece centrarse en el terreno del cine de pandilleros, bastante frecuente por otra parte en el seno de la primitiva Warner. Es así como la presentación de los dos amigos protagonistas y su incidencia en una fiesta, a la que uno de ellos tiene que acudir disfrazado de mujer -ya que en su familia escasea el dinero-, nos puede inducir a una nueva aventura de este subgénero, servida sin embargo con esa innata capacidad del ya experimentado realizador, capaz de lograr con la movilidad de su cámara interesar al espectador en la descripción de los dos jóvenes protagonistas. Será una andadura que se centra en el joven Eddie Smith (Frankie Darro), un muchacho de familia más o menos acomodada, quien de la noche a la mañana comprobará en carne propia como su familia se ha convertido en una más de las innumerables víctimas de la gran depresión norteamericana. La sutileza con la que es planteado este conflicto dramático, muy pronto logra imbuir a WILD BOYS… de una extraña sensibilidad, acentuando su interés al trasladar esa visión desde el punto de vista de un muchacho que, prácticamente de la noche a la mañana, pasa de intentar ayudar a su mejor amigo a sobrellevar una situación de estrechez, a vivirlo en carne propia.

 

Esta circunstancia, y el posterior devenir de una producción que no alcanza los setenta minutos de duración, no solo eleva la temperatura de esta propuesta pródiga en elementos de interés no solo a nivel puramente cinematográfico, sino que integra su alcance social en una especie de continuidad de la muy reciente HEROES FOR SALE (Gloria y hambre, 1932) –a mi juicio una de las cimas del cine social norteamericano en la década de los años treinta-, con la que se ofrece como un nada inocente contrapunto. Será una mirada quizá finalmente dominada por el optimismo del New Deal, pero en todo momento revestida de una gama de matices en las que se contraponen una visión dominada por un nada soterrado fatalismo, que la película no deja de plantear ni en los compases finales del film, manifestado en ese semblante de un taciturno Tommy (Edwin Phillips), al contemplar la explosión acrobática que su fiel amigo realiza ante él, que tendrá que convivir durante el resto de su vida con la amputación de su pierna. Entre su inicio y esta conclusión agridulce en la que se contrapone la esperanza y el escepticismo con extraño equilibrio, se desarrolla un atractivo relato –que parte de una historia original de Daniel Ahern, trasladado como guión a la pantalla por Earl Baldwin- en el que todos y cada uno de dichos episodios, contribuyen a ofrecer una visión de conjunto de la incidencia de aquel periodo tan traumático para la vida norteamericana , ante esas generaciones de adolescentes norteamericanos que se vieron directamente afectados por esta gravísima crisis social y económica.

 

La película no olvidará la crudeza de la emigración y huída por estados, las luchas con la presión de la policía, la difícil integración con la normalidad urbana o el deseo compartido de los protagonistas de huir de un entorno familiar, evitando con ello suponer un elemento suplementario de complicación entre sus padres. Dentro de las incidencias y episodios, lo cierto es que todos ellos alcanzan un rasgo de representatividad, pero al mismo tiempo sirven y ejercen como preciso apunte sociológico, llegando incluso a la presencia de leves toques humorísticos, complementando con ello el alcance dramático de la propuesta. A partir de este punto de partida, nuestros tres protagonistas se empeñarán en recorrer diversos estados, hasta que llegan a las alcantarillas de una ciudad en la que todos ellos se aglutinarán, viviendo en auténticas chabolas y mostrando con ello la cara más sórdida de una crisis global. Dentro de este contexto, Wellman sabe servir a la historia con sequedad y sin concesiones. Logra equilibrar los perfiles de ese recorrido que se centra en la vivencia de tres muchachos, sin por ello dejar de lado secuencias y momentos de una dureza inusitada. Desde la pelea que mantiene Eddie con la que después descubrirá es una muchacha disfrazada de chico –Grace (Rochelle Hudson)- en pleno vagón de tren, el momento en que esta queda a punto de ser violada por el conductor del vagón –un jovencísimo Ward Bond- o, sobre todo, la escalofriante secuencia en el andén, que concluirá con la amputación de la pierna al joven Tommy. Unos instantes que deben situarse, sin lugar a dudas, entre los mejores fragmentos jamás rodados por Wellman en su amplia trayectoria.

 

Es a partir de este momento cuando WILD BOYS… se inclina por un alcance más sombrío, ofreciendo curiosamente una serie de matices que un observador provisto de cierta agudeza podría intuir influyeron el posterior cine de Luis Buñuel. Y es que a este respecto, a nadie se le pueden dejar escapar las semejanzas que plantea el episodio de la película en el que se muestra la vivencia de jóvenes en suburbios, con el que años después se manifestaría la célebre LOS OLVIDADOS (1950). Pero tampoco conviene dejar en un lado la presencia del elemento fetichista y provocador que ofrece esa pierna ortopédica que Eddie encuentra a Tommy –magnífico el momento en el que la contempla en un escaparate, escondido dentro de un bidón al huir de una persecución, al igual que impactante resulta el plano en el que este artilugio queda tirado en medio de una calle destrozada, tras la batalla de los muchachos contra la policía-, y que el director aragonés incluyó en títulos como ENSAYO DE UN CRIMEN (1955) o incluso TRISTANA (1970). Curiosas concomitancias en uno de tantos títulos ignorados en la copiosa filmografía del valioso director en la década de los años treinta, revelador de dos elementos que sintetizan en todo momento su propuesta; la capacidad y fuerza narrativa de su artífice y la preocupación que en el seno del cine norteamericano de los primeros años treinta, expresaban las consecuencias de la crisis más abrupta de su historia –por lo menos, hasta tiempos muy recientes-. No siempre, justo es reconocerlo, esta inquietud se plasmó en obras de la suficiente entidad. Sin embargo, en esta ocasión el olvido y el desconocimiento planean sobre esta apuesta de Wellman por un cine social, comprometido y lleno de fuerza. Bueno es, por tanto, intentar devolver a la misma la importancia que merece.

 

Calificación: 3’5