THE LAST SAFARI (1967, Henry Hathaway) El último safari
Dentro de mi reconocida y nunca abjurada admiración hacia la trayectoria cinematográfica de Henry Hathaway, confieso que durante bastantes años he estado al tanto de poder acceder a una película –THE LAST SAFARI (El último safari, 1967)- que podría ser hasta cierto punto definitoria del carácter crepuscular que en aquellos años iba a ofrecer su cine. Una película enclavada dentro de un periodo que personalmente considero demostró que el veterano director supo navegar dentro de las convulsiones que el cine norteamericano definía en aquellos años, logrando un conjunto de películas en las que –integrándose dentro de estas constantes-, el nivel de las mismas no quedó mermado. Esa circunstancia ha permitido que la valoración del cine de Hathaway lograra mantener uno de los rasgos que finalmente han quedado como identificativos de su estilo; la regularidad de su nivel. En este sentido, las películas realizadas en la década de los sesenta por el director se caracterizan, en líneas generales –además de por sus intrínsecas cualidades-, por el hecho de sortear modas y tendencias vigentes en aquel momento dentro del cine USA, integrándolas en unos títulos que al mismo tiempo lograban trasladar el regusto a cine clásico. Es por ello que esperaba con verdadero interés poder contemplar THE LAST SAFARI, con la esperanza de encontrar en ella uno de los títulos del cine de aventuras más interesantes de la segunda mitad de los sesenta, al tiempo que uno de los exponentes más personales del cine de su realizador. Lamentablemente, mis expectativas no se han visto ratificadas. Sin llegar a afirmar con ello que nos encontremos ante un título sin interés, lo cierto es que la intensidad y sabiduría habitual en el cine del realizador –que pondría en práctica en otros títulos posteriores a mi juicio más logrados-, solo se manifiesta con verdadera fuerza en el tercio final del metraje.
Estamos ubicados en una Kenia casi, casi, convertida en un paraíso para turistas adinerados. Hasta allí se desplazará Casey (Kaz Garas), un joven y exitoso empresario norteamericano que, imbuido de un afán de descubrir la esencia de la aventura, y acompañado por la joven Grant (Gabriella Licudi), se afanará en vivir una serie de vivencias relacionadas con la caza, quizá para intentar llenar de experiencia una andadura vital que –presumiblemente-, se ha revelado hasta entonces tan dominada por el éxito fácil como la insustancialidad. En esas intenciones topará con la oposición inicial que le ofrece Miles Gilcrist (Stewart Granger), un veterano cazador que se ha ofrecido a acompañarle y que incluso llegará a renunciar a su licencia. El joven americano pensará que esa negativa se ha producido por una cuestión personal hacia él, pero la realidad le llevará a entender que esta actitud se debe a un hastío existencial del ya cansado superviviente de una manera de entender la vida, y que ha quedado traumatizado desde hace un año, cuando un gran amigo suyo –fotógrafo en medio de una cacería- murió trágicamente debido –aparentemente- a una negligencia suya, dentro de la estampida de una manada de elefantes. Una serie de aventuras llevarán a Casey y Grant –y con él, al propio espectador- a comprobar –en su obstinado deseo de servir a Gilcrist en la cacería que desea culminar, eliminando a ese elefante que tanto le atormenta-, la débil frontera que separa un modo ya periclitado de entender la aventura y el riesgo. Esa Kenya que recorren los protagonistas de la película está llena de indígenas que discurren con gafas de sol, portan llamativos relojes, y se entusiasman escuchando por la radio música sixties y bebiendo “coca-cola” mientras simulan su autenticidad como aborígenes. En ese contexto, la escasa empatía que define la relación entre el joven americano y el hastiado cazador, finalmente dejará paso a una moderada complicidad, que finalmente se transformará en un indicio de que entre ambos, pese a que quizá ya jamás se vuelvan a ver, el recuerdo de su oponente quedará remarcado con un sentimiento de amistad. Gilcrist finalmente no matará a ese elefante aunque se enfrentará abiertamente a él –exorcizando de este modo el posible atisbo de cobardía que podía albergar su alma-, y Casey retornando a Norteamérica absolutamente transformado. Esa capacidad de evolución llegará incluso a Grant, a quien el realizador dedicará un hermoso momento final, cuando esta se encuentra en el aeropuerto y ha contemplado –son que él lo supiera-, la salida del americano. Desde la nostalgia que sigue manteniendo con este, rechaza la proposición que le formula otro turista, con la mente presente en ese tontorrón y finalmente entrañable aprendiz de aventurero.
