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CINEMA DE PERRA GORDA

INTRUDER IN THE DUST (1949, Clarence Brown) [Han matado a un hombre blanco]

INTRUDER IN THE DUST (1949, Clarence Brown) [Han matado a un hombre blanco]

Recuerdo cuando por vez primera vez contemplé INTRUDER IN THE DUST (1949), jamás estrenada comercialmente en nuestro país, en un pase televisivo que la denominaba –de manera bastante prosaica- HAN MATADO A UN HOMBRE BLANCO. Uno tenía entonces diecinueve años, y lo cierto es que no me produjo una excesiva impresión, no considerándola más que un drama apreciable, por lo que me sorprendió que el comentario que de aquella emisión realizó José María Latorre en Dirigido por… -era la primavera de 1985- hablara con tanto elogio de la misma. Han pasado muchos años desde entonces, y en este largo lapso de tiempo -sobre todo en los últimos tiempos-, mi percepción como aficionado no hace más que ir ratificándome en la consideración de Clarence Brown como uno de los grandes cineastas clásicos de Hollywood, a la altura –al citarlos en sus semejanzas de estilo- a nombres como Henry King, John Ford, Leo McCarey o Frank Borzage-. No quiero con ello que esta defensa de su cine pueda parecer una boutade innecesaria, en la medida que Brown nunca llegó a la diversidad en su obra que marcaron los cineastas antes citados. Sin embargo, creo que la misma –quizá apenas tratada en la medida que era uno de los realizadores predilectos de la conservadora Metro Goldwyn Mayer; la excepción en este sentido la brindó en España Miguel Marías en una interesante aproximación brindada para la mencionada Dirigido por…, o el largo recorrido de su obra que ofrecen Tavernier y Coursodon en “50 Años de cine norteamericano”. Se trata, no obstante, de aproximaciones incompletas, ya que Brown posee una larga y, por ello, irregular filmografía, en la que no obstante queda bien clara la esencia de un estilo sereno  y contemplativo, que huye de dramatismos exacerbados en su puesta en escena, e inclinado –como en el caso de Henry King, aunque sin exclusividades- a crónicas rurales, cercanas a uno de los géneros más hermosos y menos conocidos del cine USA; el denominado Americana. Pues bien, incluso entre aquellos que aún siguen relegando a Brown a la altura de simple condición de acartonado artesano de la Metro –lo que podría ejemplificar Víctor Fleming-, reconocen la valía de una de las películas más insólitas de su tiempo. Un valioso precedente de STARS IN MY CROWN (1950) de Tourneur, de THE NIGHT OF THE HUNTER (La noche del cazador, 1955. Charles Laughton) e incluso, si se me apura un poco, TO KING A MOKING BIRD (Matar a un ruiseñor, 1962. Robert Mulligan). Un relato basado en una historia corta de William Faulkner que, más que maravillar, sigue sorprendiendo por el rigor y la contundencia de su enunciado, siendo al mismo tiempo un ejemplo perfecto de narración mesurada, sencilla y, lo que es más insólito, discurriendo por un terreno descrito en una asombrosa atonalidad, que en modo alguno impide que su desarrollo prenda con contundencia desde su primer fotograma.

Pocas películas pueden resumirse en menos líneas; INTRUDER IN THE DUST nos cuenta la injusta detención de un veterano negro ranchero –Lucas Beauchamp (extraordinario Juano Hernández)-, acusado de haber matado a uno de los componentes de la familia Gowrie. Las pruebas circunstanciales lo acusan, y el hecho de ser negro cierne sobre él la casi absoluta certeza de que va a ser linchado por la multitud. Su carácter hosco impide elaborar una compleja defensa, encargando al joven Chick Mallison (Claude Jartman, Jr.) que su tío John (David Brian) ejerza como abogado suyo. Pese a no pocas reticencias –el racismo en diversas vertientes se encuentra presente en todos los rincones de la localidad-, este aceptará el encargo, para lo cual tendrá ante todo que atender a las pistas y recuerdos que le pueda proporcionar el acusado. Este, al margen de su carácter huraño, tan solo puede esgrimir su inocencia y describir las circunstancias en las que se desarrolló el crimen, que da poco margen a la defensa, aunque exista la prueba importante de que su pistola no coincida con la bala que mató a Gowrie. Será el inicio de unas pesquisas, entremezcladas con la creciente inquietud de una población que parece desear llevar a cabo un linchamiento que, además de injusto, hubiera sido el triunfo de lo irracional y un crimen colectivo.

