CHINATOWN NIGHTS (1929, William A. Wellman) La frontera de la muerte
A pesar de las negativas referencias que suelen predominar, -la primera de ellas, por parte de su propio productor, el posteriormente célebre David O. Selzninck-, lo cierto es que CHINATOWN NIGHTS (La frontera de la muerte, 1929) es una singular propuesta, mixtura de cine de gangsters -aunque esto se dirima en un contexto de guerra de bandas rivales en el Chinatown de Nueva York- y relato romántico, imbricando sus características dentro de la libertad conceptual que el género brindó antes de la llegada del Código Hays. Pero por encima de su singularidad genérica, el film de William A. Wellman aparece en un lugar muy especial dentro de su obra, ya que es la película que articula la transición del cineasta al cine sonoro. Y lo hace con una producción que fue rodada inicialmente muda, pero que tras concluir su rodaje le fueron incorporadas nuevas secuencias, ya sonoras, o incluso añadidos diálogos sobre algunas de sus pasajes silentes, además de incorporársele una oportuna banda sonora. Dicha singularidad es la que, a fin de cuentas, proporciona esa sensación de ligereza. Esa vitalidad que aúna el dinamismo silente que Wellman ya había experimentado, se insertará con notable efectividad en unos rasgos sonoros, huyendo por completo del estatismo de los primeros talkies. Llegados a este punto, es fácil detectar en un segundo visionado, aquellas secuencias originales rodadas sin sonido, pero ello no evita en ningún caso encontrarnos con un producto revestido de notable frescura.
CHINATOWN NIGHTS -descrita en un contexto en que incidirá Wellman de nuevo poco años después con la aún más brillante THE HATCHET MAN (El hacha justiciera, 1932)- se inicia de manera dinámica al describir al principal personaje femenino de la misma, dentro de un contexto en el que la ironía y lo sórdido convivirán con armonía; mientras un repartidor de prensa anuncia crímenes a conocidos líderes de bandas chinas, contemplaremos la decisión de la acomodada y elegante Joan Fry (magnífica Florence Vidor) de dejar el taxi que tripula junto a un amigo, e incorporarse en un autobús descubierto que programa un viaje hacia el barrio chino. Ello permitirá que la cámara se ubique en el vehículo, ironizando incluso con la colaboración activa de los orientales a la hora de favorecer ese elemento turístico de su propia existencia. Sin embargo, de repente el autobús se detendrá ante la contemplación de lo que inicialmente se señalará como un muñeco de goma, pero pronto aparecerá como un cadáver, constatación de la violencia de bandas orientales que se encuentran aflorando en aquella zona. Pese al terror de la situación, Joan mostrará no solo una inusual valentía sino una sorprendente fascinación por aquel contexto, que crecerá de inmediato al conocer a Chuck Riley (un sorprendentemente sobrio Wallace Beery), líder de una de las dos bandas en litigio, y propietario de un auténtico imperio de crimen. Este se llevará a la muchacha hasta sus instalaciones, y no dudando en encerrarla en un cuarto ubicado en su opulenta vivienda. Pese a lo amenazador de la situación, Joan asumirá la misma con extraña fascinación. En realidad, casi de inmediato ambos se han enamorado. Todo ello se describirá en un contexto de enfrentamiento de la banda encabezada por Riley, y la que dirige el siniestro Boston Charley (Warner Oland), que se hará extensiva en las calles de Chinatown, donde se normalizará un contexto de violencia que se avivará tras la inoportuna injerencia de un patoso periodista -encarnado por Jack Oakie-. Conforme se vaya consolidando el acercamiento de la pareja protagonista, pese a los recelos de Chuck por verla implicada en un mundo tan sórdido, Joan intentará hacer comprender a este su consejo para que abandone esa cruenta guerra e incluso toda su actividad delictiva. La llegada de una petición de alto el fuego por parte de su banda rival -alentada por los establecimientos de la zona- irá apoyada por agentes de la autoridad, momento en el que Joan revelará un dato -la irregularidad de muchos de los ayudantes de Chuck-, lo que provocará la ira de este y la expulsión de Joan de su entorno. Será el inicio de una dolorosa catarsis por parte de esa mujer entregada en cuerpo y alma, que será acogida en la humilde habitación del muchacho -The Shadow (Jack McHugh)- que ha seguido en todo momento el devenir delictivo de Riley, y que volverá a él para revelarle la dolorosa situación en la que se encuentra esa mujer a la que él realmente ama, pero cuyo orgullo le impide admitir, hasta que el inesperado sacrificio de ese muchacho que tanto lo admiraba le haga entrar en razón, y una oportunidad de futuro se brinda a la pareja.
De entrada, lo que sorprende en CHINATOWN NIGHTS se centra esencialmente en la superposición de un avanzado relato melodramático, por encima de esa crónica del enfrentamiento de bandas en el barrio chino newyorkino. Dicha premisa argumental, unida a la singular impronta visual inherente al dinamismo proporcionado por la inicial ascendencia silente de la película, es la que proporciona a su conjunto de un extraño atractivo y, sobre todo, la vigencia y vigor narrativo de una película con nueve décadas a sus espaldas. Es cierto que en la misma sobran elementos y personajes prescindibles -pienso, sobre todo, en el caricaturesco del periodista-. Pero ello no nos impide valorar esa frescura que sus imágenes albergan. La inmediatez de sus instantes más violentos. La veracidad que sobrevuela sobre una historia que podría recaer en el fácil estereotipo. O, sobre todo, la sinceridad y modernidad que se plantea en esa relación central, que se desarrolla a partir de uno de los personajes femeninos más singulares del cine de su tiempo. La serenidad e intensidad que la Vidor proyecta en el rol de esa mujer mundana que busca una manera más viva de entender la existencia, por encima de la comodidad de su extracción social, y la intensidad desplegada junto a ese hasta entonces insensible gangster, permiten que la entraña dramática de sus imágenes se eleve considerablemente en sus mejores momentos.
Junto a ello, en no pocas ocasiones aparecerá esa inventiva y el gusto por el detalle innato en Wellman. Lo comprobaremos en brillantes episodios como el del funeral del súbdito de Chuck asesinado, que nuestro realizador describirá con un brillantísimo travelling lateral, acercándonos a la hipocresía de este ante el entorno al que asiste, y retornando finalmente a su residencia, donde contemplará a Joan durmiendo. En ese momento, se tocará en su sombrero un agujero de bala que se ha producido -lo que nos señala que ha vivido un atentado- recordando las advertencias de esta. Tirará el sombrero, que será recogido por el chaval que siempre se encuentra siguiéndole, y que se lo pondrá en su cabeza orgulloso. Será un aviso de su posterior muerte ametrallado en plena calle tras haberse revelado contra este, en uno de los episodios más dolorosos y sensibles al mismo tiempo de la película.
Calificación: 3
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