Como se puede comprobar, el guión del británico John Gay, basado en una novela de Gerald Hanley, está expresamente indicado para que Henry Hathaway lograra extraer del mismo la que podría haber sido su película más personal, al tiempo que quizá una de las propuestas más interesantes de un género que en aquellos años estaba ofreciendo quizá el último ciclo dorado del género –que abordaría por cierto numerosos exponentes de producción inglesa-. Sin embargo –y es una opinión muy personal-, creo que esas intenciones no se corresponden con los resultados ¿A qué se debe esa relativa insatisfacción? Bajo mi punto de vista esta circunstancia se centra en el desequilibrio tonal que se produce en el conjunto de la película, y que afecta fundamentalmente a la primera mitad de la película. La inclinación por el elemento de comedia –hay incluso detalles iniciales que hacen pensar en una imitación de HATARI! (1962, Howard Hawks)-, con la vertiente central del discurso planteado, a mi juicio no está lo suficientemente bien articulad. Incluso creo que resulta desafortunada –algo que, por ejemplo, el mismo realizador logró resolver con mucho más acierto en la estupenda NORTH TO ALASKA (Alaska, tierra de oro, 1960) e incluso en la posterior 5 CARD STUD (El poker de la muerte, 1968)-, y a ello quizá no influya en exceso la presencia de momentos filmados con teleobjetivo o la utilización de ocasionales zooms, pero sin duda si que resulta especialmente molesta la constante ingerencia del desafortunado fondo sonoro de John Dankworth –lo cual resulta sorprendente, en la medida que el compositor inglés resultaba por lo general magnífico en sus colaboraciones con Joseph Losey y el conjunto del cine inglés de aquellos años-. Estos elementos, incluyen inicialmente el escaso atractivo que ofrecen la pareja protagonista, que en modo alguno contribuyen a esa química tan buscada siempre por Hathaway como elemento de eficacia en las películas.
Esta chirriante confluencia de lo sixtie en medio de un film de aventuras que se pretende crepuscular, lo cierto es que –como antes señalaba- solo alcanza su definitivo engranaje en ese tercio final que aúna distancia y compromiso, autenticidad y lucidez. Es a partir de entonces, cuando la cámara del realizador logra hacernos creíbles e incluso entrañables las motivaciones de sus principales personajes, e incluso la ocasional –muy ocasional- lucidez que hasta entonces ha manifestado ese norteamericano prepotente, deseoso de vivir a golpe de talonario la esencia de la aventura, se nos convierta en un ser digno de nuestra consideración, y cuando retorne a su tierra veamos en él el semblante de quien se ha transformado en un ser humano tras esta búsqueda. Es más, incluso la película nos permitirá apreciar la autenticidad de su joven compañera de viaje, en esa secuencia final llena de carga emotiva.
Irregular, excesiva en la incorporación de elementos de moda sesentera junto a una de las peores bandas sonoras que conozco, convincente en su tramo final, sinceramente THE LAST SAFARI resulta inferior de lo previsible, aunque afortunadamente tampoco puede decirse que supusiera el ocaso en la inspiración de su realizador. Títulos posteriores suyos, como TRUE GRIT (Valor de ley, 1969) o SHOOT OUT (Círculo de fuego, 1971), nos harían ver que su destello como hombre de cine todavía seguía brillando de forma tan ocasional como contundente.
Calificación: 2’5
2 comentarios
Germán -
Jordan Flipsyde -