ONDSKAN (2003, Mikael Hafström) Evil
Si tuviéramos que remontarnos en el tiempo para recordar aquellas propuestas cinematográficas que mostraron descripciones que se alejaran de una visión idílica de internados y centros universitarios, quizá sorprendería tener que remitirnos a un título del siempre denostado Jean Delannoy –LES AMITIÉS PARTICULIÈRES (1963)-, aunque con probabilidad ese pistoletazo de salida más reconocido lo ofrezca DER JUNGE TÖRLESS (El joven Torless, 1966. Volker Schlöndorff), prolongando una estela cada vez más consistente conforme transcurría la década de los sesenta, que tendría ejemplos recordados –y bajo mi punto de vista atractivos, pero sobrevalorados- como IF... (1969, Lindsay Anderson) Desde entonces, el paso del tiempo ha ido dosificando este auténtico subgénero, con puntuales éxitos comerciales como DEAD POETS SOCIETY (El club de los poetas muertos, 1989. Peter Weir). Cierto es que dentro de las coordenadas de los que podríamos llamar un “cine serio”, se han producido títulos insertos en dichas características, pero he de reconocer que, bajo mi punto de vista, en pocas he sentido ese extraño equilibrio que se desprende de ONDSKAN (Evil, 2003), una de las películas que dirigió en su Suecia natal Mikael Hafström, antes de diluir su previsible talento en producciones hollywoodienses cocinadas de forma más o menos competente, al servicio de estrellas como Clive Owen, Jennifer Aniston o John Cusack. Por fortuna, el título que nos ocupa logra una extraña sensación de contención e incluso serenidad, en una propuesta que paradójicamente, habla de la contención, la rebeldía incluso, ante el uso de la violencia como método expeditivo de respeto y consolidación social. Cierto es que el caudal de sugerencias que emanan de esta adaptación de la novela de Jan Guillou, podrían destacarse en la acertada interacción de diversas subtramas. Sin embargo, considero que si la película adquiere poco a poco un creciente grado de interés y densidad, reside de manera fundamental en el acierto con que su realizador sabe entrelazar los elementos puestos a su servicio, dejando de lado una tendencia al efectismo –una acusación que, con todo, algunos no han dejado de esgrimir- que, justo es reconocerlo, es aplicada a la temible secuencia inicial, que servirá para presentar a su protagonista –Erik Ponti (Andreas Wilson)- propinando una brutal paliza a un compañero de colegio. Dominada por una planificación efectista, por fortuna será solo una manera poco sutil de iniciar un relato, que en lo sucesivo optará por la contención. Tras su expulsión del centro en donde ha protagonizado la injustificada pelea, reconociendo sin sentimiento de culpa su acción, y siendo partícipe de malos tratos por parte de su padrastro, Erik será enviado a un internado –el colegio Stjärnsberg-, no sin sufragarlo un gran sacrificio económico de su madre, quien tendrá que vender objetos valiosos para poder costear el destino educacional de su hijo. Desde el primer momento, nuestro protagonista intentará contradecir el comportamiento violento que hasta entonces le había caracterizado, pero no contará que el internado estará dominado por unos atavismos clasistas de lejana ascendencia nazi, ante los cuales se pondrá a prueba en todo momento su dominio interior. Y en la vida diaria del centro se expondrán los dos elementos opuestos que, de alguna manera, modularán su personalidad en la estancia. Por un lado tendrá que sufrir las constantes provocaciones de Otto Silverhielm (Gustav Skarsgàrd), un joven arrogante procedente de clase alta –ya en su encuentro con Erik quedará definida su altivez, subrayado por la indumentaria de equitación que luce, evocando resonancias nazis-. Pero por otro lado, nuestro joven protagonista tendrá la suerte de compartir habitación con otro joven, definido en su inquietud intelectual –Pierre Tanguy (Henrik Lundström)-, con quien iniciará una estrecha y sincera amistad. No será, sin embargo, suficiente respaldo para que Erik pueda mantener esa deseada huída de cualquier manifestación de violencia, espoleado en todo momento por ese colectivo de estudiantes veteranos que han visto en este joven rebelde, una victima propiciatoria para prolongar sus asumidos privilegios de clase. Será una constante tortura para el joven estudiante, quien intentará aguantar de manera estoica todo tipo de castigo recibido –sin que las autoridades del centro censuren en ningún momento sus comportamientos-, exaltándose de forma muy especial cuando Erik gane un campeonato de natación, y provocando con ello una especial animadversión por parte de esos veteranos, que no dudarán en utilizar a partir de ese momento a Pierre para lograr con ello contraatacar a nuestro protagonista.
