THE MAN I LOVE (1947, Raoul Walsh)
Si tuviéramos que definir a grandes rasgos THE MAN I LOVE (1947), el término más adecuado sería el de singularidad. Lo es en la medida que rompe los esquemas que habitualmente manejaba Raoul Walsh en aquel periodo de su carrera. Nos encontramos con una película que huye cuando puede de ese ritmo tan frenético propio de su cine, aunque al tiempo mantiene un aura romántica familiar en algunos de sus títulos más célebres. THE MAN… combina diversos elementos genéricos –cine de gansgters, apuesta por el melodrama con ascendencia musical, introduce elementos sociales ligados al contexto de posguerra en que se desarrolla la acción, y no olvida un elemento fatalista impregnado en una vertiente romántica…-. Nadie puede poner en duda que tanto Walsh como muchos otros cineastas de aquel tiempo, habían introducido la presencia de dichos elementos, con mayor o menor pertinencia. Es probable incluso que no siempre estos funcionaran a la perfección. Sin embargo, en esta ocasión sorprende la manera con la que se encuentran presentes en una sola película. Ese rasgo de singularidad, así como el hecho de que nos encontremos ante un título especialmente ignorado a la hora de evaluar la filmografía del entonces ya veterano cineasta, creo que es motivo más que suficiente para detenerse en esta auténtica rareza. Pero es que además la insólita combinación de elementos, se pone al servicio de la singladura personal de su personaje protagonista, esa bella, sugerente y personalísima Petey Brown, de la que Ida Lupino ofrece, bajo mi punto de vista, uno de los personajes más maravillosos de toda su carrera. Esa mujer de mundo, con una mentalidad abierta y desafiante, que desde el primer momento –y tal y como expone la canción que entona al inicio del film-, discurre en su vida en busca de un hombre a quien amar.
Petey es una cantante que, de la noche a la mañana, decide cambiar el rumbo de una vida dominada por los clubs nocturnos, y reencontrarse con sus hermanos que viven en Pasadena. Como una especie de regalo navideño se reencuentra con ellos. Sin embargo, la cámara de Walsh nos ha trasladado previamente a un entorno marcado por la mediocridad, y en el que las hermanas de la protagonista viven una existencia prosaica y hasta cierto punto condicionada por limitaciones, y en el caso de la hermana mayor, teniendo que sobrellevar su cotidianeidad con el internamiento de su esposo –un militar que ha combatido en la II Guerra Mundial-, debido a problemas de índole mental. Dentro de este contexto tan poco estimulante –en el que hay que situar igualmente la presencia como vecinos del joven e insatisfecho matrimonio O’Connor-, la llegada de Petey supone un soplo de aire fresco, logrando de manera rápida encontrar trabajo en el club que comanda el arrogante Nicky Toresca (Robert Alda). Muy pronto este intentará lograr los favores sentimentales de la protagonista, de los cuales ella se irá distanciando con cierto sentido de la coquetería. Sin embargo, de la forma más inesperada –al acudir a comisaría para solucionar una pelea que ha mantenido su hermano-, su vida cobrará un rumbo totalmente opuesto, al encontrarse con el misterioso San Thomas (un estólido Bruce Bennett). Pronto descubrirá que se trata de un pianista célebre en círculos marginales, quedando hechizada ante la personalidad de este, y creyendo encontrar en él a esa persona que, durante largo tiempo, ha estado buscando. Pero las cosas nunca resultan tan fáciles, ya que Thomas ha dejado bien a las claras su escéptica manera de entender las relaciones, por lo que pese a sentirse atraído con Petey, perdurará en el recuerdo a una anterior relación amorosa que se ha acercado a la ciudad. Llegados a ese punto, nuestra protagonista se sentirá herida ante la franqueza de este al confesarle su estado de ánimo, pero al mismo tiempo no está dispuesta a rendirse en la posibilidad de ligar su futuro al de este extraño pianista.
En medio de esta expresión emocional, se produce una complicada peripecia por parte de la casquivana esposa del matrimonio O’Connor, que se encuentra borracha en la habitación privada de Toresca. Como quiera que su esposo se dirige en su búsqueda, Nicky ordenará al hermano de Petey que se haga cargo de ella. Y lo hará, pero con tanta mala suerte que en una parada del auto, esta sale del coche y es atropellada. La muerte accidental tendría consecuencias graves especialmente en el entorno de Toresca, pero al mismo tiempo ejercerá como detonante de los sentimientos de cuantos componen la familia Brown. Será precisamente Petey, la que logrará imponerse a las directrices de Nicky, rechazando su oferta de casarse con él, e incluso teniendo que mantener la boca cerrada, para que ella no cuente todo lo que sabe, lo que implicaría al dueño de su club.
Todo ello, será expuesto por Walsh en una secuencia realmente magnífica, en la que asistimos a la subida del joven Johnny O’Connor (Don McGuire), totalmente destrozado, y centrado en su deseo de matar a Toresca al conocer la muerte de su esposa. Petey estaba por en medio, y reprende a guantazo limpio la irresponsable actitud de Johnny, logrando que este se arrepienta y desista de su empeño. La fuerza de dicha secuencia, aún nos prepara un instante memorable: en plano general, y cuando Petey se encuentra en la escalera, Nicky la llama desde la barandilla superior –imaginamos que para agradecerle el haberle salvado la vida-. Sin embargo, cuando ella le responde, él se queda sin posibilidad de articular más que unas torpes palabras. Un momento a mi juicio memorable, y dominado además por la construcción y disposición arquitectónica marcada en la pantalla.
Pero al margen de este elemento concreto, lo cierto es que THE MAN I LOVE habla bien a las claras sobre la necesidad de la experiencia en la vida, intentando desligarse de tabúes y moralismos trasnochados y, sobre todo, siendo coherente con una manera autentica de acometer la existencia. Es por ello, que estas imágenes finales en las que incluso la hermana de Petey ha recuperado a su esposo del hospital psiquiátrico, inductoras de un alcance optimista en un contexto ajeno a este sentimiento, en realidad servirán para establecer el abandono de nuestra protagonista de su ciudad familiar, y al mismo tiempo despedirse del que ha sido su amor descubierto casualmente, que se enrola en un barco y promete volver algún día. Mientras tanto, nuestra protagonista camina de regreso, llorando hondamente en primer plano, aunque mostrando en su mirada una dignidad y un lejano hálito de esperanza, dominando con ello unos momentos realmente emotivos que culminan con un fundido en negro. Así concluye una de las propuestas más atrevidas, imperfectas y estimulantes al mismo tiempo, que Raoul Walsh firmara para la Warner en la década de los cuarenta. Un referente apenas evocado, quizá debido a esa extraña indefinición genérica, pero que se encuentra lleno de auténticos destellos de lucidez cinematográfica y pensamiento existencial. Ahí es nada.
Calificación: 3
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santi -