OF HUMAN HEARTS (1938, Clarence Brown)
¿Como es posible que la historiografía cinematográfica pueda, en pleno siglo XXI, mantener oculta la grandeza de una –digámoslo ya- obra maestra como OF HUMAN HEARTS (1938)? Quizá sea hasta cierto punto admisible que resulte desconocida en nuestro país -donde nunca se estrenó comercialmente-, o incluso pueda resultar justificable al ser una realización de un hombre de andadura desigual y, sobre todo, desprovisto de una especial atención por parte de la crítica, como fue Clarence Brown –en cuya filmografía se encuentran títulos muy interesantes, y eso que personalmente no he sido un especial seguidor de su obra-. Pero aún reconociendo y admitiendo estas circunstancias, sintiéndome aún conmovido hasta la lágrima con la conclusión, sencilla pero universal en su mensaje, de esta extraordinaria película, no puedo salir de mi asombro ante el hecho de que no sea ubicada entre la cima del cine norteamericano de la década de los treinta. En ocasiones, el hecho de ir escudriñando y contemplando títulos más o menos escorados en los claroscuros de la producción del cine clásico, te lleva a descubrir verdaderas joyas, aunque he de reconocer que en pocas ocasiones la sorpresa ha sido tan emocionante y enriquecedora.
Y es que a la hora de intentar efectuar una galería más o menos representativa de ese maravillosa vertiente temática que se denominó Americana, forzosamente tendríamos que incluir en ella títulos inolvidables firmados por John Ford, King Vidor, Henry King.... Tendríamos que introducir el admirable STARS IN MY CROWN (1950) de Jacques Tourneur... Y también, en un lugar de preferencia, habría que incorporar sin lugar a duda, esta producción de la Metro Goldwyn Mayer, en la que se plantea el contraste entre la fe y la ciencia, el primitivismo y el progreso, el individualismo y lo colectivo, y también el egoísmo contrapuesto al amor. Todo ello, situado dentro de un contexto histórico que se inicia a mediados del siglo XIX, con la llegada del ya curtido reverendo Ethan Wilkins (un admirable Walter Huston) a una pequeña aldea de Ohío situada a orillas de un caudaloso río. Wilkins va acompañado de su esposa Mary (memorable Beulah Bondi) y su pequeño Jason. Ambos han viajado desde una cómoda parroquia, teniendo que abandonar a la llegada a esta pequeña población las comodidades que hasta entonces han adquirido. Poco a poco irán integrándose en una comunidad cerrada, amable e hipócrita al mismo tiempo –no dudan en cuestionar incluso delante del Wilkins la nómina que están dispuestos a ofrecerle, aunque esta contravenga el acuerdo previo contraído con él-, al tiempo que llevarán una vida plácida en un contexto rural amable, en donde parece que nadie muere ni se desarrollan sucesos de relieve. Será un entorno ante el que se revelará Jason, el inquieto hijo de los Wilkins, quien muy pronto demostrará sus ansias de saber y superación, estableciendo una cierta amistad con el dr. Shingle (maravilloso Charles Coburn). Pese a resultar un galeno venido a menos por su reconocido alcoholismo, no dudará en insuflar al muchacho las armas del saber, dejándole libros que irán forjando en él su incipiente inclinación hacia la medicina, al tiempo que el muchacho nunca dejará de mantener cierta distancia con los modos de pensar de su padre.
Pasan diez años, la normalidad casi imperturbable de la pequeña localidad conserva su semblante imperturbable. Sin embargo, en ella sí que ha aumentado el interés de un ya crecido Jason (ya bajo el semblante de James Stewart), quien finalmente y con la ayuda de su madre, decidirá estudiar medicina en la Universidad de Baltimore. Allí aprenderá todos los entresijos de dicha vocación, mientras que en su entorno familiar su padre vivirá sus últimos momentos de vida y su madre sentirá la soledad más absoluta, solo mitigada por las noticias que por carta le remite su hijo –por lo general acompañadas de peticiones económicas-. De nuevo el paso del tiempo llevará a Jason a implicarse en el desarrollo de la Guerra Civil Norteamericana, aplicando su vocación médica con absoluta entrega hacia los heridos de la contienda, aunque ello le lleve a olvidarse de la propia existencia de su madre, quien durante dos años se mantendrá ausente de noticias de su hijo. Por ello llegará a escribir al presidente Lincoln para intentar averiguar donde se encuentra la tumba de su hijo –en todo momento esta intuirá que se encuentra muerto-.
