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CINEMA DE PERRA GORDA

DEEP WATERS (1948, Henry King)

DEEP WATERS (1948, Henry King)

Escondida y casi ignorada entre la prolija –y por lo general magnífica- producción de su realizador dentro de la 20th Century Fox, DEEP WATERS (1948, Henry King) ha sido uno de los muchos títulos de su artífice que sobrevive su injusto anonimato, cuando su cúmulo de virtudes, su intimismo y su insólita mezcolanza de géneros, lo define como un exponente perfecto de la especial sensibilidad cinematográfica que King vino demostrando, película tras película, en una filmografía extensa, destacada durante décadas por su fiel vinculación al estudio de Darryl F. Zanuck. Una obra durante largo tiempo confinada bajo una mirada miope en los límites del “encargo bien servido” que, por fortuna, ha variado en su valoración, dejando entrever la mirada limpia, serena, humanista y siempre positiva del que, sin duda, es uno de los grandes clásicos del cine de Hollywood.

 

La acción se inicia en las costas de Maine. Una panorámica en plano general nos sitúa en ante el verdadero protagonista de la película; el mar. Sobre él, apenas unos pocos planos nos hablan con contenida tristeza de la ruptura del compromiso entre Hod Stillwell (Dana Andrews), un concienzudo langostero de la zona, y la joven ayudante social Ann Freeman (Jean Peters). No sabemos la causa de la separación, pero sin ellos advertirlo la narración nos mostrará la persona que va a representar su futuro nexo de unión, la representación humana de un sentimiento que los separa sin que ellos adviertan tal circunstancia. Se trata del pequeño huérfano Donny Mitchell (el maravilloso Dean Stockwell), hijo y sobrino de hombres de mar, caracterizado por una andadura definida en pequeños conflictos emocionales. Donny es portado por Ann a casa de la sra. McKay (Ann Revere), una mujer de aparente ruda personalidad, aunque en el fondo utilice las asperezas de su carácter para encubrir una personalidad sensible –la actriz ofrece de manera espléndida esta dualidad, ayudada por la inspirada planificación que realizador marca sobre sus actitudes-. A partir de dicho encuentro, la película logra de un lado establecer un marco descriptivo de personajes francamente admirable –en el que cabe incorporar la presencia de un estupendo Cesar Romero que incorpora al compañero de faenas pesqueras de Hod, aportando el oportuno toque de comedia con su personaje alienado en la búsqueda de oportunidades laborales anunciadas en las revistas que recibe constantemente por correo-. Llegados a este punto, es indiscutible reconocer en la película la fuerza de su material de base –que parte de una novela de Ruth More-, cuya que esa sensibilidad es trasplantada a la pantalla por un King que se nota implicado con una propuesta que le permitía acceder a un material provisto de vida propia, al tiempo que combinar en ella una mezcla de melodrama, film de aventuras, relato sobre el aprendizaje, resabios de Americana e incluso no pocos contrapuntos de comedia.

 

Todo ello se entremezcla con su habitual serenidad, en un relato que siempre habla en voz baja, en el que la mirada optimista prevalece sobre la vertiente sombría, en el que una vez más King apuesta por la cotidianeidad en detrimento del momento solemne, con una clara inclinación por la elipsis precisamente para desnudar su relato de toda posibilidad de ampulosidad. DEEP WATERS es, además, una película en la que el espectador irá desprovisto del interés por la previsible intriga que pueda despertar su argumento. Estamos ante una historia mínima, en la que cualquier previsible asomo de intriga se desvanece cuando el alcance descriptivo de su guión se establece ante la pantalla. Sabemos que la historia acabará bien –como así sucede, en una conclusión que prácticamente concluye como un círculo que enlaza con el insólito inicio de la película-. En su lugar, King se inclina de manera abierta por la experiencia, por asistir a unas vivencias que pretende que sean compartidas en la pantalla. Unas vivencias que servirán para que los seres que estamos completando, se desnuden de sus prejuicios y se muestren sinceros ante unas personas que quieren, pero ante las que quizá no se atreven a dejarse ser queridos. Es algo que sucederá abiertamente por esa sra. McKay que se resiste a dejar aflorar la sensibilidad que esconde, pero que también manifiesta la sensible Ann, que en el fondo encubre en la ruptura de su compromiso con Hod un pánico atávico con el mar. Será esto último, algo que King manifestará de forma maravillosa en esa brevísima secuencia del entierro de un viejo marinero, que contemplará de manera casual mientras discurre en automóvil –uno de los momentos más hermosos de la película-. Pero en esa misma ocultación del cariño se encierra la compleja personalidad del pequeño Donnie, solo receptivo ante la vida del mar que lleva en la sangre, y absolutamente atormentado por no haber respondido a los consejos que el curtido langostero le había inoculado –por ello no querrá aceptar reiteradamente que este lo adopte-. Un sentimiento que también se expresará en el taciturno protagonista –al que Dana Andrews proporciona el necesario empaque- quien, pese a su seguridad aparente, en realidad se mostrará indeciso entre proseguir el desempeño de su vocación vital –el mar-, o renunciar a ello para lograr con ello mantener su sincera relación con Ann.

 

Será, por tanto, un contexto de ocultación de la sinceridad, que encontrará en la presencia de ese vivaracho muchacho, el elemento de inflexión que servirá para que todos sus personajes se encuentren a sí mismos. Todo ello, será narrado con su habitual sensibilidad por un Henry King que se siente a gusto en un relato sencillo, en apariencia desprovisto de dramatismo, dominado por esa mirada contemplativa ante la que el realizador sabe pulsar la emoción. Una emoción que se manifiesta en la sensación de peligro que advierten los dos pescadores cuando están a punto de sucumbir en la tormenta al acudir en rescate del muchacho, en la mirada que este previamente ha dirigido a un plano ubicado en la pared, que le ofrecerá la idea de huir con una pequeña barca robada, o en ese instante maravilloso en el que Donny es devuelto a casa de la sra. McKay, descubriendo que esta le había preparado una fiesta de cumpleaños –maravilloso primer plano sobre el rostro de Andrews-. Todo un cúmulo de pequeñas pinceladas, serán las que finalmente dominen el discurrir de un relato plácido, que quizá en su tramo final –todo el episodio con el benévolo juez- quizá aparezca demasiado desdramatizado, pero que en su conjunto brinda una crónica de descubrimiento, sinceridad y cariño compartido, en una de las películas menos conocidas de un Henry King en plena forma. Era evidente que al gran pionero norteamericano le resultaba especialmente atractivo plasmar en la pantalla este tipo de propuestas. Algunas de sus obras más reconocidas se encuentran en esta misma vertiente, y bueno sería que las cualidades que plantea esta sencilla producción alcanzaran finalmente su necesaria vindicación.

 

Calificación: 3’5

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