INTRUDER IN THE DUST se desarrolla en los años cuarenta del pasado siglo en una población rural cercana a Mississipi –sus exteriores se rodaron en la localidad de Harward-, y desde sus propios títulos de crédito entendemos que se trata de una producción tan modesta como arriesgada y personal. Nombres como el referente de William Faulkner –se suele decir que esta es la mejor adaptación cinematográfica lograda de toda su obra-, Ben Maddow como guionista, la fotografía de Robert Surtees, la muy menguada banda sonora a cargo de Adolph Deutsch o el multioscarizado Douglas Shearer en calidad de técnico de sonido –una faceta de especial importancia para acentuar de manera paradójica el intimismo de la película-. Desde sus primeros fotogramas advertimos que nos encontramos ante un film diferente. Los planos panorámicos que describen la tranquilidad del colectivo –en la que incluso se aportan apuntes humorísticos; el cliente de la barbería que se pone el sombrero cuando se anuncia el crimen cometido y el hecho de que el autor sea un negro-, pronto dejará paso a la estupefacción generalizada, evidenciando ese racismo latente de sus habitantes. La llegada de Lucas estará punteada por esos extraordinarios travellings laterales subjetivos, en los que el acusado verá los rostros rudos de sus habitantes, que con sus miradas ya parecen condenarlo como culpable al ser negro. Sin embargo, lo admirable del trazado dramático del film es que nunca levanta la voz. Incluso sus diálogos parecen estar dominados por un sentimiento de mesura y contención, del mismo modo que sus imágenes, por más que en ocasiones revelen instantes de terrible augurio; el instante en el que el provocador hermano de Gowrie está a punto de incendiar la comisaría en la que se encuentra Lucas, rociando de gasolina los pies de la anciana sra. Habersham (Elizabeth Patterson), quien con tanta ligereza como valentía, ha proporcionado de manera inconsciente el apoyo que necesitaba el pequeño Chick para articular la defensa del acusado.

Una vez más, aunque en esta ocasión con un resultado que si que goza del estatus de cult movie, Clarence Brown ofrece la quintaesencia de su estilo. Contemplativo, sereno, como el discurrir de las aguas tranquilas de un río. No le importará relatar la historia de una injusticia, ni quisiera moralizar sobre el racismo latente que se encuentra presente en esa sociedad cerrada que retrata –algo que se extiende incluso al hogar familiar del muchacho, descrito con un supuesto mayor alcance civilizado, pero que en el fondo tiene las mismas convicciones que el entorno rural que les rodea-. Lo que realmente interesa a Brown en sus cuidados encuadres y en una planificación admirable, es plasmar de forma paralela una de las visiones más hermosas que el cine norteamericano de aquellos años ofreció del despertar a la adolescencia y al mundo adulto, de un muchacho hasta entonces integrado en el sustrato de la infancia. Una infancia que ha vivido en aquellos idílicos exteriores campestres –que la cámara expresa con un sentido de inocencia, relatando en uno de los dos flash-backs del film el único encuentro previo que mantuvieron el muchacho y Lucas, cayendo el primero a un río helado, y ayudándole el otro, aunque sin mostrar en ningún momento el más mínimo atisbo ternurista. Se tratará de un episodio que Chick relatará a su tío, contagiando al espectador de la importancia que a este le proporciona este negro altivo de ojos profundos, orgulloso de su condición como tal, y al mismo tiempo provisto de un absoluto sentido de la ética. Serán aspectos que ligan esta película a otros títulos de estas características rodados en aquellos años –especialmente auspiciados por Dore Schary en calidad de productor-, como THE BOY WITH GREEN HAIR (El muchacho de loa cabellos verdes, 1947. Joseph Losey) o THE WINDOW (La ventana, 1949. Ted Tetzlaff). INTRUDER IN THE DUST supera a todos ellos, precisamente por esa serenidad que Clarence Brown aplica a todo su metraje, a esa sensación de asistir a una fábula terrible narrada en voz baja, como si fuera un cuento evocado por una vieja dama sudista a sus retoños. Es tal el grado de singularidad de sus imágenes, la importancia de sus silencios, la valoración que se realiza de los sonidos o la ausencia de los mismos, el empeño logrado en todo momento de no incidir en ninguna vena tremendista –cuando en cualquier instante se podría incurrido en dicha vertiente-, que permite encontrarnos con una de las más insólitas producciones rodadas en el cine norteamericano en la segunda mitad de sus fértiles años cuarenta.

