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CINEMA DE PERRA GORDA

NICHOLAS NICKLEBY (1947, Alberto Cavalcanti)

NICHOLAS NICKLEBY (1947, Alberto Cavalcanti)

Es más que probable que la propia existencia de este NICHOLAS NICKLEBY (1947, Alberto Cavalcanti) parta inicialmente como respuesta de la Ealing al enorme éxito que David Lean había logrado el año anterior con otra adaptación de Dickens –me estoy refiriendo a la excelente GREAT EXPECTATIONS (Cadenas rotas, 1946), que personalmente sigo considerando una de las cimas del cine de realizador, y probablemente la mejor adaptación que de la obra literaria del autor inglés se ha llevado jamás a la pantalla-. De hecho, con posterioridad al título que comentamos en estas líneas, Lean volvió al mundo de Dickens, con la adaptación de OLIVER TWIST (Oliver Twist, 1948), que pese a ser un título estimable pienso no llega ni de lejos a igualar el resultado logrado un par de años antes, e incluso me atrevería a decir que se queda por debajo de esta insólita realización de Cavalcanti.

 

Y digo insólita, en la medida que desde sus primeros fotogramas podemos comprobar la singularidad del tratamiento cinematográfico ofrecido por el cineasta de origen brasileño y residente en Inglaterra durante largos años, al brindar un relato dominado por una excepcional dirección artística, una realización llena de dinamismo, y al mismo tiempo sorteando con una sutil distanciación, aquellos elementos folletinescos inevitables en cualquier película basada en la obra miserabilista del popular escritor inglés. Lo cierto es que en ese terreno, el film de Cavalcanti resulta ejemplar. Merced a  su extraordinario diseño de producción –que llega casi a cobrar vida propia en el conjunto de la película-, el relato describe a la perfección desde lugares sombríos y siniestros –ese supuesto orfanato en el que Nickleby llega a dar algunas clases-, hasta otros más inclinados a clases medias –todo lo conveniente a la familia de actores-, sin dejar de mostrar ecos de clases altas, aunque siempre mirados con desaprobación. En este sentido, la película logra plasmar esa buscada interacción acompañada por una demostrada capacidad para definir esa sociedad clasista decimonónica, que ha sido siempre el entorno elegido por el escritor para describir con sus armas literarias, el conjunto de sus novelas.

 

Lo cierto es que partiendo con ese aspecto escenográfico provisto de una gran expresividad en pantalla –a lo que ayuda poderosamente la aportación como operador de fotografía de Gordon Dines-, hay diversos elementos que cabrían ser destacados en la película y que de alguna manera rompen con la placidez más o menos generalizada que han caracterizado los títulos surgidos de la Ealing. Es más, me atrevería a señalar que Cavalcanti tuvo también presente a la hora de realizar esta película, el rango de film d’art que Marcel Carné acababa de lograr en Francia con LES ENFANTS DU PARADÍS (Los niños del paraíso, 1945). En este sentido, NICHOLAS… destaca por lo nervioso de su narrativa. Se detectan a este respecto una serie de rasgos expresionistas, e incluso la clara huella de las formas narrativas experimentadas por Welles –un uso destacado de la profundidad de campo potenciada por la iluminación-, una mezcla indiscriminada de elementos procedentes de diferentes géneros –como el alcance terrorífico que presiden los instantes finales del codicioso Ralph Nickleby (un excelente Cedrick Hardwickle)-, y una planificación en la que destaca lo abigarrado de los planos, la movilidad de la cámara en función de los movimientos de los actores que se encuentran en el encuadre, e incluso en ocasiones la incorporación de agresivos primeros planos que vienen a incidir en esa línea de caricatura, sobre todo centrada en aquellos personajes que no gozan de las simpatías del escritor. El conjunto logrado con la aplicación de dichas características, ciertamente es notable. Y además sucede una cosa bastante evidente al seguir su argumento; pese a estar plagado de ingredientes folletinescos, Cavalcanti diluye sutilmente estas convenciones, derivando su adaptación a una mirada hasta cierto punto irónica, donde el componente caricaturesco o la distanciación sobre cualquiera de las situaciones más o menos folletinescas, parece que se contemple “desde fuera”. No se si en el momento de su estreno tal elección formal sería mejor o peor aceptada, pero creo que en nuestros días permite que su resultado no haya envejecido en absoluto.

 

Y entre el ritmo vertiginoso de su propuesta, con la manera aportada para hacer enlazar la acción en los dos escenarios que ocupan por un lado Nicholas, y por otro su hermana y su madre –en una ocasión, una función de teatro en la que participa el varón de la familia, enlazará con otra representación a la que asiste forzadamente su hermana, quien finalmente renunciará a relacionarse con viejos acaudalados a los que su tío Ralph quiere acercarles-, y con la extraordinaria riqueza escenográfica, de la cual el realizador sabía desde el primer momento que era su elemento de partida para poder lograr su relato, lo cierto es que en NICHOLAS… llegamos a impregnarnos de las miserias, las hipocresías y las injusticias de esa Inglaterra preindustrial –curiosamente, al final de la película, cuando el tío de Nicholas se ahorca, la cámara nos llevará a una ventana en la que contemplamos las chimeneas de una fábrica a todo rendimiento-, que siempre fueron el contexto elegido por Dickens para sus novelas. Una vez más, la injusticia era vencida y los seres bondadosos llegaban a cumplir sus deseos. Sin embargo, ello no sucederá en todos. Es el caso del pequeño postergado en el cruel remedo de orfanato, que el joven protagonista llevará consigo en su huída de aquel tugurio, y que finalmente morirá de tristeza al saber que su amor por la pequeña Nickelby no se ha visto correspondido y, lo que nunca sabrá, que realmente fue un hijo ilegítimo de Ralph Nickleby. Precisamente considero que el momento en que este contempla al que ha sido su hijo oculto nada más exhala su último suspiro, volviéndose de espaldas y mostrando la turbación de su alma, constituye el instante más memorable de la película y una prueba suprema del talento de Hardwickle. Pero junto a este gran actor, y dentro de un reparto francamente impecable, me gustaría destacar la fuerza y garra mostrada por el impagable Stanley Holloway, propietario de una compañía de teatro casi familiar, cuya arrolladora personalidad y singular tono de voz, iluminan todos los momentos en que aparece en pantalla. Finalmente, no me gustaría omitir que algunos instantes y pasajes de la película –especialmente desarrollados en exteriores-, me dan la impresión que fueron retomados como referentes de secuencias en posteriores títulos también caracterizados por su ambientación de época, y que bajo mi punto de vista podrían extenderse hasta al TOM JONES de Tony Richardson (1963). Dicho queda.

 

Calificación: 3

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