Es bastante probable que el relato que sirve de base OF HUMAN HEARTS, obra de Honoré Morrow, titulada Benefits Forgot y trasladado en forma de guión cinematográfico a cargo de Bradbury Foote, fuera de especial interés para un Clarence Brown que en el conjunto de su obra sintió una inclinación al tratamiento de historias desarrolladas en ambientes rurales, centradas en la visión de esa América íntima. No hay más que recordar propuestas interesantes como THE HUMAN COMEDY (1943) –que el propio realizador consideraba su película favorita- o la muy posterior INTRUDER IN THE DUST (1949). Sin embargo, en la película que nos ocupa todo resulta tan delicado, equilibrado y hermoso. Tan admirable la combinación de dramatismo y la presencia de pequeños toques humorísticos, que el espectador desde el primer fotograma de la película –que describe con naturalidad la hermosa rutina de la localidad a la que acuden los Wilkins-, asiste a un relato desarrollado en voz baja, asumido en su primer tramo desde la mirada de ese pequeño Jason, quien quizá como muestra de un nuevo modo de entender la existencia, se siente en todo momento ausente de ese marco casi paradisíaco. Pero del mismo modo la película, nunca de modo altisonante, sabe ofrecer una visión nada idílica de una colectividad en la que no estará ausente el egoísmo consustancial a la condición humana, representado de manera especial en la figura del avariento propietario del comercio –George Ames (Guy Kibbee)-. Brown tampoco evitará plasmar el siempre latente enfrentamiento entre Wilkins y su hijo, que tendrá su momento más álgido en la pelea que mantendrán ambos tras haber visitado a una casi harapienta feligresa –una secuencia dolorosa en la que el espectador comprende y justifica el pensamiento de ambos, sintiendo en carne propia la acre sensación que para ambos resulta pelearse con quien más quieren-.
El film de Brown, dentro de la absoluta serenidad con la que conduce su discurrir, está lleno de momentos memorables y delicados. La concatenación de situaciones es constante, pero al mismo tiempo está descrita con una coherencia y equilibrio interno realmente pasmoso. Todo ello se expresa en una película en la que importan los pequeños detalles, los gestos en apariencia insignificantes, como ese conmovedor episodio en el que Mary venderá a Ames su propio anillo de boda –el único recuerdo que le quedaba de su difunto esposo-, al objeto de lograr unos dólares para ayudar a su hijo. En una estratagema, Shingle –que se encuentra presente- logrará recuperar el anillo y devolvérselo a su legítima dueña, en una imposición que se ofrece además como metáfora de ese amor que siente por ella, pero que quizá por simple pudor jamás le llegará a manifestar. Secuencias como la previa de la muerte de Wilkins –en el fuera de campo- poco después de la llegada de Jason, quien abrazado de su madre escuchará el postrero “se acabó” por parte del moribundo reverendo, al que sucederá la dolorosa secuencia del funeral, en medio de una densa tormenta. Y episodios, en suma, como el que marca el inesperado encuentro de Jason con el mismísimo Abraham Lincoln (encarnado con gran prestancia por John Carradine), quien revelará el dolor que le produce el abandono a que ha sometido a su madre, por encima incluso de la felicitación que le merece su labor vocacional médica en el contexto bélico.
Podríamos citar numerosos ejemplos, momentos y secuencias que por derecho propio permanecen entre lo más valioso legado por el cine norteamericano de su tiempo. Pero lo cierto es la perenne presencia de una delicadeza, autenticidad y sencillez en todo su metraje, reveladora de esa mirada contemplativa y sensible, sincera y crítica al mismo tiempo. Una visión en suma que muestra en la pantalla una manera de entender la existencia que forjó aquellos primeros pasos de la vida norteamericana, en cuyo contexto la importancia de la religión, el respeto a la familia y una cierta ritualidad en los comportamientos, supusieron los principales aliados a la hora de consolidar y aunar la personalidad de un pueblo como este, diseminado en tantas personalidades diferentes e incluso opuestas. Es por ello que esa secuencia final, con la reunión de la anciana Mary con su hijo, acompañados del dr. Shingle y de la joven muchacha que conoció de niña, realizando la bendición de los sencillos comensales que van a compartir, suponen un instante puede que insignificante desde el punto de vista estrictamente narrativo, pero que en su plasmación fílmica adquieren una fuerza emocional irresistible. En esa sencilla ceremonia asumirán el peso de una andadura en la que las dificultades quizá han quedado en segundo término, pero ante la cual todos comprenderán los sentimientos y enseñanzas brindadas por el recio y justo reverendo que moduló con su sentido de la justicia y rectitud, la andadura vital de esa madre y ese hijo que han decidido tomar la memoria de Wilkins, para disfrutar del resto de su existencia. Todo ello en un rito plasmado con una sinceridad tal que logran contagiar al espectador al asistir este a un íntimo y tardío acto de amor, que adquiere incluso resonancias místicas.
Dudo mucho que pese a su larga filmografía, Brown llegara a rodar otra película de similar grado de grandeza del que nos ocupa. Hace unos meses participé en una encuesta en la que tenía que señalar los que a mi juicio eran los quince mejores films de los años treinta. Si en aquel momento hubiera conocido OF HUMAN HEARTS, sin duda hubiera sido uno de los títulos a engrosar en dicha relación. He llegado tarde a ello, pero bienvenido sea el disfrute de una de las películas más hermosas del cine norteamericano de aquellos años, máxime cuando sus cualidades aún no han recibido el reconocimiento que merece este prodigio de sensibilidad plasmado por Clarence Brown con auténtica mano maestra.
Calificación: 4’5
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Luis -