Sin embargo, dentro de un conjunto provisto de una enorme homogeneidad en su trazado, de la sensación que su conjunto transmite de asistir a un hecho oculto en la que la búsqueda de la dignidad, el despertar a un mundo adulto, y también el lado oscuro de una colectividad, está mostrado con tanta serenidad y coherencia, no se pueden dejar de destacar secuencias y elementos extraordinarios, dentro de un título provisto de tan admirable alcance, y al mismo tiempo tan delicadas formas. Que duda cabe que entre ellas se encuentran la narración de ese primer encuentro y las reacciones que se establecen en Chick en su relación con Lucas –narradas con una apasionante mezcla de curiosidad, admiración y recelo por parte de este- y también sorprende la plasmación del otro flash-back de la película, en el que el detenido relata como se cometió el asesinato de Gowdrie –uno de los crímenes plasmados de manera más insólita y sin asideros en la pantalla-. Sin embargo, si hay un episodio que va más allá de todo elogio, es el largo, extenuante, apasionante e incluso por momentos divertido, bloque que describe el intento de desenterrar el cadáver de Gowdrie en plena noche –la película utiliza exteriores reales en todo su metraje- con la sola presencia del muchacho, el pequeño hijo del criado negro de este, y la veterana sra Habersham. Un episodio al que solo el calificativo de magistral puede describir en el acierto de su planificación, sus insertos, la introducción de la amenaza, la inconsciencia de los muchachos a la hora de abrir el ataúd que debe contener el cadáver del muerto… No será, sin embargo, el único episodio memorable de un film que casi, casi, merece en su conjunto dicha calificación. Secuencias como la manera en la que Crawford Gowdry (extraordinario Charles Kemper) –el padre del asesinado, manco de un brazo-, se arroja a unas arenas movedizas cuando los indicios destacan que allí se encuentra el cadáver de su hijo, la sensación de angustia que presiden esos momentos de búsqueda en los que este no duda en poner en peligro su propia vida, o la manera con la que limpia el rostro del cadáver de este cuando es rescatado, son instantes expuestos con fuerza, a ras de tierra, pero al mismo tiempo con una desusada sensibilidad, emergiendo en ella las mejores propiedades cinematográficas.

Serían muchos más, los aspectos a destacar en esta extraordinaria película –la manera con la que Lucas paga la deuda contraída con el abogado, paseándose de nuevo ante una cotidianeidad urbana que parece haber olvidado el trance terrible a que se vio sometido-. Sin embargo, lo que me interesa advertir una vez más tras admirar el relato, es ratificar las cada vez más contrastadas cualidades que me permiten considerar a Clarence Brown como un realizador digno de la mayor consideración. No se trata de buscar auteurs debajo de las piedras, pero quizá si encontrar el momento de devolver a su figura el reconocimiento a un talento y personalidad propia, que voy ratificando a cada nueva ocasión que tengo de acercarse a olvidados exponentes de su cine.

Calificación: 4

1 comentario

Luis -

Película apasionante.