SUNDOWN (19412, Henry Hathaway) Cuando muere el día
Puede decirse que cuando Henry Hathaway asume la realización de SUNDOWN (Cuando muere el día, 1941) su cine se encuentra en una especie de stand by. Y lo estaba, puesto que nos encontramos ante el ámbito temporal en el que el gran director abandonaba un primer periodo dentro de Paramount, y se encontraba a punto de iniciar un magnífico ciclo dentro de la 20th Century Fox. En ese interregno, nos encontramos ante una producción de esa avezada y libre figura que fue Walter Wanger, y fruto de dicha confluencia surge esta adaptación de una historia y guion de Barré Lyndon adaptada por Charles G. Booth. Un relato que de entrada aparece como una muestra tardía de ese cine colonial con el que el propio Hathaway había alcanzado populares resultados pocos años atrás, pero que en esta ocasión adquiere un cierto grado de singularidad, ya que su base argumental se plantea en tiempo de rodaje, al introducir la presencia de la II Guerra Mundial y, con ella, de soslayo, la influencia del enemigo nazi, aunque en ningún momento se cite su presencia. A partir de esta premisa, la acción se focalizará en el alejado y árido distrito de Manieska, en la inmensidad de Kenia. Allí se encuentra un destacamento que representa a las autoridades británicas que gobiernan la zona, con tranquilidad y ante la anuencia de los nativos, entre las que comienza a germinarse la inquietud por la anunciada rebelión de una tribu, a la que ayudan fuerzas extranjeras que buscan la confrontación.
Será esta la principal premisa argumental, a la que irá aparejada otra posterior esta será la reacción de los principales representantes allí destinados cuando al mismo llegue la joven y bella Zia (Gene Tierney), cabeza de una caravana de árabes, y una mujer mitad nativa mitad extranjera cuya belleza y magnetismo será el preludio de la ruptura de la tranquilidad y la rutina de aquel alejado marco. También el inicio de una sucesión de intensas e incluso trágicas peripecias que, en última instancia, revelarán recovecos y lugares ocultos, dejando caer la máscara de la impostura en algunos de sus personajes, e incluso permitiendo que otros modifiquen sus planteamientos iniciales.
SUNDOWN propone, ante todo, una mirada revestida de extrañeza. A esa sensación de título realizado ya fuera de tiempo, se une la de asistir a un relato que en más ocasiones de las deseadas funciona a trallazos, y en la que se patentizan bruscos giros de la acción. No destaca en ella el rigor en su estudio de personajes -uno echa de menos más conversaciones íntimas de estos, ya que las presentes destacan por su reveladora sinceridad-, e incluso en su primera mitad chirría el pomposo score de Miklos Ròsza, curiosamente, uno de los tres elementos de la película que alcanzó una nominación al Oscar -los otros fueron la brillante iluminación en b/n de Charles Lang, y la dirección artística de Alexander Golitzen y Richard Irvine-.
Y, sin embargo, en la película de Hathaway destacan elementos de interés. Uno de ellos será su singular estructura dramática, iniciando el relato la llegada en vuelo de la exótica Zia, y dejándola de lado hasta que su personaje reaparezca de nuevo cuando ha transcurrido media hora de metraje. O la propia entrada en escena del veterano cazador de elefantes Alan Dewey (el siempre magnífico Harry Carey), en ambos casos caracterizándose por su sentido de la ruptura dramática. En cualquier caso, si algo resalta en esta apreciable película -en la que en todo momento se siente la impronta de una atmósfera sombría, casi decadente- es el disfrute de secuencias e instantes que abandonan el seguimiento de un argumento bastante simple e incluso previsible, y que aparecen casi como oasis de sinceridad dramática. Me refiero, por ejemplo, a la escena en la que el recién llegado mayor Coombes (George Sanders) abandona la severidad militar hasta ese momento puesta en práctica hacia el preso italiano Pallini (Joseph Calleia), permitiéndole proseguir en su vocación culinaria, e incluso celebrar su cumpleaños, en unos instantes donde se inserta en la película un aura de camaradería compartida. O en la previa donde el atildado e irónico Turner (Reginald Gardiner) confiesa con relax al capitán Crawford (Bruce Cabot) la sensación de tiempo detenido de su labor. Esa misma mezcla de desdramatización, junto a una impronta dramática, tendrá lugar tras la ceremonia fúnebre del joven oficial nativo que se ha jugado la viuda para alcanzar uno de los fusiles de la tribu rebelde, momento en que su destrozada esposa y sus amigas empezarán a cubrir de tierra la tumba del muchacho. O esa siniestra panorámica que describirá en la tierra el nombre de Kuypens (encarnado por Carl Esmond, en aquellos años caracterizado por sus roles de villano atractivo de ascendencia nazi), hasta girar al cuerpo sin vida de Pallini, quien lo ha escrito antes de fallecer asesinado por este.
En cualquier caso, el relato resaltará, aunque no siempre con la misma intensidad, por la utilización de exteriores rugosos -que fueron rodados en tierras californianas-, o por la utilización en su tramo final de una escenografía dominada por una gruta, una vieja edificación y un cercano lago, epicentro del contrabando de armas, y en cuyo interior se desarrollarán escenas entre Crawford y Zia que, por momentos, parecen preludiar algunos momentos de DAS INDISCHE GRABMAL (La tumba india, 1959. Fritz Lang). Y en una propuesta donde se observa cierto desequilibrio, donde los toques de comedia no alcanzan siempre su pertinencia -su entraña se encontrará siempre dominada por lo sombrío-. Y que culminará con un epílogo donde conoceremos la ascendencia de Coombes, equiparando ejército e iglesia. Este nos trasladará a un templo en ruinas inglés, donde su padre -encarnado por el magnífico Cedric Hardwicke- evocará la figura de su ya difunto hijo. En cualquier caso, me permitiría destacar dos secuencias magníficas, en las que creo se encuentra lo más valioso de esta pequeña película. Una de ellas, quizá la más lograda, será la manera en la que se transmutará la celebración de la fiesta de cumpleaños de Pallini a una atmósfera casi fantasmagórica, al señalar los nativos la llegada de un ‘Hatabi’ -el anuncio de una próxima muerte entre los seis seres blancos allí presentes-. La gradación dramática y lo inquietante del episodio, por momentos parecen preludiar la muy cercana irrupción del Val Lewton de CAT PEOPLE (La mujer pantera, 1942. Jacques Tourneur). La otra será la magnífica resolución del intento de asesinato de Crawford en la soledad de su tienda, del que se zafará instalando un espejo que simule su presencia de manera indirecta. Una situación donde destacará la fuerza de los planos medios destacando entre la noche a Zia, mientras a su alrededor discurren incesantes las balas luminosas dispuestas a acabar con el joven a quien, en el fondo de su corazón, ha comenzado a amar.
Calificación: 2’5
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