Es probable que la enumeración de todas estas pinceladas argumentales, puedan inducir al espectador a contemplar un film repleto de convencionalismos dentro de este tipo de producciones. Sin embargo, si algo permite que ONDSKAN adquiera vida propia, que en no pocos momentos logre expresar esta tensión contenida y soterrada y que, también en algunas ocasiones, llegue a emocionar, lo ofrece la labor de puesta en escena manifestada por su realizador. Una dirección caracterizada por su limpieza, por la constante huída de cualquier atisbo efectista –es sintomático de ello ese fundido en negro coincidiendo con el último encuentro de Erik con su padrastro-, en la sencillez con la que queda descrita la relación amorosa y sexual mantenida por el muchacho protagonista con la joven camarera Marja (Linda Zilliacus), o en el acierto con el que se plantea las numerosas secuencias de violencia y humillación, tanto las sufridas por nuestros dos protagonistas, como las que finalmente recibirán los insolentes veteranos. Excepción a ello lo proporcionará la “venganza” que Erik propiciará a Silvehielm, en un instante realmente divertido –con probabilidad el único interludio que, como tal, se inserta en su conjunto-.
Pero por encima de ese tono de serenidad, la tensión contenida, la adecuada planificación de sus secuencias, de la magnífica dirección de actores –de entre la cual me gustaría destacar la hondura que el joven Henrik Lundström proporciona a su personaje de Pierre-, es precisamente en esa relación de amistad que se establece entre dos mentalidades en principio tan opuestas como alguien tan visceral como Erik, con otro joven más definido por su talante reflexivo como el mencionado Pierre, donde se produce el más alto grado de interés de la función. Serán dos seres que en las primeras clases que compartirán juntos serán contrapuestos por un profesor de unas nada ocultas simpatías nazis, y que pronto sintonizarán hasta soldificar una amistad que –y es algo que se intuye en el relato- sabemos perdurará en el tiempo, por más que la dispar condición social de ambos es probable que los separe a ámbitos y cometidos bien diferentes. Momentos como el intercambio de regalos que ambos se brindan en Navidad –consolidando esa inquietud por la abogacía que manifiesta Erik-, la lectura de la carta que Pierre le deja a este cuando se ha rendido ante la crueldad manifestada por el colegio o, sobre todo, el encuentro final entre ambos, adquieren ante el espectador una extraña mezcla de amargura y sinceridad, de recuerdo a unas vivencias compartidas que nunca serán olvidadas por ambos, pero que es más que probable queden diluidas en el discurrir de la existencia de ambos. Quizá tanto como el recuerdo que Erik con probabilidad pronto olvidará de su efímera relación con Marja. Punteadas estas últimas secuencias con un bellísimo fondo sonoro –que proporciona una especial emotividad al momento de la graduación en el que, pese a la hipocresía de su pompa, Erik verá compensados parte de sus esfuerzos-, ONDSKAN finaliza de manera abierta, tras ese reencuentro final entre los dos amigos, mientras nuestro protagonista discurre en bicicleta en apariencia liberado de cualquier tipo de opresión, sin saber su destino ¿Quizá buscando retornar con Marja? Lo cierto es que, aún reconociendo que en el conjunto de la película puedan aparecer ciertos lugares comunes, el film de Hafström aparece tras su conclusión como un canto a la amistad, un grito en contra de la intolerancia, una llamada sobre los peligros de un clasismo asumido como modelo generador de comportamientos intolerantes, una nueva visión sobre la llegada a la madurez del adolescente, o incluso una arriesgada visión de cómo se puede luchar contra la violencia sin tener que recurrir a ella –de ahí la referencia de Gandhi en la película-. Lo importante en este caso es que todas estas líneas argumentales logran confluir en un resultado quizá no perfecto, pero sí notable, erigiéndose bajo mi punto de vista en una de las propuestas fílmicas más atractivas que se han ofrecido en las últimas décadas sobre esta temática concreta, sin tener que recurrir para ello al inútil aval de recordar que la misma estuvo nominada al Oscar a la mejor película extranjera de 2004.
Calificación: 3
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